jueves, 29 de diciembre de 2011

Autopsia. Primera parte

II.


El suave rojo rubí del coñac, adquiría tonalidades y brillos hermosos al reflejar la luz de la pasiva llama que iluminaba el escritorio del doctor Horacio Ballesteros, quien ya llenaba la segunda hoja con una escritura febril y una caligrafía burda, procurando avanzar de prisa, mientras las imágenes aún estaban frescas en su memoria. Dejó caer la pluma dentro del tintero con cierta torpeza y se llevó ambas manos a los ojos, restregándolos con fuerza, luego se las pasó por el cabello, echando hacia atrás el mechón que hace rato colgaba en su frente. Miró de reojo el reloj de bolsillo junto al papel profusamente garabateado en frente de él, casi las cuatro de la madrugada, sentía cansancio en la vista. Tomó el vaso con coñac y lo acabó de un trago, luego lo volvió a llenar, desde hace ya algunos años que no podía conciliar el sueño sin antes invitarlo con una previa dosis de alcohol que apaciguara su mente y aquella noche, su mente estaba particularmente inquieta.

Había estado tratando de describir con rigor profesional el caso de Isabel Vásquez, anotando todos los sucesos en orden cronológico y los tratamientos por él prescritos desde que la chica había enfermado, hasta que, sobrepasado por las circunstancias, tomó la abrupta decisión de incinerar el cuerpo. Pero su informe arrojaba más interrogantes que luces, se preguntaba si la enfermedad y el embarazo tenían alguna relación o se trataban de hechos aislados. Una parte de él le aseguraba que había hecho lo correcto, que quemar aquella abominación engendrada en un cadáver sepultado había sido lo más sensato, pero no podía evitar que su curiosidad científica le royera los sesos…y si había estado en frente de una enfermedad nueva y sin precedentes, cuyas evidencias, se había apresurado en destruir, después de todo, ¿Cuántas veces la ciencia, había desbaratado los argumentos de la ignorante superstición? Sentía que se había dejado llevar como un novato… también que debía regresar.

Debido al fuerte aguacero desatado durante gran parte de la noche, la casona de la familia de Domingo Montenegro, donde yacían los restos carbonizados de Isabel, solo se había quemado parcialmente, dejando gran parte de la estructura sin mayores daños de los que ya tenía. El médico detuvo su coche a prudente distancia, un caballo ensillado y atado a uno de los pilares que sostenían el techo de tejas, demostraba la presencia de alguien en las inmediaciones, tal vez algún curioso atraído por el sofocado incendio. Aguardó unos minutos pero nadie apareció, tal vez Domingo hubiese regresado para sepultar el cadáver correctamente otra vez, pero el chico había terminado tan choqueado la noche anterior que eso no era muy probable. Descendió del vehículo y decidió acercarse a pie, sus botas se hundieron en el barro. Al llegar a la puerta se asomó sin entrar, el cielo tenía un buen boquerón que dejaba visible el arruinado techo del segundo piso, las paredes cercanas lucían enormes manchas de hollín con el horrible y polvoriento papel tapiz quemado por trechos, el suelo también había cedido a las llamas abriéndose un agujero que prosperó sólo hasta donde la humedad de las tablas se lo permitió y en donde yacía los restos de la pila que habían formado para quemar el cuerpo. Cuando iba a entrar se detuvo, abundantes pisadas hechas de lodo y humedad estaban esparcidas por el piso, “¿hay alguien aquí?”, la voz del doctor era fuerte y clara pero no recibió respuesta, estudiando su entorno, se acercó a los restos calcinados de Isabel, un esqueleto completo con restos de carne quemada adherida yacía bajo una buena porción de cenizas y madera a medio consumir que el médico comenzó a retirar con cuidado, un humo espeso y desagradable brotaba sin ninguna prisa a ratos, lentamente fueron apareciendo las abundantes fracturas que la chica había sufrido durante su agonía, parecía como si hubiese sido brutalmente golpeada, varias costillas, una clavícula, una tibia, ambos peroné, estaban desastillados, no parecían debilitados ni descalcificados, solo quebrados, como por algún trauma. Al cabo de unos minutos el doctor Ballesteros dio con lo que buscaba, los restos medianamente conservados de un feto de unos diecisiete centímetros, con una apariencia anatómica perfectamente humana, no se lo esperaba, más bien, se había auto-convencido de que alguna especie animal o vegetal, de alguna forma, se había anidado en el interior del útero de la muchacha, pero de ninguna manera un ser humano. Lo cogió con cuidado y lo envolvió en un lienzo de gasa. Sintió cierto remordimiento, a pesar de lo inverosímil que resultaba que un bebe pudiera vivir ni menos ser engendrado bajo tierra. Antes de retirarse, echó un último vistazo a la habitación, aún pensaba en el caballo que estaba afuera y en las huellas frescas de lodo. No tardó mucho en divisar un bulto arrimado a uno de los rincones del amplio cuarto, tras una pared divisoria. El doctor dio un respingo, Domingo Montenegro yacía en el suelo inmóvil con un mudo grito de pánico congelado en el rostro, sangre aún fresca le había corrido de la nariz y los ojos y abundante gotas de sudor en la frente, también notó que el húmero derecho estaba notoriamente quebrado. No parecía respirar. El médico tomó su maletín y se acuclilló a su lado, revisó sus signos vitales, un muy débil pulso le confirmó que aún estaba con vida, sin duda padecía los síntomas que Isabel mostró durante su corta agonía, al parecer, debía añadir riesgo de contagio a su informe de esta, ya rarísima patología. Cogió al muchacho en brazos y lo subió a su coche, luego regresó por el maletín, el feto y se retiró.

Elena Ballesteros era la menor de los hijos del doctor, y la única que, según este, tenía verdadera vocación de médico. Su hijo mayor había seguido la carrera de medicina, pero solo la usaba para diagnosticar inexistentes enfermedades a señoritas hipocondriacas de la alta sociedad que lo buscaban para confirmar sus falsas sospechas que otros médicos le negaban, en cambio su hermana mostraba interés en el alivio de las personas, lástima que su género le impidiera realizar los estudios necesarios.

Dos días llevaba Domingo en casa del doctor, sufriendo los mismos terribles síntomas que Isabel padeció antes de morir, al cuidado de Elena quien, al igual que su padre, trataba en vano de aliviar las incontenibles convulsiones de dolor y pánico que al muchacho le venían en forma cada vez más frecuente. Ante la impotencia de una enfermedad ineluctable la muchacha solo podía rezar a un lado de la cama en los pocos momentos de paz que el padecimiento concedía, mientras el doctor buscaba con frustración algún tratamiento que mostrara resultados antes del fatal desenlace que de seguro le esperaba al muchacho. Aquella noche, la joven enfermera sostenía un rosario mientras su enfermo, despierto pero ausente, mantenía la vista perdida en algún punto indeterminado de la habitación, hasta que pareció posarse en algo, su rostro se demudó y una gota de sangre apareció en la comisura de sus ojos. Un nuevo ataque comenzaba. Elena lo abrazó para sostenerlo mientras llamaba a su padre, pero ahora era distinto, Domingo no sufría dolor, si no más bien estaba aterrado, se recogía en la cama tratando de retroceder, respirando a duras penas, sudando y balbuceando hasta que simplemente, sintió la imperiosa necesidad de huir, sin importar las dolorosas fracturas que ya contaba.

Cuando el médico entró a la habitación encontró a su hija tirada en el suelo inconsciente, la ventana que daba a la calle abierta y la cama vacía. Elena no tardó en reponerse, no acusó ningún golpe, al parecer, solo sufrió un absurdo desmayo mientras forcejeaba con Domingo, este apareció minutos más tarde acurrucado contra la pared tras la cama, totalmente fuera de si y con las secuelas de un miedo que ni él ni Elena eran capaces de explicar.

Algunas semanas después, en los amplios terrenos del hospital psiquiátrico cercano al pueblo, Domingo Montenegro se abrigaba con el sol de la mañana, sentado solo, en una de los numerosos bancos de piedra esparcidos en el lugar. Su recuperación física fue total, sus fracturas sanaron y no volvió a sangrar, sin embargo, nunca más volvió a hablar ni a ser quien era, dejando en incógnita su versión de los hechos. Por otra parte, Elena ha comenzado a sentir más patente, ciertos síntomas que cada vez más le confirman sus sospechas, las cuales aún, no se atreve a confesarle a su padre. Ella está casi segura de que está embarazada, pero no tiene idea de cómo…ni de quién.


León Faras.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Autopsia. Primera parte.

La Autopsia.

Primera parte.

I.


La lluvia caía con una violencia inusitada, haciendo más difícil la visibilidad de una noche que de por si, ya era demasiado oscura. Dos hombres conducían la carreta totalmente empapados, tratando de mirar por debajo de sus gruesos sombreros que a duras penas contenían el chaparrón que se precipitaba totalmente perpendicular al suelo, sin embargo, la noche y el clima eran cómplices de la labor que llevaban a cabo, manteniendo a los curiosos alejados. El clásico sonido de las ruedas despegándose del barro arcilloso era un constante murmullo que acompañaba al insistente repiqueteo de los goterones sobre el cajón de madera que llevaban en la parte de atrás, el cual, de tanto en tanto, se golpeaba contra el vehículo al compás de las irregularidades del camino, haciendo evidente la existencia de un bulto en su interior.

La carreta se detuvo bajo un precario techo de tejas arrimado a una casona en deplorable estado, ubicada en una extensa y abandonada propiedad de los familiares del más joven de los dos hombres, este fue el primero en descender, abrazado a si mismo tratando de proveerse algo de calor, miró en derredor, nervioso, acusando lo poco honesto de sus actividades y lo poco acostumbrado que estaba a ellas. Aún desconfiado entró en la casa. Ayudado de una vela echó un rápido vistazo, una considerable capa de polvo, que en algunos lados formaba un finísimo limo producto de la buena cantidad de goteras, cubría toda la superficie del piso y de los pocos muebles que habían, al igual que en las paredes. Debajo de las ventanas, tanto de las rotas como de las intactas, el agua había entrado asociándose a la tierra, formando grotescas manchas que se descolgaban hasta el suelo. Acomodó una mesa más cerca de la entrada y dejando la vela cerca, volvió a salir, donde el otro hombre le esperaba para bajar el ataúd que traían y llevarlo dentro. Mientras el joven se ocupaba con algo de trabajo de encender la también húmeda chimenea para iluminar y calefaccionar el lugar, el otro hombre comenzó la tarea de abrir el cajón para poder estudiar el cadáver. Con la ayuda de un fierro aplanado comenzó el viejo médico a despegar las tablas impregnadas de humedad que se rendían sin oponer demasiada resistencia, una vez terminado esto, se sacó el abrigo tan empapado como el resto de su ropa, se remangó la camisa y tomó la vela encendida para iluminar el cuerpo. Isabel Vásquez llevaba muerta casi seis meses, su deceso se había producido luego de una corta pero traumática agonía, tanto para ella como para sus familiares y sirvientes, de tan solo dos días. En esos dos días, la joven de diecinueve años, había pasado de una salud perfecta, a un agotamiento crónico, una completa incapacidad de su cuerpo para recibir o procesar cualquier alimento o líquido, un profuso e inexplicable sangrado interno que afloraba por los orificios del cuerpo y una anormal seguidilla de fracturas de sus extremidades que no obedecían a ninguna causa ni remotamente racional y que mantuvieron a todos sus cercanos en vela tratando con desesperación pero inútilmente de apaciguar los agudos dolores que la muchacha sentía en su lecho. El médico de la chica, luego de que esta murió, sugirió una cirugía post mortem, con la intención de averiguar las causas de un deceso absolutamente irregular, lo cual fue tajantemente negado por la familia, por considerarlo una profanación contraria a los valores Cristianos. Solo el joven novio mostró profundo interés en llevar a cabo una autopsia, convenciendo al médico de hacerla a escondidas en el menor lapso de tiempo posible.

