sábado, 29 de septiembre de 2012

Gladiador.


Oigo a la multitud enardecida 
clamando por mi sudor y mi sangre, 
que les pertenece como tuyo 
será el aliento de mi expiración. 

El sabor de la arena del último sol, 
será aliciente de mi recuerdo perenne 
que te transportará junto a mi 
entre los pliegues de mi alma. 

Estoy por debajo de las bestias 
solo soy dueño de mi dolor 
mi única decisión ha sido amarte 
y también mi única posesión. 

Miedo y desesperanza en el aire 
la muerte al final del callejón 
sonríe y acoge como una madre 
de la cual todos somos hijos. 

Cuando los dioses prometan libertad 
mi promesa seguirá vigente. 
La saliva se espesa, la sangre golpea. 
Ave Cesar, los que van a morir te saludan. 


 León Faras.

martes, 25 de septiembre de 2012

La Bibliotecaria. Un cuento Steampunk.

Parte 3.

Marcus descendió por una escalera de mano, hasta una habitación menos amplia que el salón superior, oscura casi en su totalidad. En frente de él una cama, amplia y ordenada y junto a ella un biombo, detrás del cual se apreciaba una fuerte luminosidad. Un murmullo como de un motor pequeño sonó y el biombo comenzó a recogerse, tras él apareció una mujer bastante joven sentada tras un escritorio con una poderosa lámpara eléctrica sobre él. 

-Vaya, Leonor hizo un muy buen trabajo contigo. Estoy impresionada. La chica no era dueña de una gran belleza, pero era encantadora, además su sonrisa y el sonido de su voz eran muy agradables. 

-¿Dónde está la Bibliotecaria? y ¿quién eres tú?- para Marcus, por lo poco que sabía era imposible que esa muchacha fuera la Bibliotecaria. 

-Ya sabes quien soy, y yo sé quien no eres tú. Tú no eres Aurelio, él jamás tocaría esa escalera con sus manos ni aunque su vida dependiera de ello 

-Una chiquilla como tú no puede ser la Bibliotecaria, no juegues conmigo y dime donde está ella.

-Bueno, no se me permiten envejecer, eso no es decisión mía, pero no te engañes con mi apariencia, yo soy la Bibliotecaria. Yo le di a Leonor la información necesaria para que construyera esa máquina que te trajo hasta aquí. 

 Para la edad que se supone debía tener, se veía bastante joven, pensó el hombre, eso haría más fácil su trabajo, sólo debía deshacerse del guardia de allá afuera. Marcus comenzó a recorrer el cuarto con la vista en busca de cualquier cosa que le sirviera, cuando el ronco ronroneo de un motor que se ponía en marcha le llamó la atención. La muchacha salía de detrás del escritorio sentada en una aparatosa silla, como un cajón enorme de metal sobre gruesas ruedas, donde estaba empotrada. Se movía lento y pesado, con gruesos y dientudos engranajes haciendo un gran esfuerzo por avanzar un par de metros. Esa cosa debía de pesar una tonelada, al parecer lo de sus piernas era cierto. La muchacha tomó un bolso de cuero y comenzó a llenarlo de cosas, luego se acercó a su cama y cogió de sobre ella una especie de juguete, un conejo de brillante metal, “tú vienes conmigo”, murmuró y con un ligero movimiento el animal mecánico se agarró con sus patas al tirante del bolso de su dueña, acto seguido se detuvo frente a Marcus con mirada expectante. 

-Ya estoy lista, ¿nos vamos?- le dijo. 

El hombre la miró confundido, parecía como que tenía todo perfectamente planeado. 

-No es tan fácil- respondió algo contrariado por el exceso de soltura de la mujer- hay un guardia allá afuera y… 

-Ah, no te preocupes por Tadeo- la mujer lo interrumpió -lo conozco bien, yo me encargo de él, solo ayúdame a subir esa escalera. 

Marcus le obedeció, parecía segura de lo que decía y si podía deshacerse del guardia sería un obstáculo menos para él. Así que la ayudó a subir hasta dejarla sentada en la superficie. Inmediatamente Tadeo se acercó preocupado de ver a aquella mujer fuera de su habitación. La Bibliotecaria le sonrió y comenzó a darle todo tipo de excusas y explicaciones en tono suave y ameno que el guardia escuchaba sin convencerse, mientras tanto, a Marcus se le ocurrió una idea, se dirigió a la cama y luego de desarmarla sacó las sábanas y comenzó a rasgarlas mientras ponía atención a lo que sucedía arriba, “ay Tadeo por favor deja ya de preocuparte, mira…” la mujer parecía desplegar todo su encanto hablando con su carcelero hasta que un sonido muy parecido a un disparo terminó con la conversación seguido de un golpe de un cuerpo cayendo al piso, “mierda” dijo Marcus y de dos zancadas se asomó a la superficie sacando la cabeza por la compuerta. 

