lunes, 30 de enero de 2012

Como si estuvieras aquí.

No es por ocio. El tiempo disponible, usurpado al descanso y que transformo en lienzo, es reclamado, como una más de tus pertenencias; como una más de mis obligaciones. No es por libido, aunque no niego que llegará, que engaño mis sentidos con un episodio de aire y fantasía, construyéndote con los muchos fragmentos que mi mente guarda de ti, en una forma grácil pero tenaz, hecha de aromas y texturas; sonidos y diálogos. No es por obsesión que anulo mi cordura, que suplanto la realidad, pues si no soy yo, será mi inconsciente quien lo haga, espejo intransigente de mis pretensiones, incapaz de mentir o de callar.

Primero es tu silueta, recreada en un boceto que imita tu forma de desplazarte, una escultura hecha de vaho y remembranzas, tu esencia que flota en la inmensidad de mi imaginación, desnuda de detalles pero hambrienta de existir. Luego son tus aromas, el ancla más fuerte, la raíz que alimenta el árbol de tu recuerdo, de cuyas ramas se desprenden momentos y zonas variadas, impensados recovecos, pasadizos ocultos…de tu aroma nace tu piel y tu cabello, incluso detalles que ignoraba conservar, perfecciones e imperfecciones que no todos conocen. Ya no necesito esfuerzo para crear, la escultura cobra vida.

Los sonidos se me vienen encima en tropel, tu risa y tus pasos; choques y gemidos, palabras sueltas o el humo de tu cigarrillo que expulsas con gracia. Son ellos los que recrean el escenario, la textura que te envuelve, la superficie en que te apoyas, la temperatura y la luz, los colores y las sombras. Sin preguntarte te traigo aquí, sin tocarte te uso por completo, abusando de la estela que has dejado como un ladrón de almas, pero solo de tu alma. No me culpes si recojo las huellas de tus pasos o si me apropio de tu silencio, será solo por un momento, pronto todo se desvanece y la realidad vuelve a caer sobre mí.


León Faras.

jueves, 19 de enero de 2012

Lágrimas de Rimos. Primera parte.

VIII.


El  otero de Cízarin, aquel cerro que domina, solitario, las inagotables llanuras,  no es similar a otros cerros, su forma no es cónica, sino más bien tubular, es decir, su base y su cima son más o menos del mismo diámetro, como si hubiese sido empujado desde abajo. Su circunferencia es tierra y roca desnuda, pacientemente labrada por la erosión, salvo por escasas especies vegetales forzosamente adaptadas para vivir en un ambiente totalmente vertical. Pero su cúspide, se podría decir que es casi por completo una selva, casi, porque aquí fue construida una pequeña porción de la ciudad, la más lujosa y ornamentada, rematada por el no menos impresionante castillo de Cízarin, una construcción rectangular con un amplio patio interior, donde la vegetación nativa convive con un leve y delicado urbanismo, donde se mezclan añosos árboles con senderos pavimentados, finos asientos de piedra con enredaderas atrevidas y vigorosas, trabajadas piletas donde el agua fresca nunca se detiene de correr con pequeños arbustos de tronco torcido y ramaje denso, tierra negra y fértil con losa blanca y acérrima. El palacio cuenta con tres pisos, todos ellos un alarde de artístico lujo, y está fijado sobre una formidable plataforma formada de piedras hábilmente acomodadas que en su parte frontal mide lo mismo que uno de los pisos, y está escoltado por sus características doce torres. La escalera que nace en su entrada se conecta con las partes más altas de la ciudad ubicada a los pies del otero, la cual reposa apoyada en este, como si uno pretendiera sostener al otro. Esta es una de las formas de acceder a la ciudad alta, pero es solo peatonal, para cualquier vehículo es imposible llegar por el frente, para ellos se construyó un firme camino de madera sostenido por vigas, que rodea el otero unas ocho veces en espiral hasta alcanzar la cima por uno de sus costados.

