jueves, 29 de diciembre de 2011

Autopsia. Primera parte

II.


El suave rojo rubí del coñac, adquiría tonalidades y brillos hermosos al reflejar la luz de la pasiva llama que iluminaba el escritorio del doctor Horacio Ballesteros, quien ya llenaba la segunda hoja con una escritura febril y una caligrafía burda, procurando avanzar de prisa, mientras las imágenes aún estaban frescas en su memoria. Dejó caer la pluma dentro del tintero con cierta torpeza y se llevó ambas manos a los ojos, restregándolos con fuerza, luego se las pasó por el cabello, echando hacia atrás el mechón que hace rato colgaba en su frente. Miró de reojo el reloj de bolsillo junto al papel profusamente garabateado en frente de él, casi las cuatro de la madrugada, sentía cansancio en la vista. Tomó el vaso con coñac y lo acabó de un trago, luego lo volvió a llenar, desde hace ya algunos años que no podía conciliar el sueño sin antes invitarlo con una previa dosis de alcohol que apaciguara su mente y aquella noche, su mente estaba particularmente inquieta.

Había estado tratando de describir con rigor profesional el caso de Isabel Vásquez, anotando todos los sucesos en orden cronológico y los tratamientos por él prescritos desde que la chica había enfermado, hasta que, sobrepasado por las circunstancias, tomó la abrupta decisión de incinerar el cuerpo. Pero su informe arrojaba más interrogantes que luces, se preguntaba si la enfermedad y el embarazo tenían alguna relación o se trataban de hechos aislados. Una parte de él le aseguraba que había hecho lo correcto, que quemar aquella abominación engendrada en un cadáver sepultado había sido lo más sensato, pero no podía evitar que su curiosidad científica le royera los sesos…y si había estado en frente de una enfermedad nueva y sin precedentes, cuyas evidencias, se había apresurado en destruir, después de todo, ¿Cuántas veces la ciencia, había desbaratado los argumentos de la ignorante superstición? Sentía que se había dejado llevar como un novato… también que debía regresar.

Debido al fuerte aguacero desatado durante gran parte de la noche, la casona de la familia de Domingo Montenegro, donde yacían los restos carbonizados de Isabel, solo se había quemado parcialmente, dejando gran parte de la estructura sin mayores daños de los que ya tenía. El médico detuvo su coche a prudente distancia, un caballo ensillado y atado a uno de los pilares que sostenían el techo de tejas, demostraba la presencia de alguien en las inmediaciones, tal vez algún curioso atraído por el sofocado incendio. Aguardó unos minutos pero nadie apareció, tal vez Domingo hubiese regresado para sepultar el cadáver correctamente otra vez, pero el chico había terminado tan choqueado la noche anterior que eso no era muy probable. Descendió del vehículo y decidió acercarse a pie, sus botas se hundieron en el barro. Al llegar a la puerta se asomó sin entrar, el cielo tenía un buen boquerón que dejaba visible el arruinado techo del segundo piso, las paredes cercanas lucían enormes manchas de hollín con el horrible y polvoriento papel tapiz quemado por trechos, el suelo también había cedido a las llamas abriéndose un agujero que prosperó sólo hasta donde la humedad de las tablas se lo permitió y en donde yacía los restos de la pila que habían formado para quemar el cuerpo. Cuando iba a entrar se detuvo, abundantes pisadas hechas de lodo y humedad estaban esparcidas por el piso, “¿hay alguien aquí?”, la voz del doctor era fuerte y clara pero no recibió respuesta, estudiando su entorno, se acercó a los restos calcinados de Isabel, un esqueleto completo con restos de carne quemada adherida yacía bajo una buena porción de cenizas y madera a medio consumir que el médico comenzó a retirar con cuidado, un humo espeso y desagradable brotaba sin ninguna prisa a ratos, lentamente fueron apareciendo las abundantes fracturas que la chica había sufrido durante su agonía, parecía como si hubiese sido brutalmente golpeada, varias costillas, una clavícula, una tibia, ambos peroné, estaban desastillados, no parecían debilitados ni descalcificados, solo quebrados, como por algún trauma. Al cabo de unos minutos el doctor Ballesteros dio con lo que buscaba, los restos medianamente conservados de un feto de unos diecisiete centímetros, con una apariencia anatómica perfectamente humana, no se lo esperaba, más bien, se había auto-convencido de que alguna especie animal o vegetal, de alguna forma, se había anidado en el interior del útero de la muchacha, pero de ninguna manera un ser humano. Lo cogió con cuidado y lo envolvió en un lienzo de gasa. Sintió cierto remordimiento, a pesar de lo inverosímil que resultaba que un bebe pudiera vivir ni menos ser engendrado bajo tierra. Antes de retirarse, echó un último vistazo a la habitación, aún pensaba en el caballo que estaba afuera y en las huellas frescas de lodo. No tardó mucho en divisar un bulto arrimado a uno de los rincones del amplio cuarto, tras una pared divisoria. El doctor dio un respingo, Domingo Montenegro yacía en el suelo inmóvil con un mudo grito de pánico congelado en el rostro, sangre aún fresca le había corrido de la nariz y los ojos y abundante gotas de sudor en la frente, también notó que el húmero derecho estaba notoriamente quebrado. No parecía respirar. El médico tomó su maletín y se acuclilló a su lado, revisó sus signos vitales, un muy débil pulso le confirmó que aún estaba con vida, sin duda padecía los síntomas que Isabel mostró durante su corta agonía, al parecer, debía añadir riesgo de contagio a su informe de esta, ya rarísima patología. Cogió al muchacho en brazos y lo subió a su coche, luego regresó por el maletín, el feto y se retiró.

