miércoles, 29 de agosto de 2012

Adrián, su amante y su otra amante.

“Tome asiento, cuénteme, ¿en qué lo puedo ayudar?” dijo la psicóloga, mujer atractiva, de pelo corto, rojizo teñido y un par de cristales delante de los ojos que le sentaban muy bien, “mi problema doctora, es que tengo dos amantes, mujeres, ambas” respondió Adrián, un hombre que no llegaba a los cuarenta, de actitud seria y personalidad sensata, vestimenta informal y barba de un par de días. La doctora le miró con una expresión más de mujer que de profesional, “¿quiere decir que engaña a su esposa con dos amantes?”, “no, no tengo esposa, ni siquiera una pareja estable, solo dos amantes”, la leve indignación desapareció del rostro de la mujer cambiada por la seriedad de quien se siente que juegan con su inteligencia “eso no es posible, una de ellas debe ser su pareja y la otra su amante…o es que, añadió dándose golpecitos con el lápiz en el mentón, ¿ellas sí tienen pareja estable?...en ese caso, usted sería amante de ellas y no al revés”, “bueno, respondió Adrián dispuesto a darse a entender con claridad, una de ellas, Mariana, tiene otra pareja, aunque no estable y menos antigua que yo, por decirlo así” la doctora hizo un par de anotaciones en su cuaderno y continuó, “a ver, usted tiene una amante que a su vez tiene otro amante- Adrián asintió, -y me dice que la segunda amante suya… -“Irene”, informó Adrián- Irene, no tiene ninguna relación sentimental con nadie más que usted, ¿correcto?”, el hombre volvió a asentir, la psicóloga continuó, “entonces Irene es su pareja, a la cual usted engaña con Mariana” el hombre se rascó la nuca y continuó con la misma voz clara y pausada “Irene no es mi pareja y yo no la engaño, ella sabe de Mariana, porque ella apareció cuando Mariana ya era mi amante desde hace mucho tiempo, muchos años” la doctora parecía interesada, “entonces, Mariana es su pareja, solo que siguen juntos a pesar de que ambos tienen segundas relaciones” la doctora comenzaba a ver las cosas con claridad, Adrián no, “pero doctora, Mariana es de Santa Gracia, nos conocimos un día que vino a esta ciudad, pasamos una buena noche, terminamos en la cama y luego ella debió volver, aunque siempre nos mantuvimos en contacto. Cada cierto tiempo nos juntamos, pasamos nuevamente una buena noche y nos volvemos a separar, ¿cree usted que esa es una relación de pareja?” la psicóloga volvió a dudar “y qué me dice de Irene, ¿también la ve esporádicamente?” Adrián respiró profundamente, “Irene es una chica de la ciudad, ella trabajaba en un negocio que yo frecuentaba a menudo, solo eso, ¿entiende?, siempre nos veíamos e intercambiábamos algunas palabras sin ser amigos ni nada, ella se casó, duro solo un año y su matrimonio se fue al traste. Un día nos topamos por ahí, como nos habíamos visto muchas veces nos saludamos, el saludo dio paso a una pequeña conversación, la conversación a una salida a un bar, ella me contó su historia y yo la mía, y de ahí comenzamos a frecuentarnos, hasta que se convirtió en mi amante. Con el fracaso de su matrimonio ella no está interesada en una relación seria, y aunque podría buscarse otra pareja si quisiera, dice que no quiere ser la “otra” también de alguien más…” 

La doctora se tiró hacia atrás en su asiento y comenzó a hacerlo girar levemente de un lado a otro con algo de asombro, “pues, bastante curiosa su situación, veo bien difícil que pueda tener una relación seria teniendo ya, dos amantes” Adrián también se dejó caer en su asiento, “pues por eso estoy aquí”. 


 León Faras.

sábado, 25 de agosto de 2012

La Prisionera y la Reina. Capítulo uno.

V.