“Santa Madre de Dios, el médico tragó saliva, ¿qué diablos está pasando aquí?” curiosa mezcla de lenguaje santo y profano que brotó de sus labios al contemplar el cuerpo de la muchacha dramáticamente adelgazado pero sin rastros de descomposición. Una hinchazón leve en el bajo abdomen, como si algo estuviera inflándose bajo este, acaparó la atención del viejo y del muchacho, quien se acercó atraído por el intrigante tono de voz del doctor, “Oh, por Jesucristo…” fue todo lo que pudo pronunciar el joven al observar el cuerpo demacrado de la que era su prometida, mientras recibía la vela de manos del viejo.

Un fétido hedor se esparció en el ambiente en el momento en que el escalpelo, luego de haber cortado horizontalmente bajo las clavículas, rasgaba la piel por la línea del esternón hacia el pubis y que obligó al muchacho a retroceder con el rostro descompuesto por el asco, buscando en su bolsillo un pañuelo con el que se cubrió la boca y la nariz mientras el médico, inmutable, le miraba impaciente en espera de que volviera con la precaria pero imprescindible luz para poder seguir su trabajo, “esto recién comienza muchacho, te advertí que…”, “continúe, continúe”, el joven le interrumpió, haciendo un enorme esfuerzo por dominarse, volvió a iluminar el cadáver, pero esta vez, manteniéndose tan alejado como la extensión natural de su brazo le permitía. El médico notó que el cuerpo se descomponía sólo internamente, lo cual contradecía todas las leyes naturales al respecto. Continuó. Una vez abierto el tronco por completo, comenzó el examen de los órganos, de los que no se podía obtener demasiada información, las larvas y gusanos trabajaban afanosamente en su impostergable labor de hacer desaparecer el material orgánico, pero manteniendo la “cáscara” anormalmente incólume. Al llegar a la parte baja del vientre, el doctor retiró las manos como si hubiese tocado algo sumamente desagradable, la inefable expresión de su rostro, mezcla de interés, asombro y un poco de miedo, atrajo la curiosidad del muchacho quien se asomó nuevamente a echar un vistazo, “¿qué?... ¿qué ocurre?”, el viejo ni siquiera le miró, “su útero… esta muchacha… está… está, preñada”, el joven respondió alteradamente ofendido “¡eso es imposible!, ¿qué está diciendo?, ella sería incapaz de…”, el médico le quitó la vela de las manos para acercarla y observar mejor, “muchacho, no me estás entendiendo, digo que este cadáver esta llevando a cabo un proceso de gestación con absoluta normalidad, bueno, el doctor se corrigió a si mismo, mejor dicho, como si estuviera vivo” el joven se despegó por unos segundos el pañuelo de su cara, profundamente consternado, “…eso es imposible…” repitió, recién en ese momento el doctor le dirigió la mirada “¡¡soy médico!!, ya sé que eso es imposible, pero a juzgar por lo que veo, esta chica tiene por lo menos unos cuatro meses de em…” el médico se detuvo abruptamente, sorprendido por su propia mente, “oh por Dios, estamos hablando de un cuerpo que lleva casi seis meses sepultado, lo que significa…”, el joven seguía las reflexiones del doctor adivinando las palabras y terminando la frase “¿Qué Isabel fue embarazada…estando bajo tierra?”, el viejo volvió la vista al aparentemente sano vientre de la muchacha, y asintió con la cabeza…

La lluvia aún azotaba las tejas como si pretendiera atravesarlas cuando ambos hombres salieron, volteándose para observar por la puerta el interior, ahora, absolutamente iluminado por un fuerte y amarillento resplandor que hacia danzar aparatosamente las sombras que quedaban en el interior de la casona. Todos los muebles de la casa, algunos papeles, y restos de leña, lucían apilados en el centro de la habitación y sobre el cadáver de Isabel ardiendo en enormes llamas que lamían con apetito, el alto cielo del cuarto y llenando poco a poco todo el lugar de humo e incertidumbre. Mientras el doctor se ponía el abrigo nuevamente para volver al coche, el muchacho observaba las llamas, inmóvil aún tratando de digerir todo lo que había visto.





León Faras.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Lágrimas de Rimos. Primera parte.

VII.