Elena Ballesteros era la menor de los hijos del doctor, y la única que, según este, tenía verdadera vocación de médico. Su hijo mayor había seguido la carrera de medicina, pero solo la usaba para diagnosticar inexistentes enfermedades a señoritas hipocondriacas de la alta sociedad que lo buscaban para confirmar sus falsas sospechas que otros médicos le negaban, en cambio su hermana mostraba interés en el alivio de las personas, lástima que su género le impidiera realizar los estudios necesarios.

Dos días llevaba Domingo en casa del doctor, sufriendo los mismos terribles síntomas que Isabel padeció antes de morir, al cuidado de Elena quien, al igual que su padre, trataba en vano de aliviar las incontenibles convulsiones de dolor y pánico que al muchacho le venían en forma cada vez más frecuente. Ante la impotencia de una enfermedad ineluctable la muchacha solo podía rezar a un lado de la cama en los pocos momentos de paz que el padecimiento concedía, mientras el doctor buscaba con frustración algún tratamiento que mostrara resultados antes del fatal desenlace que de seguro le esperaba al muchacho. Aquella noche, la joven enfermera sostenía un rosario mientras su enfermo, despierto pero ausente, mantenía la vista perdida en algún punto indeterminado de la habitación, hasta que pareció posarse en algo, su rostro se demudó y una gota de sangre apareció en la comisura de sus ojos. Un nuevo ataque comenzaba. Elena lo abrazó para sostenerlo mientras llamaba a su padre, pero ahora era distinto, Domingo no sufría dolor, si no más bien estaba aterrado, se recogía en la cama tratando de retroceder, respirando a duras penas, sudando y balbuceando hasta que simplemente, sintió la imperiosa necesidad de huir, sin importar las dolorosas fracturas que ya contaba.

Cuando el médico entró a la habitación encontró a su hija tirada en el suelo inconsciente, la ventana que daba a la calle abierta y la cama vacía. Elena no tardó en reponerse, no acusó ningún golpe, al parecer, solo sufrió un absurdo desmayo mientras forcejeaba con Domingo, este apareció minutos más tarde acurrucado contra la pared tras la cama, totalmente fuera de si y con las secuelas de un miedo que ni él ni Elena eran capaces de explicar.

Algunas semanas después, en los amplios terrenos del hospital psiquiátrico cercano al pueblo, Domingo Montenegro se abrigaba con el sol de la mañana, sentado solo, en una de los numerosos bancos de piedra esparcidos en el lugar. Su recuperación física fue total, sus fracturas sanaron y no volvió a sangrar, sin embargo, nunca más volvió a hablar ni a ser quien era, dejando en incógnita su versión de los hechos. Por otra parte, Elena ha comenzado a sentir más patente, ciertos síntomas que cada vez más le confirman sus sospechas, las cuales aún, no se atreve a confesarle a su padre. Ella está casi segura de que está embarazada, pero no tiene idea de cómo…ni de quién.


León Faras.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Autopsia. Primera parte.

La Autopsia.

Primera parte.

I.


