viernes, 29 de julio de 2011

Nubes.

Nubes.


Deslumbrante abanico de roles despliega
al compás de los sones de cada estación
dotando al cielo de sentimientos
sin duda consiente de esta relación.

Barcazas levitantes en ciertos momentos
que a la deriva lucen adormecidas
inconscientes del largo de su existencia
esperan su muerte al ser diluidas.

A veces se agrupan con suma paciencia
formando ingentes castillos de ensueño
soldados de vapor vigilan su inocencia
en cuentos de hadas habitan sus dueños.

El agua que acoge del sol su calor
se revela a las leyes con su ascensión
henchida de orgullo reposa en la brisa
la magia termina en la condensación.

La faz de la tierra su llanto acaricia
en sus venas vuelve la roca a cantar
despertando a la hierba de su letargo
las constelaciones tendrán que esperar.

Hábiles artistas su talento es largo
histriónicas cambian en todo momento
la imaginación del niño comienza su vuelo
con sus esculturas en movimiento.

Cuando el sol las tiñe de brillante dorado
hacen del ocaso una bella función
en la noche la luna las baña de plata
siendo mi fuente de inspiración.

León Faras.

jueves, 28 de julio de 2011

Dos segundos.

Dos segundos.


Joven noche de invierno,
agitación de agua pulverizada
que retoza en la atmósfera,
las luces de la ciudad
hacen eco sobre el pavimento
mientras paredes carcomidas
forman un mágico telón
de inesperada idoneidad.
Tráfico de andar cansino,
conspira con el alumbrado
iluminando tu rostro
sin transgredir tu entorno
ni tocar la penumbra
delatando tu mirada,
atrapando la mía.
Dos segundos sin invierno
encapsulados para siempre
en una zancada del tiempo
que no mira atrás.
Dos segundos de mirada intensa
y fortuita complicidad
sacada de sueños olvidados
en mundos inexistentes.
La magia de lo efímero,
como una estrella fugaz
en cuya corta existencia
radica toda su belleza.
Una obra de arte
destinada a morir en el acto
quedando solo retenida
en el caprichoso inconsciente
del artista y su obra.


León Faras.

miércoles, 27 de julio de 2011

El Conjuro.

El Conjuro.


Tantas Fuerzas que retozan en el mundo,
Descollante manada de corceles de éter
Que briosos, tiran los coches sin mirar la carga
Ni el estado del camino bajo sus cascos.
La pasión, la atracción, la voluntad,
Los sueños, la alegría, la verdad.
En su Auriga me convierto y mi deseo será su senda.
Que nunca más la mundanidad y sus vicios
Priven al amor de su exultante grandeza
Y exijo para el amor que aguardo lo más selecto
Y con premura, pues ya no quiero esperar más.
Reclamo de Penélope su fidelidad
La que nunca dudó del retorno de Ulises
Ni nunca se doblegó ante el peso
De la coerción que la cercaba.
Solicito la tenacidad y rebeldía de Julieta
Quien a pesar de la legión que se alzó
En contra del amor que la colmaba
Jamás mermó en su deseo de estar con su amado.
Demando que se fusionen, como nunca se ha hecho
La candente pasión carnal de Cleopatra,
Ígneo instinto, avasallador y dominante
Con el cándido y noble sentimiento de Tisbe
Puro y enaltecedor, como el amor mismo,
Pues su resultado será la mecha
Del más ineluctable sentimiento.
Ordeno que el resultado de lo que pido
Sea más fuerte que el brebaje que unió a Isolda y Tristán
Y más duradero que la atracción de Eurídice y Orfeo.

Los Alfanas están azuzados,
La ruta está trazada.


León Faras.

lunes, 25 de julio de 2011

Secuestro.

Secuestro.


La niña ya no está, el giro del mundo en un segundo se la tragó,
peatones de fría inocencia y andar diligente la ocultaron.
La dócil brisa de otoño, borró el rastro de su perfume infantil,
cuando la poderosa normalidad le devolvía los colores al surto atardecer.

Su cuarto está vacio; el orden reina como tirano despiadado,
la cama intacta y sus indolentes habitantes de felpa, golpean el alma
cada vez que evocan la vida artificial de la que eran dotados.
Llueven puñales candentes en el interior de la exanime habitación.

El oso color rosa, atesora en su relleno las lágrimas de una madre
en un vano intento por contener el ineluctable desconsuelo.
Violenta tormenta que cae en un susurro, desbordando sal y amargura,
compañía forzada de dos condenados que anhelan la misma redención.

Cómo iba a saber que su hermoso colegio era pagado con dinero malvenido
cómo iba a entender que su padre acumulaba enemigos entre justos y pecadores
cómo iba a imaginar que su entorno era construido destruyendo vidas
cómo iba a sospechar que su existencia era instrumento de venganza.