La Bibliotecaria estaba ahí sentada en el mismo lugar donde la había dejado, en su mano sostenía un revólver de un diseño desproporcionado, con una nuez enorme y un cañón ridículamente corto y grueso del que salía un delgado hilo de humo. Tadeo yacía en el suelo. 

A Marcus casi se le salían los ojos. 

-¿Qué has hecho?, ¿lo mataste?, ¿de dónde sacaste esa arma? La mujer le dirigió una mirada cargada de dulce picardía. 

-¿Esto?, bueno, a veces ayudo a los muchachos y ellos me devuelven el favor de distintas formas, ah, pero jamás mataría a Tadeo, él es un buen hombre, solo duerme, es que… es algo testarudo. Ahora tíralo dentro y larguémonos de aquí. 

Luego de unos minutos, Marcus hacía descender atada por debajo de los brazos con una cuerda hecha de las sábanas a la Bibliotecaria hasta la pasarela por donde él había llegado. Una vez abajo, y pese a las protestas de ella, se la ató a la espalda “Esto es humillante” dijo la mujer, pero él no le hizo gran caso, y se puso en marcha lo más rápido que podía por las delgadas pasarelas de metal, amortiguando las pisadas. De pronto se detuvo de golpe, un guardia estaba parado algunos metros sobre ellos en un pequeño balcón, Marcus se apegó a la pared curvada, y avanzó lento, aprovechando las sombras que aún proporcionaba la noche, logró alejarse pero en frente de ellos apareció otro que recién salía. 

-Agáchate, tengo una idea- le susurró la Bibliotecaria. 

Marcus, sin comprender qué sentido tenía la orden que le daba, obedeció con desconfianza. 

-No le dispares, o el tipo de allá arriba nos descubre y… 

La mujer lo hizo callar con un gesto y se desprendió de su bolso el conejo de metal, le hizo girar una pequeña llave en un costado y lo dejó en el suelo, apuntando al guardia en frente de ella y lo soltó. La mascota mecánica comenzó a avanzar con pasos rígidos que desbordaban ternura al igual que el resto de su anatomía, el guardia no tardó en reparar en él e intrigado lo tomo del suelo, observó con curiosa atención el largo bostezo que el conejo comenzó a dar hasta que una nube azulada salió del hocico del juguete, el guardia lo soltó pero el gas le produjo un mareo incontenible que lo obligó a sentarse y de ahí no se movió más. El conejo en cambio luego de un par de botes sobre el piso de metal se perdió en la oscuridad de la caída. 

Marcus miró a su compañera con los ojos muy abiertos y el ceño fruncido, “sí que estaba preparada”, pensó. 

 Los hangares estaban cerca, seguro encontrarían alguna máquina para la huída. El amplio lugar estaba pobremente iluminado cuando Marcus y la Bibliotecaria llegaron, un par de enormes barcazas sin sus globos se encontraban varadas allí. Colgados con cadenas del techo, varias piezas enormes, motores y calderas se mantenían a la espera de ser utilizados, también algunos de los nuevos vehículos aéreos con alas desplegables y poderosas turbinas que se estaban construyendo, las rápidas Saetas, su agilidad era gracias al nuevo adelanto que la Bibliotecaria les había incorporado, el Vitrón, una sustancia distribuida desde la caldera a todo el resto del vehículo, y que al ser calentada anula hasta en un sesenta por ciento la ley de gravedad, haciendo posible el raudo vuelo de los pesados aparatos. En ese momento se escucharon unos rápidos y sonoros pasos sobre los pasillos de metal, que en aquel lugar abovedado, parecían rebotar en todas partes y venir de todos lados. Incapaces de identificar a tiempo la dirección, una puerta se abrió a sus espaldas y una silueta apareció sobre ellos. 

 -Señor Aurelio, ¿qué está haciendo aquí?- Diana estaba parada a un par de metros de altura en un pequeño balcón de metal al que había salido, junto a ella una escalera llegaba casi a los pies de Marcus. Completamente vestida con su tenida de trabajo habitual, era difícil saber si llevaba mucho rato levantada o aún no se había acostado. Traía en su mano el conejo de la Bibliotecaria. 

-¡Diana!- La Bibliotecaria le sonrió con naturalidad, aún atada a la espalda de Marcus- Dime, ¿dónde tienes a Zafiro, está terminado? 

La muchacha no entendía nada, le costó trabajo salir de su asombro y más aún, identificar a esa mujer. 

-¿Zafiro?, sí…pero… ¿por qué me preguntan a mi?, yo solo… 

-¿Por qué?- la mujer le interrumpió –pero si tú eres la mejor mecánica de aquí, yo misma pedí personalmente que te dieran los planos de Zafiro. 

Diana comenzó a entender de a poco, era cierto, le habían dicho que la Bibliotecaria había solicitado que la construcción del armatoste, como la muchacha le llamaba, se la confiaran a ella, pero no podía creer que aquella mujer, graciosamente cargada como bulto a la espalda de un Aurelio completamente sudado y con manchas de hollín en el rostro, fuera la persona que más admiraba. 

-¿Bibliotecaria…? 