La lluvia caía con una violencia inusitada, haciendo más difícil la visibilidad de una noche que de por si, ya era demasiado oscura. Dos hombres conducían la carreta totalmente empapados, tratando de mirar por debajo de sus gruesos sombreros que a duras penas contenían el chaparrón que se precipitaba totalmente perpendicular al suelo, sin embargo, la noche y el clima eran cómplices de la labor que llevaban a cabo, manteniendo a los curiosos alejados. El clásico sonido de las ruedas despegándose del barro arcilloso era un constante murmullo que acompañaba al insistente repiqueteo de los goterones sobre el cajón de madera que llevaban en la parte de atrás, el cual, de tanto en tanto, se golpeaba contra el vehículo al compás de las irregularidades del camino, haciendo evidente la existencia de un bulto en su interior.

La carreta se detuvo bajo un precario techo de tejas arrimado a una casona en deplorable estado, ubicada en una extensa y abandonada propiedad de los familiares del más joven de los dos hombres, este fue el primero en descender, abrazado a si mismo tratando de proveerse algo de calor, miró en derredor, nervioso, acusando lo poco honesto de sus actividades y lo poco acostumbrado que estaba a ellas. Aún desconfiado entró en la casa. Ayudado de una vela echó un rápido vistazo, una considerable capa de polvo, que en algunos lados formaba un finísimo limo producto de la buena cantidad de goteras, cubría toda la superficie del piso y de los pocos muebles que habían, al igual que en las paredes. Debajo de las ventanas, tanto de las rotas como de las intactas, el agua había entrado asociándose a la tierra, formando grotescas manchas que se descolgaban hasta el suelo. Acomodó una mesa más cerca de la entrada y dejando la vela cerca, volvió a salir, donde el otro hombre le esperaba para bajar el ataúd que traían y llevarlo dentro. Mientras el joven se ocupaba con algo de trabajo de encender la también húmeda chimenea para iluminar y calefaccionar el lugar, el otro hombre comenzó la tarea de abrir el cajón para poder estudiar el cadáver. Con la ayuda de un fierro aplanado comenzó el viejo médico a despegar las tablas impregnadas de humedad que se rendían sin oponer demasiada resistencia, una vez terminado esto, se sacó el abrigo tan empapado como el resto de su ropa, se remangó la camisa y tomó la vela encendida para iluminar el cuerpo. Isabel Vásquez llevaba muerta casi seis meses, su deceso se había producido luego de una corta pero traumática agonía, tanto para ella como para sus familiares y sirvientes, de tan solo dos días. En esos dos días, la joven de diecinueve años, había pasado de una salud perfecta, a un agotamiento crónico, una completa incapacidad de su cuerpo para recibir o procesar cualquier alimento o líquido, un profuso e inexplicable sangrado interno que afloraba por los orificios del cuerpo y una anormal seguidilla de fracturas de sus extremidades que no obedecían a ninguna causa ni remotamente racional y que mantuvieron a todos sus cercanos en vela tratando con desesperación pero inútilmente de apaciguar los agudos dolores que la muchacha sentía en su lecho. El médico de la chica, luego de que esta murió, sugirió una cirugía post mortem, con la intención de averiguar las causas de un deceso absolutamente irregular, lo cual fue tajantemente negado por la familia, por considerarlo una profanación contraria a los valores Cristianos. Solo el joven novio mostró profundo interés en llevar a cabo una autopsia, convenciendo al médico de hacerla a escondidas en el menor lapso de tiempo posible.

“Santa Madre de Dios, el médico tragó saliva, ¿qué diablos está pasando aquí?” curiosa mezcla de lenguaje santo y profano que brotó de sus labios al contemplar el cuerpo de la muchacha dramáticamente adelgazado pero sin rastros de descomposición. Una hinchazón leve en el bajo abdomen, como si algo estuviera inflándose bajo este, acaparó la atención del viejo y del muchacho, quien se acercó atraído por el intrigante tono de voz del doctor, “Oh, por Jesucristo…” fue todo lo que pudo pronunciar el joven al observar el cuerpo demacrado de la que era su prometida, mientras recibía la vela de manos del viejo.