Aquella mañana, tres experimentados jinetes descendieron del cerro en cuyo seno reposa Rimos, hasta llegar a la Pared Sur, una gigantesca muralla de roca laminada que parece fabricada por el hombre y que limita en todo su ancho con el bosque de Rimos, con la parte del bosque donde la muerte se posó y secó hasta las raíces aquellos, alguna vez, hermosos árboles, la parte del bosque más próximo al sepultado monasterio de Mermes. Luego de atravesar el bosque se encaminaron al oeste y continuaron hasta que el paisaje se volvió sobrecogedoramente inhóspito, una extensa llanura cubierta de rocas de todos los tamaños imaginables, como si una noche hubiesen caído desde el cielo en una mortal tormenta cuyas consecuencias están a la vista. Luego de un par de horas, Aregel se detiene sin razón aparente bajo la compasiva sombra de una piedra especialmente voluminosa, se apea de su caballo y otea su entorno, al tiempo que extrae un trozo de género de su manga con el cual seca el sudor de su rostro, Yurba se detiene tras él y sin bajarse del animal que lo transporta, observa a su alrededor con expresión de desconfiada curiosidad, como si no fuera posible que algo hubiera llamado la atención de Aregel sin que él lo hubiera notado también, -“¿por qué nos detenemos, pasa algo?”- pregunta casi malhumorado. Yurba es un hombre de unos treinta y tantos años, espalda ancha y fuertes brazos, su cuerpo tiene las proporciones de un enano pero su estatura es normal, aunque por debajo de la media, se podría decir que es una especie de “enano gigante” sin embargo, esta desventaja física la compensa con una avasalladora personalidad y una descompensada  confianza en sí mismo. Tiene un reducido espacio entre los ojos y una nariz pequeña y huesuda. Salvo por sus cejas no tiene un solo pelo en toda su piel visible. Usa una espada corta a su diestra y un hacha pequeña en la siniestra. -“Esperamos a alguien”- responde Aregel con indiferencia, luego le dirige una mirada a su calvo amigo y agrega con una apenas perceptible sonrisa –“No te preocupes, te agradará”-, el aludido vuelve la vista al horizonte nuevamente, con el ceño fruncido y su frente se satura de arrugas –“¿no habrás citado al imbécil de Motas verdad?”, Aregel le devolvió una mirada como si le hubiesen hablado en un idioma remoto y complicado, “¿Quién rayos es Motas?”, el pequeño soldado continuó como si nada “…ese sinvergüenza es capaz de robarte la ropa interior que llevas puesta sin que te des cuenta”, el viejo solo acentuó su expresión de incomprensión, pero no dijo nada. El poderoso caballo del tercer jinete se detiene alejado algunos metros, indiferente al igual que su amo al candente sol. Este último, llamado Tibrón es un hombre de mediana edad, físicamente enorme, como una bestia de tiro. Al contrario de Yurba es reservado y formal por naturaleza, parece permanentemente concentrado en los detalles de su entorno. Una profunda cicatriz recorre el lado izquierdo de su rostro desde la sien hasta el final de su pómulo, despareciendo en la espesura de su barba. De su cinturón cuelga una gruesa espada, y colgado a la grupa de su caballo lleva un escudo redondo del cual sobresale una aguda hoja de metal, un arma tan eficaz en la defensa como en el ataque. Aregel mira al cielo, debe ser medio día, un indescifrable sonido producido por Tibrón llama su atención, este apunta con todo su brazo hacia el sur, una silueta montada a caballo permanece inmóvil en el horizonte, Tibrón sabe quién es el cuarto jinete que esperan, pero aún no está convencido. Yurba con su acostumbrado desparpajo se apeó de su caballo para dirigirse a un lugar más alto, con ambas manos se construyó una visera para observar mejor al personaje recién llegado, con la esperanza de reconocerlo antes que sus colegas, una actitud exigida por su personalidad que a veces le juega malas pasadas. El rostro de este, siempre con expresiones que parecen exageradas, se mudó cuando en el horizonte aparecieron las siluetas de cinco personajes más, una ojeada al pétreo rostro de Tibrón no le ofreció ninguna respuesta ni consuelo, el aspecto de Aregel en cambio, le hizo comprender en el acto que aquellos visitantes no eran precisamente a quien esperaban. El grupo de desconocidos comenzó a acercarse, separándose entre sí como abanico, el personaje que estaba al medio, parecía ser el líder, y se detuvo justo frente a Yurba, desde ahí inspeccionó al reducido grupo de soldados, posando la mirada en Aregel, el único que llevaba el diseño característico de Rimos en su armadura, era un hombre joven, bastante joven, apenas tendría unos veinte años, parecía que se había afeitado la cabeza hace sólo algunos días y su cabello era una mancha gris en donde debía estar, “Creí que solo nosotros debíamos buscar fortuna en estas yermas tierras, no imagino que propósito conduce a unos soldados de Rimos a adentrarse en el desierto, salvo claro, que busquen alguna debilidad de la cual aprovecharse cómo es su costumbre…” Yurba le dirigió una mirada que por sí sola era más que suficiente para reproducir con bastante eficacia todo lo que pensaba con respecto a la opinión del recién llegado y compañía. Las palabras idóneas para expresar dichos pensamientos se agolparon en su mente y cuando tomaba aliento para largárselas a su engreído interlocutor una oportuna intromisión de Aregel lo detuvo, este sabía que su amigo era valiente y leal como nadie, pero que su pequeña bocota tenía el incómodo poder de transformar las situaciones, degenerándolas en inimaginables e innecesarios conflictos, “tranquilo Yurba, no necesitamos problemas”, el aludido se contuvo, pero no cambió su efusiva mirada, pues no le agradaba que le pidieran tranquilidad, porque aquello siempre significaba que había motivos para no tenerla. Aregel imaginó que aquellos hombres pertenecerían a alguno de los muchos pueblos que él y sus compañeros habían atacado sirviendo a Cízarin en el “Grupo de la vergüenza” probablemente Bosgoneses, de ser así deberían tener cuidado, Bosgos era famoso por sus venenos. “Cometes un error” respondió con calma, “no nos interesa el perjuicio de nadie…”. El joven líder sonrió con ironía “¿a sí...no te parece perjuicio suficiente pisotear pueblos desprevenidos y más débiles, para luego someterlos?” El viejo soldado de Rimos tragó saliva, sus sospechas eran verdaderas, la situación se volvía tensa, estaban en inferioridad numérica, y además aquellos hombres también estaban armados, debía recurrir a la sensatez y la diplomacia para salir lo mejor librados posible. Iba a intentar justificar lo injustificable cuando oyó un solapado pero deliberadamente audible comentario del perpetuamente inoportuno Yurba, que momentáneamente logró apagar los circuitos de su mente, “Una opinión venida de un grupo de asaltantes de caravanas,…je, tiene que ser una broma”, el comentario, cómo era de esperar, provocó la mirada de furioso asombro de todos, ante la estúpida muestra de irresponsable sarcasmo del bajo Yurba. Uno de los extraños bajó de su caballo con decisión y se dirigió, amenazante hacia este, “¡son perros arrogantes como ustedes los que nos obligan a actuar así!” el pequeño permaneció impávido, “si claro, y yo soy la reina de…” su respuesta se vio truncada por un violento empellón que lo hizo tropezar y trastabillar hasta estrellarse con una enorme roca en su espalda, pero antes de recuperar el equilibrio un pesado antebrazo cayó sobre su cuello y lo comenzó a estrangular, Tibrón descendió de su caballo llevando con él su respetable escudo, mientras que Aregel involuntariamente se llevó la mano a la cacha de su espada. Yurba estaba incómodo  y luchaba por zafarse, al mismo tiempo preocupado por no caer, pegando lo más posible su mentón al pecho para evitar la asfixia, en ese momento vio algo que lo hizo abrir sus ojos desmesuradamente, el hombre que lo sujetaba con un solo brazo, buscó con el otro en una cartuchera atada a su muslo, de donde extrajo un puñal de mango corto con dos argollas para introducir los dedos índice y medio y lo batió hacia atrás. El brillo que esta hermosa arma produjo al reflejar los rayos del sol, fue la señal que esperaban los dedos que, a algunos metros de allí, sujetaban una impaciente cuerda de arco, la cual fue por fin liberada, y envió su letal cargamento directo al costado izquierdo del casi verdugo de Yurba. Este sintió que la presión disminuyó considerablemente, lo suficiente para librarse del brazo que lo estrangulaba y con un poderoso empujón lograr la distancia necesaria para propinar una potente patada frontal que lo alejó momentáneamente del inminente peligro que corría, sin resuello y sobándose su magullado cuello, dirigió su mirada hacia la dirección de donde vino la salvadora flecha, justo en el momento en que venía una segunda saeta destinada a su enemigo pero en dirección hacia donde ahora se encontraba él, sólo providencialmente logró verla a tiempo para saltar hacia atrás y estrellarse nuevamente contra la piedra a su espalda, como si esta tuviera un poderoso imán para atraer hombres, con los ojos y los dientes  apretados al límite, Yurba no vio como la flecha pasó a escasos milímetros de él, para estrellarse contra otra roca y hacerse añicos. En tanto, Tibrón iba a ayudar a su colega, pero se detuvo al ver a otro de los hombres que se dirigía directo hacia él, corriendo con una espada en alto, gritando furioso y con una descompuesta y endiablada expresión en el rostro, el experimentado soldado lo aguardó, pero al contrario de lo que se esperaba, Tibrón no retrocedió para esquivar el desmedido ataque, sino que al tener a su enemigo a un par de metros, el enorme soldado dio un sorpresivo salto hacia delante poniendo su escudo frente a él, y provocando la misma consecuencia que tendría en un velocista, que en medio de la pista apareciera de la nada una pared de concreto a una distancia que haría imposible siquiera disminuir la velocidad, el desprevenido atacante cayó ahí mismo, inconsciente y con un hilo de sangre corriendo desde una de sus fosas nasales. Aregel, a pesar de ser un soldado con bagaje en el combate, veía con incredulidad cómo en menos de un minuto Yurba había estado a punto de morir, un hombre yacía en el piso herido con una flecha y otro yacía inconsciente, con Tibrón parado a su lado encogido de hombros, como justificándose. Paseó la vista por su entorno en busca de quien sabe qué otra cosa podía hallar, dio un respingo al toparse con uno de los hombres parado a su espalda, al parecer hace algún rato y que ni siquiera había oído, de las manos de este colgaban inertes dos enormes cuchillos que parecían más adecuados para trabajar en el campo que para el combate, Aregel lo miró intrigado, el tipo lo miraba también pero no se movía, los músculos de su mandíbula se veían tensos bajo la piel a ambos lados del mentón, sudaba, parecía estar soportando un gran peso que el viejo no podía ver, de pronto el hombre hizo un amague de ataque que obligó al soldado a ponerse en guardia, pero de inmediato se detuvo, como si quisiera derribarlo con la mente, como si luchara contra una fuerza invisible, finalmente el desconocido, haciendo lo que pareció un esfuerzo sobrehumano, se lanzó en un ataque salvaje contra el viejo, quien recién en ese momento desenvainó su espada y se preparó para repeler el ataque, pero al segundo paso el hombre pareció como si sus piernas se hubieran desconectado del resto de su cuerpo, sin fuerzas, se doblaron obligando al tipo a estrellarse violentamente contra el pedregoso terreno, sin que nada amortiguara su caída. En ese momento Aregel comprendió lo que todos los demás ya habían visto, aquel tipo tenía tres flechas trianguladas en un reducido espacio de su espalda, esa extraordinaria habilidad con el arco le resultaba familiar, redirigió su mirada hacia el líder de aquellos hombres quién aún estaba montado y tenía las manos medianamente alzadas, no para rendirse, sino para apaciguar a los hombres que le quedaban, “Bien, muy hábil, un arquero posicionado a nuestras espaldas que nunca percibimos, no sé cómo, pero ya está. No me gusta la derrota, pero la muerte inútil tampoco me complace, así que dejamos esto hasta aquí, o tendrán que matarnos a todos…” el viejo soldado de Rimos miró a sus compañeros y luego de nuevo al joven cabecilla de aquellos hombres, “Opino como tú y lamento la muerte de uno de los tuyos pues, te aseguro que nuestra situación es más similar a la vuestra de lo que crees, pueden retirarse en paz y nosotros continuaremos nuestro camino”, “…¿y tu arquero?” respondió aquél muchacho con desconfianza, “¡Yurba!, ve donde nuestro arquero y dile que estos hombres se retiran en paz”, Yurba le dirigió una mirada como si le hubiesen pedido una indecencia, pero Aregel ni se inmutó, prefería quedarse con Tibrón, este era más adecuado para mantener la estabilidad de la situación, por lo que al lampiño guerrero no le quedó más remedio que obedecer, guardó sus armas y se dirigió con garbo hacia el grumo de rocas de donde provinieron las flechas, mientras rumiaba en su mente varias hipótesis sobre la identidad de aquel arquero oculto que les había ayudado. Rodeó el grupo de rocas  y comenzó buscando en las partes superiores de estas, había algunas muy altas, pero al bajar la mirada tras una piedra mediana se topó cara a cara con un arquero agazapado cuyo rostro estaba cubierto por un género adherido a un pequeño casco hecho de metal y cuero, quien, de un giro rápido y sorpresivo, le apuntó con su arco ya preparado, Yurba se detuvo en seco y mostró las palmas de las manos en señal de indefensión, “Aregel dice que permitas que aquellos hombres se retiren en paz”, el interpelado retiró la tela de su rostro y mostró una afable sonrisa “¡Yurba!”, este la reconoció enseguida, era Hilena, la hija de Aregel, “¿¡tú!?...” la mujer borró la sonrisa de su rostro y respondió con sarcasmo a la parca bienvenida del pequeño soldado, “Hola Hilena, tanto tiempo, ¿cómo has estado?”, “debí sospechar, que aquella flecha provenía del arco de una mujer”, “¿de qué hablas?”, respondió Hilena al reproche de Yurba, y luego, apuntándole con la flecha que sostenía en su mano como si fuese un puntero agregó, “salvé tu vida”, “sí, y dos segundos después casi me atraviesas el cráneo”,  la mujer respondió dirigiendo la punta de flecha hacia sí misma, “eso no fue culpa mía, tú te pusiste en frente, además no sé de qué te quejas…” dijo volviendo su puntero hacia Yurba, “…apuesto que todo este barullo ha sido culpa tuya”, dicho esto, se puso de pie y trepó a la cima de la piedra que la cubría para ser vista por aquellos hombres que aguardaban su señal para retirarse. Yurba quiso replicar, como siempre, pero no halló ninguna frase en su mente que lo justificara, por lo que sólo se limitó a murmurar entre dientes palabras ininteligibles mientras se retiraba por donde vino, Hilena le siguió, haciendo una infantil mímesis de la también infantil conducta de Yurba. 


León Faras.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Borracho circunstancial.

Como ahogo tu voz, tu promesa
en esta larga y maldita noche.
Un odio artificial me embarga
creado en una fábula sin moraleja,
para suprimir un amor dilapidado
que ya no es bienvenido por ti.

Solo uno más, hasta que tu rostro
desaparezca del reflejo de mi vaso,
o hasta que se borren tus huellas
aún frescas en mi alma aturdida.
Me detendré cuando tu traición
deje de escupir dentro de mi pecho.

Otro más para intoxicar este amor
antes que se vuelva odio irrefrenable,
o para iluminar este agujero
en el que has sepultado mi dignidad
dejando como lápida una sucia postal
sacada de un motel de mala muerte.

Bebo para tragarme los adjetivos
del diccionario de los despechados,
porque me duele lo que ahora pienso de ti
y para diluir la sangre que emana
oscura y nauseabunda desde la herida
que tu puñal descarado me dejó.

Sólo pienso en naufragar esta noche
en insultar a la luna que me llevó a ti.

Esta noche no volveré a tu lado,
temo que tus recuerdos sean
más fuertes que mis extremidades.
El piadoso y húmedo pavimento
será lecho más acogedor
que tu delicioso e insultante aroma.


