lunes, 29 de agosto de 2011

La maldición de Lázaro. (3/3)



El aire entró en sus pulmones en una enorme bocanada, como si viniera saliendo desde el fondo del mar, un mar muy profundo. Los ojos desmesuradamente abiertos sólo veían manchas ilegibles que le hacían imposible definir donde estaba y a sus oídos solo llegaban voces lejanas, entrecortadas, que solo lo confundían más. De pronto su estomago se contrajo y elevó su escaso contenido hasta la garganta, obligando a Lucio a girarse sobre si mismo y buscar el piso para sólo soltar un líquido por la boca, viscoso y oscuro seguido de un ataque de tos que por poco lo bota de la camilla donde estaba de no ser por unos brazos que lo sujetaron y lo devolvieron a la posición horizontal donde no sin esfuerzo finalmente recuperó la serenidad en sus entrañas.

Los ojos muy húmedos, paulatinamente lograban enfocar la distancia de los objetos para distinguirlos de entre un abstracto cuadro de luces y sombras, entre los cuales un ser de enormes ojos que parecía sonreírle y que al mismo tiempo le impedía moverse. No le fue sencillo darse cuenta de que aquel individuo era Baltazar Sagredo, que tras unos anteojos gruesos como lupas, emocionado, chequeaba sus signos vitales. Baltazar era médico, pero ya hace rato le habían quitado su título debido a conductas irregulares y además había estado algunos meses en prisión al ser sorprendido ejerciendo su profesión sin los permisos correspondientes, desde entonces se dedicaba a realizar los turbios trabajos que el normal de los profesionales, más éticos que él, no realizaban, era lo mejor que Rossana había logrado conseguir dado lo especial de la situación. Baltazar conocía a Lázaro, pero nunca había siquiera visto su antídoto, así que se mostró inusitadamente entusiasmado cuando se le propuso revivir un par de cuerpos, según dijo, por “curiosidad profesional”.

El resucitado, más repuesto ya, volteó la vista y vio otra camilla a su lado, en ella yacía Pedro, aún inconciente, Rossana sostenía la mano de este al tiempo que lo miraba con una suave pero forzada sonrisa, Lucio, aún débil, logró articular algunas palabras, “creo que ahora es su turno…”, la mujer no respondió, pero sus ojos lo hicieron por ella humedeciéndose, buscó respuesta en el médico pero este con un gesto de indiferencia le dio la espalda, entonces volvió a mirar a la mujer quien se le acercó y le tomó las manos, “¿Cómo estás, como te sientes?”, “yo estoy bien…un poco mareado, pero y él…y Pedro, ¿lo van a revivir…?”, Rossana contenía estoicamente el llanto ante sus sospechas, “Ya le inyectamos el suero, antes que a ti, pero…no sé, quizá en él tarde más en funcionar…”. Lucio quiso enderezarse para acercarse a su hermano, pero al más mínimo intento toda la habitación junto con lo que en ella había comenzaron a girar vertiginosamente obligándolo a caer pesadamente sobre sus espaldas, Baltazar le inyectó un calmante y Lucio volvió a dormirse.

Sin saber cuanto tiempo durmió, Lucio despertó sobresaltado, sudando y con la respiración agitada, tardó unos segundos en salir de su sueño y entrar a la realidad, cuando lo hizo, notó que la habitación estaba a oscuras, solo la iluminaba la tenue luz que se filtraba através de la ventana que daba a la calle, era de noche. Logró sentarse en la camilla y algo aturdido contempló el cuerpo de su hermano que lucía tapado completo por una sábana blanca, rápidamente comprendió lo obvio y llevándose una mano a la frente dejó salir la pena que lo embargó, en ese momento comenzó a sentir un llanto en la habitación, como si estuviera desde hace rato pero no había reparado en él, era un llanto de mujer muy amargo, producto de una angustia inconsolable, que venía de detrás de la camilla donde yacía su hermano, Lucio se acercó, “¿Rossana?...” el llanto continuaba, más nítido y luctuoso. Al mirar, vio a una chica encuclillada en el suelo como acurrucándose contra la pared que lloraba con el rostro pegado a sus rodillas, esta levanto la mirada y Lucio tomando un sorbo de aire por la boca inconscientemente retrocedió un par de pasos, era Sara, su cara estaba blanca como papel y contrastaba firmemente con sus ojos casi completamente negros y brillantes de los cuales nacían marcadas líneas oscuras que se deformaban llegando a su boca manchándole el mentón, el cuello y las rodillas, la angustia que reflejaba era insondable, “esos gritos…tanto dolor…se hundían unos a otros para salvarse…tanto sufrimiento…” la muchacha hablaba con la voz ahogada a un estupefacto Lucio que temblaba ante la voz de su propio inconciente “él estaba ahí…él estaba ahí…”

Al día siguiente Lucio estaba terminando de vestirse, había dormido realmente poco pero, se sentía mejor físicamente, aunque estaba destruido por la muerte de su hermano y la visión de Sara, cuyas palabras se le repetían en la mente. La puerta del cuarto se abrió y Rossana se asomó cordial “Ya está todo listo, apenas termines, nos vamos” Lucio le hizo un gesto mientras terminaba de abotonarse la camisa y la mujer se retiró, luego se dirigió al baño, prendió la luz pero el cuarto no se iluminó, al mirar la ampolleta esta se encendía débilmente, apenas tomaba un tono amarillo el filamento, como si el voltaje fuera muy bajo, bueno, ya se iba, que le importaba a él, si con la luz del dormitorio era suficiente, se paró frente al espejo y comenzó a lavarse, hacía frío, pero no en el ambiente, si no solamente en el baño, en aquel diminuto cuarto, el frío le erizó el bello de los brazos, era muy raro, ¿de donde venía ese frío?. En una porción del cielo del cuarto de baño la oscuridad estaba anormalmente agrumada, lentamente esa oscuridad comenzó a despegarse y a alargarse poniéndose encima de Lucio, aquello era más que simplemente ausencia de luz, era una cosa, de pronto, Lucio notó en su reflejo cuando su respiración salió en forma de vapor, realmente se sentía como dentro de un frigorífico, decidió salir, pero no lo logró. Aquella oscuridad le calló encima extinguiéndole la vida súbitamente, antes de caer al suelo Lucio ya había expirado y el cuarto estaba perfectamente iluminado.

Posteriormente se supo por acuciosas investigaciones que las personas que habían recobrado la vida después de una sobredosis de Lázaro, habían muerto al cabo de algunos días sin que se determinaran las causas exactas del nuevo deceso. El caso más documentado se hallaba en un libro escrito por un médico llamado Baltazar Sagredo.


Fin.

Lágrimas de Rimos. Primera parte.

 II.




Cal Desci, renguea como siempre, la extensión de madera en la que acaba su incompleta pierna derecha, se lo exige. Una prótesis que ya hace mucho tiempo ha adoptado como parte de su cuerpo, como si hubiera nacido con esa inerte pieza de madera adherida a su carne, incluso le ha dado una interesante y curiosa utilidad, él mismo ideó la forma de que por medio de algunos trozos de metal y tiras de cuero, sus flechas, el alimento de su inseparable arma, una ballesta ligera, de madera reforzada con finas y elegantes piezas de metal, se mantuvieran adheridas a su pierna y prestas para ser extraídas con relativa facilidad y en cualquier momento, mucho más cómodo para él que trasladarlas en una aljaba.

Ha estado sentado largo rato a los pies de una de las torres que inauguran el poblado, una costumbre suya añeja y gastada. Se ha hecho viejo y sus ocupaciones han disminuido simultáneamente con sus habilidades, aunque a veces solo es para minimizar su nostalgia, descomprimir su mente y contagiarla un poco de la paz que emana del vasto paisaje que se extiende ante él.

Ahora camina sin prisa, llevando firmemente aferrada a su mano izquierda una botella de licor de aceptable calidad medio vacía,…o medio llena. El resto del brebaje se encuentra en su estómago, en su sangre o quizá ya en su cerebro, aunque por lo menos en apariencia, no demuestra aún ninguno de esos desagradables efectos secundarios causados por el alcohol,… cuando es consumido, claro.   

En Rimos, la oferta y demanda de empleo se concentra casi por completo en dos grandes áreas, ambas relacionadas con las armas y las armaduras. Básicamente quienes las fabrican y quienes las usan. Cal Desci perteneció a esta última esfera, aunque el negocio tradicional de toda su parentela ha sido siempre el pequeño gremio de la alfarería, pero su pasado está siempre presente, ya que, aunque solo sea por orgullo o costumbre, aún carga consigo su espada de soldado de Rimos, una reliquia ahora inútil, permanentemente enfundada, envejeciendo como él en su prisión de cuero, renuente a la extinción.

Lo que antiguamente fue una costumbre, con el nuevo gobierno se volvió una obligación, que cada familia debía ceder, por lo menos, uno de sus hijos al ejército vencedor, esto lo llevo a enlistarse muy joven a pesar de ser el menor de su familia. Solo tenía dos hermanas mellizas que por ningún motivo permitiría que fueran, pues ser mujer no era impedimento. De hecho, cuando un joven y recientemente ciego Ovardo Hidaza negoció los acuerdos de la derrota, uno de los puntos exigidos era reforzar el ejército vencedor con parte de su propia gente, debidamente armados, cada vez que fuera exigido, una estrategia no solo destinada a fortalecer a este último sino también a evitar que los vencidos adquirieran la fuerza suficiente para retomar las armas. Si los varones no eran suficientes debía incluir mujeres, Ovardo respondió con amargo pero torpe sarcasmo que si no sería necesario incluir niños también. La cruda respuesta no se hizo esperar: “Si los hombres y mujeres no son suficientes para completar la cuota exigida, puedes enviar niños, pero deberán ser dos por cada adulto que falte”. Providencialmente, no ha sido necesario llegar aún ha este extremo. Esta situación obligó a que con el tiempo se creara un pequeño ejercito, conocido como “grupo de la vergüenza” destinado a cumplir con esta condición, y así evitar las masacres de personas novatas en el combate, muy comunes en un principio, además de la alarmante disminución en la edad de dichos combatientes. De esta forma, la gente en Rimos ha podido realizar una vida relativamente normal y desarrollar sus artes y oficios, que en definitiva son la vida de un pueblo.


Un jinete se mueve con rapidez y habilidad por los innumerables meandros que abundan en los angostos caminos del poblado, su paciencia se agota diligentemente, no le agrada ser mensajero, pero órdenes son órdenes, y sabe muy bien que la paciencia de su jefe es tanto o más volátil que la suya,  forzarla puede ser aventurado, riesgoso. Al fin divisa los erráticos movimientos de la silueta de Cal Desci, este lo ve aproximarse y como siempre, intenta hacer uso de su exagerada amabilidad, pero el caballero no está de humor y corta tajantemente la sobreactuada bienvenida del viejo, transmitiéndole el sucinto mensaje que su jefe le envió: “ejecuta”. El rostro de Cal mutó a la velocidad que una hoja cae en otoño, todos los músculos encargados de hacer sonreír su cara se aflojaron gradual y coordinadamente, mientras que el resto de su cuerpo mantenía la graciosa postura de alguien que recibe a un personaje muy importante. El jinete, acabada su tarea, giró con violencia su cabalgadura y se retiró sin dar ni esperar explicaciones. “Ejecuta”, no era la primera vez que recibía ese mensaje, Dimas, a veces le daba instrucciones con la explícita condición de esperar la orden para llevarlas a cabo. Como aquella vez que le ordenó asesinar a un hombre, que supuestamente le estaba traicionando, o no siendo completamente leal que sería más o menos lo mismo. El sombrío hijo de Ovardo, en su siempre particular forma de ver las cosas, tuvo la sutileza de enviar a la propia víctima con el mensaje ante la presencia de su verdugo, “ejecuta”. Cal Desci nunca pensó en convertirse en un sicario, para él, ese era un oficio infame, el asesinato de alguien merece por lo menos una justificación válida, un propósito poderoso para el homicida, de lo contrario se vuelve solo un acto degradante, que pone al hombre por debajo de las bestias, porque incluso estas no matan si no es por miedo, hambre o conservación, razones siempre legítimas.