Una llamada enciende la esperanza, la vida de la niña pende de un hilo.
El pacto es sellado, la suerte está echada. Un auto lujoso se pone en marcha.
La calle se encoge cuando el tiempo vuela, haciendo la culpa más agobiante.
El padre conduce, mientras su universo trastabilla entre llantos ajenos...

Los noticiarios no hablan de otra cosa, un auto cargado de droga y aflicción
acabó incrustado huyendo de la ley. El dinero se esparce entre hojas secas.
Del maletero del vehiculo que recibió el golpe, nace la recompensa,
la niña está viva, pero a su padre, nunca más lo volverá a ver.

Sangre y justicia se mezclan en un extraño cóctel del destino.


León Faras.

Simbiosis. La florista y el ángel.

III


Deben haber pasado algunas horas cuando un par de zapatos gastados se posaron en frente de él, uno pegado al otro, al levantar la vista vio a Estela de pie con las manos atrás y con una fina sonrisa de satisfacción en el rostro, el viejo la inspeccionó, “¿…y mi ángel?”, preguntó, la muchacha sin borrar su sonrisa se metió la mano al bolsillo de su abrigo y con ambas manos le estiró varios billetes perfectamente doblados y planchados, Ulises los tomó y les echó una ojeada, “¿lo vendiste…?”, Estela cambió su sonrisa por una mueca de preocupación, “sí,…¿no querías venderlo…?”, “sí, pero…” Ulises miraba el dinero en su mano e iba a continuar pero la niña lo interrumpió acongojada, “Ay no, es muy poco, es que olvidé preguntarte cuanto debía pedir por él y…” Estela se excusaba atropelladamente por lo que el viejo la tranquilizó con una sonrisa, “no, niña no, si aquí hay dinero más que suficiente pero, ¿cómo?...¿donde fuiste?”, “Al cementerio, ¿no es ahí donde deben estar los ángeles?, no me costó trabajo convencer a la señora Clara de lo bien que se vería tu ángel custodiando la tumba de su hijo, aclaró más aliviada la muchacha, y agregó, me demoré porque tuve que acompañarla hasta su casa para buscar el dinero”, Ulises rió, “¿en el cementerio?, muchacha, hoy comeremos algo especial, te lo has ganado, dime ¿qué te gustaría?”, la niña lo meditó un rato, no era una pregunta que le hicieran muy a menudo, luego dijo, “Me gustan los huevos fritos”, el viejo rió, “¿huevos?, no niña, dije algo especial, comeremos…Pizza!, ¿te gusta la pizza?”, Estela se quedó en blanco, “no lo sé, ¿tiene huevos?”, Ulises rió aún más, “¿Una pizza con huevos? No lo creo, pero le preguntaremos a Armandito cuando lleguemos ¿sí?”.

