lunes, 28 de enero de 2013

La Prisionera y la Reina. Capítulo dos.


I.


El palacio del semi-demonio, del que Rávaro se había apropiado ahora, era un lugar siniestro, húmedo y oscuro, a excepción del gran salón principal y algunos aposentos, el resto del lugar no presentaba ninguna comodidad que lo hiciera habitable, solo una construcción en la cual los elementos gobernaban por sobre los moradores. Pero aún estos inhóspitos lugares eran mucho más acogedores que las catacumbas, un agujero de enormes proporciones por el cual descendía una escalera de piedra adherida a sus paredes internas como un espiral para dar acceso a las celdas que iban apareciendo a medida que se descendía. El fondo de dicho agujero, acumulaba todo tipo de desperdicios, así como también los restos de la enorme mayoría de prisioneros que no sobrevivían al encierro, provocando que desde aquel foso emanara un hedor solo comparable al de las ciénagas que rodeaban el palacio, aunque no menos soportable. Lorna se acurrucaba en una de las esquinas de su oscura y húmeda celda para darse calor, pronto caería la noche y no solo el frío inundaba aquel agujero, también la presencia de las numerosas almas que permanecían encerradas ahí, una maligna facultad del semi-demonio de mantener a sus prisioneros más allá de la corta resistencia de sus cuerpos. Sin embargo no todos los infortunados que caían ahí tenían el don de la mortalidad.



La mujer se sobresaltó al ver una rata gigante, grande como sólo en las catacumbas se pueden encontrar, que se le aproximaba, curiosa y altanera, como decidiendo si podía o no alimentarse de ella, Lorna se apegó más a las paredes y quiso coger una roca de un pequeño cúmulo a su lado pero fue incapaz en un primer intento, entonces lo intentó con ambas manos, pero la pequeña roca se trajo a todas las demás consigo, como si estuvieran unidas por una fuerza poderosa e invisible. La mujer las soltó en el acto y realmente sorprendida vio como las piedras rodaron por el suelo sin separarse, como si cada roca buscara una determinada posición hasta formar una estructura que se erigió ante ella, mostrando en su cúspide una roca angular que contaba con dos piedras pequeñas de distinto tamaño y forma ubicadas como si fueran ojos, y otra más grande y plana adherida a su base, pero levemente separada haciendo las veces de una mandíbula ligeramente abierta. Aquel rostro de piedra parecía observarla con infinita curiosidad. La pequeña estructura estaba sostenida por dos pilares formados de al menos una docena de piedras de diferente forma y tamaño como si fueran brazos hasta con un intento de mano en su extremo y en su base un buen número de piedras lucían esparramadas. La criatura de piedra, movía su mandíbula como si masticara algo indefinido, entonces cogió un puñado de tierra y se la lanzó dentro de su improvisada mandíbula y comenzó a mover esta en distintas direcciones y círculos provocando un sonido característico de piedrecillas molidas, Lorna pensó que la criatura se alimentaba pero luego, cuando vio que después de varios intentos y pausas la criatura de piedra botaba la tierra de su boca, la mujer comprendió que aquello era un lenguaje. La criatura podía comunicarse. En ese momento, una de las pequeñas piedras que parecían ojos, se desprendió de su posición y cayó al suelo, aquel ser, la cogió y la volvió a su lugar.