León Faras.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Sentimientos torcidos.

La niña duerme, agotada, ausente. En sus sueños está en su cercano hogar, junto a su madre quien prepara la comida  dentro de su querida y destartalada casa de madera, tan difícil de calefaccionar en invierno, mientras ella juega en su patio de tierra sin rejas. Duerme profundamente con los restos resecos de lágrimas en sus mejillas, apretando una muñeca como el último vestigio de lo que se anhela recuperar, en una habitación infantil postiza y contaminada. No oye los golpes en la puerta, tampoco el angustioso ruego de su madre que desesperada le busca, pidiendo una sola noticia que se le niega con veraz cinismo y fingida preocupación. Solo uno de los vecinos miente, pero todos parecen ayudarla. La ridícula sonrisa que aparece en su rostro al cerrar la puerta es reflejo de una vana victoria de su repugnante propósito y turbios sentimientos. Contempla a la pequeña con nerviosa ansiedad, pretendiendo una correspondencia imposible, comprada con chocolates e hipócritas invitaciones en un descuido hecho oportunidad, mientras su mente vaga por torcidos senderos que le regocijan su viciada alma, intoxicada de falsa bondad y sentimientos descompuestos. Se siente seguro, casi como si llevara a cabo un mandato divino, como si fuera capaz de cualquier cosa mientras la niña esté en su poder, como nunca, jamás en toda su vida se a sentido. La niña despierta, recordando sentimientos que solo sus sueños habían logrado diluir, ya no quiere dulces ni juegos ni tampoco seguir oyendo su espantosa voz, él no duda en convertir sus proposiciones en amenazas, en demostrar su enteca superioridad frente a la infante, en imponer sus reglas, pues esta es su victoria ante un pasado que lo atormenta como el buitre a Prometeo.

El grito traspasa, fuerte y agudo las, hasta ese momento, cómplices paredes de reseca madera, el miedo y la angustia lo invaden como si todo el océano se le cerrara encima, le tapa la boca pero no logra silenciar las voces del exterior, los pasos, los golpes en su frágil refugio, la puerta que se abre y las excusas que se le atoran en la garganta sin que tuvieran siquiera una sola oportunidad de salir. Las balas lo atraviesan hasta que el percutor ya solo golpea en vano el metal, esta vez no habrán segundas oportunidades, esta vez cayó quien debía caer.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Dos minutos en el infierno.

De pronto recupero la conciencia de golpe
Estoy de pie, pero sin idea de donde
Parado en un páramo de arena rojiza
Una densa neblina todo lo esconde

Grito inseguro, pero nadie responde
En el horizonte una gran mancha oscura
El cielo parece inyectado de plomo
Entre yo y la mancha se divisa una figura

Me dirijo hacia ella, camino con duda
Parece un anciano sentado en la suelo
Recién me percato de que estoy desnudo
Comienzo de a poco a sentir miedo

Al acercarme veo que el viejo está ciego
También que la mancha es un oscuro mar
De agua hirviendo de donde emana la niebla
Que vicia el aire, que me hace mal

Qué está sucediendo, intento pensar
En mí se acumula la desesperanza
Su raquítico brazo apunta hacia el mar
Donde aparece una sombra con forma de balsa

Intento distinguir, mi vista no alcanza
El viejo me informa con pena de mí
Esa es la balsa de los condenados
En poco tiempo llegará hasta aquí

El anciano susurra que vienen por mí
Digo, ¡por Dios!, lleno de miedo
No debes decir ese nombre aquí
Responde el viejo apuntando hacia el suelo

Intento escapar pero ya no puedo
Se han entumecido mis huesos y mi carne
La desesperación se apodera de mí
Cuando el viejo me dice que para eso ya es tarde

Su mano me toca, la piel me arde
Me pregunta ¿Dónde está tu sello?
Respondo que no sé de qué sello habla
Y luego, como un rayo, se lanza a mi cuello

Me asfixia hasta que quedo sin resuello
Me dice tú no debes estar aquí
El hedor de su aliento penetra en mi cuerpo
Se oprime mi pecho, me siento morir

Despierto asustado ¡no quiero morir!
En una habitación clara e iluminada
Rodeado de hombres de aspecto cansado
Vestidos con limpias cotonas blancas

El hombre a mi lado aliviado se levanta
Yo otra vez me siento tan confundido
¿Sabe donde está o que sucedió?
Pregunta al ver mi rostro compungido

Usted chocó, un accidente ha tenido
Me informa el doctor con voz decidida
De a poco recuerdo lo que pasó
…Yo estaba huyendo de la policía…


León Faras.

viernes, 25 de noviembre de 2011

Lagrimas de Rimos. Primera parte.

VI.

“Las Lágrimas Negras”, pensaba Dan Rivel a medida que se adentraba en los terrenos de Cízarin por caminos franqueados por muros de piedra que contienen inmensas parcelas plantadas con cereales y hortalizas. Nunca había oído hablar de tales piedras talladas, ¿Cómo podría encontrar algo que ni siquiera conocía?, el viejo de la pata de palo solo le había dado una vaga descripción, al parecer él tampoco las había visto nunca, ¿Qué clase de trabajo era este?, buscar unas piedras sin valor, por las cuales alguien paga mucho, pero que casi nadie parece conocer y que al parecer están en algún punto de una inmensa urbe como Cízarin, ¿Qué tal si tales piedras ni siquiera existen? O si están lejos de aquí, ya estaba bastante ocupado como para perder el tiempo en búsquedas inútiles. Le había prometido a ese viejo que intentaría averiguar el paradero de las lágrimas negras pero antes de empezar ya dudaba de la viabilidad de su tarea. No esperaba que el trabajo fuese fácil, pero al menos que fuese concreto. Conocía a mucha gente en la ciudad pero no podía andar por ahí preguntando “Hola, ¿conoces las lágrimas negras?, ¿sabes dónde están?”…que estupidez, incluso era posible que ese viejo lisiado le hubiera hecho una broma, que tal si se había topado con un demente que le inventó toda esta historia para burlarse de él, era perfectamente posible, y él, el muy imbécil, pidiéndole trabajo a un loco con un siniestro sentido del humor, que además le espeta una amenaza sobre las terribles consecuencias de la traición sobre su persona y su estúpida causa…insólito

La carreta de Dan Rivel continuó su camino, atravesando innumerables kilómetros de tierra cultivada, Cízarin es una ciudad próspera, con una gran potencia agrícola en su periferia y un bullente comercio en su centro, además de un hermoso puerto fluvial. La ciudad en si es bella, su construcción es moderna, completamente pavimentada, donde el río Jazza la recorre por numerosos canales que desembocan en las tierras agrícolas donde es aprovechada en el riego. Cuando el río crece, los torrentes de agua corren por los anchos caminos que separan las parcelas, pues estas están a por lo menos un metro de altura, perdiéndose en la inmensidad de los campos. La ciudad se halla a los pies y al frente de un único cerro densamente poblado de vegetación nativa, que domina el vasto lugar, en el cual se ha construido una pequeña y lujosa urbe rodeada en su totalidad por un muro, respetando y aprovechando la geografía del cerro, y cerca de la cima de este, el hermoso palacio de Cízarin, rodeado de vegetación, con sus doce torres sobresaliendo por encima de esta, desde donde la vista solo es limitada por su propia capacidad. Pero Dan Rivel está muy lejos de todo esto, él se dirige al patio trasero de la ciudad, una amplia zona alejada de esta, los suburbios, donde los caminos no están pavimentados y las inundaciones causan estragos, donde los canales por donde corre el agua son deficientes, donde viven campesinos, obreros, prostitutas y donde Dan Rivel tiene su hogar. Esta zona de Cízarin, comienza en la parte Oeste del otero, donde la hermosa ciudad, que a lo lejos parece que fuera hecha de una sola pieza, pierde abruptamente su modernidad y prolijidad para convertirse en una enteca imitación de si misma, con caminos cubiertos de barro siempre húmedo e incapaz de endurecerse pues el sol es bloqueado la mayor parte del día, enclenques construcciones que no siempre son capaces de defenderse de la agresividad del clima, canales que en muchas zonas se ven sobrepasados y una notable incapacidad de sus pobladores por mejorar sus condiciones, limitados a acceder solo a lo más básico que exige la vida para mantenerse, a cambio de un trabajo arduo e ilimitado.

La carreta se desplaza lenta y sonoramente por el lodoso sendero, Dan se dirige a su casa, una pequeña habitación que según él mismo piensa, se ubica en los suburbios de los suburbios. Un bulto tirado a la orilla del camino cerca de su destino lo obliga a detenerse, no es que el bulto bloquee el camino, sino que se trata de una persona, Ágaro. Este es un hombre joven con una más que evidente deficiencia mental, además de una insana tendencia a beber constantemente. Siempre con los mismos harapos, duerme en la calle, acurrucado sobre una piel tan pringosa como su cabello o su barba. Su risa constante y su escaso vocabulario son familiares para Dan, pues este siempre le ha permitido que le ayude a cambio de algo de comer o de beber, al igual que muchas otras personas a quien Ágaro siempre está dispuesto a ayudar, de esta forma se gana la vida y la estima de la gente. Dan Rivel se baja de su carreta y toma por debajo de los brazos a su borracho amigo, este intenta resistirse y protestar, aunque sus palabras son ininteligibles, pero al reconocer al hombre que intenta pararlo, le dirige una soñolienta sonrisa, y se deja conducir a la parte posterior de la carreta donde se acomoda nuevamente. Para cuando Dan llega a su casa, Ágaro parece estar dormido otra vez, por lo que debe volver a tomarlo para arrastrarlo al precario cuarto junto a su casa donde pernocta su caballo, y lo deja recostado sobre lo que será en un futuro próximo la cena del animal –Aquí estarás mejor que allá afuera- murmura Dan. Luego vuelve a su vehículo, tiene un par de trabajos que hacer en la ciudad. Con respecto a las lágrimas negras, él ya no piensa en ello.

Ágaro entreabre los ojos y examina el lugar donde está, un establo, el establo de Dan Rivel. Al verse solo, la constante expresión idiota de su rostro simplemente se desvanece, su aguda mirada se concentra en la calle por unos momentos, sus ojos denotan una mente sagaz que funciona perfectamente, luego mira el pasto bajo él, está tibio y cómodo. Una sutil sonrisa, completamente distinta a la que siempre tiene, se dibuja en su rostro, luego, Ágaro se acomoda nuevamente, para seguir durmiendo un par de horas más sobre el alimento del caballo de Dan Rivel.

León Faras.

La novia suicida.

La novia suicida.