Luego, al llegar el anochecer, Estela, aunque no lo decía, no quería volver a su casa, y Ulises, no podía despedirla, por lo que se encaminó junto a ella hasta la habitación que él arrendaba, la hizo pasar, le mostró la cama y luego se retiró, salió a la calle donde prendió un cigarrillo, pero antes de acabarlo se dirigió a la cocina de la casona donde vivía, ahí se encontraba Alicia, una mujer de mediana edad dueña del lugar, Ulises tomó asiento, la mujer lo saludó afablemente, el viejo comenzó a hablar como para si mismo, como recién pensando en lo que diría, “Señora Alicia, usted es una mujer sola…que…necesita de alguien que la acompañe, que le ayude en los quehaceres…” la mujer le dirigió una mirada, entre confundida y asombrada, “Don Ulises, usted es un buen hombre, y yo le tengo gran afecto, pero…” , “no, no, no estoy hablando de mí” aclaró el abuelo con una sonrisa incómoda, “Ah, entonces…” Alicia abandonó lo que hacía para poner atención a las palabras del viejo, “Quiero decir, a usted le vendría bien alguien que se dedicara a ayudarla aquí, en el aseo, las compras…”, la mujer le respondió sin titubear “sin duda, siempre es bueno algo de ayuda, pero usted entenderá que no están los tiempos para contratar a nadie…” “sí, replicó el viejo, pero, seguramente tiene alguna cama desocupada, y un puesto más en su mesa”, Alicia ya intuía hacia donde iba la conversación, “¿Tiene a alguien en mente, don Ulises?”, “Acompáñeme” respondió el viejo a medida que se ponía de pie y guiaba a la mujer hasta su habitación, una vez allí, la animó a que echara un vistazo dentro, la mujer luego de mirar el interior de la habitación en penumbras volvió algo alarmada, “¿Pero que no es la hija de Emilio?”, el viejo asintió con la cabeza, “¿pero qué hace aquí?”, Ulises respondió con calma, “es una larga historia pero, créame, hay buenas razones para que esté aquí, quizá pueda ayudarla, es una buena muchacha, honrada y servicial” Alicia no podía ocultar su preocupación, “Sí, talvez tenga razón, pero su padre…ese hombre…no me gusta, me da miedo”, “no se preocupe por él, la quiso tranquilizar el abuelo, hace mucho que firmó su condena y ya es tiempo de que la cumpla, pero, por favor, piense en lo que le he dicho”, luego de eso el abuelo salió de la casona. Esa noche, Ulises se dedicó a visitar cada bar, cada cantina, cada antro pregonando sistemáticamente una sola cosa, que el cojo Emilio tenía un montón de dinero en su casa y que pensaba largarse de la ciudad sin pagarle un peso a nadie, además ya corría el rumor de que el “negro” Caetano le había logrado sacar buena parte del dinero que le debía. Al cabo de un par de días, el pobre de Emilio estaba parado, junto a su mujer, en la estación de trenes, acosado por la ruma de cobros y amenazas que se le vinieron encima “inexplicablemente”, a pesar de que como siempre, estaba corto de dinero.
En el momento en que el “cojo” Emilio y su mujer viajaban lejos de Bostejo, Ulises estaba tirado en su lugar de siempre, un nuevo trozo de madera tomaba lentamente forma entre sus manos, mientras la florista permanecía de pie a su lado, ofreciendo sus flores con una sonrisa, sin que lo notara, una gran cantidad de pintitas oscuras comenzaron a aparecer en el pavimento alrededor de él, hasta que una fría gota de agua cayó en su mano, la lluvia por fin llegaba, apresurado comenzó a recoger sus cosas cuando una silueta se detuvo enfrente, era Estela, traía un vestido distinto y su abrigo lucía limpio y perfectamente zurcido, en una bolsa de papel llevaba pan fresco y huevos, venía convenientemente provista de un paraguas. Ambos se fueron protegidos de la lluvia que comenzaba a tupir, hacia la casona donde, ahora, ambos vivían, “Si quieres, dijo la muchacha, mañana puedo ir donde las pergoleras a ofrecerles tu florista, estoy segura que les encantará”, Ulises sonreía satisfecho “Es una buena idea, solo déjame disfrutar de su compañía unos días más”, luego guardó silencio unos segundos y agregó “Apropósito, ¿cuál es tu nombre muchacha?”, “Estela…” respondió la niña, “Ah, yo soy Ulises”, la niña le sonrió, “Sí, lo sé”.

Fin.

León Faras.

Simbiosis: situación en la cual, dos individuos, por lo general de distinta especie, se asocian para vivir, obteniendo beneficio uno del otro. (Nota del Autor.)

jueves, 21 de julio de 2011

Nunca ames a un ave.

Nuevamente he de soportar los interrogatorios de la luna
Y sus ingenuas pretensiones de consolarme;
Su testarudez ante mis recriminaciones de que,
Si no puede traerte hasta aquí,
Entonces no me sirve.
Su belleza de dama blanca,
Rodeada de sus legiones de soldados de cristal
Sólo me recuerdan la paz de tenerte a mi lado
Y mi necesidad del calor
Que me provee tu presencia.
En vez de su diáfana claridad,
Preferiría una tormenta
Pues quién si no la lluvia
Es la madre de todas las lágrimas
Las mismas que yo no me atrevo a soltar,
Por no aceptar que talvez ahora es otro
Quien abusa de tu generoso amor.
Nunca fuiste totalmente mía,
A pesar de que tu entrega fue completa
Pero tampoco osé decirte que quería pertenecerte.
Dejarte libre era la mejor forma de permitirte amar,
Pero también la más arriesgada y la más cruel.
Nunca creí que un beso sería tan insípido
Si no venía de tus labios
Y ya sé que es patético admitir
Que dependo del alcohol para remplazarte
Aunque sea por un rato,
Luego solo me quedan ridículas excusas
Que no han hecho más que propagar mi podredumbre.
Puedo reconocer que he llegado ha amarte tal como eres
Pero no puedo explicar
Que eso incluya tu necesidad de ser libre.
¿Cómo despojar a una rosa de sus espinas sin ultrajarla?
O como seguir amándola.

Qué puedo hacer si jamás me han gustado las aves enjauladas
Aunque ahora que mis pesadillas comienzan cuando despierto
Ya no estoy tan seguro…


León Faras.

Casi perfecta.

Tengo algo en mi interior
Que ha crecido demasiado
No ha mermado el amor
Pero sí lo ha complicado

No te lo puedo decir
Temo mucho ofenderte
Mas, no puedo decidir
Si es mejor contenerme

Eres tú, sin duda alguna
Lo mejor que me ha pasado
Mi problema es que tu voz
Suena como un globo estrangulado

Ese timbre insoportable
Me tortura sin querer
Tú que eres tan amable,
Me tengo que contener

Eres linda y cariñosa
Generosa al dar amor
Pero cuando abres tu boca
Es como rasguñar un pizarrón

Yo te juro que te quiero
A nadie más podría amar
Pero no puedo ser sincero
No te lo puedo confesar

Yo también tengo defectos
Sin duda más que tú
Pero tu voz causa efectos
Perjudiciales en mi salud

Dime cómo soluciono
Tan complicada situación
Antes que perderte, te aseguro
Prefiero perder la audición

Ya decidí que me callo
Aunque difícil me parezca
Prefiero olvidar lo malo
Sabiendo que eres casi perfecta.