Un fétido hedor se esparció en el ambiente en el momento en que el escalpelo, luego de haber cortado horizontalmente bajo las clavículas, rasgaba la piel por la línea del esternón hacia el pubis y que obligó al muchacho a retroceder con el rostro descompuesto por el asco, buscando en su bolsillo un pañuelo con el que se cubrió la boca y la nariz mientras el médico, inmutable, le miraba impaciente en espera de que volviera con la precaria pero imprescindible luz para poder seguir su trabajo, “esto recién comienza muchacho, te advertí que…”, “continúe, continúe”, el joven le interrumpió, haciendo un enorme esfuerzo por dominarse, volvió a iluminar el cadáver, pero esta vez, manteniéndose tan alejado como la extensión natural de su brazo le permitía. El médico notó que el cuerpo se descomponía sólo internamente, lo cual contradecía todas las leyes naturales al respecto. Continuó. Una vez abierto el tronco por completo, comenzó el examen de los órganos, de los que no se podía obtener demasiada información, las larvas y gusanos trabajaban afanosamente en su impostergable labor de hacer desaparecer el material orgánico, pero manteniendo la “cáscara” anormalmente incólume. Al llegar a la parte baja del vientre, el doctor retiró las manos como si hubiese tocado algo sumamente desagradable, la inefable expresión de su rostro, mezcla de interés, asombro y un poco de miedo, atrajo la curiosidad del muchacho quien se asomó nuevamente a echar un vistazo, “¿qué?... ¿qué ocurre?”, el viejo ni siquiera le miró, “su útero… esta muchacha… está… está, preñada”, el joven respondió alteradamente ofendido “¡eso es imposible!, ¿qué está diciendo?, ella sería incapaz de…”, el médico le quitó la vela de las manos para acercarla y observar mejor, “muchacho, no me estás entendiendo, digo que este cadáver esta llevando a cabo un proceso de gestación con absoluta normalidad, bueno, el doctor se corrigió a si mismo, mejor dicho, como si estuviera vivo” el joven se despegó por unos segundos el pañuelo de su cara, profundamente consternado, “…eso es imposible…” repitió, recién en ese momento el doctor le dirigió la mirada “¡¡soy médico!!, ya sé que eso es imposible, pero a juzgar por lo que veo, esta chica tiene por lo menos unos cuatro meses de em…” el médico se detuvo abruptamente, sorprendido por su propia mente, “oh por Dios, estamos hablando de un cuerpo que lleva casi seis meses sepultado, lo que significa…”, el joven seguía las reflexiones del doctor adivinando las palabras y terminando la frase “¿Qué Isabel fue embarazada…estando bajo tierra?”, el viejo volvió la vista al aparentemente sano vientre de la muchacha, y asintió con la cabeza…

La lluvia aún azotaba las tejas como si pretendiera atravesarlas cuando ambos hombres salieron, volteándose para observar por la puerta el interior, ahora, absolutamente iluminado por un fuerte y amarillento resplandor que hacia danzar aparatosamente las sombras que quedaban en el interior de la casona. Todos los muebles de la casa, algunos papeles, y restos de leña, lucían apilados en el centro de la habitación y sobre el cadáver de Isabel ardiendo en enormes llamas que lamían con apetito, el alto cielo del cuarto y llenando poco a poco todo el lugar de humo e incertidumbre. Mientras el doctor se ponía el abrigo nuevamente para volver al coche, el muchacho observaba las llamas, inmóvil aún tratando de digerir todo lo que había visto.





León Faras.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Lágrimas de Rimos. Primera parte.

VII.


