viernes, 27 de diciembre de 2013

La Prisionera y la Reina. Capítulo tres.

IV.

Cuando el jefe de guardias salió de su cuarto, fue llevado hacia una sala donde sus guardias tenían a un anciano flaco, consumido y demacrado, este era un campesino que aseguraba haber visto a una mujer de las características de la mujer maldita, en compañía de un pequeño grupo de salvajes, le llamó especialmente la atención porque las mujeres de los salvajes eran escasas y difíciles de ver, eso hizo que desde donde estaba, la examinara con cuidado. Orám escuchaba con el rostro petrificado, no podían estar seguros de lo que había visto aquel viejo acabado pero si se la habían llevado los salvajes, la mujer maldita sería pronto una mujer muerta, había alguna razón por la que el número de mujeres entre los salvajes había mermado y esa misma razón hacía peligrar la vida de Idalia, y junto con ella, la de los hombres que tenían su vida atada. El jefe de guardias respiró hondo y despidió al campesino, luego, ordenó que fueran por Baros y lo metieran en una celda-carruaje para trasladarlo donde Rávaro, le diría donde estaba la mujer maldita y culparía a Baros de haberla dejado escapar junto con su hermano y Serna. Esa era su mejor jugada y su única opción.

Los Grelos no huyeron y no era que se caracterizaran por su valentía, el Místico tampoco huyó, aquella bestia de más de cuatro metros de altura no parecía normal, era demasiado controlada, pacífica, su cabeza estaba extrañamente echada hacia delante y de sus hombros subían dos cuernos totalmente ajenos a su cuerpo sujetos por correas de cuero que se podían ver entre el pelaje rodeando su cuello y sobacos, lo cual era completamente anormal, una bestia no usaría jamás tales cosas. El Místico tomó a la Criatura y debió retroceder rápidamente, la bestia no era agresiva pero parecía que no veía nada con sus ojos y menos preocuparse de donde pisaba, una voz aguda y desagradable salió de la cabeza de la bestia en vez de los estridentes rugidos que eran habituales en ella, los Grelos, montados ya sobre sus ranas arborícolas, le respondieron en su grotesco idioma y se formó un diálogo surrealista entre la bestia y los Grelos que el Místico no podía comprender siquiera como era posible que sucediera, hasta que uno de lo Grelos lo señaló con su dedo para que la bestia lo notara y esta se volteó hacia él inclinándose hasta casi el nivel del suelo, entonces la vio, una mujer enana de mediana edad estaba sentada en una silla suspendida por cuerdas de los cuernos sobre los hombros de la bestia, cargaba con varias bolsas de cuero o morrales, un pequeño farol colgado sobre su cabeza y en su mano, una vara larga con una pequeña jaula en su extremo, una jaula aparentemente vacía. La enana los miró con el rostro inexpresivo, tenía la mirada perdida de una ciega y luego habló en una bella lengua completamente extraña que el místico jamás había oído, este no supo qué responder y cuando fue a probar con algunos de los idiomas que podía hablar, se sorprendió  oyendo a la criatura hablar el mismo idioma de aquella mujer sin levantar la vista para no dañarla, la criatura respondió con una melodiosa voz varias preguntas ante la mirada de asombro del Místico que nunca había escuchado la voz ni el idioma de un ser como era la chica que le acompañaba, la mujer invitó a subir sobre la bestia, utilizando las argollas de bronce que le colgabas de sus correas, a la Criatura quien accedió de inmediato y también al Místico en su idioma y luego, irguiéndose, le dirigió un par de palabras a los Grelos y estos se retiraron, sin duda cabalgar a hombros de una bestia era una notable señal de autoridad.


Ya casi sentía que se había acostumbrado a la pestilente emanación que constantemente despedía la ciénaga que rodeaba al palacio del semi-demonio y donde Rávaro se sentía poderoso al fin. De pie en la enorme terraza de su castillo, desde donde podía ver todas sus tierras recientemente adquiridas, se dejaba vestir con trajes nuevos y lujosos adornos, por deformes sirvientes que serviles, atendían a su amo en todo. Nadie en todo el castillo tenía una cuenta exacta o detallada de los prisioneros metidos en el foso de las catacumbas, la huida era imposible y las condiciones insoportables, hasta la luz del día se les negaba, simplemente eran encerrados y olvidados. Uno de los guardias llegó donde su amo, sus órdenes habían sido informar sobre el estado de una prisionera, Lorna, la que no se encontraba en su celda. En años, ningún prisionero había salido del foso por el mismo lugar por donde había entrado, las tres puertas de hierro jamás estaban abiertas al mismo tiempo, ni siquiera los cadáveres que se acumulaban en el fondo, si alguien abría una celda, solo podía bajar y el fondo del foso era la muerte misma. Esta idea absoluta, de la cual todos los habitantes del castillo estaban convencidos, fue la explicación que Rávaro recibió, su media hermana Lorna estaba muerta, no había duda de eso. Sonreía extrañamente con la vista en el horizonte, despachó a su guardia advirtiéndole que si se equivocaba hubiese sido mejor que bajara al fondo del foso a escudriñar entre los nauseabundos restos putrefactos por el cuerpo de aquella mujer y estar seguro de lo que le decía, que el castigo que recibiría por mentirle con suposiciones. Luego volvió su vista al horizonte y volvió a sonreír complacido, desde donde estaba ya era visible la gigantesca plataforma que se dirigía a su palacio, con una bestia inmovilizada encima. Lo que no podía ver desde ahí, era que bajo esa plataforma Lorna había rodado sin que nadie la viera y se había colgado para volver al palacio de Rávaro, decidida a conseguir la gema negra que el semi-demonio le había pedido para poder tomar un cuerpo y volver a la vida a retomar lo que Rávaro le había quitado. El enano de rocas les seguía a prudente distancia y usando su excelente camuflaje cada vez que alguno de los mercenarios dirigía alguna mirada hacía él.


León Faras. 

viernes, 20 de diciembre de 2013

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

VIII.

Comenzó con una picazón leve, como una irritación que lo hacía lagrimear, Ovardo se restregaba los ojos en un rincón del santuario tratando de esconderlos para que no pareciera que lloraba. Al salir de la cueva, la luminosidad fue mucho más violenta, dañándole los ojos como arena candente, casi no podía ver nada entre lágrimas y dolor, se cubría los ojos con las palmas de las manos manchándolas con el líquido oscuro y pestilente que había reemplazado a sus lágrimas, su evidente desesperación llamó la atención de varios hombres, pero fue Emmer quien se acercó, apenas lo vio notó que aquello no se trataba de algo normal, los ojos del príncipe se resecaban violentamente, cubriéndose de una multitud de diminutas llagas como un fruto maduro expuesto al sol del desierto durante meses, cubriéndolos de un fluido sanguinolento que se esparramaba por sus mejillas. Su padre al verlo le ordenó a Serna que lo revisara, este solo negó con la cabeza, perdería ambos ojos ese mismo día e inexorablemente, no se trataba de nada natural o humano, la diosa de la muerte cobraba rápidamente las ofensas. Fue vendado solo como parte de un procedimiento protocolar sin que aquello tuviera utilidad alguna, pues en tan solo un par de horas sus ojos estaban momificados por completo, convertidos en un pellejo reseco y endurecido cubierto por una costra oscura y resquebrajada que ya no sentía. En su reciente condición de lisiado Ovardo sentía que lo había perdido todo, que era el fin, que no volvería a luchar, que no podría gobernar, que nunca más vería a su mujer, que jamás conocería a su hijo y dentro de todo ese estado de horrendo desconcierto y frustración, debió soportar la voz de su padre que solo se dirigió a él con desprecio para descartarlo completamente de cualquier participación en el ataque que harían esa noche, recordándole que se había vuelto un inútil en la batalla y en el trono, el príncipe sintió el llanto de la humillación en la garganta aunque sus ojos ya no lo delatarían nunca más con lágrimas, gritó que quería luchar, que de ninguna manera se quedaría ahí, deshonrado y humillado,  pero su padre se lo negó de plano,  su presencia sería más una amenaza y un estorbo que una ayuda, ya no era soldado y ninguno de sus hombres le serviría de lazarillo, por lo tanto volvería con los criados de vuelta a Rimos, y se quedaría ahí a esperar noticias.  

Arlín jugueteaba enrollando un rizo en uno de sus dedos mientras esperaba su turno de que la atendieran en el puesto de verduras de Cízarin donde debía retirar su encargo. Era joven, bonita y coqueta y le iba bastante bien en su trabajo por lo que constantemente generaba ponzoñosos comentarios a su rededor, sobre todo de las señoras de la ciudad que cada vez que andaba ella por ahí, les daba por hablar a un volumen bastante audible sobre lo que opinaban de ella y sus quehaceres, por lo que ya se había acostumbrado a ignorar a la gente de forma digna y orgullosa, evitando ponerles atención y así, no caer en los desagradables momentos y las acaloradas discusiones que en un comienzo eran tan habituales. Solo que aquella vez el centro de atención de los comentarios que se daban en la feria no era ella ni sus actividades, corría el rumor de un inminente ataque a Cízarin por parte de Rimos, la gente preocupada había esparcido el rumor de que aquel atardecer Cízarin sería arrasado, que nadie sobreviviría si no huían, que se trataba de un ataque inesperado y letal pero del cual nadie estaba seguro. No era la primera vez, muchas veces surgían comentarios similares sobre inminentes ataques de pueblos cercanos y la mayoría de las veces solo se trataba de bromas mal intencionadas o gente alarmante e irresponsable.