Dos increíbles ruedas de madera giran incesantemente, propulsadas por el infatigable río Jazza, conectadas por un poderoso eje a un complicado mecanismo formado por engranajes que asemejan toscos y desproporcionados timones de barco construidos de durísima madera, los cuales mueven una gigantesca correa provista de tiestos que, luego de sumergirse en las aguas, recogen porciones de estas y las empinan hasta las partes más altas de la ciudad construida sobre el cerro, para depositarlas en una piscina desde la cual, por venas subterráneas, se alimentan las numerosas piletas de la ciudadela, desde donde el selecto grupo de habitantes que vive allí, se provee del vital elemento. Para el resto, cuyo puesto social o económico no les permite morar en las alturas, deben conformarse con los canales que distribuyen el agua en la ciudad baja, o en su defecto, contratar los servicios de la abundante mano de obra que habita los suburbios para que se la traslade al lugar requerido, entre ellos el siempre dispuesto Dan Rivel. Este se desplaza por uno de los callejones de la bella ciudad, rumbo a la arteria principal, el lugar donde el comercio se concentra, siempre en busca de formas de ganar dinero, aunque esta vez su prioridad es otra, desayunar, lo cuál no es problema en Cízarin, una ciudad acostumbrada a recibir visitas, sobre todo caravaneros y comerciantes que después de largos viajes para conseguir y transportar sus productos, llegan con la intención de recuperar sus fuerzas y como hay gran demanda también la oferta ha crecido, pudiendo encontrar locales destinados a colmar cualquiera de las necesidades del hombre y en una variedad inverosímilmente ajustable a casi cualquier presupuesto. La avenida es ancha, con un notable y constante tránsito de personas y vehículos y desemboca en una plaza siempre atestada de gente de todas las condiciones preocupadas todas ellas de hacer una de dos cosas, comprar o vender algo. Por todas partes hay vendedores tanto establecidos como ambulantes, que con estridencia se hacen escuchar por sobre el omnipresente alboroto, pudiendo encontrar casi cualquier producto o servicio que se necesite, desde lo más básico a lo más exclusivo o desde lo más módico a lo más opulento. La constante presencia de soldados patrullando a caballo y a pie, hace que las transacciones se realicen con cierta confianza, además de la existencia de un grueso poste erguido en medio de la plaza en el cual, de tanto en tanto, aparece algún pobre infeliz atado a este de incomodísima forma, de rodillas con una corta  cadena sujeta desde una estaca en el suelo al cuello y los brazos atados a la espalda por una cuerda dirigida a la punta del poste que es forzada levemente hasta producir un pequeño pero constante dolor en los hombros, a pleno sol y a vista y paciencia de todo el mundo, castigo que puede durar varios días dependiendo de la gravedad del delito o de las influencias del afectado y que durante el cual, el condenado no recibe ningún tipo de ayuda o suministro. El respetado poste tiene capacidad para castigar a cuatro hombres a la vez, aunque rara vez es utilizado en su totalidad, su sola presencia es suficiente para desincentivar a los más desesperados o más estúpidos, porque el trabajo en Cízarin, no es problema. Todo esto es parte de la política de Cízarin, enfocada a mantenerse como el paraíso del comercio, donde puedan moverse con seguridad las riquezas de los visitantes y mantener la particular forma de vida de su realeza.

Dan Rivel se detiene frente a un estrecho y largo local de comida rápida y barata, cuyo dueño conoce hace mucho. Apetitosos vapores escapan del lugar, atravesando la grasienta celosía sobre el dintel, vapores que impacientan el sistema digestivo del joven carretero y que compiten en el ambiente con los perfumes que emanan del local contiguo, una casona de dos pisos que refleja una innegable pujanza económica, y un notable gusto enfocado a satisfacer los sentidos, un prostíbulo, cuya calidad se evidencia no solo en la fachada del edificio, sino también en el hecho de que las mujeres no están a la vista, de hecho, el primer piso carece de ventanas en su frente y la única entrada da de inmediato con una escalera que conduce al segundo piso, cualidad estructural muy popular en este tipo de locales, es decir, mientras menos categoría tenga el burdel, más expuestas están las mujeres que ahí trabajan, hasta llegar a aquellas que ofrecen sus servicios directamente en la calle.