León Faras.

Simbiosis. La florista y el ángel.

II.

La niña se acerca casi hipnotizada y se encuclilla frente al ángel de madera, con profundo respeto mantiene sus manos en la espalda, admirada de la belleza de la escultura, el viejo alza apenas la vista hacia la muchacha y luego la baja hasta el suelo, a su lado en una servilleta de papel descansa un sándwich a medio comer, lo levanta y se lo lleva a la boca, como un chispazo Ulises nota como la niña sigue con la vista toda la trayectoria de su desayuno hasta la enorme mascada que le da, conocía esa mirada, la había visto muchas veces antes, incluso él mismo la había hecho en más de una oportunidad, “Tienes hambre…” afirmó el viejo sin ningún dejo de duda en su tono, Estela se puso de pie y retrocedió un par de pasos, con la cabeza gacha algo avergonzada, decidido, el abuelo se paró, y luego de meter lo más que pudo dentro de su bolso, tomó a la niña por el hombro y la encaminó hasta una pequeña y rústica cafetería que él frecuentaba. Se acercó al mesón donde del otro lado estaba un hombre bajo y rechoncho llamado Octavio y le pidió un sándwich de pollo y una taza de leche, “¿leche?”, preguntó dudoso de haber oído bien el gordo camarero, “Sí, confirmó Ulises, y agregó,…y tráeme un vaso de vino para mí”, Al cabo de algunos minutos la muchacha tenía frente de si un humeante y apetitoso emparedado rebosante de carne blanca, el local no gozaba de prestigio pero compensaba la falta de calidad con cantidad, Estela comenzó a comer mientras el viejo sentado a su lado retocaba una y otra vez su mimada florista, mientras el vaso de vino permanecía intacto, Ulises bebía con frecuencia aunque rara vez se le había visto borracho. En ese momento entró al negocio el cojo Emilio, quien venía descaradamente a desayunar a pesar que su familia pasaba hambre, desde el mesón se dio cuenta de la presencia de la muchacha, y le pareció una afrenta que la niña gastara el poco dinero que conseguía en un lujo como ese, al pararse junto a Estela esta se quedó fría, tal era el miedo que le tenía, y su padre siempre hacía lo posible por mantenerlo así, “¡¡¿Qué mierda crees que estás haciendo?....Te estoy haciendo un pregunta!!” la mano de Emilio se dejó caer, violenta, sobre el desayuno de la muchacha que se desperdigó por el suelo y se volvió a alzar, pero antes que cayera sobre su hija un fuerte empellón lo hizo trastabillar hasta estrellarse contra la pared más próxima y antes que se recuperara, la hoja de una filosa cuchilla se posó en su garganta con la gracia y suavidad de una mariposa de acero, “Si vuelves a hacer eso en frente de mí, haré que termines como comida para cerdos” le susurró Ulises mientras presionaba su talladora contra el cuello de Emilio, “Esta chiquilla es mi hija, y yo la educo como quiero” quiso excusarse el cojo, no sin algo de nerviosismo en sus palabras, “¿Acaso el emparedado que botaste, lo pagaste tú?”…”ya veo, respondió el padre de la niña, y luego dirigiéndose al camarero agregó, Octavio, anota el sándwich de pollo a mi cuenta”, “La leche también se enfrió” insistió el viejo, disfrutando profundamente de su juego, “…y también la taza de leche” replicó en voz alta un perturbado Emilio, “Octavio, gritó el abuelo al tiempo que soltaba al “cojo” y volvía a su asiento, repíteme la orden en esta mesa, ¿quieres?”, luego tomó su escultura y siguió su trabajo, mientras que Emilio se retiraba mordiéndose su rabia y sobándose el cuello, cerciorándose a cada instante de que estaba sano y salvo. Estela, aún un poco tensa pero con una inefable felicidad, le dirigió una mirada al ángel que parado sobre la mesa enfrente a ella parecía orar, estiró tímidamente una de sus manos hasta casi rozarle el rostro, y luego miró de reojo a Ulises a su lado, luego bajó su mirada hacia la mesa, con la esperanza de ocultar una incontenible sonrisa que se dibujaba en su rostro.