Arlín tomó su pedido de verduras y con su permanente actitud soberbia y despreocupada se retiró sin prestar mayor atención a lo que la gente hablaba, solo había oído palabras sueltas sobre “ataque” o “Rimos” pero sin que ella las relacionara o les diera un significado en conjunto. Obedeciendo a su espíritu femenino, la muchacha se encaminó hacia los comerciantes de telas y perfumes, que siempre traían sus hermosos productos de tierras lejanas para ofrecérselo a las damas guapas de Cízarin, la chica se embelesaba con tales productos y nunca dejaba de comprar algo. En eso estaba cuando una pequeña comisión de tres jinetes se abría paso como un pesado barco en un denso mar de gente apretujada, el primero era el general Rodas, comandante del ejército de Cízarin quien al ver a la chica se detuvo de inmediato para saludarle galantemente y advertir al comerciante que esperaba que su mercancía fuera de calidad y sus precios justos, el comerciante deshecho en sonrisas y reverencias aseguró que “jamás pretendería engañar a nadie y menos a una dama tan bonita y decente” con lo que Arlín quedó completamente halagada y el comandante satisfecho con su demostración de autoridad, este, luego de un saludo sobrio pero cortés, se retiro montado con la espalda recta sobre su hermoso corcel seguido de sus dos soldados que también tuvieron la oportunidad de recibir y corresponder las cordiales sonrisas de la chica. No se había tardado tanto en sus encargos como se tardaba en satisfacer sus gustos, iba a ser regañada duramente por Aida, la dueña del local donde trabajaba, ella se comportaría como niña taimada y su jefa la mandaría finalmente a prepararse para atender a los clientes, siempre era así, a final de cuentas, ella sabía hacer muy bien su trabajo.


Cuando Nila la encontró, se llevó un tremendo susto pues como siempre andaba distraída y sin prestar atención a lo que sucedía a su alrededor, Arlín pasó de la sorpresa a la preocupación, el semblante de Nila era atemorizante, algo grave había sucedido, “¿Donde está mamá?” la aludida no comprendía del todo, habían pasado varios años sin ver a Nila y tardó algunos segundos en reconocerla pero luego la abrazó con tal entusiasmo que Nila debió zafarse con algo de esfuerzo para preguntar de nuevo, “Debe estar en su negocio, como siempre. ¿Por qué?, ¿pasó algo?”. Nila le explicó todo lo que sucedía mientras se dirigían al prostíbulo de Aida, la madre de Nila, el lugar donde trabajaba Arlín.


León Faras. 

martes, 17 de diciembre de 2013

Historia de un amor.

III.

La luna estaba enorme como una naranja sujeta en la mano al final de un brazo estirado, Miranda la observaba con un vaso de agua con sabor a manzana en la mano, pensando en alguien que quizá no existía, pero al que se negaba a renunciar, un ejercicio que ya había llevado a cabo sin ningún resultado, y era que las cosas en el mejor de los casos se habían tratado de sentimientos diluidos, pálidos, semi-actuados, inconsistentes y casuales, no esperaba vivir un cuento de hadas con el hombre perfecto, solo esperaba enamorar y enamorarse de forma simple y honesta, dejar de sentir en todo momento que las palabras eran demasiado significativas para lo que pretendían expresar, que exageraba, que mentía o que era engañada… que la relación amorosa fuera totalmente ineficaz en su trabajo de  regalarle emociones. Había llegado a un punto en el que preferiría apostar a la búsqueda de la felicidad individual, del amor propio, de la tranquilidad sin romance, un punto en el que sentía firmemente que la búsqueda era inútil y donde la resignación no se veía tan remota, “…dejar de buscar” decía el libro ese en la página de la Chiribita. Hace muchos años siendo solo una niña de ojos pequeños y oscuros y sonrisa chispeante  en un segundo de descuido se separó de su madre y sus tías en uno de los varios festivales realizados en su pueblo, acontecimiento que congregaba a toda la gente entre delicias culinarias y actos artísticos. La pequeña, premunida de una personalidad fuerte y sagaz, al verse sola echó a andar por el lugar hasta que una amable señora la detuvo para que fuera encontrada, luego de un par de horas, tanto aquella mujer como su mamá y sus tías le explicaron con insistencia que había sido buscada intensamente pero que al no estar en el lugar que había quedado, la búsqueda se había complicado mucho, porque en vez de acercarse, con cada paso que daba se alejaba más. Eso tenía mucha lógica al pensar en algo o alguien físicamente perdido desde algún lugar específico, pero en alguien nunca antes encontrado era completamente distinto, no había un punto de partida para iniciar la búsqueda o para dejarse encontrar.

Ella no era como cualquier chica, definitivamente era muy diferente y se esforzaba para que eso se notara, en su aspecto, en sus actos, en su discurso y también quería algo diferente, enamorarse, confiar, disfrutar, no tener que preocuparse de dependencias, pertenencias o inseguridades, había acumulado una buena cantidad de experiencia propia y ajena que la había asqueado lo suficiente como para alejarse de las relaciones románticas pero guardando la esperanza de que algo sucediera, algo que la golpeara y la transformara, algo como el amor, una esperanza de la que no abusaba por miedo a que se quedara en los terrenos de las aspiraciones irreales. A menudo pensaba que se quedaría sola, no porque no hubiera nadie que quisiera estar con ella, si no porque ella quería sentir y vivir algo diferente, algo honesto, algo verdadero, algo bueno, no sabía si eso en verdad existía y de existir no tenía idea de cómo conseguirlo, pero no quería conformarse, su apuesta era a todo o nada. Miranda no se engañaba al pensar así, solo se tomaba el tiempo para observar, para ser espectadora y el mundo le mostraba lo que buscaba día tras día, promesas rotas, adulaciones vanas, personas que se desentendían de sus hijos y parejas, abusos, humillaciones innecesarias, pero sobre todo, faltaba amor, ternura, cariño, esa chispa que se nota en el enamorado, esa emoción por llevar a alguien especial a su lado, ese orgullo de ser amada o amado por alguien único e irremplazable, nada de eso había, parecía que solo formaban pareja con quien tenían más a mano y procreaban porque era lo que debían hacer y luego de eso vivir una vida dominada por la ley del más fuerte, las parejas caminaban cada uno por su lado, ignorándose, separando las actividades de cada uno, como si en vez de buscar a la persona amada, una fuerza superior y dominante les hubiese impuesto con quien debían pasar el resto de sus vidas sin tomarle parecer a sus gustos personales. Era raro ver a alguien enamorado, y cuando lo lograba muchas veces era decepcionante, había falsedad, intenciones o motivos equivocados, conveniencias, adulaciones, vanidad, presunción, todo eso le disgustaba, se lo tomaba como personal y la volvía en contra de las absurdas relaciones sentimentales que la rodeaban. Miranda en el fondo sentía que esa fuerza superior y dominante, no podía ser buena ni mala, no hacía favores ni perjuicios, si no que encausaba lo que uno mismo creía necesitar o merecer, tal vez se equivocaba, pero era testaruda como nadie.


Miranda pensaba en alguien que quizá no existía, alguien cuya existencia dependía de muchas coincidencias y condiciones, alguien que no sabía que ella existía, alguien que estaba realizando su misma búsqueda.



León Faras.

viernes, 6 de diciembre de 2013

Del otro lado.

X. 


Cuando Laura despertó se encontraba nuevamente en su casa y en su cuarto, nuevamente se despertaba con la salida del sol y con el silencio abrumador e interminable. Ya no llovía. No tenía ni idea de como había llegado allí, por la noche se había tendido en la calle, sobre el frío y húmedo pavimento y bajo la persistente lluvia que ella no podía sentir, pensando en su rara situación y en la posibilidad de que aquello se tratara de la muerte a pesar de que no había experimentado nada que se le pareciera a morir. No sentía angustia ni tristeza, en realidad no sentía nada, solo el desconcierto de la incertidumbre, y la incredulidad ante una realidad tan absurda e insípida, seguía pensando que la muerte no podía ser así, sin embargo no sabía qué otra cosa pensar, por lo general saliendo de la cama se habría dado una ducha, pero ya había comprobado que el agua no la tocaba, levantó uno de sus brazos y se olió, algo que en otras circunstancias le hubiese provocado muecas de asco, ahora lo hacía sin remordimientos, no percibió ningún olor, al igual que con el sonido, su olfato no percibía nada. Sin ningún rastro de somnolencia se levantó y salió de su cuarto, no recordaba como o cuando había cambiado su ropa por el pijama que llevaba pero no se preocupó por eso, no le preocupaba en absoluto quedarse con pijama todo el día, o el resto de su vida, Laura hizo una mueca ante lo raro que le sonó en su mente eso de “el resto de su vida” en tan singulares circunstancias. Salió de su casa, apenas comenzaba a amanecer, se percibía el frío intenso de la madrugada en el ambiente pero ella no lo sentía, ni siquiera en sus pies descalzos enfundadas en coquetos calcetines blancos con puntas rosadas, los restos de la lluvia estaban por todos lados, se sujetó del barandal de metal frente a ella, debería haber estado muy helado, se asomó hacia abajo, a la calle, estaba en el tercer piso, puso uno de sus pies en el fierro horizontal del barandal más cercano al piso de donde estaba y se paró sobre él, más de la mitad de su cuerpo superaba la protección de la balaustrada, un simple cambio de peso era suficiente para formar el desequilibrio necesario para caer, se preguntó si sentiría algo, si sentiría dolor al estrellarse en el concreto desde esa altura, no era algo que le agradara, pero sentir algo significaría que estaba viva. Sí sintió algo después de todo, el miedo natural a caer, bajó del barandal y usó las escaleras. Caminó con paso lento en pijama y descalza por las solitarias y húmedas calles sin que siquiera se ensuciaran sus calcetines, sin que la fría y húmeda brisa le perturbara, sin que los potentes primeros rayos del sol le dañaran los ojos hasta encontrarse en los límites de la población donde vivía, percibió un mundo entero y sin vida solo para ella y eso no le provocó nada. El día ya había clareado casi por completo, Laura llegó hasta el paradero y se sentó sin necesidad, solo por decisión, un movimiento en el aire llamó su atención, humo, un cigarrillo casi entero estaba a sus pies, había muchos más como de costumbre en los paraderos, pero este era evidentemente reciente, pisado de forma errónea y apurada en la mitad de su extensión donde se ubicaba el filtro, podía ver las marcas nítidas de la planta del pie que lo había pisado estampadas en agua y tierra sobre el papel, estaba encendido, una oleada de entusiasmo y alegría la recorrió, se puso de pie de un salto, con el cigarrillo consumiéndose en su mano, pensando en que había más gente en alguna parte, en algún momento, eso le dio una sospecha, una idea y se echó a caminar con la vista pegada en el suelo, encontró un montón de cosas posteriores a la lluvia de la noche anterior, un papel higiénico arrugado, seco en su mayoría, basureros llenos, una manzana mordisqueada, excremento de perros y aves, cajetillas de cigarrillos vacías y retorcidas, chicles pegados, las marcas del accidente donde ella había muerto. Se quedó quieta, la frenada del auto que había impactado el autobús donde viajaba estaban marcadas en el pavimento, también habían cristales pulverizado y marcas del fuego y el humo del vehículo pequeño, las señales de un violento choque eran claras y recientes pero ella no lo recordaba, no relacionó en ese momento su muerte con ese accidente pero ese lugar tenía una extraña atracción sobre ella, como un presentimiento de que eso tenía alguna estrecha relación con ella más de lo que parecía. Tuvo la clara idea de que el mundo seguía su camino sin ella, de que las personas seguían donde mismo llevando a cabo sus ordinarias actividades cotidianas pero fuera de lo que sus sentidos podían captar.