A esa hora de la mañana la clientela es escasa, por lo que encontrar un buen sitio en aquel estrecho lugar es fácil. La comida no puede jactarse de ser nutritiva o equilibrada pero algo sí puede asegurar, que las tripas no volverán a protestar hasta dentro de un buen rato, y para Dan, eso es todo lo que cuenta. Al cabo de una corta espera, una tortilla horneada y rellena con una indescifrable y humeante mezcla de ingredientes fritos pero de un aroma innegablemente apetitoso, aterriza frente al hambriento carretero, este, luego de sobarse las manos con una sonrisa de satisfacción, la agarra con cuidado, como si temiera despedazarla, y se la acerca a la boca, abierta más allá de las capacidades naturales de esta, pero en el momento en que sus salivosas mandíbulas se iban a cerrar, una mujer de mediana edad aparece en la puerta del establecimiento y se dirige al dueño de este, “Disculpe señor, ¿Quién es el dueño de la carreta que está afuera?” dijo, apuntando el vehículo de Dan, el  hombre, sin decir palabra y sin quitarle la vista de encima a la mujer apuntó a su lado, al delgado y desgarbado hombre que trataba de masticar un enorme y jugoso trozo de tortilla, Dan depositó amorosamente su desayuno en su plato y le hizo señas a la recién llegada apuntándose a si mismo y limpiándose con la otra mano el aceitoso líquido que le brotaba por las comisuras, esforzándose notoriamente por tragar, Rivel se acercó a la mujer, esta tenía el aspecto de una campesina pero vestía bastante bien, era posible que tuviera un negocio y que le estaba yendo muy bien o que trabajara para alguien que le iba aún mejor, una de las cejas de la mujer se levanto involuntariamente al ver al carretero, quien llegó mostrando una amplia sonrisa, la mujer, sin sonreír, también mostró sus dientes pero apuntándose uno de sus incisivos, dándole a entender al joven que traía algo pegado a los suyos, Dan se los limpió, pero no volvió a sonreír, “Necesito que haga un trabajo para mí, ¿cree que pueda trasladar algunas cosas al castillo?”, la mujer ya no mostraba la misma amabilidad que cuando llegó, “¿Quiere que vaya con mi carreta a la ciudad alta?, tardaré toda la mañana en llegar allá”, “no le estoy pidiendo que vaya gratis, además si no puede buscaré a alguien que pueda”, la mujer dio media vuelta amenazando con marcharse pero Dan la detuvo, tocando levemente uno de los brazos de esta pero retirando su mano de inmediato, la mujer se dirigió una mirada a su manga como si un insecto hubiese hecho caca en su ropa, luego miró los aún aceitosos dedos del hombre, este, con una incomoda sonrisa, oculto sus manos tras de si, “disculpe, no, no, si claro que puedo, yo puedo trasladar lo que usted quiera adonde usted me lo pida, es solo que es un viaje largo y casi completamente de subida, ¿me entiende?, le saldrá un poco más  caro que…” Dan trataba de justificarse, para obtener un buen precio por su trabajo, “no se preocupe, son suministros para el castillo, se le pagará bien, si eso es todo lo que le preocupa, pero necesito que salgamos lo antes posible, ahora mismo” “sí, sí, por supuesto” Dan se dirigió rápidamente en busca de su desayuno para llevárselo consigo, dejó unas monedas sobre el mostrador y salió nuevamente, diligentemente montó en su carreta y le tendió una mano a la mujer para ayudarla a subir, pero esta le dio una mirada como si el hombre quisiera hacerle una broma de mal gusto, por lo que Dan solo se limitó a mirar hacia el frente, incómodo y esperar pacientemente a que su acompañante se instalara a su  lado por sus propios medios.




León Faras.

viernes, 13 de enero de 2012

Autopsia. Primera parte.