-Bueno, este no es mi mejor aspecto pero naturalmente soy yo. 

-¡Lo sabía!- casi gritó Diana de emoción –cuando esto cayó junto a mi ventana, sabía que eras tú…- dijo refiriéndose al conejo de metal. 

-¿Pues les molesta si dejamos esta plática para después?- Marcus interrumpió las presentaciones con acidez y agregó –me gustaría que nos larguemos de aquí tan pronto como podamos. 

-¿Largarse, a donde?- Diana parecía profundamente decepcionada –no puedes irte, si yo vine hasta aquí por ti… 

-De hecho- dijo la Bibliotecaria -pensaba en pedirte que nos acompañaras. 

-¿¡Qué!?- Marcus debió hacer un gran esfuerzo para voltearse a ver a la mujer que llevaba en su espalda. 

-Pues yo no puedo manejar a Zafiro- dijo la mujer señalándose sus inexistentes piernas –y tú no tienes idea de cómo hacerlo- agregó. 

-Yo lo haré- dijo Diana con decisión –es por aquí.


León Faras.

jueves, 20 de septiembre de 2012

La Bibliotecaria. Un cuento Steampunk.


Parte 2.

Marcus despertó y respiró hondo, un perfume agradable le hizo alargar esa inhalación lo más posible, lo cubrían sábanas impecablemente blancas de una tela tan suave que le fue imposible identificar. A su lado descubrió la hermosa y blanca espalda de una mujer joven, con negros y largos rizos que se desparramaban adheridos a su piel y a las telas sobre las que dormía. Estaba sorprendido, pero se sorprendió aún más al reparar en que el brazo izquierdo que había perdido hace más de quince años estaba ahí, completo y perfectamente funcional. Como si despertara después de una borrachera, Marcus intentó recordar lo sucedido antes de dormirse en aquel lugar. Recordó una celda, en la que estaba junto a su mujer y su hijo pequeño, también que lo ataron con correas de cuero a una silla, recordó a Leonor que le decía que le necesitaba por los más de treinta años que había servido guardando la fortaleza. Luego apareció en su memoria la Bibliotecaria, una mujer a la que no había visto nunca, pero que al igual que el resto del mundo, conocía y sabía lo que hacía, era a ella a quien debía ayudar, eso le había dicho Leonor, si lo hacía bien, sería generosamente recompensado, si le traicionaba, no volvería a ver a su familia. Él protestó, diciendo que para un viejo mutilado, la labor que le pedía era imposible, pero la hermosa mujer solo le respondió que eso no sería problema. Lo último que recordaba era que Leonor, con una sonrisa encantadora, le decía: “no me hagas ir a buscarte”. 

Se miró las manos, eran tan pulcras y suaves que parecían las de una mujer, y no cualquier mujer. No sabía donde estaba, ni por qué su cuerpo lucía tan diferente, observó en la pared de en frente un lujoso reloj ricamente ornamentado con un par de finos engranajes a la vista, marcaba las tres y cuarto, supuso que de la madrugada, estaba desnudo, su vista dio con un hermoso espejo sobre una cómoda arrimada a la pared al otro lado de su compañera, con un leve movimiento pudo observar el reflejo del rostro de esta, era nada menos que Lucila, la hija de Belisario, señor de Ruguen. Él también se observó en el espejo, aunque solo fue para confirmar que ocupaba el cuerpo de Aurelio, el esposo de Lucila, ¿cómo había llegado ahí?, y ¿cómo era posible que estuviera en el cuerpo de otro hombre?, no comprendía nada. Marcus se levantó con cuidado de no despertar a la mujer, se vistió con la pulcra y delicada ropa de Aurelio y se alistó a salir, le llamó la atención la colección de guantes que aquel tipo coleccionada en una parte principal de la cómoda. A la derecha vio un balcón que daba a los acantilados y a la ciudad, se quedó varios segundos admirando la hermosa vista que ofrecía una barcaza aerostática que flotaba anclada a la fortaleza varios metros por debajo de él, la luna la rodeaba con su luz, adquiriendo un toque casi fantasmal, de blanca claridad y profundas sombras, donde resaltaban pequeños puntos luminosos amarillentos de luz artificial, como expectantes ojos de una criatura fantástica. Marcus salió del dormitorio. Estaba en la parte más alta de la fortaleza, la habitación de la Bibliotecaria estaba en el otro extremo, el que daba a los bosques. Sabía que había un ascensor en el fondo del corredor, pero ese era un artefacto que él, como guardia, jamás había utilizado, para él eran mucho más familiares las escaleras de mano de metal, que se conectaban con los angostos pasillos protegidos por barandas, adheridos a las paredes y que recorrían toda la periferia de la fortaleza entrando y saliendo de ella, subiendo y bajando, uniendo los numerosos puestos de guardia, con todo el resto de las instalaciones. Uno de esos puestos de guardia era la escotilla de entrada al cuarto donde estaba la Bibliotecaria, una compuerta redonda ubicada en el suelo. El hecho de que la entrada fuese vertical era algo que Marcus no había comprendido, hasta que se enteró de que aquella mujer no tenía piernas. En eso pensaba cuando se detuvo de golpe, volvió la vista atrás y vio una de las portezuelas de los conductos por donde era lanzada la ropa sucia a la lavandería, las recordaba bien, su mujer trabajaba ahí cuando se conocieron, y la lavandería era un buen lugar para desplazarse hacia la habitación de la Bibliotecaria, poca luminosidad y mucho donde ocultarse. Marcus se introdujo en aquel conducto, la pendiente era pronunciada pero graduó su descenso apoyando firmemente los pies en el techo. Una vez abajo Marcus se movió rápido y sigiloso por el angosto pasillo de rejilla que atravesaba todo el lugar por entre los enormes contenedores equipados con ingeniosos mecanismos conectados a poderosos motores, que hacían el trabajo de varias personas rápidamente, hasta llegar a un corte abrupto al final de los lavaderos, en frente continuaba otro corredor el cual tenía salida a una pasarela de metal que recorría la fortaleza por fuera, y que terminaba justo debajo de la habitación de la Bibliotecaria, sin dudarlo, utilizó los tubos de hierro pegados al muro para llegar al otro lado, no sin la desconfianza que le producían sus pulidas manos, recorrió la pasarela en un par de minutos hasta una escalerilla que subió rápidamente hasta su objetivo. El lugar era un salón anular bastante amplio, con enormes ventanales en la porción de la pared que daba al exterior, en el centro del piso un gran anillo de metal brillante y dentro de este, orillado hacia un extremo, la escotilla, redonda, abombada y con una manivela. Marcus se aproximó para hacerla girar cuando oyó que le hablaron a sus espaldas. 