Cuando Laura levantó la vista estaba de pie en la calle frente a la parada de buses, fue cuando su mundo ya raro e inesperado se volvió más raro e inesperado en un instante. El mundo seguía su curso normal y con toda esa normalidad, las muchas personas que estaban en el paradero a esa hora solicitaron la parada del autobús que se aproximaba, este se detuvo sin que nada anormal sucediera para las personas, pero Laura se llevo una gran sorpresa cuando el vehículo de transporte se detuvo sobre ella, absorbiéndola y entrando en la realidad de la muchacha que de pronto y sin saber como se encontró súbitamente en el interior de un autobús vacío y estacionado exactamente en el mismo lugar donde ella estaba parada. La muchacha estaba de pie en la subida justo al lado del, para ella, vacío asiento del conductor mirando hacia el camino, sorprendida, se giró despacio para corroborar que el resto del vehículo también estaba ahí. Estaba vacío completamente para ella, sin embargo le sirvió para recordar su último día de normalidad, en cuanto vio su asiento preferido, el primero junto a la puerta, recordó que la última vez ese asiento iba ocupado por un hombre que dormía, luego, recordó ver fugazmente en uno de los asientos del final a Ángelo Valdés. El bus se puso en marcha sin que a ella le afectara la inercia del movimiento, por lo que tardó un poco en notarlo, caminó por el pasillo rememorando aquel viaje, solo había echado un vistazo antes de sentarse y no recordaba bien las personas que viajaban, por lo menos a nadie más que ella conociera, solo que no superaban la decena. Laura se detuvo al llegar al final, como era costumbre, los buses interurbanos contaban con una puerta trasera, decidió quedarse cerca de ella, tal vez en algún momento se abriría y podría bajarse, eso esperaba porque si no sabía como había subido, menos sabría como bajar.


León Faras. 

miércoles, 4 de diciembre de 2013

La Prisionera y la Reina. Capítulo tres.

III


Oram bebía en su sucio y estrecho cuarto dentro del castillo de Rávaro, se sentía condenado aunque sabía que la muerte no era lo que le esperaba, su amo podía pensar en cosas mucho peores. Era imposible que la mujer maldita hubiese huido por si sola debido a lo drogada que se le mantenía permanentemente, pero si hubiese despertado debido a que Serna no la drogó, igual en su estado se encontraba demasiado débil y desorientada para escapar. Tenía la esperanza de que estuviera dentro del castillo oculta en alguna parte pero sus hombres no habían encontrado nada, solo sabía que estaba con vida en alguna parte. No conseguiría nada con culpar a Baros o Lorna de haberse llevado a la mujer maldita de las catacumbas, tampoco le serviría justificarse con la muerte de Serna, eso no atraería la indulgencia de Rávaro. Vació su vaso de un sorbo y lo volvió a llenar, en la mesa en la que bebía estaba su látigo de castigo, aquella fusta de cuero ya contaba con algunos cadáveres en su experiencia, era especialmente efectiva estrangulando, volvió a beber y lo tomó, era un hombre viejo, huir no era parte de sus opciones, pero tampoco se quedaría a merced de ese loco depravado que era su amo, había visto como doblegaba hombres mucho más fuertes y duros que él con métodos misteriosos y crueles. Si decidía acabar con su vida y si la maldición era cierta, moriría también la mujer maldita y con ella Rávaro, Baros y alguno que otro imbécil desconocido, no era mala idea, los problemas se acabarían para él y muchos quedarían felices. Volvió a vaciar su vaso y tomo el látigo con ambas manos, tirando de sus extremos para comprobar su resistencia, respiró hondo. En ese momento un hombre golpeó su puerta, había un asunto del que debía ocuparse.

El ambiente estaba impregnado del nauseabundo hedor de muchos cuerpos larga e insistentemente desaseados sumado al de sus animales. Estaban rodeados. Los Grelos eran sinónimos de olores nauseabundos y pésimos modales. Tenían un pequeño cuerpo lampiño y flácido que contrastaba horriblemente con unos miembros delgados y fibrosos, cabezas con poco espacio para el cerebro y mucho para sus bocas grandes de gruesos labios, reposadas sobre acuosas papadas, no superaban el metro de altura y cabalgaban ranas arborícolas sobre sillas ingeniosamente creadas con respaldo y un par de ganchos donde se podían sujetar con las corvas de las piernas mientras usaban sus manos. El tupido bosque les servía para trasladarse largas distancias rápidamente saltando de un árbol a otro. El místico sabía que existían ranas así de grandes pero era primera vez que las veía y además domesticadas, debía haber por lo menos una docena de Grelos alrededor en los árboles cercanos, armados de flechas y lanzas, la liebre muerta a su lado atestiguaba que eran excelentes tiradores. Armaron un ensordecedor escándalo en una lengua extraña y estridente, la saliva saltaba copiosa de sus bocas mientras discutían sobre el que había matado a la liebre o sobre el extraño color de la piel del místico o lo que debían hacer con él y su acompañante. No podía creer el místico que hubiesen aparecido de la nada, su presencia era demasiado evidente gracias a su intenso mal olor y al ruido escandaloso que arrastraban a todas partes, pero eran rápidos y podían caer de sorpresa como ahora. El líder de los Grelos descendió hasta el suelo acompañado de algunos de sus compañeros, dos de ellos tomaron la liebre que habían cazado, los otros encararon al místico y a la criatura, poseían burdas ropas que no les cubrían completamente el vientre, se tomaban el pelo pringoso en uno o dos moños cortos y tiesos que los hacía verse ridículos, se rascaban constantemente y por todas partes del cuerpo sin ningún pudor con sus toscas y sucias uñas, incluyendo sus genitales, el que habló, lo hizo en un pobre idioma de los hombres con una pésima pronunciación que apenas se entendía, pero poseían la soberbia que solo otorga la estupidez por lo que no cabía hacerles ningún tipo de corrección que por lo demás no entenderían. La criatura se mantenía nerviosa, su letalidad no funcionaba en seres de poca inteligencia como los animales o los Grelos, esas criaturas le atemorizaban y se mantenía oculta tras el místico, pero no tardó en llamar la atención de los desagradables recién llegados y el místico decidió intervenir usando sus múltiples trucos para alejar a los poco inteligentes Grelos, en su experiencia, muchas criaturas similares se espantaban ante irrisorios trucos para niños, por lo que el místico tomó un piñón de una conífera cercana y se la acercó con autoridad a la vista del que parecía ser el líder de los Grelos, luego lo cubrió con ambas manos y cuando retiró la mano con dramático gesto, el piñón se había convertido en un hermoso ave azul brillante que el Grelo Líder contempló con asombro, pero que no duró nada porque apenas el ave despegó, fue capturada por la fulminante y larga lengua de una de las ranas que, luego de uno segundos, debió escupir asqueada los restos del piñón magullado y cubierto de babas.


Tanto el Místico como el Grelo contemplaron con incredulidad y asombro el piñón expulsado por el anfibio, el primero se sentía ofendido, el segundo engañado, lo que formó un nuevo y ensordecedor griterío entre los Grelos que lo veían como una amenaza y se volvían hostiles, el Místico y la criatura retrocedieron, hasta que de pronto, un suceso cambió todo,  una bestia llegó al lugar donde se mantenía la discusión, era muy raro que una bestia ingresara en el bosque y alguna poderosa razón tendría. Los Grelos retrocedieron con precaución y en silencio pero no huyeron, al parecer sabían lo que sucedía, en cambio el místico estuvo a punto de usar uno de sus trucos para desaparecer.


León Faras.

lunes, 2 de diciembre de 2013

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

VII.

Teté era apenas una niña, trabajaba en la cocina del palacio de Rimos donde se encargaba de los mandados y las labores de aseo, no era un trabajo complicado aunque sí resultaba agotador. Aquella mañana la habían sacado de sus labores habituales y la habían enviado con el desayuno de la princesa Delia, debía reemplazar a Nila que por alguna razón no se había presentado y nadie sabía donde estaba, una labor mucho más distendida y aseada de las que regularmente le encargaban, sin embargo, hubiese preferido no salir de la cocina ese día, pues la experiencia fue de espanto.