V


La penumbra se apoderaba rápidamente del pesado ambiente dentro de la casa de Horacio Ballesteros, contenida a duras penas por las escasas lumbres separadas como las primeras estrellas del ocaso. El cuerpo de Domingo aún permanecía sobre la mesa emulando una grotesca pieza de museo, su madre, en la sala de estar, se recupera de la impresión, pero no de la angustia, bebiendo agua con azúcar que María, el ama de llaves, le había traído, junto a ella el padre del muchacho se acicala el bigote una y otra vez sin entender del todo, por qué el cuerpo de su hijo guardaba un bebe en sus tripas. Él prefirió un whisky.

Para el médico, el enterarse de que su hija estaba embarazada había sido como un balde de agua fría, seguramente su largo bagaje en medicina ya le habría hecho notar tal estado en su hija, a pesar que recién se hacían evidentes los cambios en el cuerpo de Elena, sin embargo, si no lo había hecho aún, era simplemente porque no había querido verlo y la muchacha tampoco se lo había comunicado, más que nada porque no estaba segura de lo que le sucedía y una vez que estuvo, decidió hacerlo después de confesarse ante Dios. El padre Benigno, ya no dudaba de la confesión de la muchacha, es más, estaba convencido de que aquel embarazo provenía de los mismos sucesos anormales que habían engendrado un bebe en un cadáver, primero, y en un varón, en segundo lugar, y que ahora aquella aberración, cómo él había comenzado a llamarle, había obrado en el cuerpo de una mujer casta, lo cual el médico contradecía firmemente, “Eso no es posible, Benigno, ella no pasó por el calvario que sufrieron Isabel y Domingo”, para el sacerdote el argumento del doctor era increíblemente testarudo, “Dígame Horacio, ¿cómo está seguro que aquel calvario y el embarazo se relacionan?, después de todo, Domingo se recuperó de él, sin que aquello evitara que esa criatura apareciera en su interior”, el doctor no podía asegurar esa relación, pero buscó que su respuesta sonara convincente, “Pues es un hecho que ambos embarazos aparecieron de forma inequívoca, precedidos de los mismos síntomas”, el cura era un hombre culto, inteligente dentro de sus creencias, y que detectaba fácilmente la endeble base en la respuesta del doctor Ballesteros, “acaso insinúa que Elena miente, Horacio”, la muchacha intervino con vehemente angustia, el alivio que había sentido al saber que el sacerdote creía en su testimonio, ahora era puesto en duda por su propio padre, “¡no padre, no, yo te juro que no he estado con ningún hombre, te lo juro!”, Ballesteros se sintió de pronto atrapado, eso no era lo que había querido decir y ahora sentía que perdía credibilidad, “te creo hija, dijo acariciándole la mejilla con dulzura, te creo, de seguro hay una explicación para esto..”, Elena se puso repentinamente seria y tomó la mano de su padre entre las suyas, “quiero que me lo saques, no quiero esa cosa en mi interior”, el doctor palideció notoriamente, “no puedo hacer eso…”, “Padre, por favor, esa criatura es impura, ¡no la quiero!, ¡tienes que ayudarme!, ¡tienes qué sacarla!”, el doctor se negaba con toda la ternura que podía, “no me pidas eso hija, no puedo hacerlo”, el cura observaba la escena en silencio, pero con creciente suspicacia ante la tozudez del médico, “Padre…”, dijo Elena con una sonrisa forzada, queriendo mostrar convicción, “…no sentiré nada, puedes dormirme, lo has hecho antes, no sentiré nada”. Los ojos del doctor se humedecieron inexplicablemente y guardó silencio, la muchacha lo miró extrañada, su padre no era un hombre sentimental. Benigno decidió intervenir, “¿por qué no puede Horacio?”, el doctor tenía una mirada suplicante que no logró conmover al cura, “dígame, usted es médico, ¿por qué se niega a operar a su hija?”, el doctor susurro un “no puedo” apenas audible, el cura insistió intrigado, “¿por qué no puede?, ¿tiene una razón, no?, dígame porque no” el médico contenía visiblemente el llanto acorralado ante la presión del cura, “¿qué es lo que oculta Horacio?, usted debe ayudar a su hija, ¡usted es médico por Dios!”, el doctor apenas hablaba al borde del llanto, negaba con la cabeza mirando con angustia al cura y a su hija, hasta que su resistencia se rompió en mil pedazos, dejando escapar un llanto amargo y doloroso, que ocultó inútilmente tapándose la cara con ambas manos, Elena no podía creer lo que veía, el sacerdote se enderezó respirando hondo, con una expresión que fácilmente se podía interpretar como asco, “fue usted…”, dictaminó con seguridad, lo que consiguió que el llanto del médico se volviera más contundente, Elena retrocedió tapándose la boca consternada al ver que su padre solo lloraba. El cura esperaba una negación que no llegó, por lo que insistió en confirmarlo, tomó al médico por las solapas con rudeza y lo zamarreó, “fue usted verdad, ¡dígalo!, usted embarazó a su hija”, Horacio se mostraba indefenso como un muñeco, solo atinó a pedir perdón con su rostro bañado entre lágrimas, saliva y mocos. Benigno, en cambio mostraba ira, “¡Dígalo Horacio, usted fue, esa criatura es suya!, ¡dígalo por Dios!”, el doctor le dirigió una larga mirada de angustia que el sacerdote respondió con sincera rabia, para finalmente admitirlo, “sí…”, entonces Benigno lo soltó, y el doctor cayó al piso llorando con el rostro cubierto con sus manos y repitiendo sin cesar, “perdón… perdón… perdón…”. Elena salió corriendo con intención de irse lejos, pero fue atajada por María, quien la abrazó y se la llevo a la cocina para tranquilizarla.