Miró al hombre parado en el umbral de su casa con un gesto que fácilmente pudo ser compasión, luego, sin moverse del asiento donde reposaba, tomó de su prótesis una flecha, la puso cuidadosamente en su inseparable ballesta, y negándose la posibilidad de pensarlo dos veces, se la disparó directo al pecho del desafortunado individuo, este se desplomó sin encontrar a su paso nada que lo sostuviera, horrorizado, buscando una explicación en la neutra expresión del rostro del viejo, incapaz de imaginar que la orden que acababa de transmitir era su propia condena de muerte ni tampoco de interpretar correctamente la aparente impasibilidad de su asesino, el rostro de una adiestrada resignación en el arte de bloquear la mente para no darle oxigeno a la, a veces peligrosa conciencia y a su aún más peligrosa consecuencia, la culpabilidad. La mente en blanco, como último recurso para aquel que no puede darse el lujo del arrepentimiento.

El hombre tendido en el suelo, se extrajo la saeta de su pecho con lentitud y relativa facilidad, respiraba con dificultad y temblaba inconteniblemente. La desesperación se apodero de él al ver que solo consiguió sacar un ensangrentado astil de madera sin punta, además de aumentar el sangrado. Cal Desci había aprendido e imitado una perversa costumbre de un pueblo contra el cual luchó una vez, usar las flechas con la punta de hierro sin asegurar, de esta manera si intentabas retirarla por donde había entrado, el agudo trozo de metal se desprendía, quedando dentro del cuerpo de la víctima, transformando el deceso en una ineluctable cuestión de tiempo y a veces también en una prolongada e innecesaria agonía. Con la impávida actitud de un médico que debe operar sin anestesia para salvar la vida de alguien, Cal se puso de pie, tomó su veterana espada y terminó el trabajo.

El viejo cochero -esa era su actual ocupación, oficialmente- sintió de pronto la imperiosa necesidad de sentarse, como si sus energías se hubieran largado en la grupa del emisario que acababa de irse, alzó la vista, el gris y turbio cielo no le ofreció ningún consuelo, luego miró la botella en su mano, esta era mejor que nada, bebió un largo trago y trató de concentrarse, tenía una ineludible obligación: Conseguir las Lágrimas negras, sin importar los métodos. Por supuesto que el trabajo no necesariamente debía hacerlo personalmente, él era solo un viejo lisiado, pero tenía cierta autoridad sobre algunos hombres y también sobre algunos recursos, sin embargo, la obligación de que las piedras cayeran en las manos de Dimas, recaía directamente sobre él. Lo primero era averiguar el lugar exacto donde se encontraban.


Dan Rivel acababa de terminar su entrega, el pábulo de esas pesadas muelas de roca que incesantemente giran en torno de si mismas, propulsadas por infatigables bestias.

La oscuridad se acerca rápido, no le agrada la idea de recorrer los caminos de noche, tentar la suerte podría ser imprudente, el amenazante cielo también lo persuade a pernoctar en Rimos esta noche.

Guía su rústico carruaje, deshaciendo el trayecto realizado. Necesitará licor, la noche en estas alturas puede ser muy fría, también algo de comer y forraje para su caballo, luego un lugar seguro donde dejar su coche para refugiarse en él y salir por la mañana temprano. En su camino se encuentra con el viejo que vio a su llegada, el de la pata de palo, ahora está sentado a la vera del camino, en un banquillo arrimado a un pilar que sostiene el techo de uno de los muchos talleres. Este le dirigió una mirada casual al principio, pero inmediatamente su tez se iluminó, los músculos de sus cejas se relajaron, una amplia sonrisa saturó su cara de innumerables pliegues y arrugas, dando la impresión de que su anguloso y lampiño rostro hubiera perdido el relleno que existe entre la piel y el cráneo, una sonrisa que a pesar de ser habitual en él, parecía distinta a las demás. Se puso de pie lo más rápido que pudo e interceptó el carruaje sosteniendo al manso caballo para detenerlo suavemente. La solución estaba ante sus ojos, aquel muchacho era de Cízarin, el lugar donde se suponía debían estar las piedras, talvez lo podría convencer de que lo ayudara, no, estaba seguro de que lo haría, se había convertido en un eximio embaucador, un cohonestador experimentado que con los años había sepultado en las profundidades de su ser todas aquellas cualidades que literalmente entorpecían sus actuales obligaciones, escrúpulos incluidos, llegando a sorprenderse a si mismo en más de una ocasión, y no precisamente en forma agradable, de lo que la vida había hecho con él. Pero ¿qué culpa podía tener la vida?, un hombre le dijo hace años, muchos años, que si el río te arrastra hacia donde no querías o no debías estar, la culpa, antes que nada, era tuya, por meterte al agua. Constantemente sentía que tenía mucho de que arrepentirse, pero hacerlo era una estupidez estéril y pueril.


León Faras.

martes, 23 de agosto de 2011

Del otro lado.



 II. 


A solo unos pocos kilómetros de allí se yergue un sucio y desteñido edificio que parece incentivar el fracaso de sus inquilinos, se trata de una vieja construcción  destinada a albergar oficinas para los más variados rubros y profesiones, pero que con el tiempo ha perdido popularidad, al igual que las personas que arriendan allí, cuya sola permanencia es prueba inequívoca de su escasa prosperidad, y símbolo de un espíritu claudicado. El lugar cuenta apenas con los recursos necesarios para mantenerse en pie y no ser remplazado por alguna de las muchas alternativas de construcciones más rentables, aunque es probable que sea algún tipo de valor sentimental, proveniente de su dueño, el responsable de que esta decadente obra de concreto siga ahí. Sea como sea, hoy cuenta con muchas de sus oficinas desocupadas o convertidas en bodega de objetos en desuso, cuyo único propósito es acumular capas de seco y pringoso polvo sobre si. Precisamente en una de estas olvidadas e improvisadas bodegas, en el cuarto piso, es donde un hombre ha encontrado alojamiento, tal vez el lugar más idóneo para un tipo como él, o quizá la única alternativa con la que cuenta, o mejor dicho ambas. Sería recurrente pensar que hombre y edificio son responsables de la lamentable condición del otro, pero la realidad es que han alcanzado su destino por caminos diferentes. Alan, es su nombre, aunque algunas veces debe esforzarse por recordarlo, no es que sufra amnesia a tal punto de olvidar cómo se llama, pero es sabido que todo lo que la mente no usa, lo olvida, y para él sería imposible precisar cuál fue la última vez que su nombre le sirvió para algo. Arropado con su chaqueta, aún duerme sobre la silla de escritorio que todas las noches desde hace algún tiempo, le sirve de lecho, la luz del día entra con ímpetu por entre las endebles persianas evidenciando la innumerable cantidad de partículas sólidas que vagan suspendidas en aquel viciado aire, pero no al rincón donde Alan duerme, afortunado, quizá, de que esa silla estuviera allí en condiciones y en la posición adecuada para sostener su cuerpo, y además, con un par de cajas apiladas en frente propicias para apoyar las piernas estiradas, es un buen lugar, por lo menos hay espacio para él, a pesar de la cantidad de obstáculos que debe sortear solamente para pasar la noche en aquella sucia e improvisada cama, de no ser así tendría que buscar otro sitio, o acomodarse en algún trozo de suelo disponible, el hecho es que aquel tipo debe seguir una regla probablemente auto-impuesta que desde hace años le es muy difícil romper, Alan debe dejar todas las cosas como están, es él quién debe adaptarse al entorno, si este no le ofrece espacio, entonces debe marcharse, pero las cosas siempre se quedan tal y como están. Ya era media mañana cuando el hombre abrió los ojos, los abrió con determinación, como si los hubiera cerrado hace cinco segundos, luego miró a su alrededor desde la penumbra de su rincón, vio el cuarto en perfecto desorden, evidenciando olvido y abandono, montones de cajas apiladas con documentos que hace rato nadie recuerda que existen, mobiliario descompuesto que hubiera sido más adecuado desechar, están ahí en un indefinido limbo, incluso el pequeño baño muestra una extendida inutilidad, seco y sucio, aunque no con desperdicios orgánicos, sino polvo, un monitor descompuesto, algunas cajas con papeles y quién sabe qué más. Alan se pone de pie y sorteando un par de impresoras cubiertas de polvorientas telas de arañas, que parecen abandonadas por las propias arañas, se dirige a las ventanas, los motores de la ciudad funcionan con vigor ya a esa hora, en la avenida bajo sus pies hay abundante tránsito motorizado y peatonal, se pone su anticuada chaqueta y da media vuelta, rumbo a la salida, con especial cuidado de no alterar el entorno que lo alberga, salió al pasillo, en una oficina frente a él, un hombre levantó la vista fugazmente al oír la puerta, pero al bajarla la dejó en los papeles que la ocupaban, Alan caminó hasta el final del pasillo, pasando junto al ascensor que jamás usaba pues implicaba moverlo de donde estaba, llegó a la última puerta y entró allí, las escaleras, tomó la que bajaba y la siguió hasta el primer piso, otra puerta y luego un pasillo hasta la calle, en su camino se topó con un abuelo, un viejo de aspecto altanero que lo ataja al pasar, tomándolo por un brazo, “Ey, puedes decirme don…”, Alan sin siquiera mirar apuntó con el dedo hacia sus espaldas, “El tipo que está allá puede ayudarlo” y siguió caminando, el anciano volteó la vista hacia donde le indicó, hacia el vacío fondo del pasillo, y se quedó allí, parado, preguntándose para qué se había detenido, luego, seguramente continuaría su camino, hasta encontrar a alguien que le aclarara su duda, y al hacerlo, tal vez tendría un deja vu, la extraña sensación de ya haberlo hecho antes, sin saber dónde o cuando, pero sin ningún recuerdo de haber hablado con Alan, como cuando se despierta uno bruscamente y se sabe que estaba soñando pero se es incapaz de recordar qué, y el sueño se desvanece inexorablemente, esa era una sensación aproximada de lo que Alan provocaba en la gente, la mayoría de las personas, eran incapaces de retenerlo en su memoria, apenas salía de su campo visual, Alan era olvidado por completo, una curiosa condición que él ha debido saber sobrellevar y en muchos casos aprovechar.