-¿Señor?...- un guardia estaba de pie en la entrada, parecía muy sorprendido y tenía bastantes razones para estarlo, él veía a un Aurelio sudado, con la camisa arrugada y sucia con polvo, abriendo la compuerta de la Bibliotecaria a las cuatro de la madrugada. Una imagen totalmente opuesta a la que el verdadero Aurelio representaba, un hombre obsesionado con la pulcritud, renuente a cualquier tipo de ejercicio o trabajo físico y con nulo interés por nada que no fuera su apariencia y sus vanas obligaciones. Marcus reconoció a aquel guardia. 

-Escucha Tadeo- el guardia se sorprendió aún más si cabía, de que lo llamara por su nombre -tengo que ver a la Bibliotecaria, es muy importante. 

-Señor, usted sabe que eso no es posible sin una orden verbal del señor Belisario. 

-Sí, lo sé pero- Marcus improvisaba –tengo un problema grave, necesito su ayuda. 

-Pues solo tiene que hablar con el señor Belisario para que lo autorice. 

-No puedo hablar con él, porque se trata de algo “delicado”- esta última palabra Marcus la pronunció con especial deferencia y alternando su mirada entre el guardia y su propia entrepierna, hasta que consiguió que la vista del guardia cayera ahí para mostrarle su mano con el dedo índice curvado hacia abajo, como un garfio. Entonces el guardia comprendió todo y todo lo que le había parecido absurdo e irregular tuvo sentido de pronto. El señor Aurelio tenía problemas en su intimidad y eso lo explicaba todo. 

-Ya veo señor, créame que ahora le comprendo, no se preocupe, seguramente ella podrá ayudarle, es una gran conocedora- Tadeo se mostraba ahora muy diligente, dirigiéndose él mismo a la escotilla para abrirla. 

-Eso espero Tadeo, eso espero…- respondió Marcus, simulando mucha gravedad en sus palabras pero con una enorme sonrisa interior.


León Faras.

sábado, 15 de septiembre de 2012

La Bibliotecaria. Un cuento Steampunk.

Parte 1.

El pesado tren atravesaba la pálida y descolorida ciudad de Ruguen rompiendo la neblina del atardecer con su único y poderoso foco delantero, no era como los otros elegantes y ornamentados trenes de pasajeros que mesclaban con habilidad la belleza de la madera barnizada con los relucientes metales bruñidos y la calidez del cuero, no, este más parecía una enorme y bulliciosa oruga de hierro que se arrastraba a gran velocidad dejando tras de si un espeso nubarrón de humo negro que llenaba de hollín los árboles que flanqueaban el camino. Se detuvo entre chillidos y resoplidos bajo uno de los enormes hangares de la fortaleza de Ruguen en la cima de la colina que dominaba toda la ciudad y cuya gran boca daba a los acantilados, donde un par de barcazas aerostáticas levitaban, suavemente mecidas por la brisa. Los trabajadores ya entregados al relajo a esa hora, se desperezaron para descargar los materiales que acababan de llegar, las conversaciones fuertes y las risas se multiplicaron rápidamente. Un hombre de mediana edad con una hoja en la mano, verificaba que los objetos que entraban a bodega concordaran con el pedido que se había hecho, a su lado se detuvo una muchacha con varios rollos de papel bajo el brazo y otro abierto en las manos, tenía un pañuelo atado en la cabeza, pesados anteojos de metal sujetos por un cintillo y un buzo idéntico al de los otros obreros pero con ridículas ataduras y dobleces para ajustarlo a su menuda figura. Heredera de una larga generación de mecánicos ferroviarios, Diana se había hecho un espacio en ese rudo mundo de calderas y engranajes a fuerza de trabajo e inteligencia, además de los conocimientos acumulados desde su niñez, trabajando sin pudores junto a los hombres de su familia. 