El agua descendía por los cristales de la ventana copiosamente cuando el comisario Barreto volteó hacia la puerta, incrédulo, vio a su subordinado, el detective Rojas, llegar a la escena del crimen con la cara pintada de blanco y una polera a rayas negras y blancas, “estaba en el cumpleaños de mi hijo, traté de explicarle pero usted insistió en…” este intentó excusarse, pero el comisario respondió con agrio sarcasmo “por lo menos el mimo habla”, luego continuó como si nada, “mujer de unos veinticinco años, desnuda, sin vida sobre la cama. Tiene bastante sangre encima pero ni una sola herida, probable intoxicación con medicamentos”, Rojas estudiaba el cuerpo “¿sabemos de quién es la sangre?”, “aún no”, “¿por qué intoxicación?”, el comisario, apoyado en el marco de la puerta del baño, le indicó con un gesto que echara un ojo. Rojas se asomó sin entrar, el espejo estaba destrozado y había pedazos por todas partes, el interior del botiquín había sido arrasado y sus restos estaban regados por el suelo y dentro de los aparatos, incluyendo numerosos frascos vacíos. Había un traje de novia en la tina, el detective se acercó cuidando de no mover nada, la tina estaba seca, sin embargo el traje lucía empapado, al igual que el cabello de la occisa, además de abundantes manchas de sangre, “Si te fijas bien, informó Barreto, la forma en que el traje está mojado, sugiere que el agua le cayó encima estando de pie”, “o sea que probablemente fue con la lluvia”, “exacto, continuó el comisario, además tiene el borde de abajo manchado de barro. También notarás que primero se manchó de sangre y luego le calló el agua encima”, “ya sabemos de donde vino el agua, ahora lo interesante será averiguar de donde sacó la sangre” concluyó Rojas mientras ayudado de un lápiz para no tocarlos, organizaba en el suelo todos los envases de medicamentos que encontraba, la variedad era considerable. “Estos edificios son bastante antiguos, recuerdo que la plazoleta de enfrente se llenaba de pajarracos que daba gusto, ahora no es ni la sombra de todo eso, solo es un agujero oscuro lleno de…” la casual conversación del comisario, fue abruptamente interrumpida por su propio teléfono, contestó. Al cabo de un par de minutos Barreto regresó donde su compañero, “Deja eso hasta ahí, tenemos trabajo” Rojas lo miró sin entender “¿acaso no estamos trabajando?”, Barreto explicó, “era el negro Fuentes, dice que apareció el cuerpo de un hombre, brutalmente apuñalado con un trozo de espejo envuelto en algo que parece un velo… su mujer lo encontró al regresar de compras, hay algo más interesante, testigos señalan que vieron salir de la casa a una mujer con traje de novia…” “¿puedo pasar a cambiarme antes de ir allá”, Barreto fue categórico, “olvídalo, quiero ver la cara que pondrán los muchachos cuando te vean disfrazado de Mimo”.

Las últimas investigaciones arrojaron que nuestra novia suicida, había sido plantada en el altar hace poco más de un año por el hombre apuñalado, para contraer matrimonio con otra mujer. La chica, nunca lo superó, ni el abandono ni el amor.


León Faras.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Una verdad oscura.

Tal vez no hayas oído nunca de este grupo de personas, de esta especie de cofradía que ha usado y ocultado su conocimiento desde hace siglos, no te culpo, sus actividades aunque han afectado a miles en mayor o menor medida, jamás han salido a la luz pública, pues no escatiman en recursos para mantener sus actividades en secreto y aunque son poderosos, no hablo de recursos económicos precisamente.

Es muy probable que no creas lo que sabrás a continuación y yo aunque puedo dar fe de lo que escribo, no puedo probarlo. Más difícil aún será ateniéndose a las ideas y creencias de nuestro tiempo, que han vestido de patrañas ridículas los conocimientos de la humanidad en sus umbrales, sin duda muchos de esos han sido solo mitología e historias fantásticas, pero no todo se puede clasificar como superstición.

Existe, ahora mismo en nuestro tiempo, una hermandad que bajo una audaz fachada, se reúne en secreto en sitios elegantes y modernos, para llevar a cabo un ritual que ha sobrevivido cientos de años, un rito tan oscuro como poderoso, tan verdadero como efectivo. Ellos realizan viajes en el tiempo, alterando la “realidad” inescrupulosamente para su beneficio, quitando del camino con facilidad a los indeseados, pero no usan la tecnología para lograrlo, como nos ha mostrado frecuentemente la ciencia ficción, no, su método es un tanto más arcaico, incluso medieval diría, pero como ya dije, muy efectivo.

En algún salón amplio, de uno de esos imponentes edificios modernos, arquitectónicamente vanguardistas, la cofradía se reúne, visten especial para la ocasión, el salón se decora con numerosos altares, velas y antiguos libros abiertos en determinadas páginas, las plegarias se repiten incesantemente como un mantra, mientras el viajero permanece recostado en el suelo, al llegar determinado momento este bebe de un brebaje cuya fórmula muy pocos conocen y que no está escrita en ninguna parte, su cuerpo reacciona violentamente, pero al cabo de unos minutos se adormece, bañado en sudor y generalmente con sangre en las narices y los oídos. Para cuando despierta, se encuentra no solo en otro tiempo y espacio, si no también en otro cuerpo, cuyo verdadero dueño ha sido arrojado fuera, sin siquiera enterarse de lo sucedido y sin entender si sigue vivo o ha muerto repentinamente. El viajero realiza la misión a la que fue enviado utilizando el cuerpo hurtado, nadie nota la diferencia, todos tienen siempre una explicación racional para lo sucedido, y luego solo queda regresar. El viajero se encuentra atrapado en el cuerpo del anfitrión, el cual no puede ser devuelto, por lo que el regreso se realiza simplemente suicidándose o haciéndose matar, una vez que la vida se extingue en el cuerpo utilizado, el viajero es traído de regreso al propio, con apenas unos minutos de diferencia del momento en que partió.

Muchos nombrados personajes han sido eliminados por la cofradía, muchas situaciones han sido forzadas de esta manera, mucho camino ha sido despejado hasta la cima.

Entiendo que quizá no creas lo que has leído, pero te aseguro que desde ahora pensarás distinto la próxima vez que escuches de un alma en pena renuente a irse de este mundo o sepas de algún suicidio.


León Faras.

lunes, 7 de noviembre de 2011

El aroma.

Creí que los aromas agradables eran aquellos que emanaban de las cosas que podía comer, eso es lo que siempre me enseñaron, eso y otras cosas que aprendí por mi cuenta, hasta que descubrí un nuevo olor que me cautivó, lo había sentido antes pero lo reconocí el mismo día en que me quedé solo, en que mi vida en las calles comenzó. Desde entonces lo busco por la ciudad y me quedo junto a él hasta que desaparece, nunca dura demasiado. Cualquier criatura viva lo puede tener pero mi favorito es el de las personas. Así fue como encontré a aquel tipo sentado en la plaza, el olor era tan fuerte en él que me pareció irresistible. Me senté a su lado, ignorándolo un poco para no molestarle, soy un viejo de quince años que nadie acepta de buena gana, además mi aspecto no es el mejor desde que no tengo casa. Al principio aquel tipo pareció amigable, incluso me dirigió algunas palabras que no entendí, luego pareció incomodarse con mi presencia cuando una chica llegó a acompañarle, a ella tal vez no le caí bien, pues su actitud fue como si le fuera a contagiar mi aspecto, también le ignore, ella olía como cualquier otro, pero eso no le gustó, porque junto con el tipo del olor comenzaron a correrme, sin embargo su aroma era tan intenso que aún podía sentirlo desde lejos. En ese momento el aroma se acabaría, cuando una mujer y un niño pasaron por enfrente de aquella pareja y del bolso de la mujer cayó un papel, el hombre del aroma se paró sigiloso y lo recogió, eso le puso feliz, tanto que reía y canturreaba en voz baja mostrándole el papel a la chica que le acompañaba, esta por el contrario parecía estar en contra, discutieron un poco, pero él no disminuía su felicidad, comenzó a retroceder con el papel en alto donde la mujer no podía alcanzarlo. No vio la luz que rápido se aproximaba y el bocinazo llego tarde a sus oídos, un vehículo le impactó tan fuerte que lo elevó por los aires, deteniendo su corazón en el acto y enviándolo cerca de donde yo estaba, el olor había desaparecido…nunca duraba demasiado…

Ya no había nada más para mi en aquel sitio, lentamente me alejé en busca de un lugar donde pasar la noche. Seguir al aroma es lo sé hacer, después de todo, solo soy un perro vago.

sábado, 5 de noviembre de 2011

La pseudo chica.

Lo que empiezo a contar
No es algo de lo que me enorgullezca
Pero a cualquiera le puede pasar
Lo digo, en mi defensa

A veces la tecnología
Transforma lo que Dios puso
Alterando la anatomía
Para engañar a los ilusos

No hace mucho tiempo
Conocí a una mujer
Pero en el último momento
Vi que no era ella, si no él

Mi sospecha primera
No me preocupó
Y era que mi compañera
Calzaba cinco números más que yo

“Continúa con precaución”
Me dije a mi mismo en el bar
Quizá por la emoción
No noté que tenía manzana de Adán

Tal vez fue justo castigo
Por dármelas de galán
Siendo de modesto pero digno atractivo
Lo tengo que confesar

Pensé que era una buena idea
Seguir adelante con la cita
Cuando me dijo de especial manera
Que hiciéramos a su departamento una visita

Sentía en mi interior
Que algo andaba mal
Talvez su voz de locutor
Me estaba haciendo desconfiar

Mis sospechas se confirmaron
Y eso me llenó de susto
Cuando, de pura casualidad
Toqué el relleno de su busto

Me excusé que tenía un resfrío
Pero no me presto atención
Comencé a sudar frío
Cuando de su bolso sacó un condón.

La angustia me invadió
Pensé en huir por la ventana
Pero era el piso veintidós
De mi libido no quedaba nada

Me llené de valiente actitud
Y en un descuido, por la ventana salí
En pocos minutos una multitud
Estaba agrupada debajo de mí

Alguien llamó a la policía
Los bomberos también llegaron al lugar
Toda esa gente estaba convencida
De que yo me quería suicidar

La verdad no era así
Pero nada quería explicar
Un bombero llegó hasta mí
Y en una enorme escalera me ayudó a bajar

Todo el mundo concejos me daba
A un psicólogo tuve que visitar
Cuando mi experiencia le contaba
Se reía de mí. ¡Que profesional!

Al final todo se arregló
A la pseudo chica no la vi más en mi vida
Lo que sí, después de esta experiencia
Hasta mi suegra me parece más atractiva.


León Faras.

viernes, 28 de octubre de 2011

Erótico.

Factores que invaden
Como soldados de fuego
Bloqueando las salidas
Con dulce calígine.