La calle a la que sale no es particularmente concurrida, de hecho muy pocas personas circulan en ese momento, se detiene junto a un árbol frente a la salida, inclinando la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados, como si quisiera aliviar un dolor muscular en su cuello, aunque no es su cuerpo el que protesta, el agotamiento es más bien mental, emocional, abre los ojos y una nube estática en el cielo llama su atención, parece pintada, en realidad parece pintura derramada, tan densa, tan blanca, se le antoja sólida al tacto, Alan menea la cabeza lentamente en negación, con una sutil sonrisa en los labios, ante lo irrelevante de sus conclusiones. Un fuerte empellón lo saca bruscamente de sus cavilaciones, el hombre que lo chocó le mira sorprendido, como si Alan hubiera aparecido de la nada, en parte, dentro de la mente de las personas, es así, lo ven, se distraen por un segundo y Alan desaparece de su memoria, “disculpe, es que…no le vi”, la escusa es sincera y Alan lo sabe, frecuentemente le suceden cosas así... echó a caminar, se dirigió a la parada de buses, una atractiva mujer de mediana edad le hablaba sin parar a una pequeña sobre sus propios problemas económicos y emocionales, mientras la niña distraída y ajena vagaba mentalmente por su entorno, Alan se quedó apoyado en la pared hasta que el pequeño y destartalado bus llegó, apenas apareció la niña se paró de forma automática, aliviada de poder librarse por un rato del monologo que su madre sostenía. Alan nunca pagaba en los buses, nunca tenía dinero, y aunque tuviera era inútil intentarlo, simplemente le murmuraba algo al conductor al pasar y eso era suficiente, su problema era que para bajar debía esperar a que alguien más hiciera detener el bus, su condición tenía cosas buenas y cosas malas. Cuando por fin logró bajar se encontraba en una población formada por bloques de departamentos con una polvorienta multi-cancha central franqueada de árboles pequeños y medio mutilados, con niños corriendo por ahí sin ningún propósito aparente y personas conversando con todo el día por delante, que por cierto, no era el lugar al que se dirigía: una población que habían pasado hace rato, y en dirección a la cual comenzó a caminar. 

El lugar estaba formado por casas viejas e individuales, calles deterioradas y árboles adultos que adormecían a los perros del lugar con su sombra. La casa en particular donde se detuvo tenia la reja cubierta de espesa enredadera, con un jardín que hace rato crecía sin restricciones, en el frontis de la casa una banca de madera y en ella un viejo sentado con los brazos reposados sobre un bastón, a su lado una mujer de mediana edad parecía explicarle extendidamente el motivo por el cual lo dejaría solo por algunos minutos y al lado de la mujer una chica joven se estudiaba las uñas mientras esperaba a salir junto a su madre. Alan se apoyó en un árbol cercano hasta que al cabo de algunos minutos la mujer y la adolescente salieron de la casa y se alejaron, entonces entró y como si se tratara de un lugar público se sentó junto al viejo al tiempo que murmuró “Hola Manuel”…el viejo giró la cabeza con brusquedad pero sin dirigirle la vista, luego volteó hacia el frente y comenzó a gritar desaforadamente “¡¡Gloria, Gloria!!”. Alan le informo con desgano que su hija Gloria y su nieta ya se habían ido, el viejo volteó la cabeza con la vista perdida, “¿cómo haces para que nadie te vea venir?...eh?...vas a conseguir que me encierren en un siquiátrico… ¿es eso lo que quieres?”, Alan sonreía ante la estéril irritación del viejo a su lado, “tranquilízate Manuel, nadie te llevará a ningún siquiátrico, y si lo hacen, entonces te iré a visitar allá”, el abuelo refunfuñaba entre dientes, siempre que comentaba sus conversaciones con Alan, nadie le creía pues siempre había algún vecino que aseguraba que nadie le había visitado y luego infaltablemente le insinuaban que imaginaba cosas debido a su avanzada edad mezclada con la soledad voluntaria en la que vivía desde que murió su mujer y esto se sumaba a su ceguera, lo cual lo indignaba, pero discutir sobre la veracidad de lo que hablaba solo empeoraba las cosas, pues su hija se limitaba a adoptar una actitud condescendiente, lo que lo disgustaba aún más. Aquel hombre maduro tenía la extraña cualidad de no olvidar la presencia de Alan como el resto de las personas, quizá debido a que no podía verle, quizá un don o algo distinto en sus genes, cómo saberlo. Se conocían hace mucho tiempo, cuando Manuel era joven, aunque en ese entonces el contexto era muy diferente al de ahora, para Alan aquel viejo gruñón constituía la única alternativa de amistad y la valoraba como tal. “Te estás volviendo un viejo cascarrabias, Manuel, antes no eras así, eras mucho más divertido”, “¿Sí?, pues es gracias a ti…bueno, bueno, como sea…” el abuelo tomó repentinamente una actitud serena, casi grave, “…necesito hablar contigo, hay algo que quería pedirte...” Alan levantó una de sus cejas y lo miró intrigado, nunca el viejo necesitaba hablar con él, si no por el contrario, ni mucho menos pedirle algo, “pues tú dirás, te ayudaré en lo que pueda”, Manuel comenzó a hablar circunspectamente,  “Se trata de mi nieta, ella…no sé si lo sabes, murió hace poco”,  Alan desvió la vista hacia el nudoso ciruelo que le proporcionaba sombra en ese momento y luego a las hojas secas de este en el suelo del jardín, “Sí, lo sé, un trágico suceso, créeme que lo sentí mucho”, “Quiero saber cómo está ella”, el viejo le espetó de repente, Alan se quedó con una incrédula sonrisa en los labios, honestamente confundido sobre si su amigo le hablaba en serio, “¿Qué…?” fue todo lo que pudo articular, “Eso, quiero saber si ella está bien, si necesita algo. No te hagas el inocente conmigo, sé muy bien que entiendes de lo que hablo, lo que sucede es que ella... no se ha ido, ¿entiendes?, sigue en el departamento”, Alan tomó una bocanada de aire, visiblemente incómodo, “¿Y cómo se supone que yo voy a saber eso?, ¿Crees que es ir por ahí y solo preguntarle?”, “Alan, por favor, nos conocemos hace mucho, tú entiendes de esas cosas, tú te mueves en ese mundo, sé que puedes ayudarme. Si no lo haces pensaré que no quieres…”, Alan se masajeaba la cara contrariado, como quien sabe que se está metiendo en un lío gordo, “Está bien, haré lo que pueda, pero te advierto que no es mucho…por cierto hay algo que no sé, ¿cómo murió?”.

Luego de que Alan se retiró, el abuelo se quedó con una leve, muy leve sonrisa en el rostro por haber conseguido convencerle, pero pronto esa sonrisa se borró, cuando vino a su mente la escena en que encontró, hace mucho tiempo, a su amigo Alan muerto en su casa, luego de haberse descerrajado un tiro en la sien mientras sostenía en sus brazos el cuerpo sin vida de su pequeño hijo.


León Faras.

sábado, 20 de agosto de 2011

Épica Medieval.

perdón por la hoja de cuaderno...




Épica Medieval.



Mi caballo se muestra impaciente por servirte, su cansancio aminora ante su noble misión de enfrentarse a la inclemencia del aire y lo hosco del terreno. Su carrera disminuye al entrar a los tétricos bosques desnudos que custodian tu encierro, donde las ánimas alborotan a las luciérnagas para confundir a los viajeros, mientras las aves nocturnas guardan insano silencio a la espera de que la luna se desnude y les otorgue la redención, a aquellos que no verán un nuevo día. El vapor que emana del cuerpo de mi cabalgadura parece alimentar la neblina reptante que borra nuestras huellas, pero no el rastro de azufre que corroe nuestros pechos agitados.

Propicia y brusca detención por poco me defenestra, un abismo de fondo incognoscible corta nuestra ruta mas no nuestra voluntad, nos abrimos paso entre la multitud de agudas garras secas, yo con mi espada, él con su pecho hasta un claro donde la neblina se esparrama lentamente a las profundidades, como una cascada fantasmal...como el rasgado velo de una novia. Cruzo a pie el puente de piedra, que muestra vetustas cicatrices, cual víctima de batallas ajenas, advirtiéndome de los ingentes golpes que esperan a los que osan compartir su destino. La entrada luce expedita, desafiante, exigiendo sólo valor de parte de los visitantes. Un cadáver cuyo escudo y armadura fueron doblegados me da la bienvenida, como este hay más, son sus impotentes almas las que purgan en este lugar mientras su cometido permanezca inconcluso.

Roedores carroñeros buscan refugio, anticipando la batalla que vendrá, tal vez augurando una pronta comida, son los únicos que prosperan en este castillo desgarrado, conviviendo con la bestia, como los parásitos de un dios. Trato de minimizar mi respiración, sé que ya sabe de mi presencia, su sueño es liviano como los pensamientos de los hombres. Me aferro a mi escudo, mientras reacomodo la empuñadura de mi espada en mi mano, escudriñando mi alrededor. La altura de la bóveda me da una idea del tamaño de mi oponente.

Encomendándome a mis antepasados de armas y entregándote mi destino, hincho mis pulmones y provoco a la bestia con un grito, para que abandone su escondite desde donde se burla de mi atrevimiento. El rugido no se hace esperar, apenas logro girar para anteponer mi escudo a un chorro de fuego que encandila como un rayo y cuyo calor me obliga a rodar tras el refugio de una columna de roca destrozada, sus pasos estremecen un piso de roca sólida. Con desesperación me busca, ahora soy yo quien aguarda escondido, esperando el descuido, la ventaja que otorga la sorpresa. Llegado el momento subo a la piedra que me protege y de ella salto con mi espada recogida, clavándola en el costado del dragón con todo el peso de mi cuerpo, el baladro, más de frustración que de dolor, me ensordece, mientras un brusco movimiento me obliga a soltar mi espada, que queda adherida a su carne. Caigo al suelo, consiente de que cualquier contragolpe será letal, pero antes de incorporarme, un golpe de su cola me eleva por los aires, estrellándome contra una pared y poniendo a prueba mi armadura. Aturdido, sin aliento por el golpe y con el ardor del sudor en mis ojos, veo a la criatura prepararse para una nueva bocanada. Con las fuerzas que sólo la devoción otorga, hago rodar mi cuerpo una vez más, esquivando el ataque y poniéndome de pie, corro en busca de refugio nuevamente, con el consuelo de que la bestia pierde su objetivo cada vez que escupe fuego. Tirado en el piso tras unos escombros chamuscados lleno mis pulmones con desesperación una y otra vez, mi saliva se vuelve espesa y cuesta tragarla. Me doy cuenta de mi situación, ya no tengo arma, mientras el rugido del dragón retumba tanto dentro del castillo, como de mi cabeza. Tratando de aclarar mi mente, busco el cadáver más cercano, y me arrastro hasta él. La cantidad de destrucción me favorece, ocultándome. El cuerpo de un caballero desconocido ofrece su lanza de acero, aceptarla incluye abandonar mi escudo, pues necesitaré ambas manos para maniobrarla, sin tiempo para pensar, me deshago de mi adarga y abrazo mi nueva arma. Nuevamente pienso en ti al saber que apuesto al todo o nada, la lanza es letal, pero si fallo, no podré protegerme de un nuevo ataque.

Mi suerte esta echada, mi último ataque será frontal, con mi respiración ya serena espero el momento, el dragón me localiza con su olfato girándose hacia mi. Gritando tu nombre me lanzo hacia él con el agudo filo de mi arma delante. Al acercarme bajo su cuerpo inutilizo su arma de fuego, y en un intento de esquivarme se eleva en dos patas mientras le clavo mi lanza en el pecho al tiempo que cae sobre mi. Por muy poco me salvo de morir aplastado. Exhausto arranco mi espada de su costado y trastabillando se la entierro en el cuello, mientras caigo de rodillas, oyendo exhalar el último aliento al dragón.