-¿Cómo se supone que haré volar este armatoste?- dijo con algo de preocupación la muchacha, sin despegar la vista del papel abierto en sus manos. 

-Tú solo básate a los planos- respondió el hombre con relajo –si vuela o no, es problema de la Bibliotecaria.

-Lo sé, pero esta cosa es como pretender ponerle alas a un…- Diana comenzó a mirar a su rededor en busca del ejemplo más apropiado- ¡…a una locomotora!- concluyó, con los ojos muy abiertos y las cejas levantadas. 

-En lo que a mi respecta, las alas son para los pájaros- replicó el hombre mientras hacía un tic en su hoja- pero no seré yo quien vaya a discutir con esa mujer. 

-Ni yo- replicó la muchacha enchuecando la boca en una especie de sonrisa- es solo que me gustaría que por una vez, ella viniera aquí para que me explicara un par de cosas… 

-Olvídalo, es demasiado valiosa como para que la saquen de ese agujero. -Sí, es solo que yo vine aquí por ella, Tobi, esperando aprender algo de todas las cosas maravillosas que ella conoce- contestó Diana con algo de frustración, al tiempo que se retiraba de vuelta a sus labores. 

-¡Tobías!, ¡mi nombre es Tobías!- protestó el hombre con un disgusto espontáneo, pero la muchacha ya no le podía oír. 

 ---------------------------------------------- 

La ciudad en su mayoría se adormecía, dando por terminada la jornada, excepto en el bello y antiguo palacio de piedra del Río, donde el abundante humo que brotaba de sus chimeneas, anunciaba que la actividad de su industria estaba aún muy activa. 

Leonor se acomodó en el asiento destinado para ella, una de sus hermosas y bien formadas piernas emergió de los abultados pliegues de su vestido rojo al cruzarla por encima de la otra. Su sonrisa era sutil, pero satisfecha, mientras observaba el cuerpo inerte de uno de sus oficiales atado con numerosas correas de cuero a la silla de madera debajo de la temible estructura que el Profesor Pigmalión llama orgullosamente, su “obra maestra”. Un prisionero está parado frente a Leonor, a pesar de su aspecto deplorable, su postura es orgullosa y su mirada, desafiante. La mujer le hace un gesto con la cabeza para indicarle que actúe, el cautivo se inclina levemente pero con profundo respeto, luego se dirige hasta un rincón alejado donde le espera un guardia armado con un lustroso y elegante rifle de repetición, que entona a la perfección con las piezas de metal que protegen las partes vulnerables de su cuerpo. 

-No falles- le ordenó el prisionero en tono severo al guardia tras él, quien levanta su arma y le apunta a quemarropa, directo a la nuca. 

-No, señor- respondió el soldado con respeto, justo antes de volarle la cabeza. 

La máquina del profesor Pigmalión, era un disco de metal de unos tres metros de diámetro, que había descendido deslizándose suavemente por una espiral cilíndrica, como un tornillo. Al ir girando, provocaba el movimiento de una serie de engranajes externos, de variados tamaños y grosores, los cuales a su vez, multiplicaban aquel movimiento, transmitiéndoselo a una enorme rueda dentada por ambos lados en su base, la cual lo transfería al mecanismo interior, que estaba encargado de hacer emerger por la parte baja del curioso aparato, cuatro tubos de un bronce brillante rematados en una esfera de grueso cristal cada uno, además de numerosos cables y mangueras que completaban el dispositivo. Una vez terminado el descenso, la máquina se detenía a escasa altura sobre el individuo atado a la silla y con las cuatro esferas en rededor, cada una de estas, en las cuales podría caber un hombre acuclillado, parecían llenas en su interior de un denso humo gris azulado, una extraña bruma en constante y pausado movimiento circular, ocupando todo el espacio, aprisionada, como si apenas cupiera dentro. 

El Profesor Pigmalión, notoriamente emocionado aún por la efectividad de su máquina en la primera fase de su función, comenzó a girar manivelas, las calderas trabajaban conteniendo pequeños infiernos en sus barrigas, las válvulas escupían con premura el exceso de presión en los conductos y contenedores, los manómetros con sus agujas histéricas ascendían anunciando el momento para que la energía por fin fuese liberada y la maquinaria se pusiese en marcha nuevamente con un suave murmullo de metales lubricados, tomando velocidad paulatinamente, haciendo girar en forma independiente del resto del aparato a los cuatro Entes capturados en las esferas de cristal, alrededor del cuerpo exánime del oficial. 