La niña caminaba por la calle con el ángel pegado a su regazo, aún mantenía una felicidad en su interior, no por lo que le había sucedido a su padre, si no porque nadie, nunca había interferido en su defensa antes, “tu ángel es hermoso”, comentó, el viejo que caminaba a su lado tuvo que salir de sus pensamientos para contestar, “Eh?, ah sí, ese ángel del diablo, no he podido deshacerme de él…”, Estela de pronto se iluminó, “Yo te ayudo” alcanzó a decir antes de salir corriendo sin motivo aparente dejando al viejo Ulises parado ahí, con las palabras en la boca y un signo de interrogación sobre la cabeza. La niña corrió sin parar con la escultura del viejo apretada contra su pecho, hasta la ancha avenida que cruzaba la ciudad donde se frenó en seco antes de cruzar, el tranvía subía lenta y pesadamente la pendiente y de los escasos automóviles que transitaban por ahí no había ni rastros, por lo que reanudó su carrera hasta las escaleras al otro lado, donde disminuyó la velocidad para bajarlas, y luego siguió corriendo cuesta abajo hasta perderse. Ulises aún confundido, se dirigió al lugar que siempre ocupaba, ahí estaba cuando un hombre se detuvo en frente de él, era conocido como el “negro” Caetano, “Que hay Ulises”, saludó, “Que hay…” respondió el abuelo, “supe que tuviste un encontrón con el Emilio en el negocio de Octavio” , “Sí…” respondió el viejo, “dicen, continuó Caetano, que fue por un dinero que te debía, ¿lograste que te pagara?”, el abuelo frunció el ceño, iba a negar cuando se le ocurrió una idea mejor, “Sí, respondió, ese tipo tiene un montón de dinero en su casa, pero hay que remecerlo un poco para que lo suelte” , Caetano murmuró algo y con un ademán se despidió, pero antes que se fuera Ulises agregó, “He oído que está juntando dinero para largarse de la ciudad”, luego simplemente bajo la cabeza y le devolvió su atención a su trabajo.


León Faras.

martes, 19 de julio de 2011

Musa Promiscua.

Musa promiscua.


Ridículo afán de expulsarte de mi mente,
deseo despojado de argumentos válidos
para un alma intoxicada de mefítico antojo
que solo ruega por más veneno.
He pretendido desalojarte con tu ausencia;
torturando a mis ojos con no verte,
procurando alejarme de tu aroma,
encerrándome en más que cuatro paredes.
Todo esto por escucharlos a ellos,
por convertirme en espejo de sus fracasos,
ellos que nunca han sentido el alma rielar
solo con la pronunciación de un nombre.

Maldigo tu procaz ocupación;
pero más maldigo los prejuicios que me atan.
Maldigo el dinero que recibes por tus labios;
pero más maldigo el cobarde silencio de los mios.
¿Cómo puedo dejar de amarte,
sólo porque alquilas tu cuerpo?
si tu carne nunca ha sido suficiente
para saciar mi apetito de ti.
Si tan solo pudiera comprar
tus sentimientos con dinero.
Si tan solo pudiera acariciar
tu alma con mis manos.

Solo me queda el recuerdo
del calor de tu aliento
y el sabor del sudor de tus labios en mis labios
como dulce suvenir de tu compañia,
que un día pagué gustoso.
Puedo seguir haciendo alarde de mi estupidez
negandome a un amor sin dueño;
o puedo salir a buscarte
y soltarte a la cara que te amo.
Pero de cualquier manera yo pierdo,
porque no puedo amar a nadie más que a ti,
ni puedo obligarte, a que tú me ames.


León Faras.

Crononauta.

Crononauta.

Desde que debí, por problemas de salud, jubilarme anticipadamente de mi trabajo, me encontré de pronto con la presencia de un tiempo libre que no estaba dentro de mis planes, además de una salud relativamente estable, dentro de ciertos márgenes que debía mantener en mi vida. El problema era que no tenía idea de en qué invertirlo, todo lo que se me ocurría estaba vetado por alguna restricción médica que me impedía o un esfuerzo físico exagerado o demasiada exposición a la contaminación o el inevitable stress. Justo antes de enloquecer como producto del exceso de ocio al que no estaba para nada acostumbrado, ya que no era bueno con los puzzles y la televisión sólo daba para un par de horas al día, dí con una actividad perfecta y adecuada para pasar mis días en algo interesante sin empeorar mi salud ni preocupar a mi familia. Lo conversé con ellos, mejor dicho con ellas, ya que sin contar a nuestro hijo mayor, nuestra familia consiste en mi esposa y mi hija de diez y siete años. A ellas les encantó la idea, quizá en parte y no es de extrañar, porque sencillamente un hombre ocioso todo el día en casa estorba, en el sentido más amable de la palabra, así que me animaron a que lo hiciera en la medida en que yo me sintiera bien.