Dolba, la partera más experimentada de Rimos, una mujer madura conocida por todos como la Madrina, había visitado a la princesa Delia en varias oportunidades, trabajaba junto a la menor de sus muchas hijas nacidas vivas y que seguían sus pasos y a una chica huérfana de la cual se encargaba y le enseñaba el oficio. Le había recetado a la princesa baños de agua caliente para soltar las carnes, contundentes caldos negros  para fortalecer la sangre, algunas hierbas medicinales para facilitar el parto, mucho reposo que una mujer de su posición social no tendría problemas en proveerse y sobre todo encomendarse devotamente a los dioses que la sacaran con bien de un tránsito tan peligroso como era el de parir. Aún le faltaban un par de semanas para completar su periodo de gestación cuando aquella mañana Delia comenzó a sentir los primeros anuncios de que el parto se aproximaba, era inevitable que aquello se le presentara en el momento preciso en que se encontraba sola, pues tan insistentemente lo había temido así. Ovardo se acababa de retirar y al ver que Nila no se había presentado aún, ordenó que alguna de las chicas del palacio se encargara de las necesidades de la princesa hasta que Nila llegara. Teté se detuvo ante la puerta del dormitorio de Delia y con gran dificultad acomodó la bandeja que traía con el desayuno de la princesa en uno solo de sus brazos para liberar el otro y poder golpear y abrir la puerta cuando un sonido le llegó desde dentro, era el típico sonido de un grito contenido en la garganta que desemboca en dientes y puños apretados sin ser liberado. La muchacha empujó la puerta y se asomó con la timidez de una chica acostumbrada a estar en el puesto más bajo de la escala jerárquica, la cama estaba vacía y buena parte de la ropa arrastrada hasta el suelo, llamó a la princesa con un tono de voz apenas audible, dio un par de pasos con poco convencimiento y pensando ya en retirarse cuando sorpresivamente Delia apareció desde el otro lado de la cama y apoyó un brazo sobre esta con un esfuerzo similar a alguien que ha escalado un abismo para llegar ahí, su cabello era un desastre, su rostro brillaba en sudor fresco y lágrimas, apretaba los dientes y uno de sus puños se sujetaba a las sábanas con furia mientras el otro contenía inútilmente el abundante líquido que aún brotaba de su entrepierna y cuyo color era anormalmente oscuro. Una palabra logró pronunciar entre dientes antes de hundir nuevamente su cara en la cama conteniendo una nueva y dolorosa contracción “ayúdame”. Teté, aterrada, se quedó sin reacción durante varios segundos, sencillamente su cerebro no procesaba lo que estaba sucediendo y por lo tanto no generaba respuesta alguna, solo una notable cantidad de adrenalina que puso a temblar la bandeja con el desayuno sin que nadie pudiera notarlo. Eso, hasta que una mujer que pasaba por fuera vio la escena a través de la puerta abierta, comprendió lo que sucedía e irrumpió en la habitación sacando bruscamente a Teté de su pavidez con un golpe en la cabeza lo que provocó que botara la bandeja con nuevo susto agregado, y saliera disparada dando aviso y en busca de ayuda urgente.


Solo un par de minutos después un jinete salía a toda velocidad en busca de la comadrona para que se presentara de inmediato en el palacio de Rimos para asistir a la princesa Delia en su parto.


León Faras.

viernes, 29 de noviembre de 2013

Historia de un amor.

II.

Trepó sin demasiado esfuerzo por el rugoso tronco inclinado del árbol hasta alcanzar la rama a la que Bruno se aferraba, Miranda lo animó a que usara su brazo como puente para llegar a sus hombros y de esa manera ella tuviera libre ambas manos para descender nuevamente, pero al animal le pareció una tarea demasiado arriesgada caminar sobre ese brazo flacucho y entre protestas y excusas la desechó de inmediato, “muy bien, plan B” dijo la chica sin pensárselo demasiado y tomándolo del cuero del lomo lo desprendió sin melindres de la rama, el animal indefenso solo le quedó implorar “Cuidado…¿qué haces?... no, ¡no me vayas a dejar caer!... ¡Cuidado!” mientras Miranda lo acercaba lo más posible al suelo antes de soltarlo sobre el mullido colchón de tupida hierba.

“No sabía que escribieras un diario, ¿a quién le has dicho que sí?”, la chica se sacudía el vestido cuando volteó a ver, Bruno tenía una pata sobre una hoja del libro negro sin título y la miraba con extraña curiosidad, “Eso no es mío” replicó Miranda al tiempo que se sentaba nuevamente bajo el árbol en el lugar donde acostumbraba leer, “Pero si esta es tu letra” agregó el gato, “¡Eso es absurdo!” replicó la chica tomando el libro. Aunque ella no había escrito nada ahí, sí era su letra, o por lo menos una muy parecida a la forma como ella escribía, decía, “Ya desde antes pensaba decirte que sí”, “Ni siquiera se parece a mi letra” replicó Miranda metiendo el libro en el bolso y poniéndose de pie para terminar con la discusión. Echó a andar apurando el paso y Bruno luego de salir de sus sospechosas cavilaciones le siguió, apresurado para no quedarse solo, “Pensé que venías a leer”, “Pensé que podría estar tranquila, lo haré en casa” replicó Miranda echando un vistazo atrás, el gato le seguía luchando contra la tupida vegetación, por lo que, apiadándose de su amigo, lo tomó y lo puso en su bolso, “¿Sabes que hoy hay luna llena?” le dijo, “no me digas…” maulló Bruno con ese entusiasmo desabrido que le quedaba tan bien.

Llegaron hasta un camino franqueado por un muro de piedras apiladas que descendía hasta el río, allí cruzaron uno de los muchos puentes que tenía la ciudad, este era de piedras y sencillo, había otros mucho más elaborados, y también varios más precarios, entrando al pueblo, la naturaleza no solo no se acababa, si no que además se mantenía con mucha vegetación silvestre en su origen. “Tú no entiendes nada Bruno, no es que hable con la Luna, solo me ayuda a pensar en lo que quiero”, el gato no usaba bien sus garras ni menos su equilibrio, por lo que iba más preocupado de no caerse que de lo que la chica le hablaba, pero había comentarios que simplemente no se podía guardar, “A veces suenas demasiado específica, exigente… a ese paso no obtendrás nunca lo que quieres”, pasando el puente doblaron siguiendo el curso del río y continuaron por una callejuela angosta, “Te equivocas, debes tener lo más claro posible lo que quieres, hasta los detalles o no le darás ninguna fuerza a tus sueños, solo se diluirán entre muchas posibilidades sin que ninguna sea lo suficientemente buena”, a Bruno le sonó todo muy rebuscado y solo arrugó la nariz, “no sabía que creyeras en esas cosas” la callejuela se adentró en el pueblo y pronto comenzó a descender a medida que marcaba una curva, su casa estaba un poco más abajo, en plena pendiente, “¡ay!, hablas como si se tratara de una nueva religión. Es solo saber lo que quieres para poder alcanzarlo…”


La casa de Miranda estaba construida sobre una plataforma de tierra contenida por un muro de piedras cubierto de una enredadera de flores lilas que nivelaba la pendiente de la calle, una pequeña escalera subía hasta llegar a un cerezo que daba la bienvenida a la casa, al otro extremo un rosal crecía sin restricciones en su esquina. La habitación de Miranda estaba en el segundo piso. Una vez en el cuarto, Bruno fue dejado sobre la cama junto con el bolso donde viajaba, pero luego se bajó y se acomodó sobre la bajada de cama, realmente las alturas le incomodaban, “¿Y dices que debes saber lo que quieres para alcanzarlo?; ¿eso es todo?”, Miranda ponía sus libros nuevos en el librero junto con los otros que ya tenía, “Pues claro, respondió la muchacha convencida, mientras no cambies de idea constantemente, aunque no sepas como, conseguirás lo que sea…” Bruno se lamía pensativo, “¿y tú como sabes eso?” la chica se volteó con un brillo especial en los ojos, como si esperara esa pregunta, “todos los libros hablan de lo mismo, directa o indirectamente, todas las personas que han hecho algo importante en sus vidas, lo han conseguido sin saber como lo harían, solo tenían claro lo que querían”, el gato ya se había enrollado para dormir, “Debe haber algún truco, no puede ser tan fácil”, murmuró Bruno mientras  la chica bajaba rumbo a la cocina. 


León Faras. 

sábado, 23 de noviembre de 2013

Del otro Lado.

IX. 



Cuando la Macarena y su hermana salieron del cementerio, Alan salió tras ellas, Julieta le acompañó interesada en el caso de Laura que su amigo le explicaba, no le molestaba ayudar, por el contrario, siempre buscaba cosas nuevas que hacer y aquella historia se le hacía de lo más interesante. Julieta era un fantasma, Alan la podía ver porque él era un muerto también que ya no usaba sus ojos materiales ni su cerebro, pero para el resto de las personas era prácticamente invisible, salvo ciertas condiciones ambientales y químicas en las que sí se podía hacer visible, pero era muy raro que eso sucediera. Las dos mujeres seguidas de los dos espíritus abordaron el autobús y se fueron. La chica seguiría a las mujeres como alma en pena, luego le contaría a Alan si averiguaba algo, este quería hacer algo que hace rato postergaba, hacerle una visita a su hijo, algo que querría hacer más seguido pero tenía razones para no hacerlo, de todas maneras ahora era un buen momento como cualquier otro, Julieta lo comprendió y le deseó suerte. Para cualquier persona el hijo muerto de alguien está donde descansan sus restos pero para ellos dos sabían que no era así, el pequeño estaba en donde era su casa al momento de morir.

La antigua casa de Alan era en la actualidad un nido de ratas y refugio de ladrones y drogadictos, totalmente destruida por el estigma que cayó sobre ella el fatal día que se desencadenó la tragedia. Nadie nunca más la usó como vivienda debido a la abrumadora reputación con la que cargaba, en ella estaba su hijo muerto, además, Alan penó durante treinta y ocho años y aunque ya había salido de ahí hace mucho, aún la fama de esa casa estaba intacta. La vivienda era un espectro demacrado en aquella bonita villa de amplios jardines verdes y clásica arboleda. Nunca fue demasiado grande, Alan nunca fue adinerado, pero había conseguido una casa bonita en un barrio tranquilo, de la que solo quedaban las paredes y el techo, las primeras totalmente rayadas con obscenas consignas o inocuas protestas, con algunas de las interiores destruidas a patadas, lo segundo, destrozado y mutilado a medias como en una tarea inconclusa, con algunas de las vigas a la vista como costillas de un cuerpo putrefacto. Su mujer ni siquiera pudo venderla, con la horrorosa reputación que precedía a la propiedad, simplemente la abandonó mientras el tiempo borraba algo de los recuerdos colectivos, pero ese tiempo fue aprovechado en el robo de todo lo que podía ser llevado, incluyendo las puertas y ventanas, o destruido, lo que no fue fácil de sacar, dejando el lugar en terribles condiciones. No era raro que Alan encontrara vagos o borrachos en el interior cuando visitaba el lugar, tipos que aprovechaban cualquier techo disponible para quedarse, aunque nunca lo hacían por más de un par de días. Pero eso no era todo, el lugar era frecuentado por alguien más, alguien con el que Alan odiaba encontrarse.