La noche que recién se insinuaba era fría y húmeda, los árboles desnudos se resignaban a recibir la espesa y envolvente neblina una vez más. La comitiva de tres carruajes, los cuales eran de un lujo evidente, pero anticuado y deteriorado, como los residuos de un pasado mejor que se mostraba imposible de emular, se desplazaba lentamente para no maltratar la preciada carga que llevaban ni a sus pasajeros, el camino era angosto y el cortejo debió detenerse, un nutrido grupo de encapuchados cruzaba el sendero en ese momento impidiendo el paso, eran místicos, fácilmente reconocibles por sus túnicas color café oscuro y por su piel color violeta, el grupo que no cesaba de pasar en realidad podía ser solo uno, una docena o una centena, era imposible saberlo, la ilusión era el más pequeño y fácil de sus trucos. Uno de ellos salió del grupo y le estiró su mano morada al cochero del primer carruaje, este sacó un par de monedas de buen valor y se las dio, negarle la limosna a un místico no era usual ni recomendable, el encapuchado hizo una reverencia de agradecimiento que el cochero se apresuró a imitar y se volvió a unir al grupo, el cual en ese mismo momento dejaba de bloquear el camino. 

El hedor pestilente anunciaba que la vasta ciénaga que rodea el palacio del semi-demonio Dágaro, estaba cerca, un extenso pantano de aguas podridas habitado solo por insectos y enfermedades, saturada de cadáveres de animales y humanos y de criaturas mitad de uno y mitad del otro, que imprudentemente se habían aventurado en ese lugar inhabitable y que ahora solo contribuían a generar más infecta podredumbre, un lugar repugnante para cualquiera, menos para los habitantes del palacio, para aquellos, aquel lugar no podría ser mejor, pues ninguno que se mantuviera bien en ese ambiente durante un periodo de tiempo razonable podría ser calificado completamente como humano, Rávaro lo sabía, y el hecho de acercarse a ese lugar ya le revolvía el estómago y le hacía doler la cabeza, pero dentro de su malestar se sentía bien, muy bien, aquel era día de tributos, era el día en que llevaría a cabo su plan, el día en que le entregaría a su hermano la criatura como ofrenda para que acabara con él como lo había hecho con el inútil de Daigo. 

El palacio del semi-demonio Dágaro, era una estructura imponentemente alta y de terminaciones afiladas, hermosa dentro de su diseño siniestro y descuidado, como una mujer bella pero sucia y vestida con harapos, construido por manos hábiles y prolijas. Estaba custodiado por un número indeterminado de guardias, seres que alguna vez fueron humanos, pero que ahora solo quedaban sus corrompidos espíritus, instalados mágicamente dentro de armaduras relucientes, de las cuales, por cada hendidura y rendija emanaba un inquietante vapor de color negro. Seres que de seguro preferían servir en ese lugar, a seguir purgando sus condenas en el sitio de donde habían sido arrancados.


León Faras.

viernes, 24 de agosto de 2012

Relato erótico. Dos.

Domingo.

Café frío. (1/2)

No te sentí llegar anoche, me hubiese quedado otro rato contigo, pero estaba perdiendo mi batalla contra el sueño y el agotamiento y no había más remedio que buscar la cama. Lo cierto es que cuando desperté estaba tu cuerpo, no sé si consciente o inconscientemente, perfectamente amoldado a la cavidad interna que dejaba el mío, aún dormías plácidamente y al parecer no estaba dentro de tus planes más próximos despertarte. Yo a esas alturas ya tenía más que completa mi cuota de horas de sueño, por lo que quedarme ahí, a tu lado, como cierta parte de mi cerebro sugería insistentemente, iba a acabar cortando tu descanso antes de tiempo, así es que lo mejor era salir con cautela, meterme dentro de un pantalón deportivo y salir de ahí como un gato. En poco tiempo ya tenía mi agua caliente y amarga, lista para beber mi poco nutritivo desayuno de fin de semana, ese que por más que lo pruebas no termina de convencerte. Arrastré la alfombra para sentarme en el suelo junto al librero, la iluminación es excelente por la mañana y tomé uno de tus libros, de esos de los que me has hablado tantas veces en largos paseos sin rumbo o en esos momentos en que al finalizar el día compartimos un reducido espacio de simple compañía. Apoyado en la pared lo abro en cualquier página, sabes que no correrán ningún peligro en mis manos, leo párrafos y me salto páginas, internándome en situaciones inconexas como un sueño, saboreando el amargor de mi bebida en la vida de personajes ficticios. 