Para cuando desperté nuevamente, viajaba cruzado como un bulto sobre mi caballo, el que tú conducías, llevándonos de regreso a casa.

León Faras.

jueves, 18 de agosto de 2011

La maldición de Lázaro. (2/3)

Rossana se abriga el cuello con la solapa de su abrigo antes de empezar a caminar, el aire está saturado de frías chispitas de agua errantes en la turbulenta atmósfera que le bombardean sin piedad sus pequeños trozos de piel desnuda, no lleva equipaje de ningún tipo, todo lo que lleva lo lleva encima. Camina hasta encontrarse frente a una puerta que se abre automáticamente ante su presencia, invitándola a pasar a un gran salón iluminado solo por luz artificial, tras un sobrio mesón, que perfectamente podría ser la barra de algún bar, unos guardias la invitan a vaciar sus bolsillos, y luego, a una pequeña cabina donde una mujer de uniforme cumple con la ingrata obligación de registrarla minuciosamente. Cumplido el trámite, la conducen a un cuarto provisto de una mesa y algunas sillas destinado a darle espacio a los reclusos para recibir a sus visitas. El primero en llegar es Pedro, nadie lo trae, la puerta de la celda se abre y una voz le indica que tiene visita, de ahí es su decisión si sigue el único camino que el sistema automatizado del edificio le deja disponible. Se saludan, se sientan, unos minutos después aparece Lucio, este viene esposado, siempre lo está. Luego de las triviales conversaciones iniciales Rossana comienza a hablar sobre su plan. La prisión tiene tanta confianza en su nivel de seguridad que solo son vigilados con una cámara pero nadie oye su conversación.

Hace algunos años un laboratorio desarrolló una droga efectiva y oral que calmaba casi cualquier dolor físico sin provocar adicción en los pacientes, a diferencia de las ya existentes, las investigaciones arrojaron que pequeñas dosis levemente modificadas, la convertían en un atractivo narcótico que producía inefables sensaciones de placer, la fórmula se filtró y se convirtió en una nueva droga ilegal de la cual la policía debía ocuparse, no pasó mucho tiempo antes de que alguien muriera por sobredosis, revelando que no se necesitaba mucho para que el narcótico fuese letal. Al cabo de un tiempo, un equipo de forenses hicieron un increíble descubrimiento, los cuerpos podían ser revividos si se les suministraba un antídoto antes de cuarenta y ocho horas, descubrimiento que fue tozudamente escondido debido a lo macabro que resultaba, pero no totalmente. Desde ese momento, el narcótico fue conocido como “la droga de la muerte reversible” o simplemente “Lázaro”, la cual a estas alturas, ya era sumamente popular en la clandestinidad. Rossana les rebeló que traía Lázaro oculto en los cubos huecos de las suelas de sus sencillas zapatillas, les explicó que conseguirlo había sido fácil, lo difícil y costoso había sido conseguir el antídoto y que el plan era sacarlos de ahí como cadáveres, ahora, para entregarles la droga, la mujer le recordó a Lucio el procedimiento que empleaban cuando este estuvo recluido en el hospital psiquiátrico, y ella le llevaba “medicamentos prohibidos” de la misma forma que ahora, el cual era simple, aprovechándose de que ambos calzaban el mismo número, intercambiaban de calzado por debajo de la mesa mientras simulaban una divertida conversación. Lucio aceptó de inmediato llevar a cabo el plan, pero para Pedro, el suicidio no estaba dentro de sus planes, y no le convencía el carácter reversible de la droga, finalmente persuadido por el hecho de que la libertad era una utopía remota y de que si no aceptaba, su vida se consumiría entre esas paredes, accedió. Entonces Lucio tomó la iniciativa para entregarle la dosis a su hermano, susurrándole que cuando llegara el momento tomara una de las zapatillas que Rossana traía y la escondiera entre sus ropas, Pedro no alcanzó a preguntar el cómo, cuando vio a su hermano que en un aparentemente ataque de locura saltaba por encima de la mesa abalanzándose encima de Rossana cayendo ambos al suelo en un forcejeo bastante real, Pedro cogió la zapatilla a su lado, la oculto entre sus ropas y luego se fue encima de su hermano para quitárselo de encima a la mujer, quien simulaba estar siendo brutalmente estrangulada, en ese momento varios guardias irrumpieron con bastones eléctricos dándole descargas a ambos hermanos hasta dejar a Lucio semiinconsciente y a Pedro bastante magullado, quien fue conducido de vuelta a su celda, mientras Rossana era llevada a la enfermería donde luego de un chequeo, pudo retirarse.

Esa noche Lucio, quien aún estaba algo aturdido, tirado en el suelo de su celda contemplaba con una sonrisa las seis cápsulas en su mano, quizá por la ansiedad o el nerviosismo, Sara también estaba allí, encuclillada en un rincón, en silencio y extrañamente serena. El plan era que debía parecer suicidio, por lo que el hombre se quitó los pantalones y ató un extremo al pequeño perchero atornillado a la pared, luego torció la prenda tanto como pudo y se la ató al cuello, se trago las píldoras de Lázaro, y dejó que el adormecimiento y la gravedad hicieran el resto. Por su parte Pedro, con mucho menos decisión que su hermano, prefirió rasgar una sábana y atarla a un pequeño barrote de la diminuta ventanilla de la puerta de su celda, luego, resistió tanto como pudo el desvanecimiento, pero inevitablemente también cayó hasta que su improvisada cuerda finalmente se tensó.


León Faras.

martes, 16 de agosto de 2011

La maldición de Lázaro. (1/3)

El tren eléctrico monorriel, absolutamente automatizado, contaba con una tecnología inversamente proporcional a su diseño, pues este recordaba nostálgicamente a las locomotoras del siglo XIX, aunque sin caldera ni chimenea, y sin ruedas por cierto, pero con todas las comodidades que la modernidad ofrece.

Aún no amanece y sus pasajeros casi en su totalidad duermen o asemejan hacerlo, uno de ellos en particular, una mujer joven de moderada belleza, a pesar de llevar los ojos cerrados y el cuerpo recostado en una cómoda butaca, hace rato que despertó, el cansancio que siente es impotente ante el repentino e irritante insomnio, la música en sus auriculares terminó por fastidiarla y para colmo, su presionada mente a falta de descanso trabaja sin cesar y en forma más automática que el mismísimo tren.

Un extenso silbido proveniente de la parte superior de su asiento, y que ella misma programó, la hace despertar con sobresalto cuando comenzaba a dormirse, este le anuncia que la estación en la que debe bajar está próxima, pronto se encenderán las luces y a continuación se abrirá la puerta y por fin habrá llegado a su destino, la Prisión Dédalo una de las cinco más modernas y seguras del país, cuyos residentes purgan condenas que rozan la perennidad. A dos de ellos ella viene a visitar, antiguos colegas a quien les debe el hecho de que ella no comparta su mismo destino.

El tren se detiene en un pequeño oasis de modernidad construido sobre un risco que se adentra apenas un poco más de medio kilómetro en un enorme y bello lago, esta península en miniatura, cubierta por completo de moderna urbanidad, alberga un único e imponente edificio, un cubo de concreto sin más ornamentos que una multitud de desproporcionadamente pequeñas y monótonas ventanas alineadas como un batallón de cúbicos soldados, por sus cuatro caras verticales. La mujer, llamada Rossana, se queda de pie, inmóvil, apenas baja de su trasporte, este, después de unos segundos, sella la solitaria puerta que estaba programada para abrirse en ese lugar e inicia su vertiginosa marcha, acelerando gradualmente. Para cuando el último vagón pasa por detrás de la mujer, el tren ya ha alcanzado su máxima velocidad.

Pero esta historia comienza varios años antes, cuando ella junto a los mellizos Pedro y Lucio Ballesteros deciden delinquir para terminar con la situación de apremiante miseria en la que el estado del país dejó a una importante porción de los habitantes. En un ambiente donde conseguir un arma era más fácil que conseguir comida, el plan de robar una oficina financiera se volvió inesperadamente viable, pero todo se complicó, debido a la enfermedad de Lucio, este, tenía un claro concepto de lo real, comprendía con claridad las cosas, incluso era bastante inteligente, pero padecía de la desequilibrante presencia de una alucinación llamada Sara. Sara era una chica que vivía en su barrio cuando eran adolescentes, era distinta en sus intereses, en sus gustos y en su forma de vestir por lo que era blanco de bromas y burlas, hasta que un día Sara se marchó, se mudó e hizo una nueva vida en otra parte donde seguramente se volvió profesional o se casó, pero la Sara adolescente, era la imagen que el cerebro de Lucio escogió para representar su propia versión de la realidad ante los ojos del esquizofrénico hombre y se le aparecía como una irascible y violenta muchacha que de tanto en tanto parecía desquitarse en nombre de la Sara real por los malos ratos que la hicieron pasar. Esta condición no era constante, pero solía ser realmente inoportuna, frecuentemente llamada por el deseo de que no apareciera.

El día del asalto, los dos hombres ingresaron armados y encapuchados a la oficina, reduciendo rápidamente al único guardia y obligando a las cajeras a hacer transferencias de dinero que Rossana recibía y se encargaba hábilmente de introducir en un laberinto electrónico de pistas falsas que hacían terriblemente engorroso el rastreo del dinero para quien desconocía los movimientos hechos. Sin embargo una alarma silenciosa hizo aparecer una multitud de policías en la calle frente al banco y a los mellizos no les quedó más remedio que encerrarse y tomar rehenes con la esperanza de negociar su salida del lugar, fue entonces cuando el miedo y la confusión hicieron aparecer a Sara en el lugar, gritando, insultando y remarcando la ineptitud de los novatos asaltantes, pero al ver que Lucio obstinadamente se esforzaba en ignorarla, la inexistente muchacha se acercó a los rehenes y parada junto a una joven mujer que inocentemente estaba distraída, sacó un tubo de hierro de quien sabe donde y con un furioso grito lo descargó en la cabeza de la rehén, destrozándosela y luego arremetiendo contra los demás de la misma forma, pero solo dentro de la mente enferma del esquizofrénico asaltante, el cual sudando, asustado y confundido abrió fuego contra su imaginaria acompañante, hiriendo a las personas que pretendía proteger de su iracunda alucinación. Luego de oír los disparos, la policía arremetió con violencia, obligando a Pedro a abrir fuego contra ellos para salvar con vida, algo que solo de milagro consiguieron aunque no completamente ilesos.

Después de meses en el hospital, los hombres fueron juzgados, negando en todo momento la ayuda de una tercera persona, a pesar de que era obvia para la policía, y condenados a cuarenta años de prisión en Dédalo, una cárcel moderna, de la cual nadie había huido jamás…hasta ahora.

El dinero nunca fue encontrado…


León Faras.

domingo, 14 de agosto de 2011

Amor ciego.

Amor ciego.