A un par de kilómetros de donde vivíamos se encontraban las estructuras abandonadas de las antiguas salitreras, las cuales descubrí un día en el que salí a caminar aprovechando el cielo limpio y el aire puro que aquí son constantes, las descubrí en el sentido de que sabía que existían, todo los habitantes de la zona las conocen, pero ese día decidí adentrarme en ellas, recorrerlas sin restricciones y con la curiosidad del niño que nunca me ha abandonado. Esta actividad la desarrollé muchas veces durante bastante tiempo, pero quiero centrarme en un día en especial, ese que precisamente motivó este escrito.

Me levanté temprano como siempre, trasnochar tampoco era bueno para mi salud, desayuné con normalidad y luego de realizar algunas labores hogareñas autoimpuestas como sacar la basura, regar el patio y barrer las hojas del olivo que tenemos en la entrada, me despedí y salí a realizar esas interminables caminatas por los edificios abandonados que constituían las, antaño oficinas salitreras. Como siempre pasaba donde Francisco a compras el diario, el cual leía en algún lapso en que desistía de mis exploraciones o cuando me sentaba por ahí a servirme el bocadillo que siempre llevaba conmigo. El tiempo que duraban mis caminatas era relativo pero nunca llegaba antes de las tres de la tarde y casi siempre después de las cinco, esto debido a que la magia de aquellos lugares me absorbía durante horas, imagínense, debido al aislamiento en que se encontraban estos yacimientos estas oficinas se creaban de manera que eran prácticamente autosuficientes, una ciudad completa totalmente abandonada, y no exagero, aparte de las estructuras donde se explotaba y procesaba el mineral, se podía encontrar una plaza, aunque totalmente desprovista de la vegetación que alguna vez tuvo, pero con sus bancas y faroles casi intactos, una escuela, una iglesia, un teatro, una población completa, con sus casas alineadas y postes de alumbrado, casonas lujosísimas donde con seguridad habitaban los más importantes y poderosos habitantes. Y me asombraba saber que todo aquello había nacido de una ironía de la naturaleza: abono para la agricultura en el lugar más árido del mundo.

Aquel día recuerdo que entré a un par de casas, la población donde habitaban los trabajadores era lo más próximo a donde vivía, no tenían ni las puertas ni las ventanas, sólo los espacios donde debían ir, como único mobiliario había una deteriorada silla en un rincón que a esa hora recibía la luz solar que entraba por un zinc del techo que estaba removido de su posición, me absorbía en imaginaciones que sin esfuerzo casi emanaban de las rayadas paredes que me rodeaban, no sé si por capricho o por alguna energía extraña, podía posicionar los lugares donde estaban el dormitorio o la cocina, reviviendo las actividades cotidianas que allí alguna vez se realizaron, imaginando conversaciones, renovando el entorno sin proponérmelo. Luego me dirigí a la escuela, mi lugar favorito, porque el alboroto tradicional de estos establecimientos contrastaba marcadamente con aquella desolación donde solo se encontraban paredes formando habitaciones, estuve un montón de minutos frente a un consumido diario mural tratando de descifrar, sin éxito, lo que un par de vetustos papeles alguna vez expresaron, seguramente su último mensaje anunciando el fin de las clases, todo era un estimulo para que la mente trabajara reconstruyendo las situaciones y escenas que cada cicatriz en las murallas sugerían, convirtiendo cada porquería que encontraba tirada, en un hallazgo. Recuerdo que ese día por primera vez desde que visitaba las salitreras entré a la iglesia, siempre pasaba por fuera o me iba directamente a la zona donde se trabajaba el mineral. La iglesia era un edificio de mediano tamaño construido de madera, un material caro en estos lugares, de las dos puertas que formaban la entrada solo quedaba una y en lamentable estado, una gran cantidad de huellas en su mayoría de animales, estaban dibujadas sobre la película de polvo que vegetaba sobre las tablas del piso, las paredes pobremente iluminadas a esa hora del día, lucían violentadas con numerosas cicatrices de cuchillos y aerosoles que reflejaban mensajes tanto de amor como de odio, el único reflejo claro de su pasado espiritual era la silueta de una cruz que debió estar mucho tiempo adherida a la pared antes de ser removida, quien sabe si por manos santas o sacrílegas. Luego de mucho rato absorbido en la vida invernada de esos parajes, el frío del atardecer me hizo consultar el reloj, eran casi las seis de la tarde y aún me quedaba una buena caminata de regreso.