El doctor Horacio Ballesteros, salía de su casa detrás del cadáver de Domingo, llevando toscos pero firmes grilletes en sus muñecas y tobillos rumbo al coche-celda que le esperaba en la puerta de su casa, solo de reojo observó a su hija, quien sin mirarle, esperaba en el carruaje del cura a que fuera llevada lejos de allí, sin importarle mucho si era a un convento, un claustro o monasterio. El padre de Domingo permanecía junto al sacerdote, “Siempre me pareció un buen hombre el doctor Ballesteros… estoy francamente aturdido por los hechos…”, “El alma de los hombres es un misterio ante los ojos de los mortales”, respondió el cura con gravedad, el hombre a su lado asintió serio, y agregó, “Dígame padre, ¿Qué piensa de aquella criatura hallada en el cuerpo de mi hijo?”, “Sin duda aquello no es más que un montaje, creado por Horacio para explicar, llegado el momento, el réprobo embarazo que le provocó a su propia hija, drogándola, ciertamente, no se esperaba que la muchacha recurriera a Dios antes que a él”, el padre de Domingo volvió a asentir.


Un par de días después, María, la ama de llaves del doctor, pasaba a entregarle las llaves de la casa al sacerdote, había tomado la sabia decisión de visitar por algunos días a su familia, especialmente a su hermana Berta a quien no había visto en años, al cura sólo le quedó desearle un buen viaje.

Fin de la primera parte.


León Faras.

miércoles, 11 de enero de 2012

Autopsia. Primera parte.

IV.


“Me equivoqué… esto... no es una enfermedad…estaba equivocado, esto no puede ser una enfermedad…”

El añoso y atormentado tronco del sauce que enjuagaba las puntas de sus ramas en el pequeño lago de la ciudad, anidaba en uno de sus recovecos una pareja de pequeños y orondos cactus, con sus espinas blancas aplastadas, que crecían en apenas un puñado de tierra inerte, y que Elena visitaba en sus paseos para cerciorarse de que siguieran ahí. La muchacha llevaba buen rato sentada en la agreste banca de madera junto al viejo árbol desde su salida de la iglesia, buscando paz para su mente en las tranquilas aguas, en la barcaza destrozada a la orilla de estas y en los numerosos patos, que indiferentes llevaban a cabo sus actividades naturales sin prestar atención a su tristeza. Las palabras del padre Benigno se repetían en su mente como un inclemente eco que la hacía angustiarse, provocándole un sincero temor por su alma, ella no había hecho nada malo, lo sabía, pero eso no la hacía sentirse mejor. La suave pero fresca brisa del atardecer estival la hizo incorporarse, con un suspiro se puso de pie, ya era hora de regresar a casa.