El aire me sabe a ti,
te respiro largo y profundo
reconociendo el aroma
de tu lápiz labial,
sabor de tus besos
que irrumpe en mi mente,
impacientando mi boca,
promoviendo el deseo.
Tu tibio aliento me allana
evidenciando tu presencia,
hasta chocar con el mio.
Cosquillas de cabellos
que rozan mi piel,
mientras levitas
por sobre mi cuello,
mi mano se lanza tras de ti,
capturando un extremo de tu blusa,
oigo tu sonrisa y no imagino
un sonido más bello.
Las yemas de mis dedos
ascienden por tu cuerpo
alternando entre algodón y piel
hasta llegar a tu boca,
una suave mordida,
un inesperado beso,
poco a poco te armo en mi mente,
coordenadas en susurros,
me apodero de tu blusa.
Deposito mi beso en tu hombro,
mi eterno punto de partida,
mis manos me dicen el resto,
las tuyas se enredan en mi pelo.
Cada vez es más fácil
encontrar trozos de piel,
construyendo una ansiedad
que acelera nuestros cuerpos.
No podrías imaginar
todos los aromas
que de ti guarda mi memoria,
no podrías entender
cómo percibo tu belleza.
Atento a tus señales
espero el momento...
No hay mejor lazarillo para mi
que tu corazón.


León Faras.

viernes, 12 de agosto de 2011

Del otro lado.

I. 


             Laura Moros se abraza las rodillas sobre la silla junto a la ventana que da vista a la inmensidad de la ciudad, completamente sola en el pequeño departamento ubicado en el tercer piso de uno de los muchos bloques que formaban aquella población, donde vivía junto a su madre y su hermana menor. Observa fijamente, con curiosidad y melancolía la vacía maseta que descansa sobre el consumido mueble de cocina frente suyo, bueno, vacía es solo un decir, pues está llena de tierra, pero sin su mimado filodendro, un arbusto que había estado desde que lo adquirió a punto de morir, y por el cual, ella se había esforzado en todas las formas posibles para evitarlo, había sido un regalo de la Gladis, su vecina, quien estaba cansada precisamente de la renuencia de la planta por mantenerse saludable. Ahora el desteñido recipiente de greda sólo contenía tierra seca y endurecida sin ningún rastro de su preciado vegetal.

Es madrugada. Su recientemente adquirida costumbre de presenciar la salida del sol todas las mañanas, algo absolutamente impensado hasta hace muy poco, no es algo que se haya propuesto. Madrugar es tan poco agradable para ella como para cualquiera, salvo algunas excepciones, aunque ella no conoce a nadie en particular que le cause placer levantarse tan temprano. Desde hace un tiempo, simplemente despierta, completamente lúcida como si hubiera dormido diez horas, justo antes del alba y esto es solo una diminuta porción de lo que su vida se ha alterado en los últimos días y en la forma más tajante e incomprensiblemente radical.

Con veintisiete años, Laura es una chica educada en colegios públicos, que trabajaba como vendedora en una tienda de ropa. Sostenía el hogar junto a su madre, Gloria Verdugo, peluquera desde su juventud. Su padre murió en forma instantánea tras dormirse al volante y colisionar violentamente su auto contra un árbol, su hermana Lucía tenía seis años en ese momento, ella diez años más.

El primer día de esta crónica alucinación se despertó estando el cuarto aún a oscuras, el silencio que la acompaña desde entonces era desconcertante y abrumador, tan intenso que lo percibió al momento, no sentía deseos de seguir durmiendo en absoluto, pese a que la noche anterior tenía planes de salir junto a su poco más que amigo, “el Tavo” Gustavo Fuentes, con quien tenía una relación que estaba en perpetuo proceso de convertirse en compromiso, faltándole siempre entusiasmo a ella por las actividades de su proyecto de novio y motivación a él para construir una relación donde ella estuviera más integrada y cómoda. Se incorporó, no había bostezos, ni deseos de estirarse hasta oír crujir su columna o de restregarse los ojos salvajemente hasta dejarlos medio adoloridos, nada de eso. Tampoco sentía nada de frío, la principal motivación para volverse a enrollar en las tapas de su cama por cinco minutos más, que siempre terminaban siendo diez o quince y con la natural consecuencia de tener que volar para no llegar atrasada al trabajo. La lucidez que sentía y la comodidad ambiental la animaron a levantarse de la cama, automáticamente, pues no era necesario, cogió su chaleca gruesa de lana café con botones desproporcionadamente enormes y se la puso, cruzándola por el frente y sujetándola con los brazos igualmente cruzados, calzó sus graciosas pantuflas y empezó a arrastrarlas a cada paso por su cuarto, siempre caminaba levemente curvada hacia delante, como una anciana, una pésima costumbre que solía reconocer pero que detestaba cuando se la corregían. La omnipresente calma la llevó hacia la ventana de su cuarto, media abierta como era su costumbre en esas cálidas noches, la cortina caía estática, el aire no se movía. Tenía la absurda sospecha de que iba a hallar la ciudad destruida, con escombros por todos lados, columnas de espeso humo negro ascendiendo hacia cielos convulsionados, consecuencia de las películas que el Tavo la convencía de ver bajo el monótono argumento de que eran “muy buenas”, conclusión que sacaba según la cantidad de efectos especiales que tenía la producción en cuestión, pero nada de eso, la ciudad estaba en perfecto estado y absoluta calma, de hecho no había ni un rastro de vida, ni siquiera el lejano murmullo de algún vehículo que jamás faltaban, nunca, o algún despertador cercano que a esa hora siempre comenzaban a sonar con irritante insistencia, o el despreciable y obseso perro del vecino de enfrente que constantemente ladraba a cualquier cosa que se moviera, y a algunas que no. No estaba sorda, oía perfectamente sus reptantes pasos, incluso el sutil roce de su pijama.

 Sus estilizadas y separadas cejas se acercaron una a la otra con exagerada energía y sus párpados inferiores se alzaron levemente en un gesto de curiosidad, sus labios se apretaron, se giró sobre si misma y su vista cayó al suelo de su cuarto con la necesidad mental de rumiar las posibles causas de tanta tranquilidad, ¿acaso era día feriado?, no, ni aún así, por último oiría el alboroto de pájaros que se reunía todas las mañanas en los árboles cercanos. Una visión inspirada en su cerebro cortó en seco sus reflexiones y relajó los músculos de su cara, como una inesperada epifanía que le hacía de pronto ver lo obvio, se volteó con rapidez hacia la ventana con los ojos desmesuradamente abiertos, su menuda mandíbula se dejo llevar por la gravedad separando sus finos labios levemente. El gigantesco, nudoso y vetusto plátano oriental que la había torturado por años, todas las primaveras cuando las ansias de reproducción del árbol le provocaban una detestable e insoportable alergia y que estaba en la acera de enfrente, no estaba allí; ¿acaso el municipio lo había retirado para que dejara de promover la producción indiscriminada de lágrimas y moco en los vecinos cada año? Que estupidez, era imposible retirar una estructura como esa, no sin un alboroto que hubiera perturbado a la mitad de América Latina. Laura siempre ha sido asidua a las hipérboles. En ese momento su interés se desvió un par de grados a la izquierda, un poderoso rayo del recientemente aparecido sol en un cielo completamente despejado se estrelló contra su rostro, ella solo notó el aumento de luminosidad y volteó hacia él la vista, intrigada, mirando fijamente la flemática y progresiva ascensión del astro sin que la intensa luz de este pudiera siquiera molestar sus ojos. El cuarto, pobremente iluminado por el trozo de luna, reinante hasta ese momento, se inundó paulatinamente de diáfana claridad.

            La situación se ponía cada vez más absurda, más rara. Con la luz del nuevo día, estudió todo lo que alcanzaba a ver del barrio desde su ventana, sin lograr divisar ni una sola señal de vida. Asumiendo que sus ojos no obtenían resultados, Laura centró toda su atención en lo que podían captar sus oídos, pero el silencio era desesperante, ¿cómo era posible que no se oyera ni siquiera un mísero pájaro?, el maldito tráfico que otras veces la volvía histérica, ahora era increíblemente ausente, en ese momento deseaba por lo menos oír el escándalo que armaban algunos de sus vecinos cuando discutían entre si, pero nada, ni siquiera el llanto de ese niño del piso superior que cuando quería, espantaba al mismísimo diablo. Laura se volvió pensativa, buscando en alguna parte de su memoria la razón de por qué el árbol no estaba, no podía olvidar algo así, usaba sus uñas muy cortas por lo que solo le quedaba morderse nerviosamente el cuero de sus dedos que lograba agarrar con la punta de sus dientes, se dirigió a la puerta de su habitación, tomó la manilla pero se detuvo, esperaba oír a su madre, ella era la primera en levantarse y siempre la oía haciendo esfuerzos por sacar a su hermana de la cama, pero fue inútil, la total ausencia de sonido seguía imperturbable.