Aquella mañana, tres experimentados jinetes descendieron del cerro en cuyo seno reposa Rimos, hasta llegar a la Pared Sur, una gigantesca muralla de roca laminada que parece fabricada por el hombre y que limita en todo su ancho con el bosque de Rimos, con la parte del bosque donde la muerte se posó y secó hasta las raíces aquellos, alguna vez, hermosos árboles, la parte del bosque más próximo al sepultado monasterio de Mermes. Luego de atravesar el bosque se encaminaron al oeste y continuaron hasta que el paisaje se volvió sobrecogedoramente inhóspito, una extensa llanura cubierta de rocas de todos los tamaños imaginables, como si una noche hubiesen caído desde el cielo en una mortal tormenta cuyas consecuencias están a la vista. Luego de un par de horas, Aregel se detiene sin razón aparente bajo la compasiva sombra de una piedra especialmente voluminosa, se apea de su caballo y otea su entorno, al tiempo que extrae un trozo de género de su manga con el cual seca el sudor de su rostro, Yurba se detiene tras él y sin bajarse del animal que lo transporta, observa a su alrededor con expresión de desconfiada curiosidad, como si no fuera posible que algo hubiera llamado la atención de Aregel sin que él lo hubiera notado también, -“¿por qué nos detenemos, pasa algo?”- pregunta casi malhumorado. Yurba es un hombre de unos treinta y tantos años, espalda ancha y fuertes brazos, su cuerpo tiene las proporciones de un enano pero su estatura es normal, aunque por debajo de la media, se podría decir que es una especie de “enano gigante” sin embargo, esta desventaja física la compensa con una avasalladora personalidad y una descompensada  confianza en sí mismo. Tiene un reducido espacio entre los ojos y una nariz pequeña y huesuda. Salvo por sus cejas no tiene un solo pelo en toda su piel visible. Usa una espada corta a su diestra y un hacha pequeña en la siniestra. -“Esperamos a alguien”- responde Aregel con indiferencia, luego le dirige una mirada a su calvo amigo y agrega con una apenas perceptible sonrisa –“No te preocupes, te agradará”-, el aludido vuelve la vista al horizonte nuevamente, con el ceño fruncido y su frente se satura de arrugas –“¿no habrás citado al imbécil de Motas verdad?”, Aregel le devolvió una mirada como si le hubiesen hablado en un idioma remoto y complicado, “¿Quién rayos es Motas?”, el pequeño soldado continuó como si nada “…ese sinvergüenza es capaz de robarte la ropa interior que llevas puesta sin que te des cuenta”, el viejo solo acentuó su expresión de incomprensión, pero no dijo nada. El poderoso caballo del tercer jinete se detiene alejado algunos metros, indiferente al igual que su amo al candente sol. Este último, llamado Tibrón es un hombre de mediana edad, físicamente enorme, como una bestia de tiro. Al contrario de Yurba es reservado y formal por naturaleza, parece permanentemente concentrado en los detalles de su entorno. Una profunda cicatriz recorre el lado izquierdo de su rostro desde la sien hasta el final de su pómulo, despareciendo en la espesura de su barba. De su cinturón cuelga una gruesa espada, y colgado a la grupa de su caballo lleva un escudo redondo del cual sobresale una aguda hoja de metal, un arma tan eficaz en la defensa como en el ataque. Aregel mira al cielo, debe ser medio día, un indescifrable sonido producido por Tibrón llama su atención, este apunta con todo su brazo hacia el sur, una silueta montada a caballo permanece inmóvil en el horizonte, Tibrón sabe quién es el cuarto jinete que esperan, pero aún no está convencido. Yurba con su acostumbrado desparpajo se apeó de su caballo para dirigirse a un lugar más alto, con ambas manos se construyó una visera para observar mejor al personaje recién llegado, con la esperanza de reconocerlo antes que sus colegas, una actitud exigida por su personalidad que a veces le juega malas pasadas. El rostro de este, siempre con expresiones que parecen exageradas, se mudó cuando en el horizonte aparecieron las siluetas de cinco personajes más, una ojeada al pétreo rostro de Tibrón no le ofreció ninguna respuesta ni consuelo, el aspecto de Aregel en cambio, le hizo comprender en el acto que aquellos visitantes no eran precisamente a quien esperaban. El grupo de desconocidos comenzó a acercarse, separándose entre sí como abanico, el personaje que estaba al medio, parecía ser el líder, y se detuvo justo frente a Yurba, desde ahí inspeccionó al reducido grupo de soldados, posando la mirada en Aregel, el único que llevaba el diseño característico de Rimos en su armadura, era un hombre joven, bastante joven, apenas tendría unos veinte años, parecía que se había afeitado la cabeza hace sólo algunos días y su cabello era una mancha gris en donde debía estar, “Creí que solo nosotros debíamos buscar fortuna en estas yermas tierras, no imagino que propósito conduce a unos soldados de Rimos a adentrarse en el desierto, salvo claro, que busquen alguna debilidad de la cual aprovecharse cómo es su costumbre…” Yurba