Oráculo infalible
Como nubarrones del este
Anticipa la tempestad
De aliento y sudor.

Allanando el camino
Con falaz sumisión,
Tu mirada combativa
Tus labios, el señuelo.

Manos de ciego
Se empantanan en las telas
Que albergan el calor
Ávido de liberarse.

Horizontes de piel
De excitante geografía
Que asciendo y caigo
Cabalgando sobre mis labios.

Ropa ya sin vida
Esparcida y derrotada.
Fantasmas inútiles
Arrojados del paraíso.

Lenguaje primitivo
Como señales del cielo
Que emanan de tu deseo
Destrozando preámbulos.

Conexión de carne
En ígnea cadencia
Me esparzo sobre ti
En una invasión simultánea

Me bebo tus gemidos
Mientras los fabrico.
Tu cuerpo me anida
En sinuosa prisión.

Ritmos compartidos
Sobre caminos de humedad
De vahos sobre la piel
Que invitan al vuelo.

Navegante tras tu lucero
Tú eres mi referencia.
Las estaciones se suceden
El invierno puede esperar.



León Faras.

jueves, 27 de octubre de 2011

Lágrimas de Rimos. Primera parte.

V.

            En las partes más altas de Rimos, luego de los últimos rincones habitados, se ubican los hornos para el metal, altas y toscas torres, con pequeños infiernos en su interior capaces de derretir la roca, siempre expeliendo denso humo de sus hocicos, como chimeneas de una industria sepultada. En los alrededores se ubican las interminables minas, con sus caminos que se adentran en la tierra, franqueados por costillas de madera que hacen lo imposible por sostener las estructuras internas. Más arriba, donde las rocosas montañas se manchan de verde, un pequeño villorrio sirve de albergue a los escasos pastores de Rimos cuando las inclemencias del clima no les otorgan tiempo suficiente para regresar a sus hogares, casitas de roca de una sola habitación agrupadas a orilla del único sendero que se aventura hasta esos lugares. Osado sendero que continúa hasta casi desvanecerse, volviéndose menos que un sendero, una huella, que solo un exiguo uso evita que desaparezca, el uso que le da una persona que vive autoexiliada en las montañas. Una mujer llamada Hilena, la cual ya siente asco de la omnipresencia y control de Cízarin en Rimos y de la desesperante pasividad con que las personas lo aceptan como algo normal, sin que ni siquiera sus gobernantes consideren la emancipación como un derecho ganado. Aunque su huida no solo es producto de su espíritu subversivo y su naturaleza renuente a los lujos, más bien fue gatillada por el hecho de haberle roto la mandíbula a un soldado de Cízarin que tuvo la ingenua ocurrencia, dentro de su estado de intemperancia, de que su autoridad alcanzaba para dominar sobre ciertas partes de la anatomía de la mujer, la que no lo pensó demasiado antes de romperle un grueso jarrón de arcilla en la cara seguido de algunos puntapiés antes de que la tomaran para llevársela del lugar. Siendo cada vez más difícil de controlar su descontento con el escaso amor patrio de su pueblo, y de soportar las atribuciones cada vez más osadas por parte de la milicia de Cízarin, optó por alejarse con la esperanza de que en algún momento la mecha de la revolución se encienda en Rimos. Ahora vive en un pequeño templo abandonado hace mucho, dedicado a los antepasados, cuando estos eran aún recordados, es solo una habitación de madera que la mujer ha restaurado de a poco y con los medios a su alcance, hasta hacerla habitable. Está sobre una pequeña loma dividida en su centro por una escalera de piedras que acusa longevidad y abandono, derrumbada a trechos y colonizada por la hierba, cerca de la vertiente de agua que pasa por ahí en su camino hacia Rimos, donde seguramente antaño los peregrinos calmaban su sed. El entorno que rodea el templo ha sido usado como huerto. Una yegua sin ataduras pasta apaciblemente unos metros más abajo, sus orejas se mueven al oír pasos que se aproximan. Es Hilena quien llega, trae un arco en su mano y algunas flechas, además de un morral en su espalda que parece pesado, seguramente con alguna presa recientemente cazada, al pasar junto al animal este levanta la cabeza para recibir una fugaz pero afectuosa caricia luego la vuelve a bajar para seguir hurgueteando el terreno. La mujer se acerca a la vertiente para refrescarse, dejando los bultos que carga en el suelo, pero antes algo llama su atención, una paloma color grafito come ávidamente en el poste que ella a preparado a los pies de la escalera de piedra con agua y comida, precisamente para sus palomas cuando vuelven hambrientas y sedientas a su hogar, se acerca y toma entre sus manos a la dócil ave, esta trae un diminuto tubo de madera cuidadosamente atado a su pata con un mensaje en su interior. Para alguien que conoce a sus palomas es fácil adivinar la procedencia de tal mensaje, y esta no viene de muy lejos, es una de las aves que le entregó a su padre, Aregel Camo. Es interesante saber que ni ella ni su padre dominan ese exótico y complicado arte de la escritura, por lo tanto los mensajes solo constan de símbolos previamente acordados, usados generalmente por soldados, que, aunque incapaces de expresar ideas demasiado detalladas, sí son muy útiles para transmitir recados simples y precisos, como el donde y cuando de una reunión.



León Faras.

Señorita Fortuna.

Señorita Fortuna.


Señorita de perfecta belleza
Algunos te tienen por caprichosa
Como amante que engaña con destreza
Que te burlas de quien te trae rosas

Tú que siempre serás perseguida
Tus exquisitos favores anhelados
Sin tocarte se te puede ir la vida
Sin buscarte te acurrucas a mi lado

Con sabiduría eliges a tus amantes
La poligamia no te ha acomplejado
Generosa, tus atributos repartes
Ningún celoso jamás te ha desposado

Exigente doncella del balcón
Agradecido has de estar al contemplarla
No le mientas, puede ver tu corazón
Un mezquino no podrá enamorarla

Naturaleza libre como el viento
El mayor tesoro encontrado
Búscala para tu prójimo en todo momento
Amala así, y se quedará siempre a tu lado.


León Faras.

sábado, 15 de octubre de 2011

Con otros ojos.

Si alguien se animara, por una vez, a mirar el mundo con otros ojos, talvez vería que, por ejemplo, la lluvia no es si no la semilla del torrente y la cascada, el antepasado glorioso del oleaje que taladra la roca, la madre de todas las lágrimas.

Vería en una hoja seca, el cadáver inoloro de una estrella desprendida de su verde firmamento, ante el cual, nadie llora.

El fuego le parecería una sorprendente manifestación viva de lo inerte o un noble embajador del Astro Rey. El único producto de la creación capaz de oponerse a la abrumante oscuridad del espacio y a su fría naturaleza.

Y qué sería una flor, sino la pisada de un ángel ¿o acaso es imposible que un prado florido haya sido alguna vez, la ruta de una legión celestial?, de no ser así, este mundo o estaría repleto de ellas o no habría ninguna.

La vida, sería la revolución de los elementos, que se unieron y se confabularon para ser algo más, para ser la estela de lo divino, la consagración de todas las verdades o una bofetada al mismísimo universo.

El amor, podría ser el hierro inmaterial que se funde para fabricar las más poderosas cadenas que todos, sin excepción, estamos gustosos de llevar, ¿o acaso este sentimiento no arrastra y retiene con la misma fuerza?, ¿o es que no llevamos todos un herrero en el interior de nuestro pecho cuya fragua solo se apaga el día de nuestra muerte?

El cielo probablemente parecería de noche, el campo de batalla donde antaño se enfrentaron miles de soldados de cristal en inigualable disputa por la luna, y de día, el lugar donde se han congregado todas las almas que han existido y las que están por existir, tantas que podemos sentir su calor.

¿Me pregunto si sería un error afirmar que el viento es la forma perceptible del tiempo o quizá solo su emulador?, pues, ambos corren, se detienen, transforman, imponen su autoridad.

Y qué hay de la tierra, la madre absoluta y perpetua, el alquimista perfecto, poseedora y conocedora de todos los componentes que forman lo vivo y lo muerto, la última morada de todas las criaturas. Una industria de milagros.

Y por qué no afirmar que las nubes son el lenguaje de las estrellas, a veces tan conversadoras y otras veces tan silentes y que un árbol es un guerrero asceta que, con cada brote nuevo, gana una nueva batalla, contra un mundo que no para de moverse a su alrededor.

Yo me pregunto, si las sirenas no existen, entonces, ¿quién fabrica los atardeceres?, si los arcoiris no son seres vivos, ¿por qué brotan después de la lluvia?, ¿Qué fue primero, la flor o la mariposa?, ¿A quién recurre la luna cuando tiene una pena?...

…¿En qué momento la magia nos abandonó?...



León Faras.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Prehistoria.

El aire estaba cálido, la primavera había llegado y solo quedaba nieve en lo más alto de las montañas, lejanas e indiferentes. La pradera con la hierba aún corta ofrecía un buen sendero para movilizarse y evitar sorpresas desagradables. Cuatro figuras completamente desnudas, se desplazaban en fila a buen paso. El más viejo, a quien llamaremos Padre, era un hombre de unos cuarenta años, todo un anciano para la época, de estatura media, barba y cabello largo e hirsuto. Tras él, casi trotando va la única mujer del grupo, a quién llamaremos Alma, una chica que con suerte llega a los veinte años, baja, morena, en la mano lleva lo que parece una cornamenta de ciervo. Cierra el grupo un hombre joven, a quién llamaremos Río, el más alto y fuerte, carga con un palo largo terminado en punta a modo de lanza. Al frente y a varios metros del grupo va el cuarto sujeto, a quien llamaremos Guía, un homínido delgado, algo curvado al caminar, cubierto de negro y duro pelo casi por completo. Su ancha nariz, así como sus pequeños ojos de aceituna, escrutan tanto el aire como la hierba mientras sigue un rastro. Su aspecto es claramente menos evolucionado que el del resto, lo que refleja que en su procedencia no existe relación sanguínea con los otros miembros de la comunidad. Una especie de eslabón entre ellos y sus antepasados.

           Poseen un escaso vocabulario con algunos sonidos determinados para referirse a cosas específicas, como agua, hogar o peligro, salvo Guía, quien utiliza un lenguaje netamente corporal, además de una amplia gama de gruñidos basados en sus emociones. Padre da un grito al tiempo que se detiene y todo el grupo le imita. Algo preocupado, se lleva a la boca un colmillo de animal que siempre lleva con él, quizá como amuleto, lo sostiene entre los dientes como si fuera un cigarro, mientras toma una decisión. Se han alejado demasiado del campamento y del resto del clan, sin resultados, eso no le gusta, además el viento que comienza, arrastra una buena cantidad de nubes grises desde el este y hay demasiadas bandadas de pájaros que se desplazan, las lluvias han sido generosas este año. Río se le acerca, le urge continuar, el viejo finalmente acepta, pero ambos saben que no pueden perseguir un rastro indefinidamente.

