El aire estaba cálido, la primavera había llegado y solo quedaba nieve en lo más alto de las montañas, lejanas e indiferentes. La pradera con la hierba aún corta ofrecía un buen sendero para movilizarse y evitar sorpresas desagradables. Cuatro figuras completamente desnudas, se desplazaban en fila a buen paso. El más viejo, a quien llamaremos Padre, era un hombre de unos cuarenta años, todo un anciano para la época, de estatura media, barba y cabello largo e hirsuto. Tras él, casi trotando va la única mujer del grupo, a quién llamaremos Alma, una chica que con suerte llega a los veinte años, baja, morena, en la mano lleva lo que parece una cornamenta de ciervo. Cierra el grupo un hombre joven, a quién llamaremos Río, el más alto y fuerte, carga con un palo largo terminado en punta a modo de lanza. Al frente y a varios metros del grupo va el cuarto sujeto, a quien llamaremos Guía, un homínido delgado, algo curvado al caminar, cubierto de negro y duro pelo casi por completo. Su ancha nariz, así como sus pequeños ojos de aceituna, escrutan tanto el aire como la hierba mientras sigue un rastro. Su aspecto es claramente menos evolucionado que el del resto, lo que refleja que en su procedencia no existe relación sanguínea con los otros miembros de la comunidad. Una especie de eslabón entre ellos y sus antepasados.
Poseen un escaso vocabulario con algunos sonidos determinados para referirse a cosas específicas, como agua, hogar o peligro, salvo Guía, quien utiliza un lenguaje netamente corporal, además de una amplia gama de gruñidos basados en sus emociones. Padre da un grito al tiempo que se detiene y todo el grupo le imita. Algo preocupado, se lleva a la boca un colmillo de animal que siempre lleva con él, quizá como amuleto, lo sostiene entre los dientes como si fuera un cigarro, mientras toma una decisión. Se han alejado demasiado del campamento y del resto del clan, sin resultados, eso no le gusta, además el viento que comienza, arrastra una buena cantidad de nubes grises desde el este y hay demasiadas bandadas de pájaros que se desplazan, las lluvias han sido generosas este año. Río se le acerca, le urge continuar, el viejo finalmente acepta, pero ambos saben que no pueden perseguir un rastro indefinidamente.
La pasada noche estaban en su campamento, hace solo unos días que habían dejado las cavernas donde pasaban la crudeza del invierno. Habían tenido suerte en la cacería y cenaban animosamente, rememorando entre gruñidos y risas las anécdotas del día, al rededor de una gratificante fogata. En ese momento Río notó la ausencia de su mujer, a quien llamaremos Luna y con ella la de su pequeño hijo, Nube. Este último llevaba un par de días bastante enfermo, muy débil y con sangrado en las encías. Las extensas rogativas a los dioses no habían dado resultado y finalmente la vida del pequeño estaba en sus manos, sin que los hombres pudieran hacer nada. Ante tal sentencia, Luna había tomado una drástica decisión que llevó a cabo en secreto aquella noche, pues era algo tan atrevido que jamás se lo permitirían. Si los dioses no venían, ella llevaría a su hijo hasta allá.
El grupo siguió el rastro de Luna hasta un pequeño y tupido bosque que estaba en un amplio encajonamiento entre dos cerros. Efectivamente el lugar era para ellos el hogar de varios dioses, tanto buenos como malos, sin que ellos pudieran identificarlos. En cierta ocasión un grupo de cazadores habían entrado tras su presa, ignorantes del lugar que profanaban, un enorme y furioso animal les cortó el paso, pero alguna bondadosa deidad les envió un gran felino que se interpuso y facilitó su huida, salvándoles la vida. Pero sin duda el más poderoso, y el más temido, era aquel dios que rugía y resoplaba desde lo profundo de aquel bosque, tan fuerte que algunas noches turbulentas lo podían oír desde sus refugios, enojado soltando cavernosos rugidos y chasquidos que retumbaban en la noche, a veces incluso acontecían terribles confrontaciones con los dioses del cielo, quienes se manifestaban con rayos que iluminaban todo fugazmente y estremecedores estruendos. Y Luna había entrado allí.
El valor del más poderoso guerrero flaqueaba ante la desesperación de una madre.
El cielo se había tornado gris casi por completo y el viento cálido seguía arrimando nubes que no tardarían en soltar su cargamento de agua. Tanto Padre como el resto del grupo estaban seguros que entrar allí traería nefastas consecuencias. Guía observaba intranquilo, mientras el viejo mordisqueaba su colmillo con preocupación. Finalmente Río, obedeciendo más a su instinto de padre que al de conservación, se adentró en el bosque, Guía le siguió y Padre, murmurando algo entre dientes que le ayudara a vencer su miedo, entró seguido de cerca por Alma. Gruesos goterones comenzaron a caer, despertando poco a poco los bramidos del dios del bosque, sin que ellos supieran si era a causa de su presencia o del atrevimiento de Luna. Sin duda aquella tormenta, dada la época del año, sería breve, pero se anticipaba como bastante intensa. Se adentraron tanto como ningún hombre lo había hecho jamás tras los pasos de Luna, sin que esta apareciera, al cabo de una media hora, ya llegaban al límite de los árboles, los rugidos se escuchaban a intervalos y más cerca que nunca, haciéndolos dudar de la viabilidad de su cometido. La lluvia ya era intensa, y el viento remecía los árboles. Venciendo el pánico que sentían salieron ilesos al otro extremo del bosque, donde el terreno se cortaba abruptamente y le daba lugar a una gran formación rocosa debajo de ellos, que contenía a duras penas los embistes del océano crispado, el cual ellos jamás habían visto. Un ojo de mar estalló muy cerca de donde ellos estaban, provocando un chasquido y un rugido ensordecedor, al tiempo que escupía una gran cantidad de agua de mar hacía el cielo. Hubiesen salido huyendo en ese momento de no ser por que Guía con un contenido gruñido anunció que Luna se encontraba a orillas del acantilado, de rodillas con su hijo en brazos, protegiéndolo como podía de la lluvia y el viento.
Casi a la fuerza, y tan rápido como pudieron, el grupo se llevó a la mujer y a su pequeño, atravesando el bosque de regreso sin volver la vista, esperando que con piedad fueran perdonados y que se les permitiera regresar con vida a su hogar. Una vez fuera, el grupo buscó refugio a orilla del cerro, donde unas rocas salientes les protegieron de la lluvia que aún tupía. Guía, en espontánea inspiración, se alejó y recolectó las primeras bayas silvestres que parecían maduras y se las ofreció a Luna, quién comenzó a exprimirlas, dando al pequeño Nube de su jugo, para tranquilizarlo con el dulzor de este.
Después de pocos días, el niño mostró una mejoría evidente, llegando a recuperarse gracias al valiente atrevimiento de su madre y a la generosa bondad del dios del bosque.
León Faras.