 El aroma del café te precede como las golondrinas preceden la primavera, no necesito verte para saber que estás ahí, como tú no necesitas buscarme para encontrarme, llegas con un tazón humeante en las manos y yo devuelvo el libro a su lugar para que te respaldes en mí. Sentados ahí, el aroma de tu cabello se mescla con el del café demasiado caliente para beberlo, el espacio que ocupamos en la alfombra se reduce cuando pegamos nuestros cuerpos, hablamos trivialidades con la mente puesta en el calor que se transmite de uno al otro, en el roce de texturas, en las inocentes caricias que no son otra cosa que un llamado del inconsciente, una insinuación de un deseo siempre pendiente, de una deuda al instinto que nunca termina de pagarse. 

Mi mano recorre tu espalda de arriba abajo solo con las yemas de los dedos en lenta distracción nacida de la costumbre, como un mecanismo que automáticamente se pone en marcha al tenerte cerca, luego tu mano en mi rostro, las bocas se atraen, las lenguas se tocan, se invaden, profanándose mutuamente en sus tibias moradas. Apenas y se separan para que tú te vuelvas hacia mí, cruzando una pierna por encima de las mías y descansando tu peso sobre ellas, tus manos sujetan con fuerza mi cabeza, como si pretendiera zafarme, las mías tu cadera, como si temiera caer, desde ahí resbalan a tu cintura y ascienden con firmeza y ansiedad controlada, arrastrando lo que encuentran a su paso para volver a caer por tu espalda hasta el final, nuestros cuerpos se empalman, provocando conscientemente deliciosa fricción, que embelesa y desespera por igual. Mientras recorro tus muslos, tus manos llegan a la pretina de mi pantalón, la sujetas y te arrastras hacia atrás llevándotelos contigo, te ayudo alivianando el peso de mi cuerpo para que lo consigas, luego tu aliento llega a mi entrepierna, tus manos allanan el camino que tu lengua y tus labios han de seguir, te quedas ahí por un rato, mientras yo siento el calor y humedad de tu boca, tu movimiento calculado que no precipita ni apresura, la cálida presión que envuelve y se desliza con suavidad, variando la cadencia a tu antojo, subiendo y bajando en esa altruista labor de entregar satisfacción al otro, pero este no es un propósito, si no un paso, y pronto posas tus labios en la periferia de mi ombligo, en mi estómago, recorriéndome en cortos y rápidos saltitos que buscan mis labios. Los encuentras, entonces nos levantamos hasta quedar ambos erguidos sobre nuestras rodillas, mis manos buscan desprenderte de la ropa que te cubre bajo la cintura, y tú me lo intentas facilitar pero te encuentras arrinconada contra ese antiguo mueble del que nunca nos deshicimos y cuya utilidad, siempre pusimos en duda. Solo te queda una salida y es hacia arriba, entonces te pones de pie, y yo de rodillas aún me comporto poco delicado con esas prendas que ya estorban. Mis besos son atropellados pero más prolongados de lo normal mientras tu ropa cae por tus piernas. Tu vientre, tus muslos, tu pubis pasan por mis húmedos labios en besos precedidos de un marcado roce de mi lengua, que se acercan y se alejan expectantes, de aquella hendidura donde tu cuerpo se bifurca, mientras mis manos intentan abarcar más de lo que la naturaleza les permite, sientes mi respiración agitada sobre tu piel, reflejo de lo anhelante que se vuelve un apetito y lo vertiginoso de saciarlo. De pronto todo el tiempo del mundo parece que se agota, los objetivos y prioridades se reducen a solo uno, de ahí en adelante nuestro acto se vuelve una caída libre donde no se puede evitar llegar al final por el camino más corto. 