            Apretó con su mano la manilla de la puerta de su habitación y comenzó a girarla, podía oír perfectamente como el mecanismo del cerrojo trabajaba al ser accionado por ella, comprendió que los únicos sonidos que oía eran los que ella misma producía, no sentía miedo, talvez ansiedad o expectación. El pasador liberó la puerta y esta pudo abrirse, pero Laura se había quedado inmóvil sosteniéndola, con la vista fija en la nada, pero con toda su atención en una idea recientemente anidada en su mente, “…y si todo esto era un sueño…” nunca antes había tenido consciencia de estar soñando, ¿cómo saberlo?, talvez si hubiera algo que desobedeciera a la lógica, algo aparte del aplastante silencio, pero todo le parecía normal, real, incluso cotidiano, talvez así eran las partes de los sueños que uno no puede recordar, talvez todas las noches pasaba por esto y luego, al despertar olvidaba este tránsito obligado de su mente antes de la vigilia, esta idea la tranquilizó momentáneamente, o mejor dicho moderadamente, lo suficiente para decidirse por fin a abrir la puerta de su cuarto y explorar el resto de su propia casa. La multifuncional habitación de su departamento que era a la vez, living, comedor y cocina, estaba tal y como debía, nada faltaba o sobraba en la escena, solamente que aún estaba en penumbras, no solo porque las cortinas estaban cerradas, sino también porque el sol salía por la parte trasera del lugar, la de los dormitorios. Aunque la escasa luminosidad era suficiente como para caminar sin tropezarse, Laura estiró su mano hasta el interruptor. Luego de encender y apagar varias veces, se resignó a que no funcionaba la luz eléctrica de su casa, bueno, pensó, no era tan terrible, dirigió sus pasos a la ventana situada al lado de la puerta de entrada y se asomó por ella corriendo levemente la cortina, lo que vio le resultó verdaderamente agradable, tanto como para esbozar una apenas perceptible sonrisa, por lo menos dos o tres departamentos del bloque de enfrente, tenían encendidas las luces, una muestra de normalidad en medio del día más raro de su vida, para encender una luz se necesita de un dedo que presione el interruptor y los dedos no andan solos por ahí, concluyó, era una prueba inequívoca de que no estaba tan sola como su imaginación le pretendía hacer creer. Con un ánimo renovado y más optimista se dirigió a la puerta de la habitación contigua a la suya, a la de su hermana, un cuarto creado quitando un trozo de espacio al dormitorio principal y otro al secundario, pues el departamento sólo contaba con dos dormitorios, y Lucía exigió privacidad desde muy pequeña, resultando tres cuartos de idénticas proporciones. La puerta estaba levemente abierta, por lo que solo necesitó una leve presión de sus dedos para abrirla, lo normal era que si su hermana estaba en el interior la puerta estaría cerrada de lo contrario probablemente estaría vacía. Se asomó con timidez, como si pretendiera no molestar, la luz de la mañana se filtraba a través de las cortinas aún cerradas, Laura suspiró, en la habitación no había nadie, pero no todo estaba perdido, la cama estaba deshecha, se acercó a esta y se acuclillo a su lado, las sábanas arrugadas, la almohada torcida, frazadas recogidas, no había duda de que había sido usada, pero al pasar sus manos por encima, no percibió calor, la natural huella que el cuerpo deja pegada a la ropa. Laura estudió un poco la situación, el pijama tampoco estaba, su hermana se había levantado hace algún rato, aún usando la ropa con que durmió. Se puso de pie y miró a su alrededor, hurgueteó los cajones, sólo superficialmente ya que su hermana al igual que ella detestaba que le registraran sus cosas, todo parecía estar ahí, ropa, algunas revistas, peluches, útiles del colegio, la habitación parecía normal, todo se veía tal como debía, el siguiente paso, pensó, era el cuarto de su madre que se encontraba a continuación del de su hermana, allí se dirigió. La puerta estaba cerrada, giró la manilla procurando hacer el menor ruido posible, la pieza estaba en penumbras, la luz del sol luchaba por atravesar las densas y oscuras cortinas pero con poco éxito, se quedó inmóvil contemplando la cama desde el umbral, esta estaba intacta aunque el cubrecama estaba algo arrugado, como si alguien se hubiera tendido encima. La normalidad de todo y la absoluta tranquilidad ya se tornaban desesperantes, Laura suspiró, elevó las cejas mientras estudiaba su entorno solo con los ojos, luego se restregó la cara bruscamente con ambas manos en un gesto de nerviosismo y se volvió a su cuarto, ¿dónde podrían haber ido sin que ella se enterara?, no era común que alguna de las miembros de esa familia hiciera algo, sin que el asunto no se hubiera conversado antes, la comunicación entre ellas era tan estrecha que el hecho de no saber donde estaban le preocupaba demasiado, tanto que ya sentía ansiedad, y mientras más estaba en ese lugar más se angustiaba, por lo que decidió salir a la calle, pero más con la intención de tranquilizar su mente que la de encontrar a su familia, aunque sí mantenía una vaga esperanza de que así fuera. Una vez en su pieza se quitó el pijama y se puso su falda cuadrillé, una polera manga larga y encima la chaleca café que se había puesto al levantarse, luego se dirigió a la puerta de su departamento mientras se arreglaba su pelo liso sin la ayuda de un espejo, asegurándose que estuviera medianamente presentable, a Laura no le agradaba tomarse el cabello. Retiró el seguro y la abrió decidida pero cuando salía se detuvo, con el ceño fruncido retrocedió un par de pasos y dirigió su mirada hacia la parte de la habitación donde funcionaba la cocina, más específicamente, al masetero sobre el gastado mueble que alguna vez fue blanco, recién en ese momento cayó en la cuenta que su filodendro no estaba. Dejó la puerta abierta, y se dirigió caminando lentamente hacia donde debía estar su planta, con la vista fija en la maseta y pestañando con incredulidad, solo encontró un recipiente lleno de tierra estéril, sin ningún rastro de que alguna vez haya existido una planta allí, por un minuto dudó de que la maseta fuera la correcta, pero no, era la vasija de su planta sin su planta. Luego su vista vagó por la habitación sin posarse en ningún lugar específico, sólo dándole tiempo suficiente al cerebro para que encontrara la cada vez más escurridiza lógica a las situaciones que se le presentaban a cada momento, pero su órgano razonador parecía encogerse de hombros y negar con la cabeza dentro de su óseo aposento, finalmente sacudió la cabeza pretendiendo despejarla de tantas cavilaciones, dio media vuelta y se dirigió rápidamente a la salida con la vista en el suelo, contentándose con la única idea que su confundida mente le ofrecía en ese momento, que todo aquello tenía que ser un sueño o una alucinación, o ambas, pero las circunstancias se negaban a darle un respiro, a dos pasos de la puerta levantó la mirada, decidida a salir del departamento, pero debió detenerse, la puerta estaba cerrada, con seguro y todo, hacia dos minutos que la había abierto, estaba segura de eso, pero ahí estaba el pestillo, imperturbable, incapaz de explicarle lo que sucedía… y cerrado. A Laura se le pasó por la mente la idea de que alguien lo había hecho, claro, aunque no había ni una brisa, lo podía comprobar por las cortinas, la puerta podía cerrarse con el viento, pero de ahí a trancarse con el seguro nuevamente, eso no lo hacía el viento, además, el pestillo sólo se ponía por dentro, a menos que tuvieras una llave, ¡las llaves!, recordó de pronto llevándose una mano a su frente, si pensaba salir era mejor que llevara llaves, siempre las olvidaba por lo que debía recurrir al timbre, pero ahora, no confiaba en que le abrirían la puerta si usaba el timbre, así que volvió a su cuarto estudiando su alrededor a cada paso, con la cada vez más persistente idea de que no estaba sola, si todo esto era una broma alguien la iba a pagar muy cara, aunque después debería felicitarlo porque era evidente que se había esmerado. Laura cogió sus llaves del velador y se las guardó en el bolsillo de su chaleca, volvió a la salida y sacó el pestillo, este destrabó la puerta como debía, la manilla giró y la puerta se abrió tal y como lo hizo la primera vez, luego esperó, talvez volvía a cerrarse delante de sus ojos, pero nada, curiosa, volvió a cerrarla y a abrirla nuevamente…nada, salió al balcón de su departamento y se volteó para cerrar, todo funcionaba como debía, desde ahí observó el área de esparcimiento ubicada al centro de aquella conglomeración de bloques habitacionales, nuevamente la boca se la abrió involuntariamente y los ojos se le empequeñecieron, esto definitivamente no podía ser una broma, estaba claro que el lugar no era un área verde propiamente tal, pero los pocos arbolitos que, con trabajo y esmero y la ayuda de los pocos vecinos interesados en protegerlos de los constantes maltratos, sobrevivían allí, tampoco estaban, ni uno solo, el único vestigio de ellos eran las innumerables hojas secas esparcidas por todas partes, estáticas como el aire de esa mañana. Laura pasó de la confusión a la frustración y de ahí al enojo, algo muy raro estaba pasando y sospechaba que muy pronto iba a averiguar qué, por lo que siguió su plan y se dirigió a las escaleras decidida a bajar, y eso hizo, sin echarle ni un vistazo a la aglomeración de plantas que las mujeres de esa casa conservaban en el balcón justo al lado de la puerta, y que ahora no eran más que un montón de masetas llenas de nada más que tierra seca.


León Faras.


jueves, 11 de agosto de 2011

Gotas de Sangre.

Por mi ventana miro la luna
Solo hay tinieblas a mí alrededor
La colcha arrugada color escarlata
El fondo perfecto para el amor

Perdida en tu sueño no sientes dolor
Aunque apenas un rato has saciado mi hambre
Tu pomposo vestido de encaje blanco
Luce en tu busto unas gotas de sangre

Enciendo a tu lado una suave lumbre
Admiro en silencio tu rostro angelical.
Insististe tanto en venir a buscarme
Me pregunto si algún día me podrás perdonar

Te dije que nunca podría cambiar
De mi condición estabas informada
Ahora ya no hay para ti marcha atrás
Al igual que yo serás marginada

Serás para siempre, mi dulce amada
Una sombra más en la oscuridad
Una noble dama que mora de noche
Pues ese es el precio de la eternidad

Tú representas amor y piedad
Incompatibles con este oficio
Mi alma dura se moja de llanto
Pues te he contagiado de mi maleficio

Cuando despiertes un nuevo vicio
Te inmovilizará con ataduras de alambre
Y tras tus pasos siempre dejarás
Una estela formada por gotas de sangre.


León Faras.

lunes, 8 de agosto de 2011

Distante.

Distante.


Con pasos cortos y premura
transitas sin sostener miradas
que se prenden de tus ojos
como el rocío en las hojas.
Tu grácil anatomía,
aparenta un corazón frío
un camino escabroso hasta ti,
un abismo a tu alrededor.
Sin embargo estoy seguro
que podrías darle una cátedra
a aquellos que creen saber amar.
Imagino tu miedo, pues sabes
que el corazón es como un globo
que mientras más grande
es más fácil de destruir.
Cuantas batallas has perdido
y cuantas cicatrices has ganado
que ahora eres guerrera temible
de infranqueable paso.
Mis caminos solo me alejan más
así como nuestros prejuicios,
si ni siquiera te conozco
y ya te estoy dando por perdida.
Maldita condición humana
de poner lo que creemos
por sobre de lo que sentimos.
Si mi caballo está cansado para seguirte
y mi armadura gastada para hablarte,
entonces qué me queda...
un germen de amor, una promesa
tan lejana que apenas se ve.
Quién sabe si algún día
aceptemos tanta diferencia
quien sabe si algún día
leas esto que escribí.


León Faras.

viernes, 5 de agosto de 2011

Disidente.

 Los monos los hice yo.



Disidente.


La turba ha sido liberada
La estampida solo tiene un fin
Para todos, una misma llegada
Para todos, pero no para mí

Todos conocemos la recompensa
Todos entendemos su inmensidad
Pero más fuerte es mi independencia
Mi objetivo difiere al de los demás

Por algún motivo puedo elegir
Decidir basándome en mi razón
Yo no quiero en tu óvulo morir
Yo quiero vivir en tu corazón

Para no ser arrollado por la manada
A la pared me apego asustado
Entre las células, una fina pasada
Un poco más y lo habré logrado

El mar en que nado ha cambiado
Su color ya no es nada igual
De pronto todo es colorado
Ya no es necesario nadar

Le pregunto a un glóbulo rojo
¿Hacia donde va este caudal?
El sujeto me mira perplejo
Y sin motivo comienza a gritar

Una patrulla de glóbulos blancos
De la nada llega al lugar
Su presencia me provoca espanto
Desesperado comienzo a nadar

Por muy poco casi me atrapan
Sin darme cuenta me he estrellado
Mis perseguidores de largo pasan
Tu colesterol me ha salvado

En sentido contrario reanudo mi camino
Nadando cual si fuera un salmón
Tantas rutas distintas me han confundido
De pronto he llegado hasta tu riñón

Al torrente sanguíneo debo volver
Pero no quiero ser atrapado
Con mi ingenio lo he de resolver
De una plaqueta me he disfrazado

De otra plaqueta me hago amigo
Mis dudas despeja con su razón
“Todas tenemos el mismo destino
Siempre llegamos al corazón”

Mucho ha pasado desde el principio
Tu latido se oye cada vez más fuerte
Ya casi concluye este periplo
Sin duda he logrado cambiar mi suerte.

Todo es perfecto en tu corazón
El calor es mejor que en otro lugar
Aquí es donde nace todo tu amor
Ya nunca más volveré a nadar.

un espermio.



León Faras.

Lágrimas de Rimos. Primera Parte.

          Rimos y Cízarin.

I.        


          La carreta se desplaza más lenta que de costumbre, el peso de la carga es poco menos que el habitual, pues, es el último viaje del día y es cuesta arriba.  El único animal encargado de tirar, se mueve abnegado y sin azote. La rutina domestica más eficientemente que cualquier otro método, incluso a los más sediciosos, convirtiéndolos en un engranaje, que gira en el mismo lugar y sentido. La pendiente desaparece paulatinamente. En el suelo comienzan a aparecer  adoquines, tímidamente primero y luego se regularizan, formando un camino civilizadamente transitable, como si el encargado de ponerlos se hubiera ido desmotivando gradualmente a medida que se alejaba de la ciudad, hasta finalmente abandonar la tarea. Como sea, es señal de que falta poco, nos acercamos a Rimos.