El sol entraba fuerte y claro por el techo destruido e iluminaba el pasillo polvoriento y de paredes agujereadas, olía a excremento y a otras cosas peores por todas partes, al fondo estaba una puerta inexistente, descuajada hace mucho, que daba al que era el dormitorio principal, a esa hora, el contraste de las zonas iluminadas y las oscuras era muy marcado, las ventanas rotas se dibujaban nítidamente en las negras paredes rayadas creando un contraste muy marcado, cajas de madera y sillas rotas eran el mobiliario, muchas botellas vacías y un par de señales de amagos de incendio producto de varias velas consumidas completaban la decoración del lugar donde se encontraba el hijo de Alan. Se sentía tranquilo al saber que el pequeño estaba libre de todo peligro y necesidad humana y solo quería estar cerca llegado el momento en que pudiera llevarse a su hijo, mientras iba a hablarle, pedirle perdón, llorar, lloraba con frecuencia cada vez que iba a ese lugar. Esperaba que pronto su hijo alcanzara su cuerpo inmaterial y de esa manera pudieran estar juntos, pero hasta ese entonces Alan solo permanecía a la espera. Habían muerto el mismo día y él había tardado treinta y ocho años, sin duda su hijo podía tardar bastante más por ser mucho más joven.


“Una vez más vienes a pedir perdón, pero no perdonas tú” Alan reconoció la voz y también reconoció que tenía razón, no le había perdonado nada. El hombre se llamaba Gastón Huerta y estaba apoyado contra la pared a la entrada de la habitación donde se encontraba Alan. Era joven pero de aspecto macilento, un drogadicto famélico muerto hace mucho tiempo, de hecho el mismo día que Alan y su hijo, y en la misma habitación. Era un fantasma materializado, más que Alan incluso, su cuerpo inmaterial tardo mucho menos en estar listo, vagaba por el barrio alarmando a la gente de vez en cuando pero sin que nadie lo retuviera en su memoria, usaba siempre una capucha para cubrirse la cabeza. Alan se había quedado por su hijo y Gastón en espera de perdón, tenía un miedo terrible a irse pues no sabía a donde se iría por todo lo que había hecho, la mayoría, solo consecuencia del ambiente en el que había crecido y vivido, pero para él, el peor de sus pecados había sido el último, el que no podía ser perdonado y era ese el que lo retenía ahí, “Fue un accidente, ese no era yo, no estaba bien… era solo un bebé… debes darme tu perdón” Gastón rogaba pero Alan le ignoraba con una mueca de repulsión, “No soy yo quien te debe perdonar y si así fuera no tengo ganas de hacerlo, no lo siento, solo me nace odio para ti”, Huerta resbaló por la pared hasta llegar al suelo, parecía a punto de llorar, “No quise hacerlo… no quería matar a tu hijo, yo… no sabía lo que hacía…yo…” “¡vete a la mierda Huerta!, ¿Crees que me interesa el puto perdón que necesitas?, ¿Crees que me importa tu descanso?, ¡Vete a la mierda Huerta, a la mierda!”, Huerta sollozaba sumido en un arrepentimiento que no lo dejaba ni a sol ni a sombra “Fue un accidente…el niño despertó… comenzó a llorar… fue un accidente… yo no quería” Alan salió de la habitación mientras Gastón se cubría la cara con las manos continuando sus justificaciones cada vez más ininteligibles por el llanto.


León Faras.

domingo, 17 de noviembre de 2013

La Prisionera y la Reina. Capítulo tres.

II.

El viejo jefe de guardias del castillo de Rávaro se trasladó a las catacumbas y bajó por las mugrientas escaleras hasta el cuarto de torturas donde la jaula de la mujer maldita seguía vacía, un pequeño sector de la habitación permanecía iluminado por la ondulante luz de una antorcha, en una silla robusta y tosca estaba atado Baros, el hombre al servicio de Lorna, el que luego de matar a su propio hermano, asesinó a Serna. Oram se sobresaltó un poco al verlo pero no demostró nada, sus hombres le habían golpeado demasiado y no le habían hecho ninguna pregunta todavía, por suerte era un hombre fuerte que resistía bien los golpes, no quería de ninguna manera matarlo, su vida estaba atada a la de él, igual que a la de su jefe. El interrogatorio fue inútil, Baros solo sostuvo que se habían equivocado de hombre, que la muerte de la mujer maldita estaría ya hecha con ayuda de Serna si no fuera porque él lo había evitado y sus razones para evitarlo eran poderosas y conocidas por todos los ahí presentes, pero que él no se la había llevado ni la había sacado de ahí. Los hombres quisieron quitarle el paradero de la mujer maldita a golpes pero finalmente Oram tuvo que intervenir, matarlo era lo peor que podían hacer, ordenó que lo encerraran y se retiró preocupado.

Los bosques ya se divisaban como un tupido tapiz verde que cubría todo el horizonte y terminaba en los desfiladeros donde la tierra de las bestias continuaba. Estos cubrían una enorme extensión que subía lomas lejanas y luego desaparecía de la vista y el plan era protegerse en ellos sin adentrarse demasiado, estos no eran un lugar seguro porque donde las bestias dejaban de dominar, dominaban otras criaturas quizás peores.
Mientras el Místico caminaba, la criatura le seguía sin protestar, sin quejarse ni hablar, sin intentar huir, solo le seguía los pasos caminando en silencio, y era que la criatura era un ser completamente carente de ambiciones, de especulaciones y de sentimientos negativos o destructivos, su letalidad era su castigo, lo que la hacía ignorante e inocente de ello. Al cabo de un par de horas de caminata alcanzaron el límite de los bosques y se introdujeron en ellos sin internarse demasiado, debían seguir bordeando los bosques hasta atravesar la tierra de las bestias, la sombra de los árboles era reconfortante y hacía más fácil su avance. Una profunda cañada los obligó a adentrarse en el bosque para rodearla llegando hasta el suave arrollo que la recorría, no era profundo pero se veía limpio y fresco, hicieron un pequeño alto para comprobarlo y refrescarse. Se preparaban para continuar cuando un aullido agudo los alarmó, luego otro más cercano sonó en dirección contraria, al instante, una liebre enorme como un cerdo pasó corriendo a toda velocidad muy cerca de los pies del místico que apenas pudo esquivarla para que no lo tirara al suelo, el animal apenas tocaba el piso para impulsar su cuerpo en ágiles y largos brincos, en el último que alcanzó a dar aterrizó dando espectaculares volteretas sobre si misma de forma violenta hasta quedar inmóvil, tres flechas se habían clavado en su cuerpo de forma casi simultánea. Un nuevo aullido se escuchó. El místico escudriñó el aire con su entrenado olfato y el nauseabundo hedor que sintió le pareció conocido.


La ciudad vertical de los salvajes era mucho más espectacular y sólida de lo que parecía al verla desde lejos. Al recorrer los pasadizos, la mayoría de madera o de tierra cavados en las paredes del acantilado, no se sentía el vértigo natural que producía el abismo bajo sus pies, sino que se podía recorrer con plena confianza. Idalia, siempre seguida por el salvaje que la encontró, luego del puente colgante, siguió un angosto pero seguro camino esculpido en la pared del acantilado  hasta llegar a la primera plataforma de madera que era la entrada baja a la ciudad, había otra entrada en la superficie si es que se venía desde el otro lado del abismo. Una vez que entraron en la ciudad la plataforma fue levantada y el ingreso quedaba bloqueado por un trozo de abismo bastante intimidante. La ciudad estaba construida en base a galerías conectadas unas con otras por escaleras de todos los tipos y tamaños, todo estaba anclado a las paredes del abismo por millones de estacas y descansando sobre vigas incrustadas, además de todo tipo de cuevas y caminos esculpidos en la tierra donde la gente moraba. Mientras caminaba, la mujer maldita pudo ver abundantes antorchas aquí y allá, tenían buen uso del fuego, también llamaron su atención algunas jaulas no muy grandes, pero suficientes como para una sola persona de pie balanceándose suavemente hacia el vacío, se sentía insegura, preocupada, el salvaje y los dos niños la habían llevado hasta la ciudad sin forzarla pero tampoco sabiendo con que intenciones, no entendía una palabra de lo que decían y aunque hasta ahora habían sido amables no tenía razones para confiar en ellos, habían salido armados y habían regresado con las manos vacías, sin una sola pieza de caza, nada excepto ella. Se preguntó si tal vez la pieza de caza sería ella y su propia respuesta fue bastante alarmante.


León Faras. 

martes, 12 de noviembre de 2013

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

VI.

En la grieta por la que se ingresaba hacia el santuario de Mermes pasaron una decena de hombres uno detrás del otro, entre ellos El rey Nivardo, su hijo Ovardo, Serna, algunos soldados y el resto criados con antorchas. Llegaron hasta el sitio donde empezaba la gran bóveda interior, lugar donde se había construido un muro de rocas y las puertas del santuario, hechas de hierro y madera totalmente infranqueables sin máquinas de asedio, las que no podían pasarse a través de la estrecha gruta de entrada. Cada Puerta contaba con una rodela para mover los seguros interiores, a cada costado en los muros de roca había una boca de entrada para el aceite, antes de que este fuera vertido, las lágrimas negras fueron puestas en sus cavidades respectivas donde quedaban fijadas en forma vertical, las bocas fueron colmadas de aceite el cual fue conducido por los conductos internos de cada lágrima hacia los lugares adecuados donde movían los topes que aseguraban los pasadores, una vez hecho esto, y si las piedras habían sido instaladas sin errores, las rodelas giraban liberadas y las puertas se abrían; si sucedía que las lágrimas eran instaladas de manera incorrecta y no dirigían correctamente los flujos de aceite este se perdía en el interior saturando el mecanismo e inutilizando el sistema, de esa manera las puertas se quedaban cerradas, ya que el aceite solo podía ser retirado desde adentro.

Las manivelas giraron y los hombres ingresaron, a escasos metros debían cruzar un puente construido por los mismos constructores del muro y el portón, la tierra se partía en dos y a todo el ancho de la enorme cavidad interior. El piso al otro lado del puente estaba pavimentado con grandes paneles de piedra por completo, una línea perfectamente recta lo dividía de las paredes por las cuales ascendían grandes pilares rectangulares que llegando al alto cielo doblaban en ángulo recto hacia el centro de este donde todos confluían en una gigantesca y deteriorada especie de estrella o sol. Poco a poco ingresaron todos los hombres, el santuario era amplio y cabían con holgura todos los soldados, criados y realeza. Un par de peldaños a un rectángulo más pequeño y al fondo la fuente, alargada como la hoja de un árbol, parecía construida en una base de arcilla y revestida de piedras brillantes, el agua se veía limpia y bastante normal, estaba llena pero no rebalsaba, el piso estaba seco y el goteo que le caía era escaso pero constante, como si en todo ese tiempo sepultada no hubiese juntado más agua que la que tenía en ese momento. Entre los dos pilares que escoltaban la fuente, la pared era natural, y estaba repleta de raíces que como venas recorrían hasta juntarse todas en una roca saliente y curvada como el pico de un ave rapaz, desde el cual el líquido se juntaba en sutilísimas partículas que se unían hasta tomar el peso suficiente y caer en forma de gota.