Quizá sea por el instinto que los movimientos ya no son del todo conscientes, que la mente parece moverse más rápido, que la inercia obra sobre nosotros, pero me encuentro de pie frente a tu espalda, tus manos se aferran al mueble que hasta hace solo un rato parecía incapaz de prestar ningún servicio valorable, me apego a ti buscando el sabor de tu cuello y siento como tu cuerpo me contiene, mis manos se arrastran por debajo de la poca ropa que aún conservas hasta tus senos y las tuyas hacen lo posible por alcanzar mi nuca, luego bajo por tu cintura y me deslizo fugazmente por tu entrepierna, tu columna se curva en una reacción involuntaria, desde ahí a tu espalda que no tardas en inclinar hacia delante para precipitar la unión de nuestras carnes. Entro en ti con menos delicadeza de la habitual, la lubricación en ambos es evidente y compensa la atolondrada premura que arrastramos hace rato, una de mis manos se sujeta en la parte donde tu cuerpo se quiebra para permitirme recorrer tu espalda con la otra sosteniendo el vaivén de mi movimiento, de tu respiración agitada comienzan a nacer gemidos cada vez con más frecuencia. Me sostengo con fuerza de tu cintura disminuyendo mis movimientos a embistes lentos y profundos en un remanso para recuperar el ritmo de nuestra respiración y que aprovecho para besar tu espalda y recorrer tus piernas, en poco rato reinicio al ritmo que nuestro deseo está exigiendo, tus gemidos se dejan escuchar mientras noto que tu cuerpo se estrecha hacia mi alejando tu cadera del mueble que resiste inesperadamente bien. En un arrebato nacido solo de la ansiedad, escurro mis manos por debajo de tu ropa hasta tus hombros de los que me sostengo para acelerar mis movimientos, tu espalda se curva, tu mano busca mi muslo y entre gemidos contenidos a medias y palabras entre cortadas anuncias lo que todo tu cuerpo acusa, un orgasmo te recorre debilitando tus músculos por un instante al mismo tiempo que instintivamente buscas enderezarte manteniendo la curvatura de tu espalda, te acaricio buscando tus senos de pezones endurecidos, siento toda tu piel con insipiente humedad al igual que la mía, te beso y te huelo ávido de tu esencia, del sabor de tu piel sudada, para luego dejarte ir hacia adelante nuevamente, recuperando la posición que mejor acomoda a nuestra faena, mis movimientos se reanudan, con un ritmo moderado pero constante, mis manos resbalan por tu piel repasada insistentemente. El final ya se siente cerca y me apresuro, la rápida fricción que se produce en tu cavidad ya con la sensibilidad a flor de piel precipita otro orgasmo, siento como lo contienes al notar que lo vertiginoso del acto es señal de que pronto acabará en un orgasmo compartido que no demora en llegar, sorpresivamente te yergues, y mis manos que sujetaban tu cadera, te recorren por tu cintura, tu estómago, tus pechos, tus costillas sin hacer pausa en ninguno de ellos, mientras placenteras sensaciones nos recorren como si se pasaran de una cuerpo al otro. Manteniendo la posición nuestros labios y lengua se buscan, nuestros cuerpos permanecen juntos sin intención de separarse, y tus manos buscan las mías para aprisionarlas contra tu piel. 

Algunos minutos después, el agua deliciosamente tibia de la tina casi llega a su límite cuando entras en ella, te acomodas entre mis piernas dándome la espalda, te recuestas sobre mí y yo te abrazo, puedo escuchar que en el equipo de música comienza a cantar Alannah Myles, Black velvet, “terciopelo negro”, eso despierta mi imaginación, entonces cojo la botella del shampoo, vierto una generosa porción en mi mano y me entrego a acariciar tu negra cabellera en un acto que será tan grato para ti, como para mí.


León Faras.

jueves, 9 de agosto de 2012

La Prisionera y la Reina. Capítulo uno.

IV.