Bueno, si has leído hasta aquí, te toca saber que lo que me obligó a escribir esta crónica aún estaba por venir. No hubo nada inusual en mi regreso, salvo una persistente e inquisidora mirada de una conocida vecina que topé cuando ya entraba a la población en la que vivo y la que corté rápidamente con una sonrisa y un escueto saludo al pasar. Llegando a mi casa, saqué las llaves de mi bolsillo, pero al probarlas en la puerta me fue imposible abrirla, toqué el timbre, mientras extrañado revisaba mis llaves una y otra vez asegurándome que eran las correctas, Victoria, mi hija, abrió la puerta quedándose parada allí sin pestañar y con la boca abierta. Tenía un bebé en los brazos. Yo entré y de forma casual le comenté que no había podido abrir la puerta con mis llaves, pero ella seguía como estatua, sin quitarme los ojos de encima, “papá…pero…¿Dónde estabas?”, balbuceó, yo le expliqué sonriendo que había estado en las salitreras como siempre, pero que se me había pasado la hora volando y que por eso me había retrasado un poco más de lo habitual, pero ella parecía no entenderme una palabra de lo que le decía, “¿atrasado?, pero papá, como…¿en las salitreras?”, yo tiré el periódico que traía sobre la mesa y con absoluta normalidad le pregunté de quien era la guagua que tenía en los brazos, en ese momento mi mujer entró al living donde estábamos, preguntando quien había tocado el timbre, yo le iba a explicar lo de mis llaves, pero ella al verme soltó de las manos el florero lleno de agua y claveles que traía, provocando un estruendo que no me dejó hablar, “Rodolfo (ese era mi nombre), por Dios, ¿Dónde estabas?, ¿estás bien?” me dijo con un tono de angustia mientras se me abalanzaba encima abrazándome del cuello. Gratamente sorprendido por tanta efusividad, le dije que sólo me había retrasado un par de horas, pero ella me miró con el rostro compungido y los ojos húmedos “¿un par de horas?...mi amor, hace tres años que no sabíamos nada de ti”, mi sonrisa se desvaneció, “¿qué?”, miré a mi hija pero ella solo parecía esperar las mismas respuestas que su madre, “¿de qué estás hablando?, pero si salí esta mañana…me despedí de ti, ¿no te acuerdas?”, Alejandra, mi esposa, parecía tener el doble de la confusión que yo en ese momento, “Rodolfo, pero…¿Cómo me dices eso?, ni te imaginas por lo que hemos pasado desde que desapareciste…”, yo estaba francamente asombrado de que contradijera mis argumentos, que, yo sabía eran correctos, “pero si salí esta mañana, pregúntale al Pancho, a él le compré el diario antes de irme”, mi mujer para todas mis razones tenía una réplica, “el Pancho fue uno de los que más nos ayudó en tu búsqueda, incluso me acompañó a la morgue, ¿sabes cuantas veces tuve que ir a la morgue a reconocer cadáveres, con la angustia de que eras tú en estos tres años?...nueve veces…nueve”, “dimos vuelta las salitreras buscándote, continuó, recorrimos hospitales, cárceles, llamé a todo el mundo preguntando por ti. Simplemente te habías evaporado”, mi hija, que hasta ese momento solo escuchaba, se acercó al periódico que yo traía y luego de echarle un vistazo a la portada, se lo alargo a su madre, “mira la fecha”, mi mujer en voz baja la leyó, “1º de octubre del 2008…el día que desapareciste”, “es de esta mañana” afirmé triunfante, pero la Alejandra me miro como si estuviera tratando de engañarla en algo que a todas luces era falso “estamos en el 2011”, yo sonreía incrédulo, “¿qué dices?”, Victoria tomó un calendario colgado en la puerta que daba a la cocina y me lo entregó, se veía gastado, le faltaban las primeras hojas, y…era del 2011. A estas alturas yo ya estaba en blanco, mis irrefutables pruebas se desmoronaban sin que pudiera hacer nada, “esto es una locura, declaré mirando a mi mujer, y luego a mi hija, entonces ese bebé es…”, “es tu nieta, tiene ocho meses” me respondió mi esposa.

Con el correr de las horas más y más situaciones le daban la razón a mi mujer y a mi hija: la televisión, los vecinos, mi hijo a quien llamamos por teléfono, pero ninguna de ellas me quitaba la certeza de que no habían pasado más de doce horas desde la última vez que había salido de mi casa.

No puedo explicar lo que sucedió, talvez el tiempo se volvió inestable en aquellas estructuras abandonadas, talvez me congelaron en el tiempo de tanto escudriñar en su pasado, solo sé que de alguna manera mi existencia se volvió tan aletargada, que viví tres años en doce horas. Lo juro.

Simbiosis. La florista y el ángel.

Simbiosis.

La florista y el ángel.

I.

Bostejo, la antaño ciudad próspera, hoy solo está sostenida en el concreto de sus edificios, toda su textura es gris mezclado con colores blanqueados de tiempo, el fino polvo es el único habitante que prospera, el polvo y ese olor que parece emanar desde los mismísimos poros de la ciudad, repelente para visitantes que al mismo tiempo embruja y retiene a sus moradores, como una hermosa mujer que desde mucho no se asea ni se cambia el vestido. Los edificios que flanquean las calles denotan un fino gusto en su arquitectura, además de un pasado memorable, de no más de cuatro pisos de altura, con sus vértices redondeados, pilares labrados y balcones ornamentados. Los postes de alumbrado más céntricos asemejan largos tallos que de sus cimas nacen apéndices en espiral, de los que cuelgan vistosos faroles y sus escaleras, tantas que Bostejo era conocida como la ciudad de las escaleras. Hoy solo acusa abandono en todas partes donde se mire, ventanas descuadradas por el uso, faroles mutilados por el tiempo, carteles incompletos, maleza en las hendiduras del pavimento, líquidos desechados que corren libres hasta donde la gravedad los lleve.