El lugar era alto y daba la impresión que se estrechaba a medida que subía, todas las paredes estaban pulidas salvo la que estaba tras la fuente, en esta, la fluencia de raíces era anormal y parecían todas buscar la piedra en forma de pico, en la cual acababan en sus terminaciones más finas como venas expuestas. Ovardo se acercó a la fuente, aprovechando las penumbras reinantes extrajo de sus ropas una pequeña botella de vidrio que ocultó en su puño al oír que alguien se acercaba, era Emmer, que como turista ocasional se cruzaba de brazos a darle su opinión sobre el mural de tierra y raíces expuesto en frente, lo que el príncipe aprovechó para ocultarse de la vista de su padre y así sumergir el envase y poder llevarse un poco de ese líquido. Si iba a ser un inmortal, su mujer también debía serlo, era un hombre enamorado y no podía soportar la idea de vivir una eternidad sin que ella le acompañara. Emmer no lo notó, distraído, hasta que oyó la voz de Serna tras ellos que con una copa en la mano se dirigía a Ovardo “Debes beber de la fuente mi señor, no llevarte sus aguas”, el príncipe no dijo nada, ya había ocultado la pequeña botella de vidrio y además había captado la atención de su padre, debería enfrentarse a él una vez más cuando Serna le contara sobre el agua que se llevaba, y explicarle a un hombre que veía como absurdo, innecesario e inmaduro el amor dirigido a algo más que no fuera su reino, que no soportaba vivir eternamente sin tener a la princesa Delia a su lado, lo cual con toda seguridad terminaría en un rotundo desacuerdo, pues su padre dejaba en último lugar a una mujer, las cuales se tomaban, no se amaban porque las mujeres nublaban el juicio y confundían la razón y eso para un rey podía ser nefasto. El momento se hizo tenso y para salir de él, Ovardo tomo la copa que aún sostenía Serna, la hundió en el agua hasta llenarla por completo y se la llevó a la boca con la misma indignación que le provocaba el consejero, parte del líquido fue tragado en el acto pero otra parte alcanzó a ser saboreada y su sabor provocó un inmediato rechazo, era realmente desagradable su sabor, más que amargo era repugnante pero el príncipe nada sabía y la desagradable sorpresa lo hizo escupir, y eso que ya era malo lo hizo peor, porque escupió dentro de la fuente, se limpió la boca con el antebrazo con una mueca de asco en el rostro y dirigió la mirada al consejero, entonces recién notó que había cometido un error, este lucía espantado, y parecía no exagerar nada su reacción, la mirada de indignación de su padre lo hizo sentir avergonzado, sus hombres fingían no haber notado nada de lo que había sucedido, él debía ser el primero y dar el ejemplo y solo había conseguido una vergonzosa actuación, solo le quedó recuperar la dignidad y retirarse en silencio esquivando miradas y colocándose en un costado mientras el resto de los hombres bebían sin chistar su porción del líquido. Antes de retirarse oyó la apagada voz del consejero que decía “Esto es malo… es mal augurio, no debiste hacerlo mi señor, no debiste…”




León Faras.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Historia de un Amor.

Historia de un amor.

La campanilla sonó alegremente cuando Miranda abrió la puerta de la librería, entró y contempló en rededor absorta por unos segundos, el lugar estaba lleno de libros de todos los colores y grosores, no era demasiado amplio pero sí era bastante alto, con una planta alta terminada en un cielo de madera natural. El olor a libros era constante. La chica pretendía tener algún día un lugar igual para ella, con idéntica decoración saturada de títulos y autores, de empastes nuevos y viejos, gruesos y finos, tal vez algunos retratos de escritores por aquí o por allá.  Un hombre delgado y de aspecto informal observaba un título para comprar y eso le produjo a ella una curiosidad molesta, no fuera a ser cosa que el libro que había estado esperando toda su vida se lo llevara aquel tipo, el libro que ella debía y deseaba leer, que no sabía cual era pero por culpa de aquel señor podía quedarse sin saberlo. Se reprimió, no era dueña de todos los libros y todo el mundo podía comprar, era absurdo pensar así, comenzó a ojear las estanterías, de reojo, vio que el hombre dejaba el libro en su lugar y se iba sin comprar nada, lo siguió con una mirada de reproche por no hacer ninguna compra, como si la tienda fuese de ella, volvió a sus asuntos esperando oír la campanilla de la puerta pero no la escuchó. Que raro, volvía a estar sola en el negocio, dejó al autor ruso que tenía en la mano y se dirigió a ver el libro recientemente rechazado, empaste negro como su ropa acostumbrada, le dio la vuelta y lo volvió a la portada, no tenía título ni autor, abrió la primera hoja con el cuidado religioso con que trataba a todos los libros, en blanco, solo una frase escrita a mano con una caligrafía desprolija que decía “Historia de un amor”, nada más. ¿Desde cuando Eulogio tenia libros escritos a mano?, pensó, le echó un vistazo rápido, muchas hojas en blanco, “no los tiene, se respondió, la gente le reclamaría”, hizo una mueca, seguramente pertenecía a aquel tipo y regresaría por él, por lo que lo dejó en el mismo lugar y siguió en lo suyo. Una vez eligió los libros que deseaba comprar volvió a pensar en el libro sin nombre, no lo había olvidado, obsesiva a veces, había estado todo el tiempo pendiente de que si alguien entraba y se lo llevaba, pero no fue así. Finalmente lo tomó y lo llevó junto con sus libros para entregárselo al dueño de la tienda. Eulogio era un anciano, Miranda debió toser fuerte un par de veces para que el abuelo despertara de su permanente siesta, le pagó su compra y le explicó lo de aquel libro olvidado, el viejo la miró incrédulo, nadie fuera de las personas de siempre había estado ahí antes que ella, la chica quiso explicarle que estaba durmiendo y que por eso seguramente no había visto a aquel tipo, pero el abuelo obstinado señaló la campanilla, “Yo siempre sé quien entra y quien sale de mi tienda…” y como si el destino se lo quisiera corroborar una mujer y su hijo entraron en la tienda en ese momento haciendo sonar la campanilla con especial energía. Para Miranda no estaba en sus genes discutir ese día y menos con el testarudo de Eulogio por lo que tomó todos los libros, incluyendo el sin título y se fue.

Solo caminó un par de cuadras por esa hermosa calle de adoquines oscuros con aspecto abombado y franqueada de casas de construcción antigua pero firmes, con gente de vida sencilla y niños que corrían todo el tiempo lo mismo jugando que cumpliendo algún encargo. Se desvió por un camino tangente menos popular y pronto cruzó una pequeña cerca de madera, atravesándola en un sector transitado por ella donde la madera ya deteriorada por el tiempo y la abundante vegetación y humedad dejaba un espacio para pasar con un mínimo esfuerzo, subió la loma aplastando la misma maleza que todos los días se volvía a poner de pie, vigorosa, hasta llegar al solitario Jacarandá que como un vetusto soberano dominaba el pueblo desde su trono saturado de naturaleza pequeña pero indómita. Un pueblo pequeño, hecho de piedra y madera, atravesado por un río amigable, donde el único edificio que destaca por sobre los demás es la iglesia, donde los automóviles son rara vez vistos y donde los animales domésticos andan por todos lados como si fueran personas.


Una vez sentada, apoyó la espalda en el tronco y hundió su brazo en el bolso que terciaba al lado, de inmediato sacó el libro negro sin nombre, no era exactamente lo que quería, pensó en dejarlo a un lado para buscar otro que sí pudiera leer pero se detuvo, tal vez tuviera algún nombre o dirección de su dueño para poder devolverlo, no le interesaba conservarlo, pero le pesaba en la consciencia abandonarlo por ahí. Pasó las páginas rápido hasta que estas quedaron abiertas en una que contenía una flor silvestre seca y aplanada, llevaba mucho tiempo ahí, la tomó y la observó con curiosidad, su abuela las llamaba Chiribita, una Chiribita blanca, eran abundantes, ahí mismo donde estaba sentada podía encontrar más de alguna, le faltaba un pétalo, temerosa de hacerle más daño la devolvió con cuidado a su lugar entre las páginas de el libro, solo entonces notó una frase escrita en aquella página marcada por la flor, “Para que te puedan encontrar, solo deja de buscar”. Absorta, se sobresaltó un poco cuando oyó una voz conocida pero inesperada, “Creí que nunca llegarías, ¿podrías ayudarme?” la chica aguardó unos segundos sin inmutarse,  “…por favor” agregó la voz, lo que provocó una sonrisa y la repuesta inmediata de Miranda quien se puso de pie y buscó con la vista a su amigo sobre el árbol. Bruno era un animal especial por no decir una criatura extraña, a vista de cualquiera era un gato blanco de pelo corto desaliñado, no era bonito, tampoco tenía la actitud refinada de los felinos, más bien recordaba a un perro, tenía la extraña costumbre de caminar con la cola agachada en vez de levantada y de  moverla como los perros con alguna alegría, siempre quería acompañar a su ama a todas partes y no subía nunca a los árboles, pero cuando lo hacía debido a alguna emergencia desesperada como ahora que había sido sorprendido por perros enormes del lugar, no podía bajar y debía esperar a veces horas hasta que alguien lo ayudara. Encima hablaba, lo que no sorprendía a nadie en el pueblo, algunos animales venían al mundo con esa habilidad y nadie se preguntaba por qué.


León Faras. 

jueves, 7 de noviembre de 2013

Del otro lado.

VIII.  