Lorna movía el trasero con exagerada intención mientras subía las escaleras de la taberna donde trabajaba, casi arrastrando de la mano entre la multitud de prostitutas y clientes que llenaban el lugar en toda su extensión a Serna, un joven guardia de las catacumbas en su noche libre. La mujer guiaba a su cliente hacia las habitaciones en la parte alta, una en particular que era la acordada. Pasaron junto a una pareja que fornicaba en un rincón de pie y vestidos, señal de que no habían cuartos disponibles, pero para ella el cuarto debía estar reservado desde hacía rato según lo acordado, se dirigió a la última puerta del pasillo y entró con autoridad, pero debió detenerse en seco, una colega estaba a la mitad de su rutinaria labor brindándole un servicio a un sudado y esforzado cliente que parecía al borde del colapso cardiaco mientras que ella aún no se despeinaba, esta le indicó a Lorna con el dedo la habitación de al lado y Lorna, luego de una mueca de marcado disgusto, mutó a una sonrisa encantadora con la que arrastró a su cliente a la puerta anterior. Esta sí parecía desocupada, pero una vez entraron los dos, la puerta se cerró de golpe y dos hombres saltaron sobre el desprevenido Serna, tirándolo al piso e inmovilizándole las manos en la espalda, mientras la mujer cruzaba las piernas sentada sobre la cama totalmente ajena a la situación. El sorpresivo atentado se debía a que los dos hombres acusaban al guardia de haberlos traicionado, previniendo a Rávaro de que la mujer que había tomado como amante estaba maldita y que su vida ahora pendía de la de esa mujer, acusación que Serna negaba con tajante desesperación y sin disimular ni un ápice su miedo, se defendió diciendo que Rávaro había sido prevenido por otro amante de la mujer el cual quería salvar su propia vida, lo que carecía de veracidad, pues la misma mujer maldita aseguraba que nadie conocía su condición, pero Serna insistía con vehemencia. Luego, en un intento por salvar su vida, el guardia quiso cooperar con información nueva, les habló sobre los planes de Rávaro de eliminar a su hermano, sobre la criatura encerrada en las celdas capaz de matar incluso a un semi-demonio, sobre lo beneficioso que sería dejar que Rávaro cumpliera con su plan antes de eliminarlo, porque no había otra forma de deshacerse de su hermano y sobre lo conveniente de esperar un poco antes de eliminar a la mujer maldita y con ella a su despreciable amante. Los hombres insistían en eliminar al traidor, pero Lorna, quien hasta ese momento solo oía con indiferencia, decidió creerle y ordenó liberarlo pero no sin antes amenazarlo que si le había mentido volverían a caer sobre él y ya no sería para matarlo, si no que le arrancarían los ojos y lo dejarían abandonado en la tierra de las bestias, donde el resto de su vida, durara lo que durara, sería un suplicio. 

Para Lorna, eliminar a Dágaro, el semi-demonio, era algo que estaba dentro de sus deseos, pero fuera de su alcance, la información de que Rávaro no solo planeara hacerlo, si no que además que contara con los medios era sumamente interesante, de ser cierta, estaba dispuesta incluso, a esperar cuanto fuera necesario, con tal de que sus deseos se cumplieran a cabalidad.


León Faras.

sábado, 4 de agosto de 2012

La Prisionera y la Reina. Capítulo uno.

III.

Daigo era un completo inútil, siempre había sido un inútil y era así porque así se sentía, porque todo lo que lo había rodeado siempre, así se lo había demostrado, porque se pasaba la vida auto compadeciéndose y lamentando lo inútil que era, lo crueles que habían sido los dioses y los humanos con él, lo innecesaria de su existencia. Hacía rechinar su endeble carrito al empujarlo por los pasillos de piedra acompañado de desagradables olores, con ese caminar doloroso debido a su columna torcida y a su pierna derecha dos pulgadas más corta, arrastrando su presencia ausente, limitado de sus cinco sentidos, salvo del oído del cual carecía completamente, y con su autoestima por debajo de sus calzados de cuero de perro y por detrás de su alargada sombra producida por el pequeño farol que llevaba por delante. Llegaba a las celdas como todas las tardes y contemplaba a todos esos desdichados y desdichadas que le estiraban los brazos a través de los barrotes para casi arrebatarle de las manos el poco apetitoso alimento que él les traía, los conocía a todos sin saber absolutamente nada de ninguno de ellos, avanzaba por el largo pasillo repartiendo porciones insuficientes y disfrutando de ver como se las disputaban, ese, era de los pocos disfrutes que podía darse en su miserable vida, o negándosela a aquellos que a él le parecía que no la merecían, sintiéndose importante dentro de su insignificancia auto asumida. 