            El bucólico vehículo de dos ruedas, en su parte frontal tiene un cómodo asiento confeccionado a base de una gran cantidad de trozos de piel, pensado para alguien que pasa mucho tiempo sobre él, encima de este, un alerón a base de tejas de greda que se extiende casi hasta el final, eficiente protector contra el sol y la lluvia, tanto para conductor como carga, los costados  son irregulares cortinas de cuero que se recogen cuando es necesario, atándose a una firme, aunque burda celosía. La parte posterior, abierta por completo, alberga una especie de nido de barro de tamaño regular, como si perteneciera a una enorme ave, destinado a encender fuego, a veces para cocinar, a veces solo para pasar el frío.

El ancho sombrero fabricado con fibras vegetales del conductor, así como la holgada ropa que usa, delatan su condición humilde, usa una gruesa manta enrollada al cuello que le cubre los hombros, parte de los brazos y de la espalda para protegerse del viento y el frío. Mientras avanza gira la vista a la derecha, al Este, a lo lejos puede divisar el otero de donde partió rodeado de las vastas y fértiles llanuras de Cízarin, más allá las, a esta hora, opacas aguas del enorme río Jazza que reparte vida generosa e indistintamente a su paso. Mucho más cerca, aunque a una considerable distancia, a los pies de los cerros que ahora sube, el imponente bosque de Rimos revela su real tamaño, el bosque cuyo corazón está muerto, sí, una significativa porción de este, la más próxima al cerro, está misteriosamente seca, hasta las mismas raíces. Las explicaciones para este fenómeno son tan supersticiosas como paganas.

            Los enhiestos y cilíndricos pilares de roca que marcan la entrada a Rimos, ya se distinguen a lo lejos. Uno de ellos está completo debe tener la altura de tres hombres, el otro es solo un poco más pequeño, pues su cúspide está destruida. El de la Izquierda, el completo, está casi en su totalidad fusionado al cerro que se extiende rodeando a Rimos y formando parte de este, hasta finalmente mezclarse con sus hermanas mayores, lejanas e inalcanzables montañas, imponentes y amenazantes como antiguos dioses, indiferentes e inmisericordes. El más pequeño, se encuentra al borde de una pendiente casi vertical de terreno desprendido. El camino de adoquines pasa por el medio de ambos, al igual que el destino del hombre, que pasa entre las decisiones que conducen a la grandeza y las que te acercan al abismo.   

            El foráneo vehículo se acerca. Desde la base de una de las vetustas columnas hechas de angulosas rocas blancas es observado por un hombre igualmente añoso. Este sabe que la carreta trae grano, también sabe que el hombre que conduce es Dan Rivel y que el trabajo de este, consiste en trasladar lo que le pidan, donde se lo pidan. Viene a Rimos con frecuencia, aquí casi no hay agricultura, y estos productos son muy solicitados. También el licor. El hombre maduro yace sentado en un poyo de madera, pulido, lustrado y prácticamente semi-esculpido por un inmemorial uso. Una de sus piernas, la izquierda, la mantiene estirada, la otra, es de la rótula hacia abajo una prótesis del mismo material que su sentadero.

 Es el comienzo del atardecer y las nubes, bajas, grises, espesas, se aposentan, pesadas, sobre las partes más altas de Rimos, extendiéndose sobre él, formando una bóveda, un techo que parece estar sostenido por larguísimas y raquíticas pero abundantes columnas de denso humo gris claro que ascienden desde innumerables puntos del poblado, como inestables puntales encargados de sostener tal colosal estructura. La ausencia de la más mínima brisa acentúa aquel efecto. 

Dan Rivel  ya casi llega, él también conoce a aquel hombre de la pierna de madera, lo ve casi siempre que viene a Rimos, siempre con un aspecto jovial, vital, a pesar del ya poco cabello cano y de la incómoda mutilación que luce con aparentemente satisfecha resignación. Al respecto, a Dan siempre le a llamado la atención la prótesis que usa, o mejor dicho, las varas de madera, paralelas, como de un dedo más o menos de grosor, que recorren verticalmente el miembro artificial por el frente y el costado externo, sin lograr imaginar qué función pueden cumplir. Tal vez simples ornamentos, aunque no es un asunto que le interese demasiado.

            Este pueblo de mineros, herreros y forjadores tiene cierto encanto, indubitablemente no se compara con Cízarin, su tierra natal, pero hay cosas, paisajes, situaciones que construyen una geografía singular, una serie de condiciones inexistentes en otro lugar. Luego de hacer un ademán al viejo, Dan conduce su vehículo por el camino empedrado, el cual, rápidamente comienza a estrecharse, un pequeño centro de guardia lo espera en la entrada, cuatro soldados coterráneos suyos armados con la emblemática espada Pétalo de Laira, llamada así porque la hoja de esta arma reproduce fielmente la forma de los pétalos de esta característica y bella flor, muy abundante en los prados de Cízarin, chequean constantemente todo lo que entra y sale por aquel ingreso, aquellos hombres lucen una armaduras de suela, lustrosa y finamente labrada, más cómoda y elegante que la usada en las conflagraciones, uno de ellos, el de más alto rango, detiene el carro para un rápido chequeo, mientras otro inspecciona displicentemente la carga, este le hace un gesto a su jefe, quien con indiferencia autoriza el ingreso del rústico vehículo.

Los talleres de los forjadores y herreros se acopian a ambos lados, monótonas cajas de madera, piedra y barro, con fraguas perpetuamente encendidas en sus barrigas, y hombres perennemente atareados. Aquí y allá suenan estridentes golpes de metal contra metal, encargados de dar la forma deseada al material que llega de los hornos; carcajadas de hombres robustos y desenfadados, protegidos con delantales de cuero, que no se molestan en detener su labor para socializar; el repiqueteo de agudos cinceles que, a fuerza de golpecitos secos y perseverantes labran el duro metal y lo ornamentan con el motivo que caracteriza esta tierra, las nudosas enredaderas con espinas, armas y armaduras llevan complicados diseños con orgullo, representando la defensa por sobre el ataque y la testarudez de la vida ante lo adverso.

Cada cierta cantidad de talleres, aparecen angostos callejones que conducen a más talleres, aún más amontonados unos con otros, que terminan apretujados contra el cerro. Algunas de estas callejuelas al estrellarse contra el cerro se convierten en escaleras de madera estacadas a las paredes que recorren con habilidad la superficie casi vertical, ahí mutan a caminos de tierra o puentes de piedra, donde viven y trabajan más personas. Túneles y canteras ya desocupadas, son usadas como terreno para construir sus casas y habitaciones por los mismos trabajadores que las abrieron y sus familias, de hecho, el grueso de la población vive de esta manera, principalmente en viviendas de piedra y madera, algunas de ellas semi sepultadas, que parecen emerger de la tierra como víctimas de un alubión. Esta, otrora yerma tierra, está domesticada como quien domestica un animal salvaje y huraño, a fuerza de andamios, puentes, escaleras y pasadizos, convirtiéndolo en un lugar artificialmente habitable, como una fiera con camisa de fuerza que, imprudentemente, pretendes tener de mascota. La notable densidad poblacional de esta región, complica el avance de cualquier vehiculo, por esto, Dan prefiere el atardecer para visitar esta urbe. Se mueve lento pero sin interrupciones, a excepción, quizá, de un perro viejo que intenta mantener su reposo a pesar de que un colega, más pequeño y enérgico, lo atormenta incesantemente mordiendo orejas, nariz y cola en busca de diversión. Como si fuera una tarea embarazosa pero obligada, el viejo se levanta y se mueve sin prisa, casi contrariado, para darle el paso al vehiculo que se aproxima, dejándose caer, después de un par de vueltas sobre si mismo, un par de metros más allá, a la entrada de un taller. El pequeño hiperactivo, luego de ver pasar el vehículo con infinita humildad, vuelve a su incondicional tarea de poner a prueba la paciencia de su tolerante compañero.

Aunque escasos, es posible toparse con algunos comercios dispuestos a no seguir la industria reinante; molineros, alfareros, comerciantes, incluso pastores, aparecen como raras especies en una fauna demasiado definida.

            El camino empedrado continúa casi recto, la carreta debe desviarse, toma una curva, esta vez de tierra, pero en cuanto a la calidad, no tiene nada que envidiarle al anterior, baja por una pequeña loma y se encamina hacia un sector más residencial que fabril. La sensación de estar en un hoyo o en el fondo de un cráter, aquí se acentúa, incontenibles y afiladas paredes por todas partes limitan el cielo, confinan al sol y estrangulan la serenidad de los individuos acostumbrados a  las extensas llanuras.

Las viviendas se aglomeran, incluso se descuelgan unas de otras, hay algunas donde, a simple vista, es imposible imaginar cómo sus moradores llegan hasta ella, y es que algunos de ellos deben atravesar una, dos o hasta tres casas para llegar a la suya, por lo general de parientes cercanos. Para cualquier visitante siempre resulta preocupante ver como los niños juegan a varios metros del suelo, en empinadas escaleras o endebles plataformas ante la insólita indiferencia de sus mayores, a pesar de esto los accidentes no son frecuentes, los niños desarrollan rápidamente fuerza y agilidad, después de todo, este es el ambiente en que nacieron.

Una de las cosas más llamativas de este lugar es una formidable roca que divide una de las caras más pobladas del cerro en dos, no es la única, como esta hay muchas, pero lo que la diferencia del resto, es que los trabajos a su alrededor han ido paulatinamente despojándola del cerro que la cubría, y que en definitiva la sostiene, dejando al descubierto un amenazante e inmutable coloso de piedra. Las excavaciones a su alrededor fueron prohibidas, puesto que ahora es imposible saber cuanto de la erguida roca está aún adherida al cerro, o hasta que punto este pueda contenerla, el más mínimo ronquido de los dioses de la tierra podría desprenderla, lo cual sería funesto, la inmensa cantidad de personas que han hecho su vida en su contorno, arriesgada o ingenuamente, haría que, sin importar hacia donde cayera, la destrucción que causaría sería simplemente ingente. A pesar de todo, a la gente en cuestión parece no preocuparle demasiado, las cosas suceden como las disponen las eternas divinidades y no hay mucho que uno pueda hacer al respecto, con este punto de vista la vida sigue normal, incluso se ha construido un hermoso mirador en la cima de la inquietante piedra, rodeado de un muro de la misma roca y cubierto por un toldo firmemente anclado, Dan no ha ido nunca allí, pero dicen que la vista desde los hombros del coloso es sencillamente sobrecogedora.