le dirigió una mirada que por sí sola era más que suficiente para reproducir con bastante eficacia todo lo que pensaba con respecto a la opinión del recién llegado y compañía. Las palabras idóneas para expresar dichos pensamientos se agolparon en su mente y cuando tomaba aliento para largárselas a su engreído interlocutor una oportuna intromisión de Aregel lo detuvo, este sabía que su amigo era valiente y leal como nadie, pero que su pequeña bocota tenía el incómodo poder de transformar las situaciones, degenerándolas en inimaginables e innecesarios conflictos, “tranquilo Yurba, no necesitamos problemas”, el aludido se contuvo, pero no cambió su efusiva mirada, pues no le agradaba que le pidieran tranquilidad, porque aquello siempre significaba que había motivos para no tenerla. Aregel imaginó que aquellos hombres pertenecerían a alguno de los muchos pueblos que él y sus compañeros habían atacado sirviendo a Cízarin en el “Grupo de la vergüenza” probablemente Bosgoneses, de ser así deberían tener cuidado, Bosgos era famoso por sus venenos. “Cometes un error” respondió con calma, “no nos interesa el perjuicio de nadie…”. El joven líder sonrió con ironía “¿a sí...no te parece perjuicio suficiente pisotear pueblos desprevenidos y más débiles, para luego someterlos?” El viejo soldado de Rimos tragó saliva, sus sospechas eran verdaderas, la situación se volvía tensa, estaban en inferioridad numérica, y además aquellos hombres también estaban armados, debía recurrir a la sensatez y la diplomacia para salir lo mejor librados posible. Iba a intentar justificar lo injustificable cuando oyó un solapado pero deliberadamente audible comentario del perpetuamente inoportuno Yurba, que momentáneamente logró apagar los circuitos de su mente, “Una opinión venida de un grupo de asaltantes de caravanas,…je, tiene que ser una broma”, el comentario, cómo era de esperar, provocó la mirada de furioso asombro de todos, ante la estúpida muestra de irresponsable sarcasmo del bajo Yurba. Uno de los extraños bajó de su caballo con decisión y se dirigió, amenazante hacia este, “¡son perros arrogantes como ustedes los que nos obligan a actuar así!” el pequeño permaneció impávido, “si claro, y yo soy la reina de…” su respuesta se vio truncada por un violento empellón que lo hizo tropezar y trastabillar hasta estrellarse con una enorme roca en su espalda, pero antes de recuperar el equilibrio un pesado antebrazo cayó sobre su cuello y lo comenzó a estrangular, Tibrón descendió de su caballo llevando con él su respetable escudo, mientras que Aregel involuntariamente se llevó la mano a la cacha de su espada. Yurba estaba incómodo  y luchaba por zafarse, al mismo tiempo preocupado por no caer, pegando lo más posible su mentón al pecho para evitar la asfixia, en ese momento vio algo que lo hizo abrir sus ojos desmesuradamente, el hombre que lo sujetaba con un solo brazo, buscó con el otro en una cartuchera atada a su muslo, de donde extrajo un puñal de mango corto con dos argollas para introducir los dedos índice y medio y lo batió hacia atrás. El brillo que esta hermosa arma produjo al reflejar los rayos del sol, fue la señal que esperaban los dedos que, a algunos metros de allí, sujetaban una impaciente cuerda de arco, la cual fue por fin liberada, y envió su letal cargamento directo al costado izquierdo del casi verdugo de Yurba. Este sintió que la presión disminuyó considerablemente, lo suficiente para librarse del brazo que lo estrangulaba y con un poderoso empujón lograr la distancia necesaria para propinar una potente patada frontal que lo alejó momentáneamente del inminente peligro que corría, sin resuello y sobándose su magullado cuello, dirigió su mirada hacia la dirección de donde vino la salvadora flecha, justo en el momento en que venía una segunda saeta destinada a su enemigo pero en dirección hacia donde ahora se encontraba él, sólo providencialmente logró verla a tiempo para saltar hacia atrás y estrellarse nuevamente contra la piedra a su espalda, como si esta tuviera un poderoso imán para atraer hombres, con los ojos y los dientes  apretados al límite, Yurba no vio como la flecha pasó a escasos milímetros de él, para estrellarse contra otra roca y hacerse añicos. En tanto, Tibrón iba a ayudar a su colega, pero se detuvo al ver a otro de los hombres que se dirigía directo hacia él, corriendo con una espada en alto, gritando furioso y con una descompuesta y endiablada expresión en el rostro, el experimentado soldado lo aguardó, pero al contrario de lo que se esperaba, Tibrón no retrocedió para esquivar el desmedido ataque, sino que al tener a su enemigo a un par de metros, el enorme soldado dio un sorpresivo salto hacia delante poniendo su escudo frente a él, y provocando la misma consecuencia que tendría en un velocista, que en medio de la pista apareciera de la nada una pared de concreto a una distancia que haría imposible siquiera disminuir la velocidad, el desprevenido atacante cayó ahí