Un carruaje lujoso y lustrosamente negro estaba detenido frente a la puerta del doctor Ballesteros cuando Elena llegaba, una silueta enorme e igualmente oscura permanecía erguida ahí, esperando ser atendida. La muchacha la reconoció en seguida y con ello, se evaporó la escasa tranquilidad que había conseguido. “Padre Benigno, ¿qué hace usted aquí?”, pregunto con humildad, el cura le dirigió una mirada sin cambiar su adusta expresión, “Vengo a hablar con tu padre” dijo, y volvió la vista hacia la puerta que en ese momento se abría. El sacerdote entró con la autoridad que su investidura le daba, detrás de él, un hombre maduro que abrazaba a una mujer de mediana edad, ambos vestidos de riguroso luto, entraron a la casa del doctor ante la vista impávida de Elena y del ama de llaves quien se secaba las manos en su delantal, mientras le informaba que el doctor estaba ocupado trabajando, “Dígale que necesito hablar con él ahora”. Elena, sin prestar demasiada atención a las intenciones del cura, se dirigió rápido al estudio de su padre. Entró y cerró la puerta. Lo encontró vaciando agua en un lavatorio, tenía sus manos totalmente ensangrentadas y el rostro marcadamente contrariado, tanto que su saludo sonó carente de todo interés, antes de que la muchacha hablara, la puerta comenzó a ser golpeada con insistencia, Elena le informó de quien había llegado a su padre, quien respondió con un desgano que más parecía profundo agotamiento, como quien a sido derrotado después de una larga y dura batalla, “Abre la puerta, lo estaba esperando”.

Elena abrió la puerta protegiéndose tras ella y el cura entró a la habitación con la vista fija en el doctor, que en ese momento se secaba las manos en una toalla blanca, manchada con un rojo diluido. “Este lugar huele a matadero”, “Buenas tardes, Benigno”, el médico se defendió con sarcasmo, jamás usaba el título de “Padre” con el cura, como este nunca le llamaba “Doctor”, entre ellos existía la misma rivalidad que siempre ha existido entre la ciencia y la religión. “Vengo por el cuerpo de Domingo, el alma del muchacho sufre el más insondable dolor de los condenados por el más reprochable de los pecados, el suicidio, y necesita cristiana sepultura, además de todo lo que esté en nuestras manos para atenuar su terrible sufrimiento”, dicho esto, reparó en el frasco que contenía el feto extraído del cadáver de Isabel y agregó “¿cuantos seres humanos mantiene en este lugar? No se da cuenta que son hijos de Dios” el médico miró de reojo el frasco, “dudo mucho que aquello sea un hijo de Dios”. Los padres de Domingo, que permanecían detrás del cura, eran bastante acomodados y generosos con la iglesia, lo que obligaba al sacerdote a usar cierta vehemencia en su causa, “sin embargo, el doctor respondió con cansancio en sus palabras, no creo que Domingo tenga más sufrimiento del que ya padeció en vida”, “Las espinas de este mundo no encuentran comparación en los tormentos eternos del infierno, Horacio, ¿dónde tiene el cuerpo?”, el doctor se le acercó al sacerdote y tuvo que inclinar levemente la cabeza hacia arriba para mirarlo a los ojos, “¿Sabe usted por qué se quitó la vida?”, el cura permaneció inmutable, “la locura descarrila las buenas almas, cegándolas…” el médico le interrumpió, cansado de oír argumentos Bíblicos “¿Quiere saber por qué enloqueció Domingo hasta el punto de colgarse de una viga?”, “¿y acaso usted me va a responder eso?”, aquel desafío del cura era lo que Ballesteros esperaba. Retrocedió hasta el fondo del cuarto, donde una cortina ocultaba su mesa de trabajo, y la corrió de un tirón. Todos guardaron silencio, solo se oyó una sonora aspiración de sorpresa que hizo el cura y el golpe seco en el suelo del cuerpo de la madre de Domingo al desmayarse, pero nadie se movió de su posición. “En el nombre de Jesucristo, ¿qué ha hecho?”. Sobre la mesa del doctor, yacía el cuerpo de Domingo recostado desnudo, una tela le cubría la cara y otra los genitales, su tronco estaba abierto de par en par, dejando ver las paredes internas, donde las limpias costillas resaltaban entre la carne rojiza con vetas blancas de grasa, dos ensangrentadas palanganas de loza a su lado contenían, una, una buena cantidad de los órganos que el doctor había retirado, y la otra, varias herramientas quirúrgicas sumergidas en un agua que había adoptado un atractivo tono rojo, el cura se acercó persignándose con una lentitud aturdida, “¿Cómo puede profanar un cuerpo de esta manera, como si fuera un animal?”, el médico se le acercó sin hablar señalando algo en el interior del cadáver, una bolsa de pellejo, como un melón grande, el sacerdote miró de cerca “¿Qué es lo que tiene dentro del estómago?”, “no es el estómago, ya lo extraje, aquello es una especie de formación celular totalmente anormal adherida al intestino” el doctor cogió una pinza y abrió la bolsa ya rasgada de antemano, el padre Benigno se llevó una mano a la boca y retrocedió consternado “…un bebé…”, “¿aún cree que aquello es un hijo de Dios?, esto que el muchacho sentía en su interior, fue lo que al final lo obligó a matarse”, el cura trataba de meditar, “ese niño… el del frasco… ¿de donde lo sacó?” el Padre había cambiado totalmente su tono desafiante y se mostraba desarmado, con lo que el médico adquirió cierta autoridad sobre la situación, “del cadáver en descomposición de Isabel Vázquez”, el sacerdote había perdido sus fuerzas, sudaba, “Dios mío, le reprocharía esa exhumación clandestina, si no fuera por lo que estoy viendo” luego bajó la vista y se llevó la mano a la frente unos segundos y agregó, “Dios nos proteja de aquello que está intentando venir al mundo”, esas últimas palabras lo hicieron reflexionar, algo apareció en su mente y buscó con la vista a Elena quien se mantenía en el mismo sitio junto a la puerta, y se le acercó “Tú, hija mía, no mentías…en el confesionario, no estabas mintiendo…”