Uno de los numerosos habitantes de esta deslucida ciudad es una muchacha llamada Estela, pálida, delgada y de cabello negro, liso y apagado, transita con pasitos cortos y apurados, más por la pendiente de la callejuela que porque tenga alguna prisa, lleva un vestido hasta más abajo de las rodillas, un grueso y raído abrigo, una bufanda tejida a mano y un gorro, hace frío, el invierno a llegado con heladas y ventiscas pero casi sin lluvias, las únicas que por lo menos una vez al año parecen interesarse en eliminar el polvo de las fachadas. Estela es hija del “cojo” Emilio, un completo inútil, un tipo que se pasa la vida persiguiendo a aquellos que le deben unos pocos pesos y escondiéndose de los que le quieren cobrar, un imbécil que genera temor en los más débiles que él, entre estos su hija, a través de inesperados e innecesarios ataques de ira, un cobarde que no pierde oportunidad de vanagloriarse de su cicatriz en la pierna, fruto de una estúpida riña que por lo demás perdió, o eso es lo que se dice. Y que decir de la madre de la muchacha, una mujer que no tiene ni nunca ha tenido las cualidades propias de una madre. Estela por lo tanto debe sobrevivir por su cuenta, y además de eso, debe arreglárselas para aportar en su casa, sin embargo es una chica que desde el fondo de su corazón ama la vida como nadie, que se maravilla con asombrosa facilidad, que aprende con rapidez y que diferencia innatamente lo bueno de lo malo.

Ulises se despierta tirado en su catre completamente vestido, salvo los zapatos, cubierto con una manta. A su lado una caja de madera que hace las veces de comedor, de velador incluso de cómoda, luce encima una taza que aún contiene algo del vino tinto que el viejo bebió la noche anterior, una vela totalmente consumida, a pesar que se había propuesto apagarla antes de dormirse para que durara un par de noches más y una figura de madera inacabada que representa una joven mujer con su canasto de flores colgado de uno de sus brazos y a los pies de esta una filosísima cuchilla para tallar de hoja corta, junto a un par de pequeñas gubias. El viejo apoya uno de sus pies en el suelo, pero de inmediato lo despega, al sentir la clavada de las innumerables virutas que están esparcidas por el reducido piso disponible, él mismo agrega un par más que estaban dentro de sus zapatos antes de ponérselos. Luego de reunirlas las arroja a la chimenea y se dirige al lavatorio que llena de agua con un jarro para lavarse. Ulises trabajó gran parte de su vida en el puerto no lejos de Bostejo, hasta que el trabajo pesado se le hizo demasiado pesado, ahora se dedica a realizar figuras de madera que luego vende por poco dinero, es un trabajo que aprendió solo y que realiza bastante bien, se podría decir que sus creaciones son pequeñas obras de arte, invaloradas en una ciudad más pendiente de atender las necesidades básicas, aunque por lo menos al viejo le alcanza para sobrevivir. Tiene una hija, una mujer hecha y derecha que se casó y se mudó lejos de ahí, huyendo más de esa ciudad que de él, también tiene un hijo con otra mujer, pero tanto él como su madre jamás le han pedido nada, sabe que lo engendró, pero ese no es motivo suficiente para sentirse padre. Sale de la habitación que arrienda abrigado, con un morral de cuero cruzado donde lleva sus herramientas y un par de figuras terminadas, bajo el brazo va la florista que espera pacientemente a que sus facciones sean acabadas.

El sol esparce rayos de luz a través de los pocos espacios que le ceden las imponentes y espesas nubes que gobiernan esa mañana, cúmulos que parecen pintados en el cielo y que Estela contempla admirada. Normalmente se dirige al mercado donde por lo general encuentra algún trabajillo que realizar, pero hoy el mercado no abre, además el día anterior tampoco fue, porque su madre caprichosamente y amparada en inverosímiles excusas no se lo permitió. Luego de un par de horas de deambular sin rumbo, la chica se sienta en una banca con algo de frustración, mira despierta en todas direcciones, con la esperanza de que sus ojos encuentren alguna respuesta, necesita conseguir algo, pero sus ojillos se posan en un pequeño ángel de madera de pie frente a un abuelo que, sentado en el piso, afanoso desprende virutas de madera de una figura que sin cesar se reacomoda entre sus toscas y hábiles manos.


León Faras.