 Pero aquella tarde, nadie avisó a Daigo del peligro letal que yacía al final del pasillo, jamás pudo oír ninguno de los numerosos comentarios que se hacían sobre la criatura ahí encerrada, tampoco pudo oír los gritos que algunos de los prisioneros, aquellos que aún no habían perdido del todo su condición humana, le daban para que no se acercara, Daigo avanzó rengueando con confianza hasta las últimas celdas, destruyendo la oscuridad, la única arma que lo podía proteger, con el pequeño farol adherido a su carrito, alzó su vista en busca de algún nuevo preso a quien alimentar y cayó para siempre. Sus ojos se toparon por vez definitiva con la personificación misma de la belleza, quedando atados por el resto de su existencia, la cual no sería muy larga, a ella. Soltó su carro para aferrarse a los oxidados barrotes con las manos temblosas, con el sobrecogimiento esculpido en el rostro, con los párpados renuentes a volverse a cerrar. La mujer encerrada ahí ocultaba su rostro tras el velo color oro y sol que constituían sus cabellos, hechos de un material capaz de brillar y mantener un orden inmaculado aún en esa pocilga, flotando en suaves ondulaciones sobre sus hombros y espalda, su cuerpo desnudo, del indescriptible color de la luna llena, era de proporciones diseñadas en las constelaciones, su piel parecía una delgada película de esmalte, lisa y suave como el hielo más frío, pero con la consistencia de la carne eternamente joven, su postura, era delicadamente provocadora. Daigo, totalmente perdido de la realidad más allá de esa criatura ante sus ojos, ya estaba preso de una atracción más ineluctable que la gravedad, sin la fuerza de voluntad de Rávaro, se entregó por entero a la necesidad de tocar, sus sucios y agrietados dedos la alcanzaron en un tenue roce, suficiente para embriagarse de la tibieza de aquel cuerpo, que despertó a la criatura, la que se volteó sin sobresalto a mirar a su inesperada visita, aquella mirada que haría palidecer a la más bella de las sirenas, era el punto de no retorno, la letal trampa se cerraba de forma definitiva, Daigo casi conteniendo la respiración, quiso alzar su brazo, sintiéndose capaz de romper esos barrotes o su propio cuerpo por alcanzar esa mejilla que no lo rechazaba, esos labios que parecían esperarle… fue en ese momento en que sintió el empellón de una masa muy superior a la suya que lo lanzó lejos, era Oram que llegaba de la sala de torturas seguido de su amo, sin embargo, aquello solo empeoró la situación de aquel hombrecito, porque lo hizo despertar de la hipnótica anestesia en la que estaba sumido y sentir de golpe todo el dolor y tormento que su cuerpo estaba experimentando hace rato. Sus músculos y tendones se contraían y retorcían hasta el punto de fracturar cada uno de sus huesos mientras su sangre lo abandonaba por todos los orificios de su cuerpo, Rávaro contemplaba con asombro pero sin intervenir todo el sufrimiento que su reciente adquisición era capaz de producir, aquello era un espectáculo tan ilustrativo como inesperado para él. Entre los alaridos más escalofriantes jamás oídos, incluso en un lugar como ese, Daigo dejó de existir, manteniendo la mueca de incontenible dolor en el rostro, para ese momento, la criatura ya había vuelto a ocultar su rostro tras su hermosa cabellera.


León Faras.