León Faras.

miércoles, 4 de enero de 2012

Autopsia, Primera parte.

III.


-Ave María purísima.
-Sin pecado concebida, bendígame Padre, porque he pecado.

Para el severo padre Benigno, cuyo nombre contrastaba con su aspecto iracundo y su carácter dominante, resultó alarmante el saber que una señorita tan respetable y educada como la hija del doctor Ballesteros estuviera embarazada sin antes haber contraído el sagrado vínculo del matrimonio, pero que ella desconociera quién era el padre de la criatura, era simplemente inconcebible, “Hija mía, tu alma tambalea entre las fauces del averno, has caído en el execrable pecado de la carne y su marca permanecerá imperecedera. Tal vez encuentres consuelo en la infinita misericordia de Dios, entregando tu vida al claustro y la penitencia para aspirar a un perdón que yo no te puedo conceder”. Elena se sentía sumamente afligida y las palabras del sacerdote solo aumentaron su desconsuelo. Sus ojos se llenaron de lágrimas. “Padre...", tomó una bocanada de aire para deshacer el nudo en su garganta, "...le aseguro que yo no he conocido varón…”, el cura abrió los ojos indignado mirando a través de la celosía el rostro inclinado y velado de la joven, “¿Qué estás diciendo muchacha?, ¡acaso quieres condenarte!, ¿cómo te atreves a compararte con la santísima Virgen?”, Elena se apretaba la boca y la nariz con la mano, conteniendo el inminente llanto. Al cerrar los ojos, las lágrimas fueron obligadas a correr por sus mejillas, “Padre… por favor… usted tiene que creerme, yo no he estado con ningún hombre…yo…” un vacío producido por el llanto le impidió seguir hablando. El padre Benigno le miraba con cierto desprecio en el rostro, le indignaban aquellos que luego de haber atentado contra el amor de Dios sin remordimientos, recurrían a él arrepentidos, buscando solo calmar su atribulada conciencia, “Te lo preguntaré solo una vez más niña, y recuerda que no me hablas a mi, si no al Padre eterno, ¿Cómo ocurrió tu embarazo?”, la muchacha ya tenía empapado su hermoso pañuelo “…no lo sé”, respondió con un hilo de voz, luego oyó la puerta del confesionario abrirse y los pasos del sacerdote que se alejaban, entonces su llanto se desató ya sin consuelo.