mismo, inconsciente y con un hilo de sangre corriendo desde una de sus fosas nasales. Aregel, a pesar de ser un soldado con bagaje en el combate, veía con incredulidad cómo en menos de un minuto Yurba había estado a punto de morir, un hombre yacía en el piso herido con una flecha y otro yacía inconsciente, con Tibrón parado a su lado encogido de hombros, como justificándose. Paseó la vista por su entorno en busca de quien sabe qué otra cosa podía hallar, dio un respingo al toparse con uno de los hombres parado a su espalda, al parecer hace algún rato y que ni siquiera había oído, de las manos de este colgaban inertes dos enormes cuchillos que parecían más adecuados para trabajar en el campo que para el combate, Aregel lo miró intrigado, el tipo lo miraba también pero no se movía, los músculos de su mandíbula se veían tensos bajo la piel a ambos lados del mentón, sudaba, parecía estar soportando un gran peso que el viejo no podía ver, de pronto el hombre hizo un amague de ataque que obligó al soldado a ponerse en guardia, pero de inmediato se detuvo, como si quisiera derribarlo con la mente, como si luchara contra una fuerza invisible, finalmente el desconocido, haciendo lo que pareció un esfuerzo sobrehumano, se lanzó en un ataque salvaje contra el viejo, quien recién en ese momento desenvainó su espada y se preparó para repeler el ataque, pero al segundo paso el hombre pareció como si sus piernas se hubieran desconectado del resto de su cuerpo, sin fuerzas, se doblaron obligando al tipo a estrellarse violentamente contra el pedregoso terreno, sin que nada amortiguara su caída. En ese momento Aregel comprendió lo que todos los demás ya habían visto, aquel tipo tenía tres flechas trianguladas en un reducido espacio de su espalda, esa extraordinaria habilidad con el arco le resultaba familiar, redirigió su mirada hacia el líder de aquellos hombres quién aún estaba montado y tenía las manos medianamente alzadas, no para rendirse, sino para apaciguar a los hombres que le quedaban, “Bien, muy hábil, un arquero posicionado a nuestras espaldas que nunca percibimos, no sé cómo, pero ya está. No me gusta la derrota, pero la muerte inútil tampoco me complace, así que dejamos esto hasta aquí, o tendrán que matarnos a todos…” el viejo soldado de Rimos miró a sus compañeros y luego de nuevo al joven cabecilla de aquellos hombres, “Opino como tú y lamento la muerte de uno de los tuyos pues, te aseguro que nuestra situación es más similar a la vuestra de lo que crees, pueden retirarse en paz y nosotros continuaremos nuestro camino”, “…¿y tu arquero?” respondió aquél muchacho con desconfianza, “¡Yurba!, ve donde nuestro arquero y dile que estos hombres se retiran en paz”, Yurba le dirigió una mirada como si le hubiesen pedido una indecencia, pero Aregel ni se inmutó, prefería quedarse con Tibrón, este era más adecuado para mantener la estabilidad de la situación, por lo que al lampiño guerrero no le quedó más remedio que obedecer, guardó sus armas y se dirigió con garbo hacia el grumo de rocas de donde provinieron las flechas, mientras rumiaba en su mente varias hipótesis sobre la identidad de aquel arquero oculto que les había ayudado. Rodeó el grupo de rocas  y comenzó buscando en las partes superiores de estas, había algunas muy altas, pero al bajar la mirada tras una piedra mediana se topó cara a cara con un arquero agazapado cuyo rostro estaba cubierto por un género adherido a un pequeño casco hecho de metal y cuero, quien, de un giro rápido y sorpresivo, le apuntó con su arco ya preparado, Yurba se detuvo en seco y mostró las palmas de las manos en señal de indefensión, “Aregel dice que permitas que aquellos hombres se retiren en paz”, el interpelado retiró la tela de su rostro y mostró una afable sonrisa “¡Yurba!”, este la reconoció enseguida, era Hilena, la hija de Aregel, “¿¡tú!?...” la mujer borró la sonrisa de su rostro y respondió con sarcasmo a la parca bienvenida del pequeño soldado, “Hola Hilena, tanto tiempo, ¿cómo has estado?”, “debí sospechar, que aquella flecha provenía del arco de una mujer”, “¿de qué hablas?”, respondió Hilena al reproche de Yurba, y luego, apuntándole con la flecha que sostenía en su mano como si fuese un puntero agregó, “salvé tu vida”, “sí, y dos segundos después casi me atraviesas el cráneo”,  la mujer respondió dirigiendo la punta de flecha hacia sí misma, “eso no fue culpa mía, tú te pusiste en frente, además no sé de qué te quejas…” dijo volviendo su puntero hacia Yurba, “…apuesto que todo este barullo ha sido culpa tuya”, dicho esto, se puso de pie y trepó a la cima de la piedra que la cubría para ser vista por aquellos hombres que aguardaban su señal para retirarse. Yurba quiso replicar, como siempre, pero no halló ninguna frase en su mente que lo justificara, por lo que sólo se limitó a murmurar entre dientes palabras ininteligibles mientras se retiraba por donde vino, Hilena le siguió, haciendo una infantil mímesis de la también infantil conducta de Yurba. 