Reni y Yacco, llamados “los mellizos”, deben estar separados, pero nunca está uno sin que esté el otro, atrapa uno y los tendrás a los dos, abundantes en los ambientes donde la crueldad se ha expandido, habitantes de los residuos del sufrimiento, son capaces de extraer el alma de un cuerpo y perderla, dejando la carne con vida pero en flemático deceso, sin gobierno. Sizi, la conductora, la maga, siempre hibernando en el interior de la tierra, buscando la energía en el centro de esta, en la oscuridad más fría, densa y absoluta, tiene la capacidad de trasladar cualquier cosa inmaterial de un lugar a otro, incluso otros Entes. Por último, Rúia, la más escasa y difícil de encontrar, puede estar en cualquier parte, indiferente, independiente, exógena, inquieta, solo ella puede instaurar correctamente un alma dentro de un cuerpo, conectar todas sus fuentes restaurando la unión de la carne y el espíritu tal y como la conocemos. 

El oficial despertó de golpe, como si viniera saliendo de una pesadilla, pero su sueño había sido real, había ocupado el cuerpo de otro hombre durante unos minutos y había experimentado la muerte de ese cuerpo para regresar al propio. La rotación de los Entes a su alrededor fue amainando al tiempo que él volvía a la realidad, se observó las manos y su cuerpo atado, sonrió, su corazón estaba acelerado. La máquina se detuvo y varias manos le liberaron de las correas que le ataban a la silla. La prueba había sido un éxito y se reflejaba en el júbilo que mostraba el profesor y en la sonrisa satisfecha de Leonor, el paso siguiente era en serio. 

-Traigan a Marcus- ordenó Leonor –pero antes saquen ese cuerpo y limpien eso, no queremos que nuestro invitado se asuste innecesariamente- agregó, refiriéndose al cadáver con la cabeza destrozada. 


 León Faras.

lunes, 10 de septiembre de 2012

No quería que me miraras.

No quería que me miraras,
no quería dejar semillas de duda
en la fértil tierra de tu corazón.
Creí que una multitud sería suficiente,
no pensé que la suave brisa de tus ojos
derrotara tan fácilmente el torbellino
de distracciones entre tú y yo.
Una mariposa atravesando una tormenta
sin más armas que su grácil instinto.
¿Qué erudito puede decirme,
qué clase de brújula atávica me delató?
Pensé en mirarte por última vez
antes de que sacrificaras mis últimas palabras
pensé en retener tu recuerdo ausente
 y probar por última vez tu silueta.
Ahora tu futuro se aleja sin ti
y deberemos fabricar uno nuevo…

León Faras.

domingo, 9 de septiembre de 2012

La Prisionera y la Reina. Capítulo uno.

VIII.

El místico atravesó la ciénaga a toda velocidad y en línea recta con la criatura a cuestas, sin preocuparse por los escasos senderos disponibles de tierra sólida o por los cadáveres que sin cesar encontraba a su paso, solo corrió hasta dejar atrás cualquier perseguidor que pudiera tener y alcanzar los frondosos bosques, una vez adentrándose en ellos estaría totalmente a salvo. 

En el palacio, Rávaro se regocijaba en su victoria ante el cadáver de su hermano, su primera decepción por sus planes se había convertido ahora en un profundo orgullo de si mismo, ni siquiera la desaparición de la criatura lograba opacarle la felicidad que lo llenaba de pies a cabeza, ese gran obstáculo que le impedía sobresalir del profundo y sucio agujero que era su existencia por fin ya no estaba, y ahora tenía el camino despejado para alcanzar la posición que había esperado siempre. El trono estaba desocupado, y era él el próximo que se sentaría ahí. Algunos de los residentes ya lo aceptaban con el simple propósito de seguir llevando la vida fácil que llevaban o porque les parecía un mamarracho mucho más fácil de eliminar que el semi-demonio, pero para otros era realmente indigno del poder que pretendía, demasiado endeble y susceptible y según la voz de una mujer que había presenciado toda la escena con gran interés, estaba condenado a durar poco en el poder, su vida pendía, porque había tomado como amante a una mujer maldita. Rávaro buscó con la vista a esa mujer entre los residentes y reconoció en ella a su hermana, la expósita, la bastarda, la prostituta. Lorna era, por derecho y después de Rávaro, quien debía tomar el poder del semi-demonio, y tenía planes para lograrlo, pero Rávaro no estaba dispuesto a ceder aquello por lo que tanto había esperado y la hubiese mandado a matar en el acto de no ser porque eran demasiados los que no estaban de acuerdo con que él gobernara esas tierras, sin embargo, ordenó a sus guardias que la apresaran y la encerraran en la más fría, húmeda y solitaria de las celdas para ver quien de los dos moría primero. Lorna se dejó conducir caminando con arrogancia y orgullo, sin demostrar ninguna pizca de debilidad a su despreciable hermano, sobreviviría, el tiempo en esa celda era mucho menos de lo que aquel esperpento esperaba, pues ella ya había mandado a sus hombres a deshacerse de la mujer maldita, y aunque eran solo dos, contaban con el apoyo de varios guardias que odiaban a su amo. 