Laura estaba sentada en el suelo fuera del departamento de su madre, estaba segura de haber tomado las llaves antes de salir, incluso había vuelto por ellas cuando ya se iba, pero al momento de usarlas para abrir la puerta no estaban, no había nada en sus bolsillos y no sabía como o donde las había perdido. Atardecía, se dio cuenta de que no había comido nada, pero ni hambre sentía. Tocó el timbre una vez pero ni siquiera quiso insistir, no había visto ni oído a nadie en todo el día y eso ya la tenía desconcertada, incluso si no fuera porque las ventanas de enfrente tenían protección, ya hubiese lanzado una de las macetas para romper el vidrio y entrar, pero se resignó, se calmó y se sentó. La brisa que ella no podía sentir había vuelto, movía suavemente las hojas secas que se escapaban de un montón no muy lejano, la chica recapacitó, ¿quién había hecho ese montón de hojas?, alguien las había apilado, y ahora el viento las volvía a esparcir. Laura se puso de pie intrigada y quiso acercarse, no notó las diminutas pintitas que comenzaron a aparecer a su rededor, el viento había cesado pero el montón de hojas seguía ahí, las pequeñas manchas en el cemento y la tierra se multiplicaron rápidamente hasta que lo cubrieron todo, la chica las vio pero no lo comprendió en ese momento, incrédula, vio como todo el mundo se mojaba menos ella, alzó la vista al cielo y vio claramente como una gota de agua se estrellaba contra su ojo abierto, pero antes de que las reacciones automáticas del cuerpo se lo cerrara,  la gota había desaparecido sin dejarle ningún rastro de su paso. Llovía bastante fuerte pero la lluvia la ignoraba por completo, como la polvareda de aquella mañana o el viento mismo. Se llevó una mano al cabello, lo sintió seco, se palpó la ropa y se revisó las manos, la lluvia le caía encima sin mojarla, sin quedarse sobre ella. Pero algo era más sorprendente para ella, tanto como para maravillarla, la podía oír. Cerró los ojos para sentirla mejor pero su sensación no cambió, no sentía ni una gota sobre su cuerpo sin embargo podía oírla, oía las gotas estrellarse contra el piso a su rededor, las oía chocando contra los tejados de zinc, las oía chapoteando en los charcos que ya se habían formado, la oía y el sonido era maravilloso. La noche se adelantó por el cielo encapotado, las luces de muchos de aquellos departamentos estaban encendidas, los vidrios en su mayoría se veían empañados, lo que le daba la impresión de una notable diferencia entre la temperatura de adentro y la de afuera, cosa que ella no podía percibir, no sentía frío en absoluto.  Las farolas de la calle también se habían encendido ya, se podía ver claramente la fuerza de la lluvia bajo su luz amarillenta, cuando bajó la vista notó que estaba parada sobre un charco, llovía fuerte, el intenso bombardeo que recibía el espejo de agua le impedía verse a la chica con la luminosidad de las farolas, de pronto sintió la necesidad de ver su reflejo, un presentimiento se lo sugería insistentemente, una curiosidad repentina e imperiosa, pero la agitación del agua se lo impedía, frustrada, levantó el pie y lo dejó caer con fuerza, incrédula, lo intentó nuevamente, luego fue un saltito con el que ambos pies golpearon juntos y al mismo tiempo, pero el resultado era tan inverosímil como el hecho de que la lluvia no la mojara, el agua no salpicaba nada, no se movía, no salía del espacio en el que ella irrumpía, no reaccionaba ante ella, ante su existencia material, física. Ella no estaba allí.


Laura aspiró hondo, sí, respiraba, o eso creía hacer, trató de concentrarse, el viento no la había tocado, el agua no la mojaba, el charco no se inmutaba, ella no estaba ahí, pero estaba, sus sentidos le decían que sí estaba, podía verse, podía oírse, podía tocarse, podía pensar, ¿cómo podía no estar?, se preguntó; no existir, existiendo. La lluvia de pronto, extenuada quizá, bajo su intensidad, la chica se había dejado caer sobre el charco atontada, tal vez, ni siquiera hubiese sentido el agua en su trasero de haber podido, pero no podía sentir nada, bajó la vista y tardó varios segundos en notar que el agua estaba prácticamente inmóvil, solo levemente perturbada por gotas pequeñas que caían separadas unas de otras en espacio y tiempo, y que en el espejo de agua, desde su perspectiva, reflejaba solo el cielo nuboso y oscuro, pero no a ella no su cuerpo ni su ropa y eso no podía ser, no tenía sentido. Gritó, y su grito fue sorprendentemente largo porque el aire no se le acabó, sino que continuó hasta terminar con el sonido por cansancio y voluntad, eso fue tan inocuo con su frustración que no consiguió nada más que sentir un leve desahogo, muy leve, pero también fue muy raro, significaba que podía prescindir del aire aunque nadie puede prescindir del aire, “no hay vida sin a…” y la frase quedó hasta ahí en su mente, porque significaba considerar como opción la ausencia de vida, por primera vez se formó en su mente la posibilidad de que estuviese muerta, pero no podía ser así la muerte, porque, ¿donde estaban el resto de los muertos?, y si seguía ahí en su casa, en su población y en su ciudad, ¿entonces dónde estaban los vivos también? No podía ser que la muerte fuese solo esa agobiante soledad, no podía ser que tuviera una eternidad por delante de esa manera, porque de ser así era mejor desaparecer y ya, si embargo ahí estaba, aguantando la respiración por ya varios minutos sin que el cuerpo la obligara a respirar, sin que se manifestara ninguna necesidad por aspirar oxígeno y hablando de necesidades vitales, tampoco había ingerido alimento alguno, no, no podía estar muerta, ella seguramente lo sabría, estaría enterada, nadie moría sin enterarse, “¿o sí…?” se preguntó e inmediatamente recordó su salida del trabajo y aquel autobús, recordaba a Marisol que la había escoltado hasta el paradero y luego recordaba una llamada del Tavo y luego nada, no tenía nada más, solo había comenzado con toda esta situación extraña y eso había sido en su  casa, en su dormitorio. Luego de un buen rato de estériles cavilaciones Laura se puso de pie, caminó algunos pasos y se detuvo, un auto con las luces encendidas estaba detenido afuera de un block de departamentos, reconoció donde estaba, el lugar donde vivía el Ángelo el tipo que todo el mundo sabía que estaba enamorado de ella, era un vehículo de la policía y no se explicaba de donde había salido, como de costumbre, no había ninguna señal de vida. La lluvia reanudó su actividad aquella noche con fuerza y Laura solo siguió vagando sin rumbo. 


León Faras.

viernes, 25 de octubre de 2013

La Prisionera y la Reina. Capitulo tres.

I.

Lorna llevaba varios minutos sola y a oscuras, tenía hambre, olía mal y estaba fastidiada con esa criatura que la había sacado del foso de las catacumbas para abandonarla en un túnel en medio de la nada y sin saber que hacer o a donde ir. Hasta el enano de rocas, del cual creía que iba a ser más difícil deshacerse, desde hacía rato que no daba señales de vida. Podía tantear en la oscuridad algunas piedras pero ninguna que perteneciera a su compañero de fuga, hasta se sentía absurdamente traicionada. Un sonido de derrumbe la sobresaltó, lo último que necesitaba era que el agujero donde estaba metida se viniera abajo, pero pronto notó que el sonido era extenso y se aproximaba, era sin duda el enano de rocas, su compañero no se había ido después de todo, pudo oír una extraña oración en su particular idioma, pero esta vez no se trataba de piedrecillas, parecía que molía algo más grande y sonoro, duro y hueco, si le estaba tratando de decir algo, la mujer no entendería nada, se lo dijo, y como respuesta recibió que el enano depositara todo los restos de lo que molía sobre ella. A Lorna le pareció el colmo de la mala educación, no era su culpa no entenderle ni tampoco se pondría a comer tierra para hablar con él, pero cuando quiso limpiarse, notó cierta textura que le llamó la atención, lo liviano y duro la ayudó a reconocer en parte lo que tocaba, los bordes, el tamaño, no podía ser, aquello eran nueces, ese enano la estaba alimentando, la mujer se llevó a la boca un trozo y lo confirmó, le quiso preguntar al enano de donde había sacado esos frutos pero solo obtuvo un nuevo estruendo de cáscaras duras que estallaban bajo la presión de su mandíbula y una nueva descarga de alimento. El subterráneo había sido gentil dejándola cerca de una salida al exterior, túneles que ya existían y que solo un subterráneo podía conocer, pero al ser de día no se podía acercar más a la luz de la salida. El enano sí había continuado hasta salir, pero al ver que su compañera no salía, regresó. Quien sabe que instinto, experiencia o coincidencia lo llevó a llevarle alimento a la chica.

Ranc y Hanela trabajaban afanosamente en un rincón de la gran cueva, el chico pronto daría su salto al vacío como la costumbre lo dictaba y la chica le ayudaba en la construcción de sus enormes alas de madera y piel. Quería terminar antes de que su padre regresara y su compañera lo alentaba a que así sería, esta última no tenía familia, pero eso no fue una carencia, había sido criada por una mujer que nunca tuvo hijos propios, ambas se regalaron la felicidad que les faltaba. Ya casi tenía edad suficiente para ser considerada adulta, sería una mujer más dentro de su comunidad y podría convertirse en la cabeza de su propia familia.

Cuando Idalia vio que se dirigían al abismo tuvo cierto temor, para ella como para muchos los salvajes vivían cerca de los acantilados y seguramente tenían algunas cuevas donde refugiarse en este, pero algo como una ciudad vertical era completamente inimaginable, por lo que la sensación desagradable de recrear en su mente aquel empujón hacía el vacío que se imaginaba cerca, la angustiaba. Solo se tranquilizó cuando vio que los niños en medio de juegos y risas llegaban al borde y sin inconvenientes saltaban mientras su padre les seguía el juego. Al llegar a la orilla, la mujer vio como los niños descendían por un camino de buen grosor dando saltitos y molestándose como todos los niños del mundo. El caminito bajaba zigzagueando hasta una angostura a mediana profundidad dentro del abismo, donde un puente colgante comunica ambos lados. La mujer maldita, como si su vista hubiese sido atraída por el instinto hacia una cosa maravillosa que debía ser vista, alzó la mirada levemente inclinada hacia atrás, hacia el otro extremo del abismo para toparse con la legendaria y asombrosa ciudad vertical de los salvajes, más grande de lo que jamás se hubiese imaginado la dejó pasmada por varios segundos, era una ciudad de verdad, completa, que colgaba de los bordes del abismo como una gigantesca enredadera de fantasía, le pareció incluso ver un ave gigantesca volando cerca de esta. Los gritos de los niños que corriendo cruzaban el endeble puente la trajo de vuelta a la realidad, el hombre tras ella aguardaba cordial, cuando ella le dirigió la mirada el salvaje le respondió con dos palabras que Idalia no entendió pero que supuso que se trataba de seguir caminando.