        La pasada noche estaban en su campamento, hace solo unos días que habían dejado las cavernas donde pasaban la crudeza del invierno. Habían tenido suerte en la cacería y cenaban animosamente, rememorando entre gruñidos y risas las anécdotas del día, al rededor de una gratificante fogata. En ese momento Río notó la ausencia de su mujer, a quien llamaremos Luna y con ella la de su pequeño hijo, Nube. Este último llevaba un par de días bastante enfermo, muy débil y con sangrado en las encías. Las extensas rogativas a los dioses no habían dado resultado y finalmente la vida del pequeño estaba en sus manos, sin que los hombres pudieran hacer nada. Ante tal sentencia, Luna había tomado una drástica decisión que llevó a cabo en secreto aquella noche, pues era algo tan atrevido que jamás se lo permitirían. Si los dioses no venían, ella llevaría a su hijo hasta allá.

         El grupo siguió el rastro de Luna hasta un pequeño y tupido bosque que estaba en un amplio encajonamiento entre dos cerros. Efectivamente el lugar era para ellos el hogar de varios dioses, tanto buenos como malos, sin que ellos pudieran identificarlos. En cierta ocasión un grupo de cazadores habían entrado tras su presa, ignorantes del lugar que profanaban, un enorme y furioso animal les cortó el paso, pero alguna bondadosa deidad les envió un gran felino que se interpuso y facilitó su huida, salvándoles la vida. Pero sin duda el más poderoso, y el más temido, era aquel dios que rugía y resoplaba desde lo profundo de aquel bosque, tan fuerte que algunas noches turbulentas lo podían oír desde sus refugios, enojado soltando cavernosos rugidos y chasquidos que retumbaban en la noche, a veces incluso acontecían terribles confrontaciones con los dioses del cielo, quienes se manifestaban con rayos que iluminaban todo fugazmente y estremecedores estruendos. Y Luna había entrado allí.

          El valor del más poderoso guerrero flaqueaba ante la desesperación de una madre.

         El cielo se había tornado gris casi por completo y el viento cálido seguía arrimando nubes que no tardarían en soltar su cargamento de agua. Tanto Padre como el resto del grupo estaban seguros que entrar allí traería nefastas consecuencias. Guía observaba intranquilo, mientras el viejo mordisqueaba su colmillo con preocupación. Finalmente Río, obedeciendo más a su instinto de padre que al de conservación, se adentró en el bosque, Guía le siguió y Padre, murmurando algo entre dientes que le ayudara a vencer su miedo, entró seguido de cerca por Alma. Gruesos goterones comenzaron a caer, despertando poco a poco los bramidos del dios del bosque, sin que ellos supieran si era a causa de su presencia o del atrevimiento de Luna. Sin duda aquella tormenta, dada la época del año, sería breve, pero se anticipaba como bastante intensa. Se adentraron tanto como ningún hombre lo había hecho jamás tras los pasos de Luna, sin que esta apareciera, al cabo de una media hora, ya llegaban al límite de los árboles, los rugidos se escuchaban a intervalos y más cerca que nunca, haciéndolos dudar de la viabilidad de su cometido. La lluvia ya era intensa, y el viento remecía los árboles. Venciendo el pánico que sentían salieron ilesos al otro extremo del bosque, donde el terreno se cortaba abruptamente y le daba lugar a una gran formación rocosa debajo de ellos, que contenía a duras penas los embistes del océano crispado, el cual ellos jamás habían visto. Un ojo de mar estalló muy cerca de donde ellos estaban, provocando un chasquido y un rugido ensordecedor, al tiempo que escupía una gran cantidad de agua de mar hacía el cielo. Hubiesen salido huyendo en ese momento de no ser por que Guía con un contenido gruñido anunció que Luna se encontraba a orillas del acantilado, de rodillas con su hijo en brazos, protegiéndolo como podía de la lluvia y el viento.

         Casi a la fuerza, y tan rápido como pudieron, el grupo se llevó a la mujer y a su pequeño, atravesando el bosque de regreso sin volver la vista, esperando que con piedad fueran perdonados y que se les permitiera regresar con vida a su hogar. Una vez fuera, el grupo buscó refugio a orilla del cerro, donde unas rocas salientes les protegieron de la lluvia que aún tupía.  Guía, en espontánea inspiración, se alejó y recolectó las primeras bayas silvestres que parecían maduras y se las ofreció a Luna, quién comenzó a exprimirlas, dando al pequeño Nube de su jugo, para tranquilizarlo con el dulzor de este.

         Después de pocos días, el niño mostró una mejoría evidente, llegando a recuperarse gracias al valiente atrevimiento de su madre y a la generosa bondad del dios del bosque.




León Faras.

viernes, 30 de septiembre de 2011

Lágrimas de Rimos. Primera parte.

 IV.


Cal Desci contaba con un privilegio bastante poco común en Rimos, su casa estaba a ras de piso, lo cual ayudaba mucho a su condición de lisiado, pero tal condición no había tenido nada que ver, mucho más determinante fue su cercanía a Dimas, quien retribuía la lealtad con la misma energía con la que castigaba la traición.

Ya era de noche, y esta se había dejado caer fría y húmeda, una llovizna fina y persistente como una densa cortina formada por sutilísimas partículas de agua que caían sin prisa, apenas visible a la escuálida luz que proporcionaba el farol que colgaba de la viga del alerón que sobresalía de la casa de Cal. Este preparaba sopa en un orondo caldero de greda que colgaba sobre el fuego de su agreste chimenea hecha de toscas piedras, al igual que las paredes de su casa. Mientras vertía los últimos condimentos al caldo que preparaba, conversaba alegremente con su invitado, que no era otro que Dan Rivel, quien no pudo negarse a la inesperada invitación del viejo a pasar la fría noche junto a un buen fuego, una atractiva sopa caliente y una agradable conversación, avivada con algunos vasos de licor. El principal tema de conversación hasta ese momento habían sido las vicisitudes del oficio que compartían, ambos eran cocheros. Dan, cómodamente sentado, fumaba una artesanal y rústica pipa que había fabricado él mismo, mientras narraba una anécdota, la cual condimentaba con pasajes falsos que se le ocurrían en el momento, solo para hacerla más graciosa. La casa de Cal Desci era pequeña, como todas las casas en Rimos, pero bastante acogedora, de gruesas paredes y ventanas de madera de dos alas, pocos muebles y una innumerable cantidad de artilugios colgados de las paredes y de las vigas: sogas de cuero, cantaros, herramientas, muchas de estas descompuestas, alforjas, un auténtico acumulador de basura de dudosa utilidad. Cogió de una repisa dos escudillas de greda, donde tenía varias apiladas, unas seriamente dañadas, las limpió con un trapo para sacarles el abundante polvo acumulado por todas partes y las llenó del suculento caldo, luego las depositó sobre la mesa donde Dan estaba apoyado y animó a su invitado a comer a la usanza antigua, cogiendo el cuenco con ambas manos y dándole pequeños sorbos. En eso estaba el joven cuando su viejo anfitrión comenzó su plática. “Hace pocos días divisé una caravana de comerciantes que venía del Oeste, más allá del desierto, quién sabe qué hay al otro lado de ese edén para reptiles, traían telas bellamente ornamentadas de colores que jamás imaginé en una prenda de vestir, otros comerciaban con líquidos aromáticos, según ellos extraídos de las plantas y sus flores, ¿puedes creerlo?, seguramente me estaban tomando el pelo, sacarle el aroma a una flor sería como quitarle las manchas a un cerdo sin desollarlo, el viejo soltó una carcajada, su comparación le había parecido tan certera como graciosa, luego continuó. Tú, -dijo señalando a Dan con su cuenco- quedarías muy bien en una de esas caravanas”, este, que ya había vaciado la mitad de su caldo, dejó sobre la mesa su escudilla, luego apoyó los codos mirando el techo con una mueca de nostalgia, “algún día amigo mío... algún día, créeme que todas mis esperanzas están depositadas en ello, pero sin una dote que me respalde, o algún comerciante antiguo que me apadrine, será difícil”. Cal Desci sonrió de forma imperceptible, “claro, la pobreza trunca los sueños de la gente como un agujero en el camino le rompe la pata a un buen caballo, nuestro oficio apenas alcanza para subsistir, lo sé. Talvez no te interese, pero por aquí a veces salen trabajos rápidos y muy bien recompensados, no te vendría mal alguna remuneración extra.” Dan estaba abiertamente interesado, quería por sobre todo mejorar su situación, estaba harto de que el único lujo que podía costearse fuera que una mujer medianamente atractiva le sirviera cerveza tibia en alguna taberna hedionda a orina, de que la mayoría de su alimento fueran restos que robaba de la carga que transportaba, de que algunos clientes caprichosamente no le pagaran lo acordado. Estaba harto de ser tan aplastantemente pobre. “Si tienes algún trabajo que darme, por favor, no dudes en decirme, respondió retomando su escudilla, te lo agradecería mucho”, “vaya”, la necesidad del muchacho volvió mucho más convincente sus argumentos, pensó Cal Desci, “de hecho tengo un trabajo en el que puedes ayudarme y que puede ser muy bien pagado, pero antes de decirte de qué se trata debo pedirte la mayor discreción, aceptes o no, nadie puede enterarse. Quiero dejarte claro que este es uno de esos trabajos donde la traición se puede pagar muy cara. ¿Entiendes lo que digo?” el rostro del viejo se había vuelto inusitadamente severo, “por supuesto” respondió Dan, con la mayor gravedad de la que disponía, que no era mucha. “Bien, -dijo el viejo lisiado, moviendo su cuenco hacia delante y apoyando los codos sobre la mesa- ¿Qué sabes sobre las Lágrimas Negras?”

Afuera en el resto del poblado la noche ya se instaló y la jornada terminó para la mayoría de los habitantes de Rimos, salvo para algunos hombres que vigilan la inmensidad de la noche desde sus puestos de guardia y que perciben la oscuridad como una fría e indiferente aliada. La llovizna continúa persistente y obliga a guardar respetuoso silencio a todas las criaturas, un silencio que se extiende mucho más allá de las fronteras de la ciudad. Un silencio, como cuando los dioses planean su próxima jugada.

Nubes rezagadas se desplazan por las tierras más altas, como gigantescas bestias níveas que pastan apaciblemente dirigiéndose al Este, hacia los límites de la vista humana, donde el resto de las nubes que cubrieron los cielos durante la noche se han agrupado para librar su inevitable batalla contra el astro sol que lucha por imponerse y cumplir su impostergable tarea, ascendiendo lentamente, como si le costara trabajo atravesar este denso y grisáceo pantano, arrancando jirones de vapor a su paso. Las nubes, incapaces de contener los luminosos rayos de luz de su inmortal enemigo son derrotadas por esta vez. Con desesperante lentitud se disipan, huyen, desertan, mientras el sol sube hacia un inmaculado cielo desde donde ha de gobernar un nuevo día.