Algunos metros más adelante, luego de pasar rodeando la gran roca, el camino se apega al cerro para poder continuar, una profunda cañada desciende por allí llevando agua en forma permanente. El sendero, peligroso e inevitable, la rodea hasta su parte más angosta donde la salta mediante un rudimentario pero firme puente de madera, para luego continuar hasta internarse en otro centro urbano más pequeño pero igualmente poblado. Desde aquí, se puede ver parte del camino de adoquines al otro lado de la profunda cicatriz que divide Rimos, dirigiéndose directamente hacia esta, donde es substituido por un espectacular puente de oscura piedra, sostenido por una perfectamente rectangular columna, justo en su centro, que desciende hasta el fondo de la quebrada, obligando a las poco caudalosas aguas a dividirse para poder seguir su curso. Su superficie, llana y sin pretil, es suficientemente ancha como para dos carruajes, y al final de este, el Palacio de Rimos, recortado contra el vacío que representa un cielo sin límites. Poco menos que un castillo, esculpido en la roca de una de las caras aisladas de las alturas que rodean el poblado, esta construcción da la fascinante impresión de una admirable obra arquitectónica que está por fin viendo la luz, después de haber nacido en las entrañas de la tierra. Simplemente, sería difícil adivinar si lo están esculpiendo o exhumando. Parte de su flanco aún no está trabajado, al verlo, es inevitable no tener la sensación de estar en frente de alguien con parte de su rostro desfigurado.

Tiene un poderoso muro ovalado en forma de media luna ligeramente inclinado hacia adentro, reforzado con magníficas y rectangulares columnas que nacen dentro de los muros, ascienden con una leve curva atravesando las murallas y terminando erguidas, fuera y por encima de estas en afiladas pasarelas que se cortan abruptamente en el vacío. Viéndolo de afuera, no está bien definido donde nace, debido a que desciende sin interrupciones hasta el fondo de la cañada, el único acceso se encuentra en uno de sus extremos, a un costado del formidable palacio hacia donde se dirige un ancho corredor, encargado de remplazar al puente de piedra. Al traspasar las murallas, se ingresa a un amplio patio interior finamente pulido, donde solo se pueden encontrar algunos puestos de guardia y más al extremo algunas caballerizas. La pared frontal del palacio es plana, con numerosas ventanillas más largas que anchas, que iluminan el interior. Dos columnas rectangulares ascienden hasta la cúspide, una a cada lado. La entrada, es un sencillo portón rectangular que se encuentra a un costado, justo antes de que la singular estructura se incruste en el cerro. La construcción entera muestra austeridad e incuria, donde predominan líneas rectas y ausencia  total de ornamentos, como la esencia de estos hombres, eminentemente prácticos. Entre el muro exterior y el palacio, hay una pared angosta y alta con habitaciones a las cuales se llega mediante estrechas escalerillas que se adentran en el cerro. Al ingresar al palacio se encuentra con un gran salón perfectamente anular, con una congregación de vigorosas columnas que describen un círculo interior, al borde de una depresión de la misma forma, un par de peldaños más baja, al centro de esta, una burda roca rectangular, pulida y hábilmente trabajada solamente en su superficie, es el único mobiliario a simple vista. A ambos lados del ingreso, y mirando hacia adentro nacen dos escalas, que, luego de dar un rodeo sobre si mismas, se adhieren a la pared escalándola hasta un amplio balcón sostenido por una multitud de columnas más pequeñas, que recorre el salón en toda su circunferencia, mediante el cual, se accede a habitaciones superiores.

Aquí vive el Señor de Rimos, Ovardo Hidaza, hijo de un rey cuya insolencia contra el vecino Cízarin le costo, hace muchos años, la potestad a su descendencia y el auténtico derecho de expansión. Rimos se convirtió en un reino subyugado, sin rey propiamente tal, e indefinidamente vedado de crecer territorialmente.

La figura de este Señor es luctuosa, ciego desde que era joven, es un hombre maduro que, sin embargo, tiene más años de los que representa, se mantiene siempre curvado, como si su columna fuera la rama de un viejo árbol que ha perdido toda flexibilidad. Cualquier actividad parece causarle sufrimiento físico, pese a todo, su carácter sensato y equilibradamente autoritario, además de su lucidez, se han mantenido inalterados. Su precaria salud, ha sido más severa últimamente, hasta hace pocos años era un hombre fuerte, cuya ceguera jamás le impidió realizar sus deberes de guiar esta tierra y sus hombres de la mejor forma posible, así como también la de manejar a su turbio y destemplado hijo, Dimas Hidaza, un hombre con un permanentemente cuestionable modo de actuar, una moral ambigua y cierta sevicia innata, además de la desgraciada tendencia a desarrollar lo peor de sí.

El interior del palacio, durante buena parte de un día de sol, se ilumina bastante bien, pero a esta hora y con los cielos saturados de densas nubes grises, la penumbra se esparce rápidamente.

En el gran salón, por fuera del círculo de fuertes columnas y debajo del pasillo superior que lo rodea, salvo por algunas lámparas de aceite y antorchas, distantes entre si, la oscuridad ya se instaló. Ovardo Hidaza está sentado en algo que sería pretencioso llamarlo trono, más bien un sobrio y tosco sillón de madera, conversa con su viejo amigo Aregel Camo, parece de la misma edad que su señor, pero en realidad es más joven. Hay formas de vida que envejecen más rápido que otras. Es un hombre hábil y leal, también respetado. Muchas veces ha demostrado tener más autoridad incluso que Dimas. Este está algunos metros alejado, más como espectador que participante del diálogo, casi retrepado en su asiento, se pueden ver varios pliegues de piel en la zona donde su puño se incrusta en su sien para sostener la cabeza, la otra mano sujeta, con las yemas de los dedos desde el borde superior, un vaso de licor que hace rato no ha movido. Parece aburrido, distante. Distraído, sigue con los ojos la silueta de una mujer que a lo lejos se pasea encendiendo las lumbres más apartadas del vasto salón.

Desde hace un tiempo, el Señor de Rimos ha estado expresando cada vez con más insistencia, su intención de buscar la forma de recuperar una de las reliquias que iban incluidas en el poderoso tributo que los vencedores tomaron para resarcir el daño cometido por la irresponsable soberbia de su padre. Tres oscuras y durísimas piedras labradas en forma de lágrima, idénticas entre si, de modesto valor económico, pero de enorme importancia en su momento para el padre de Ovardo, y ahora también para él, aunque sus motivos son muy diferentes. Estas piedras fueron concebidas como llaves de una ingeniosa forma de cerradura cuya particular cualidad es que el erróneo uso de estas, cierra permanentemente la entrada que resguarda, la entrada a un vetusto monasterio encontrado accidentalmente por mineros de la región, quienes cavaban a los pies del cerro, justo debajo de la ciudad y que estaba dedicado a la diosa Mermes, deidad de la muerte y a la más preciada posesión de esta, una fuente de cristalina y amarga agua, que según se dice al beberla promete vida eterna, pero en realidad, lo que no todos saben es que lo que se consigue exactamente es la “ausencia de muerte”, lo cual inevitablemente termina convirtiéndose en una pavorosa maldición, pues no impide el deterioro o daño del cuerpo, con el consiguiente sufrimiento físico que este produce, sino que lo prolonga hasta que, en definitiva hace anhelar la expiración debido a la angustiante sensación de tener el alma irremediable y eternamente encadenada al cuerpo, sin importar el estado en que este se encuentre, llevando la sagrada comunión de la vida y el cuerpo a límites inimaginablemente atroces, Ovardo averiguó esto de la peor manera, al igual que los valientes hombres que lucharían junto a él y que finalmente lo hicieron guiados por su padre, debido a su repentina ceguera. Ahora solo ansía volver al único lugar donde él cree que la muerte puede tocarlo, el monasterio, o por lo menos encontrar alguna pista sobre como acabar con su vida. Pero recuperar estas pétreas lágrimas no es una tarea fácil, menos si se llegara a conocer el propósito para el cuál fueron diseñadas y fabricadas, ya que sus actuales poseedores jamás las entregarían sabiendo su utilidad.

Según las ideas de Dimas, una tarea no se puede clasificar como fácil o difícil, son los métodos que se empleen para realizarla los determinantes, y por supuesto, también los medios disponibles. Le ha dado a conocer este criterio a su padre muchas veces, el razonamiento parece lógico, pero subestima la labor y las potenciales consecuencias de esta. Además, para Dimas es imposible dimensionar la importancia de las lágrimas negras, por lo menos mientras ignore las razones de su padre, el cual, no parece estar dispuesto a correr el riesgo de revelárselas a su impredecible hijo, de ahí la actitud de este cuando oye las propuestas mucho más sosegadas y diplomáticas que discuten los dos viejos para recuperar los, para él, cada vez más curiosos guijarros. Aregel sí conoce el significado de estas piedras, era un niño en ese tiempo, pero suficientemente grande para darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, curioso e independiente, descubrió más de lo que debía y vio más de lo que jamás quiso ver, por ejemplo, recuerda con claridad el imborrable y perturbador fin que tuvo su padre, y sus demás colegas, especialmente los escalofriantes baladros que salían de las hogueras donde se quemaban los masacrados cadáveres de los vencidos, cuerpos que se suponía debían estar sin vida, ya que este era un acto de salubridad y no de crueldad y que lo obligaron a llevarse las manos a los oídos con todas sus fuerzas, apretar los párpados y los dientes y a encoger su tamaño lo más que pudo en su precario escondite, en el cual se mantuvo por un tiempo que ahora, le sería imposible precisar.

 Ahora Aregel Camo, es un experimentado soldado, que ha participado en muchas batallas, pero ninguna por su tierra o los suyos, sino por la monarquía de Cízarin, el reino vencedor, como en un indefinido servicio militar. Algo especialmente relevante para él, que es hijo de uno de los más sobresalientes guerreros que se recuerden, quien, durante el corto tiempo que compartieron, siempre le inculcó una devoción religiosa por el lugar en que se nace y por su gente. La esencia y el motor de un soldado, decía, debía ser siempre el amor hacia lo que resguarda, de otro modo la banalidad de la batalla se hará cada vez más latente e insoportable, hasta precipitar el fin del soldado. Para Aregel, haber luchado siempre por causas ajenas es una frustración que se contradice con lo que cree y siente. Combatir por Rimos, es algo que, a pesar de los años, nunca ha dejado de acezar. Morir por Rimos, sería su conciliación para con su padre y su doctrina. Una situación que en la actualidad está muy lejos de suceder.

Dimas acaba su vaso de un sorbo, para él, el tema de las dichosas rocas no merece tanta verborrea, tal vez debería tomar el asunto en sus manos, no entiende por qué, pero si es, aparentemente tan importante, a él se le ocurren una o dos cosas para simplificar el asunto. Esas lágrimas negras, él nunca las ha visto, no sabe para qué sirven, su padre solo le ha dicho que son una reliquia, un objeto con un gran valor para él y su pueblo. Claro, Dimas no es ningún estúpido, sospecha que hay algo más, se podría decir que tiene fundada desconfianza basada en conjeturas con visos de verdad. Su artero cerebro, le dice que deben ser más que un simple souvenir de guerra o una antigüedad con valor sentimental. Sí, tanto interés debe valer la pena.

Se pone de pie ágilmente, como si de repente recordara algo importante que debía hacer, luego se retira caminando pausadamente y sin una palabra, jamás ha sentido la necesidad de dar explicaciones a nadie por sus actos, por impulsivos -o repulsivos- que sean, sale del salón para buscar a uno de sus hombres de confianza, un secuaz que piensa que manteniéndose bajo la sombra de él tendrá una vida más fácil, este conversa animadamente con un colega de guardia, pero al ver salir a su jefe, recupera súbitamente la compostura, y se acerca a Dimas, quien le habla en voz baja, el subalterno toma su caballo y se retira raudo a cumplir la orden que ha recibido.


León Faras.