“Domingo había sanado…”, se repetía mentalmente el Dr. Ballesteros con la vista fija en el frasco de vidrio que contenía el feto que había extraído del cuerpo de Isabel, pero se lo repetía con la intención de responderse cómo había sucedido aquello, pues él nunca consiguió siquiera una mejoría, simplemente la enfermedad había desaparecido, y el muchacho, a diferencia de Isabel, la había soportado, aunque dejándole graves consecuencias mentales, como si hubiese sufrido lo insufrible. “¿Qué tienes que ver tú en todo esto?”, le susurró al maltrecho cuerpecito suspendido en alcohol que permanecía en sus manos, “¿Acaso puedes ser tú responsable de…?" La puerta de su estudio se abrió con timidez, interrumpiendo sus pensamientos, un trozo del generoso cuerpo de su ama de llaves se asomó con un telegrama en la mano, el médico se puso de pie y la invitó a acercarse. Lo leyó. Murmuró algo para si, y tomó su abrigo, antes de salir se dirigió a su empleada “Cuando Elena regrese, dígale que me espere aquí, necesitaré su ayuda.”

La bandeja sonó estrepitosamente al chocar contra las baldosas del sanatorio esparramando el desayuno de Domingo Montenegro por el estrecho pasillo de la habitación. Uno de los locos que estaba presente se tapó los oídos con desesperación y comenzó a golpearse contra la cama, otro, jugaba ensimismado con el cuerpo suspendido de Domingo, quien pendía exánime colgado del cuello de una de las vigas junto a su cama.

Cuando el doctor Ballesteros entró a las instalaciones del manicomio, el director le esperaba en su oficina, en uno de los rincones de esta, una enfermera soltaba los últimos sollozos de lo parecía haber sido un largo llanto, sosteniendo en una mano un pañuelo y en la otra un vaso ya vacío. El director, un hombre calvo, de gafas redondas y barba ermitaña le apretó la mano con rudeza, “Dr. Ballesteros, qué bueno que recibió mi telegrama, usted me pidió que le informara sobre cualquier cambio en la salud física del paciente Domingo Montenegro”, dijo con cierto acento extranjero en su hablar, el recién llegado mostraba ansiedad, “Sí, sí, dígame, le pasó algo a él”, el siquiatra sentía que le había generado una preocupación sin necesidad, “Sí, bueno, no sé si sea relevante para usted, pero esta mañana fue encontrado muerto por la enfermera” dijo, señalando a la mujer del rincón, quien reanudó su llanto al ser aludida. Ballesteros ni la miró “Por supuesto que es relevante doctor, tal vez la mejoría solo fue aparente y la enfermedad continuó en silencio hasta matarlo, como a mi paciente anterior”, el siquiatra soltó una risa torpe y nerviosa, le costaba ser claro en ciertas ocasiones “No doctor, el deceso se produjo debido a un suicidio, el paciente se colgó del cuello”, el médico se llevó un puño a la boca consternado, luego inhaló profundamente por la nariz, “Me gustaría llevarme el cuerpo, hay ciertos exámenes que quisiera realizarle”, “no sé si eso sea factible, la familia ya fue notificada”, “Puede decirles que Domingo padeció una enfermedad que muy probablemente fue contagiada de su prometida, Isabel Vásquez. Solo necesito confirmar que no hay riesgo de contagio para nadie más, estamos hablando de una enfermedad desconocida y con riesgo de muerte”, el siquiatra pareció entender “bien pero…cuanto tiempo cree usted que tardarán dichos exámenes” el doctor Ballesteros se sintió satisfecho, el cuerpo de Domingo podría otorgarle nuevos datos sobre la rara enfermedad que parecía haber descubierto, “no tardaré más de veinticuatro horas”.


León Faras.