Un pájaro se posa con la rapidez y confianza que la práctica le ha otorgado, en una delgada y nudosa rama, esta, sorprendida, deja caer las cristalinas gotas de agua que había acumulado durante la noche. El ave, luego de un par de rápidos vistazos a su alrededor se retira, tiene prisa, debe regresar. Sobrevuela los campos parcelados, inmensos cuadrados de tierra elevados por lo menos un metro, contenidos por muros de piedra, hasta posarse en otra húmeda rama de un árbol con apariencia anciana y atormentada, desde allí observa protegido por las pequeñas y gruesas hojillas, a dos hombres que descienden por los angostos caminos con sus herramientas al hombro. El pajarillo, luego de emitir un silbido de advertencia sobre la presencia humana, se retira presuroso en dirección a una de las orillas más pedregosas del río Jazza, donde rápida y nerviosamente sacia su sed, un sorbo y un vistazo a su alrededor, otro sorbo y vuela hacia el único cerro del lugar, eligiendo siempre la cara más cubierta de vegetación para ascender, hasta posarse en un muro, un muro que rodea la parte alta del otero como una corona rodea la cabeza de un rey, un punto del muro donde siempre escasea la presencia del hombre, desde allí brinca hasta un pequeño arbusto que parece a punto de caer, con sus raíces al aire, en un último intento por no desprenderse, un arbusto que ha crecido víctima de la gravedad y de la falta de tierra, debido a la intervención del hombre, sin embargo resiste más de lo que parece, ni se inmuta ante el brusco aterrizaje del ave y se muestra tozudo ante la suave brisa. Bajo él, una mujer transita despreocupada con un canasto con fruta fresca, bajando por una escalera y aprontándose para subir otra, a su lado, un niño pequeño con un puño aferrado a su falda le sigue el paso, mientras roe una fruta que lleva en la otra mano. Un brinco más y el pájaro llega hasta un pequeño tejado que sobresale de uno mayor y luego a la parte más alta de este último. Desde aquí ya aprecia el hermoso castillo construido sobre una plataforma de piedras, sobresaliendo por encima de la violenta y vigorosa vegetación de Cízarin. Vuela hasta la más próxima de las doce rectangulares y elevadas torres de vigilancia que rodean al castillo y se posa en una pequeña cornisa por debajo de la atalaya donde vigila un guardia armado con una lanza, una espada Pétalo de Laira al cinto y un cuerno para dar aviso colgado a la espalda, todo esto, irrelevante para el ave, para quien todos los humanos son iguales y representan la misma amenaza. Desde ahí se desplaza en caída hasta la base del castillo por uno de sus costados, y sin detenerse mucho tiempo, vuela hasta la parte posterior de este. Luego solo le queda ascender. De un salto en línea recta de por lo menos quince metros hasta llegar a su objetivo, una de las dos ventanillas angostas y alargadas ubicadas en la parte más alta de la muralla, a centímetros del tejado. Ingresa a la habitación y de un saltito llega al vértice más próximo, donde, entre la empalizada está su nido, con su siempre hambrienta descendencia, a la cual le regurgita un alimento que ha traído desde varios kilómetros de distancia hasta ese lugar, una habitación del castillo, polvorienta y oscura, en la cual solamente vegetan objetos en desuso, estatuas mutiladas, armas y muebles descompuestos, armaduras incompletas, y en una repisa pegada a la pared, una caja de madera decorada con finos pero sobrios diseños de enredaderas nudosas y con espinas, en cuyo interior descansan tres piedras negras, hábilmente labradas en forma de lágrima.

A varios kilómetros de allí, en los campos más alejados que inauguran Cízarin, una arboleda da la bienvenida a los visitantes que vienen del Oeste, un camino que en estos momentos está siendo atravesado por un solitario viajero, pero no un forastero, sino por Dan Rivel, quien salió muy temprano de Rimos.


León Faras.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Crucifixión.


Lluvia de insultos y llantos
persistente impregna la madera
apenas arrastra, doloroso manto
camino empinado a la calavera.

Las heridas reviven con el sudor
y el peso que todas las almas cobran
fortaleciendo de nuevo al dolor
el patíbulo crece, las fuerzas se doblan.

Nadie osa siquiera a ayudar
nadie quiere compartir el castigo
no merece clemencia, tiene que pagar
por abrirle los ojos a un ciego mendigo.

En su frente una muestra de macabro humor
avergonzado el arbusto con su destino
el madero tampoco se siente mejor
no quiere la fama que le han concedido.

Un camino termina, uno nuevo comienza
le despegan la ropa de su cuerpo ajado
el golpeteo inicia su atroz cadencia
el hierro se baña de flujo sagrado.

Se yergue una más entre tantas cruces
una mujer sufre insondable tristeza
en la cima del poste un cartel se luce
se burla indemne de la realeza.

Ya casi se ha cumplido con la condena
en silencio perdona a sus ejecutores
una lanza termina con la faena
un inocente a pagado por los pecadores.

Se desata la más inclemente tormenta
la oscuridad inunda todo el lugar
algunos se afirman en su fe cierta
pues ha prometido resucitar.



León Faras.

Sobre la mujer.

Escribir para la mujer es una cosa, pero escribir sobre la mujer es algo completamente distinto, casi temerario, es tal la variedad, que es difícil atenerse a algo sin caer en incomodas generalidades, pero trataremos. Por ejemplo es inmemorial la necesidad por ser atractiva, atraer hacia si miradas, deseos, sentimientos, claro que no todas de la misma forma, ni con la misma intensidad, mientras algunas buscan verse sensuales otras son más comedidas, románticas o intelectuales, todo depende del interés que pretenden despertar o quizá solo verse bien sin despertar intereses indeseados, y claro, del contexto que las rodea, la mujer dice mucho a travez de su atuendo. Sin embargo siempre estarán perfectamente presentables, porque esto es algo que tienen dentro, que lo llevan desde siempre, si no comparen a los niñitos y a las niñitas a la salida del colegio, y esto hay que tenerlo muy claro, sobre todo cuando una fémina se presenta ante uno y le espeta con una sonrisa radiante la pregunta: “¿cómo me veo?”, uno, a veces despistado puede pensar que le están pidiendo una opinión objetiva, pero no, lo que ella quiere es una confirmación de que se ve bien, porque uno jamás va a tener conocimiento de todos los factores que se tomaron en cuenta a la hora de elegir el atuendo como para poder opinar, y dependiendo de la mujer, uno debe ser más o menos efusivo, puesto que, un simple “bien” puede ser interpretado como un “podría ser mejor” y demoler todo el trabajo invertido por ella en su imagen, con sus consiguientes consecuencias, tampoco es recomendable sugerir un atuendo distinto al adoptado, a menos que se cuente con algún manual estadístico y debidamente actualizado de las prendas que ella posee, respaldado por un historial de dichas prendas que incluya la última vez que fue usada, el contexto de tal uso, y los individuos presentes en aquella oportunidad, por lo menos. Ahora, hay chicas que jamás te preguntarán nada respecto a su imagen, porque sencillamente no lo necesitan o no les interesa o tienen un estilo marcadamente definido al cual se atienen por sobre lo que los demás piensen.

También podríamos referirnos a que la mujer puede ser algo volátil emocionalmente, es decir, que pasa de un estado a otro transversalmente opuesto con relativa facilidad, esto atribuible a sus vaivenes hormonales que, ningún hombre comprenderá nunca debidamente. En otras ocasiones un abrupto cambio de ánimo puede deberse a su desarrollada intuición, la cual usan en forma inconsciente y en ocasiones, desconcierta, porque uno no capta lo que para ellas es evidente, y el mensaje derechamente se pierde en algún lugar de la estratosfera provocando cierta frustración en ella, así como también, la afición al uso de indirectas, cualidad muy propia de la sutileza femenina, de la delicadeza con la que están, en su mayoría, acostumbradas a actuar, y este es un punto no menor, pues el hombre, salvo pocas excepciones, no es bueno con las indirectas, ni con los eufemismos ni con los mensajes codificados, sobre todo cuando uno, debido a los designios de la sociedad imperante, pasó todo su tiempo de aprendizaje y adaptación, en colegios monosexuales, donde cual de todos sabía menos de la rara naturaleza femenina. La sutileza, la delicadeza, la entrega, se pueden derivar de su intrínseca vocación de madres, lo sean o no (madres, digo), están hechas para serlo, física y sicológicamente y hay, para ese puesto condiciones que la mujer tiene por el solo hecho de ser mujer, por ejemplo dedicación, paciencia, afecto, minuciosidad, por nombrar algunos ejemplos, cualidades que abarcan todas sus actividades.

La mujer es un ser al que nunca, salvo casos particulares, se le han restringido sus emociones, ni a nivel de su vida ni a nivel histórico, por lo tanto las exhibe con soltura sean buenas o no, algunas con demasiada soltura, bueno, para ser justos en tiempos pasados la risa en la mujer debía ser decorosa, casi imperceptible, algo así como el llanto en el hombre, pero eso es algo que se ha diluido en el tiempo, aunque claramente no por completo, como sea, exteriorizan con facilidad lo que sienten, incluso cuando pretenden esconderlo, pues, lo que no dice su boca lo dice todo su cuerpo, y esto es algo que en ocasiones puede ser muy evidente. El lenguaje corporal en la mujer debe venir de tiempos remotos, cuando la mujer no estaba tan liberada para decir lo que quisiera, cuando quisiera y a quien quisiera, una sola mirada “de esas” puede ser muchísimo más decidora que mil indirectas, y frecuentemente más efectiva también.

No creo que haya alguna mujer que no ame los detalles, esas cositas pequeñas pero inesperadas que la hacen tener presente que están presentes, valga la redundancia, en la mente de alguien (cabe destacar que ese alguien sea del gusto de ella), importantes para mantener los sentimientos que sustentan la relación o talvez para proveerles la seguridad que necesitan, la seguridad de que lo que sienten es recíproco, de que no están entregando o entregándose demasiado, porque este es un temor que se le inculca desde pequeñas, fundamentado en los inacabables ejemplos de mujeres que deben enfrentar embarazos solas o en la experiencia de muchas mujeres de haberse sentido utilizadas, sin sentimientos de por medio, cuando lo que se esperaba o lo que se les dio a entender era una relación proyectada de aquí a la eternidad.

Bueno, creo que me he dilatado demasiado, y a veces, la cantidad merma en la calidad. Después de todo, a las mujeres no hay que entenderlas si no quererlas.