Los cantos de aves y la creciente luminosidad la hicieron casi desesperarse, el aire era más puro y fresco y eso se podía sentir. Lorna salió del agujero y se encontró fuera de las ciénagas del semi-demonio, el enano estaba parado escudriñando el horizonte, un páramo que se iba secando y volviendo estéril a medida que se alejaba. Estiró sus miembros y espalda con sabrosa complacencia, sonriendo mientras miraba a su alrededor, conocía el lugar, sabía hacia donde estaba la ciudad, el castillo del semi-demonio, también sabía que aquella lejana tierra dura y árida hacía donde miraba el enano, era la tierra de las bestias, de inmediato la rechazó como destino próximo, debía volver al castillo y conseguir una joya negra para Dágaro, hacer volver al semi-demonio como aliado, era mejor que tener al despreciable de Rávaro en el poder, pensaba que el enano podría ayudarla, sus habilidades de camuflaje eran de una notable credibilidad, pero aún no sabía si este podía entenderla, ella no le entendía nada, además, si el enano decidía otra cosa, no había nada que ella pudiera hacer para persuadirlo. Tal vez la tierra de las bestias representaba para el enano de rocas algo parecido a su hogar y por eso la contemplaba con insistencia, Lorna volvió a mirar, algo llamó su atención, una mancha enorme pero muy lejana parecía haberse movido, incluso estarse moviendo, muy lentamente pero en movimiento, lo curioso era que se trataba de algo enorme. Pasarían varios minutos antes de que la mujer notara que aquello era una enorme plataforma tirada por animales con una bestia capturada encima.


León Faras.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Alma Electrónica.

Zombis de metal.

Una reducida patrulla de aplacadores corría a paso firme dibujando en la luminosidad artificial del horizonte sus largos e imponentes doscientos doce centímetros de altura. Alguna vez protegieron seres humanos, ahora buscaban aplastar cualquier indicio de la revolución orgánica, y también a sus aliados mecánicos. Estos últimos eran fáciles de reconocer, además de la primitiva costumbre de usar un nombre, hablaban. Las máquinas se identificaban con números de serie y se comunicaban por ondas de radio, el lento y engorroso sistema de emitir sonidos para hablar solo se usaba para dirigirse a un humano, pero los robots contaminados con el virus “Alma” parloteaban sin cesar como si no supiesen transmitir información de otra manera.

La media docena de robot estilizados como guerreros africanos, se detuvieron al borde de la cornisa, un abismo artificial de varias decenas de metros de altura. Ninguno de ellos se sobresalto cuando emergió de las profundidades la gigantesca barcaza aerostática que venía por ellos, estabilizándose al alcance de un paso de los robots aplacadores. En el interior los asientos y controles estabas desocupados, creados originalmente por humanos y para humanos ahora no tenían ningún sentido, los robot rápidamente formaban parte de la infraestructura de la barcaza y se comunicaban con ella traspasando y recibiendo información de manera instantánea y por medio de conexiones inalámbricas.

La barcaza, una vez sellada completamente, descendió vertical y libremente hasta que sus poderosos motores la detuvieron antes de tocar el suelo de forma alarmante, una arriesgada maniobra que por supuesto no alteró en lo más mínimo a ninguno de sus pasajeros. Abrió sus compuertas y de ellas emergieron al menos una centena de  aplacadores que habían sido recolectados y reunidos por la barcaza para controlar una emergencia.

M&L, una de las empresas más grandes en desarrollo de la robótica, tenía en frente una de sus enormes y bien nutridas bodegas de acopio, un edificio del cual, emergían sin parar decenas y decenas de autómatas en estado embrionario, muchos de ellos mutilados, debido a que habían sufrido la usurpación de piezas de recambio, como partes básicas de su carcasa o miembros. Totalmente inofensivos si no fuera porque alguien los había despertado luego de un suministro masivo del virus Alma, el cual se propagó a todos activando funciones básicas en máquinas sin sistema operativo, o en palabras sencillas una multitud de robots idiotas obedeciendo a su programación básica. Comunicarse con ellos era inútil, podían recibir información pero eran incapaces de procesarla, eran el equivalente a humanos sordos, con una inteligencia mínima y asustados, algunos de ellos armados. Y su número se acercaba rápidamente a los mil.

Cuando la joven muchacha entró a las bodegas de M&L fue solo para ocultarse de las barcazas que patrullaban, su chaparro y fornido acompañante, un autómata semejante a un fisicoculturista de baja estatura, bautizado con el inverosímil nombre de Vodka, la aventó con mínimo esfuerzo por una de las ventanillas, era un lugar que frecuentaban en busca de piezas de recambio, tenía bodegas llenas de robot completos pero con sus memorias vacías, sin programas que le dijeran que hacer o como comportarse, como funcionaba el mundo y cual era su función en él, máquinas que las ratas mutilaban para completar a otras que sí funcionaban y sí podían recibir el virus Alma. Pero en esta oportunidad no andaban en busca de piezas, solo huían. Si aquella barcaza los había detectado, enviaría aplacadores y no tendrían ninguna oportunidad contra ellos. Debían buscar una salida rápido. No sintieron ningún ruido pero de pronto entró una luz poderosa y cegadora que inundó el pasillo repleto de puertas donde estaban, la barcaza investigaba. La muchacha y el robot se arrastraron pegados a la pared siguiendo cada vez más pasillos y más puertas, varias iluminarias colgaban descuajadas del cielo, todo era monótono de no ser por el mobiliario estropeado que abundaba por todas partes y los innumerables papeles tirados. Al final solo estaban las escaleras y su universal opción de subir o bajar, ninguna era una salida y subir solo los alejaba del suelo, por lo que sin pensarlo demasiado comenzaron a bajar hasta que una puerta los saco a una pasarela de metal que pasaba por encima de un espacio subterráneo enorme repleto de centenares de autómatas que en algún momento estuvieron listos para salir al mercado y que ahora solo juntaban polvo y óxido siendo víctimas además, del hurto de partes de sus cuerpos.

Al llegar abajo, la multitud de máquinas parecía abrumadora, a simple vista eran pocos los que estaban intactos, y muchos ni siquiera podían mantenerse en pie debido a sus numerosas mutilaciones, otros carecían de cáscara y dejaban ver sus interiores de cables sueltos y engranajes resecos, pero todos estaban en un estado de hibernación que los mantenía en un funcionamiento mínimo y ajenos a todo estímulo exterior, vivos, se podría decir, debido a su suministro de energía de múltiple fuente e híper eficiencia que hacía que no se quedaran sin energía prácticamente nunca.

Una explosión alarmantemente cercana, sobresaltó a la muchacha y puso alerta a Vodka, los aplacadores simplemente habían destruido una pared para ingresar, y no tardarían en encontrarlos, eran muy eficientes siguiendo rastros humanos, había que salir de ahí, otra explosión, otra pared destruida que acortaba distancia. El círculo se cerraba, retrocedían escondiéndose como si la oscuridad los pudiera ocultar a los sentidos de los aplacadores, pero de los humanos desesperados pueden nacer las ideas más increíbles, las máquinas podían transmitirse información sin conexión, y esta multitud de robots solo necesitaban de la información necesaria para funcionar, Vodka la miró con una emulación bastante convincente de perplejidad, “no tenemos un sistema operativo ni un ordenador para activar las funciones, y si lo tuviéramos, no queremos que estas máquinas se despierten, nos destruirían en el acto”, “Pero el virus Alma, razonó la muchacha, es un sistema operativo básico en si mismo, ¿no?” otra explosión, esta sí que estaba cerca, “Sí, respondió Vodka, muy básico pero ni siquiera eso ten…” sus palabras se interrumpieron por una imagen que contradecía toda lógica, la muchacha le apuntaba con su arma, él se sabía  humano y era absurdo que otra humana quisiera matarlo, la muchacha tenía los ojos llenos de lágrimas “Lo siento Vodka, perdóname…” El primer disparo descuajo el brazo armado del robot, el segundo perforó su pecho y le arrojo al piso, aún tenía consciencia en sus circuitos cuando la muchacha comenzó retirar las carcasas del cráneo del robot en busca de la placa removible con el chip contaminado con el virus Alma, Vodka dejaría de ser su compañero, y pasaría a ser el androide de contención E767 y en el acto comenzaría a comunicar la ubicación de la humana a sus colegas que ya estaban cerca.

Los aplacadores llegaron rápidamente a la bodega subterránea, la señal aunque silenciada abruptamente, había sido fuerte y clara. Escudriñaron el lugar, comenzaron a abrirse paso por entre la multitud de autómatas vacíos, que solo mantenían el equilibrio sin responder a los empujones y codazos que recibían, eso, hasta que la red interna de conexión de cada robot recibió el paquete de datos del virus Alma y lo esparció, un procedimiento que era bloqueado por robot funcionales, fue recibido y procesado sin objeciones por estas máquinas vacías y sedientas de información. Ilustrativamente, el virus se encontraba como un solitario pirata que se tomaba un barco sin tripulación, por lo que manejarlo correctamente era imposible. Las máquinas adoptaron las funciones del virus Alma pero sin tener la capacidad de llevarlas a cabo comenzaron a moverse como seres idiotas, que tardaban minutos en tomar una decisión como qué hacer frente a un obstáculo que impedía cumplir su único objetivo, avanzar. Los aplacadores pronto fueron absorbidos por la multitud que intentaban atravesar, de inmediato abrieron fuego derribando algunas decenas de zombis mecánicos, lo que generó un caos en estos cuyo instinto de supervivencia era especialmente fuerte en el sistema de emulación humano, Alma. Antes de ser despedazados, los aplacadores lanzaron la señal de emergencia la que fue respondida en el acto.


La muchacha ya estaba a salvo observando desde prudente distancia la calle repleta de máquinas desorientadas que se movían sin rumbo, arrastrándose muchas de ellas debido a las mutilaciones que habían sufrido, chocando unas con otras o dando tumbos mientras eran acribilladas por un centenar de aplacadores que acababan de llegar al lugar y que debían acabar con todo robot infestado del virus Alma, incluso aquellos pobres idiotas.


León Faras.