En ese mismo momento los dos hombres de Lorna llegaban al pequeño y tosco castillo de Rávaro, Serna los esperaba ahí para acompañarlos hasta la sala de torturas donde se encontraba la mujer maldita, este les había indicado una pequeña puerta por donde ingresarían y el lugar donde estaría aguardándolos. El guardia desde su posición vio cuando la puerta se abrió, pero dentro de lo oscuro del ambiente le pareció que solo un hombre había entrado por ella, tal vez no era quien él esperaba, se quedó en la penumbra hasta que la silueta llegó junto a él, era uno de los hombres de Lorna pero según lo acordado debían ser dos, el hombre excusó a su compañero con una poco convincente historia sobre un caballo nervioso y una pierna rota, Serna no parecía muy convencido, entonces el guardia notó que el puñal que cargaba el hombre tenía restos de sangre fresca, como si hubiese sido limpiado rápido y mal, por obra de la providencia, recordó algunas vagas descripciones sobre aquel que había prevenido a Rávaro a cerca de la maldición que pesaba sobre él, otro amante de la mujer maldita, el parentesco era evidente, Serna se llevó la mano a su espada con sospecha lo que el hombre interpretó como una señal de que había sido descubierto, se lanzó sobre el guardia golpeándolo contra la pared, luego lo tiró al piso y se tiró sobre él con la punta de su puñal apuntándole al pecho, el guardia lo contuvo con ambas manos para evitar que lo atravesara pero el hombre era más grande y también más fuerte, con todo su peso y la fuerza de sus brazos, lentamente comenzó a ganar milímetros, hasta que Serna ya no pudo luchar más. La mujer maldita estaría segura mientras siguiera ahí, y con ella, él también. 

Mientras tanto el místico por fin detenía su carrera dentro de los frondosos bosques, bajó con cuidado el bulto que cargaba y se sentó exhausto, aún no sabía qué haría con la criatura, podía devolverla a su lugar de origen, pero eso incluía atravesar la tierra de las bestias, rodearlas era descabellado. Lo segundo era conservarla con ayuda de la cofradía, en caso de que decidieran utilizarla de nuevo, pero aquello era tan arriesgado como lo anterior. Sintió un suave roce en su hombro, distraído en sus pensamientos y aturdido por el cansancio dirigió una imprudente mirada que se estrelló directamente con los ojos de la curiosa criatura, el místico comprendió de inmediato lo que aquello significaba, su rostro demostró un sereno desconsuelo, ninguno de sus mejores trucos podían ayudarlo ahora, si se separaba de la criatura moriría inexorablemente. El místico apoyó la cabeza en el árbol con forzosa resignación mientras la criatura se acurrucaba tiernamente a su lado. Aquella torpeza le costaría cara.

Fin del capítulo uno.


León Faras.

domingo, 2 de septiembre de 2012

La Prisionera y la Reina. Capítulo uno.

VII.

El número de individuos dentro del palacio, tanto entre aquellos que asistían a dejar sus tributos como también algunos residentes permanentes, había disminuido drásticamente, la atracción que el obsequio de Rávaro generaba entre los más débiles había obligado a los guardias a actuar con energía y violencia para controlar a aquellos incapaces de controlarse por si solos. Muchos de los que quedaban podían sentir la casi imperiosa necesidad de acercarse y tocar a la criatura, pero dentro de sus seres, podían encontrarse capacidades por sobre las de un ser humano común y corriente que les permitía reconocer y controlar dicha atracción y así disfrutar de las abundantes y turbias satisfacciones que el semi-demonio ofrecía en sus descontrolados festines sin ofender a su anfitrión. Uno de estos individuos, era un Místico, mucho tiempo llevaba al servicio de Dágaro, sirviéndolo con humildad y obediencia, un místico que según su propio testimonio, había sido expulsado de su cofradía por romper alguna de las estrictas normas que seguían para con el uso de sus múltiples conocimientos y que había terminado sirviendo al semi-demonio, quien lo recibió de inmediato. Este ser, reconoció de inmediato la naturaleza de la criatura en cuanto la vio entrar al palacio, dedujo con rapidez y precisión los planes de Rávaro pero guardó silencio y no se equivocó al suponer que una criatura como su amo, el cual había dejado atrás hace mucho tiempo las debilidades de los hombres y que se fortalecía constantemente de la primitiva y abundante maldad humana, así como también de sus sentimientos más degradantes, no reaccionaría de la misma forma ante la letalidad de la criatura, pero a la cual no era totalmente inmune. Entonces supo que su oportunidad había llegado, que aquel estorbo llamado Rávaro le brindaba inesperadamente los medios para librar a toda esa tierra de la real amenaza, Dágaro. Todo ese tiempo viviendo en ese ambiente tóxico y depravado siguiendo los planes de la cofradía por fin rendían sus frutos, y ahora solo debía separar a la criatura del semi-demonio, pues era precisamente ella quien lo mantenía con vida. Su infalible letalidad ya había hecho su trabajo infectando por completo el organismo de su amo, pero no lo destruiría mientras Dágaro continuara absorbiéndola, asimilándola y convirtiéndola poco a poco en parte de su ser, el momento de actuar era ahora, y así lo hizo. 