León Faras.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Borracho circunstancial.

Como ahogo tu voz, tu promesa
en esta larga y maldita noche.
Un odio artificial me embarga
creado en una fábula sin moraleja,
para suprimir un amor dilapidado
que ya no es bienvenido por ti.

Solo uno más, hasta que tu rostro
desaparezca del reflejo de mi vaso,
o hasta que se borren tus huellas
aún frescas en mi alma aturdida.
Me detendré cuando tu traición
deje de escupir dentro de mi pecho.

Otro más para intoxicar este amor
antes que se vuelva odio irrefrenable,
o para iluminar este agujero
en el que has sepultado mi dignidad
dejando como lápida una sucia postal
sacada de un motel de mala muerte.

Bebo para tragarme los adjetivos
del diccionario de los despechados,
porque me duele lo que ahora pienso de ti
y para diluir la sangre que emana
oscura y nauseabunda desde la herida
que tu puñal descarado me dejó.

Sólo pienso en naufragar esta noche
en insultar a la luna que me llevó a ti.

Esta noche no volveré a tu lado,
temo que tus recuerdos sean
más fuertes que mis extremidades.
El piadoso y húmedo pavimento
será lecho más acogedor
que tu delicioso e insultante aroma.


León Faras.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Sentimientos torcidos.

La niña duerme, agotada, ausente. En sus sueños está en su cercano hogar, junto a su madre quien prepara la comida  dentro de su querida y destartalada casa de madera, tan difícil de calefaccionar en invierno, mientras ella juega en su patio de tierra sin rejas. Duerme profundamente con los restos resecos de lágrimas en sus mejillas, apretando una muñeca como el último vestigio de lo que se anhela recuperar, en una habitación infantil postiza y contaminada. No oye los golpes en la puerta, tampoco el angustioso ruego de su madre que desesperada le busca, pidiendo una sola noticia que se le niega con veraz cinismo y fingida preocupación. Solo uno de los vecinos miente, pero todos parecen ayudarla. La ridícula sonrisa que aparece en su rostro al cerrar la puerta es reflejo de una vana victoria de su repugnante propósito y turbios sentimientos. Contempla a la pequeña con nerviosa ansiedad, pretendiendo una correspondencia imposible, comprada con chocolates e hipócritas invitaciones en un descuido hecho oportunidad, mientras su mente vaga por torcidos senderos que le regocijan su viciada alma, intoxicada de falsa bondad y sentimientos descompuestos. Se siente seguro, casi como si llevara a cabo un mandato divino, como si fuera capaz de cualquier cosa mientras la niña esté en su poder, como nunca, jamás en toda su vida se a sentido. La niña despierta, recordando sentimientos que solo sus sueños habían logrado diluir, ya no quiere dulces ni juegos ni tampoco seguir oyendo su espantosa voz, él no duda en convertir sus proposiciones en amenazas, en demostrar su enteca superioridad frente a la infante, en imponer sus reglas, pues esta es su victoria ante un pasado que lo atormenta como el buitre a Prometeo.

El grito traspasa, fuerte y agudo las, hasta ese momento, cómplices paredes de reseca madera, el miedo y la angustia lo invaden como si todo el océano se le cerrara encima, le tapa la boca pero no logra silenciar las voces del exterior, los pasos, los golpes en su frágil refugio, la puerta que se abre y las excusas que se le atoran en la garganta sin que tuvieran siquiera una sola oportunidad de salir. Las balas lo atraviesan hasta que el percutor ya solo golpea en vano el metal, esta vez no habrán segundas oportunidades, esta vez cayó quien debía caer.