La criatura permanecía en el suelo junto al trono, abrazada con ternura al brazo de su amo, el cual acariciaba con su mejilla, el místico se acercó entre las sombras ocultándose, según sus técnicas, en aquellos lugares donde nadie tenía puesta su atención, llegando a espaldas del ostentoso trono y en un solo movimiento, arrancó la capa de uno de los guardias cercanos, cubrió con ella a la criatura para protegerse a si mismo y huyó en todas las direcciones al mismo tiempo. Su cuerpo con el bulto en brazos se multiplicó en docenas de individuos idénticos que corrieron por el palacio abriéndose paso entre los residentes, subiendo las numerosas escaleras, saltando a través de todas las ventanas ante la frustración de los guardias que quedaban cubiertos de ceniza cada vez que agarraban o partían en dos con sus espadas el cuerpo de alguna de las falsas ilusiones creadas por el místico sin que ninguno diera con el verdadero. 

Dágaro se puso de pie enfurecido, más por el hurto que por la real gravedad de su situación, la cual no dimensionó hasta sentir cómo los músculos de su estómago se contrajeron con brutalidad hacia dentro, su gran fortaleza física los contuvo en principio, pero uno a uno todos los músculos de su cuerpo comenzaron a hacer presión anormalmente contra sus huesos, sus órganos. El semi-demonio cayó rugiendo, mientras luchaba contra su propio cuerpo con una tenacidad sorprendente, ejerciendo dominio sobre unos sectores y perdiendo fortaleza en otros. Resistió tanto como pudo y mucho más de lo cualquiera hubiese sido capaz, pero finalmente fue doblegado por la infalible letalidad de la criatura y ante la mirada de asombro y gozo de su hermano.

León Faras.

La Prisionera y la Reina. Capítulo uno.

VI.

Rávaro entró al gran salón donde estaba el trono de su hermano, y se postró con humildad, tras él sus hombres hicieron lo mismo mientras uno de los servidores de Dágaro, el semi-demonio, conducía un caballo que tiraba de una jaula tubular con ruedas cubierta con una tela oscura, hasta dejarla en frente de su amo. El lugar estaba repleto de hombres y mujeres encadenados o en jaulas colgantes como una obscena entretención de los torcidos residentes del palacio, desnudos, frágiles y asustados seres que forman parte de la macabra decoración o como distracción para el que se le antojara, desde una de estas jaulas en particular, una mujer desnuda y en actitud de indefensión, observa detenidamente la escena, es Lorna, quien está ahí para comprobar personalmente la información de Serna y ver con sus propios ojos si la letalidad de aquella criatura es lo suficientemente efectiva como para acabar con la vida del semi-demonio. Este, inmóvil en su ostentoso trono, observa y aprueba con indiferencia la larga lista de obsequios y presentes que recibe por parte de sus innumerables y temerosos súbditos. A la jaula, puesta frente a él, se le acerca un guardia para retirar el velo que la cubre, entonces una larga expresión de sorpresa y admiración se deja oír por toda la sala, la belleza de la criatura es tal, que incluso provoca que algunos de los residentes pierdan el control y decidan acercarse más de lo permitido a alguna de las pertenencias de Dágaro, entonces los insensatos son golpeados con brutalidad por lo guardias, quienes no permiten ese tipo de abusos de confianza, y arrastrados fuera sin que nadie haga nada por intervenir. 

Rávaro, con una rodilla apoyada en el suelo y la cabeza gacha, casi tiembla de ansiedad y gusto al ver como su hermano se pone de pie y se acerca a la jaula, la atracción que le genera la criatura es innegable, Lorna también se mantiene expectante cuando el semi-demonio abre la jaula, el bullicio y algarabía habitual en el desenfrenado salón es silenciado solo por la perfecta figura de la criatura y por lo grandioso del obsequio, tanto como para que Dágaro abandonara su trono. La enorme y monstruosa figura de este, se acercó lo suficiente a la criatura para olerla y luego tocarla en un suave roce inspirado por la insondable delicadeza que demostraba aquella mujer, entonces la criatura se volteó para mirarlo, sus ojos suplicantes mostraban el mismo deseo y sumisión que con cualquier otro, el horroroso aspecto de Dágaro, forjado en tantos años de decadencia, degradación y vicio no le provocaba ni miedo ni repulsión, solo buscó acercarse, buscar en aquel ser inmune a su letalidad, protección, afecto, calor, del cual tanto deseo tenía y que le era imposible obtener. 

Rávaro aún inmóvil pero con el rostro desencajado, no lo podía creer, no solo su plan estaba fallando estrepitosamente, si no que también le había entregado en bandeja a su hermano a aquella criatura de incalculable valor.


León Faras.