Los enanos de roca eran criaturas milenarias, pacíficos, casi indestructibles y de origen desconocido. Habitaban extensas y lejanas zonas repletas de piedras las que facilitaban su multiplicación, la cual solo era posible en razón de un descendiente por individuo y consistía en el desprendimiento de una de sus rocas, la que, estando impregnada de su magia, comenzaba a transmitirla a las muertas rocas cercanas, hasta formar un nuevo individuo, en un proceso que tomaba muchos años. Aquel enano de roca encerrado junto a Lorna, había llegado como atracción al palacio de Dágaro, pero el escaso abanico de habilidades artísticas que estas criaturas tenían, había precipitado que terminara literalmente olvidado en las catacumbas, donde nadie podía diferenciarlo de un vulgar y corriente cúmulo de piedras. Para una criatura como esta, el tiempo no significaba nada y podía permanecer una eternidad en el mismo sitio sin que aquello le perjudicara en lo más mínimo, salvo cuando llegaba el momento de generar un nuevo individuo para su singular especie, cuando la piedra primaria se desprendía para agruparse con otras, entonces la necesidad de un paraje adecuado se hacía apremiante hasta convertirse en la única necesidad verdadera en la inagotable existencia de estos seres.


León Faras.

martes, 15 de enero de 2013

Lágrimas de Rimos. Primera parte.


X

Luego de cruzar la llamada ciudad baja de Cízarin, Dan y su carreta se dirigen al extremo del cerro donde comienza el camino en espiral que los llevará a la ciudad alta y al castillo, la mujer que lo contrató viaja a su lado sentada muy recta, con la boca cerrada y con la vista inmutablemente hacia delante. Un puesto de guardia los detiene antes de iniciar el ascenso, la mujer saluda por su nombre a uno de los soldados, mientras el otro autoriza el paso sin mayores preámbulos, el camino es de madera, tablas que descansan sobres vigas que a su vez se apoyan en la pared del cerro por un extremo y en robustos pilares por el otro, los cuales se superponen unos a otros hasta la cima, la pendiente no es demasiado inclinada, pensando en que los coches tanto suben como bajan cargados por ahí, y el ancho es suficiente como para dos vehículos a la vez, de esa manera se evita el predicamento de que se toparan uno subiendo y otro bajando. Aunque no muy lujoso el camino hace alarde de los recursos con los que cuenta la ciudad, pues el trabajo invertido no deja de ser importante. Cierta sección del camino está reforzado con vigas de metal, justamente la que pasa por debajo de las enormes correas que transportan agua hasta la cima, debido al constante goteo que deteriora peligrosamente el material. Al llegar a la cima el camino termina en una cerrada curva que desemboca en una vía pavimentada de piedra gris clara que se desplaza con destreza entre la hermosa y tupida vegetación guiando a los visitantes hasta el patio interior del castillo por un acceso en la parte posterior. Los guardias de esta zona son bastante más displicentes al encontrarse ya en la última esfera de seguridad. El coche se detiene, la mujer se baja con garbo y se dirige hacia una puerta caminando muy recta, como si llevara algo sobre la cabeza que no quiere botar, luego de abrirla, le indica al cochero que las cosas que trae debe depositarlas ahí, y se retira, según dice, por unos minutos, Dan Rivel comienza su trabajo refunfuñando, pues esperaba recibir alguna ayuda para descargar los víveres. Al cabo de un rato cuando ya casi termina, la mujer regresa y le entrega una bolsita de cuero con monedas en su interior, Dan, bastante cansado la recibe e inspecciona, el dinero es suficiente pero la verdad esperaba más debido a la urgencia y lejanía del trabajo, sin contar la, a su juicio, pésima compañía que había debido soportar durante el trayecto, sin embargo la mujer está satisfecha, “lo has hecho bien, te permitiré, si quieres, que te lleves algo de material de la bodega, seguro conseguirás un buen precio por él con los herreros”, sin esperar respuesta, la mujer se dirige hasta una empinada escalera de piedra adherida al muro en un rincón interior del castillo, y sube hasta una solitaria puerta, una vez arriba, le hace señas con algo de impaciencia al hombre para que se acerque, quedándose ella afuera debido a la exorbitante cantidad de polvo y telas de araña que abundan en el interior, el cochero ingresa y la mujer le muestra un candelabro para que lo use, advirtiéndole por supuesto, que no es parte de las cosas que se puede llevar. Dan Rivel, con la ayuda de la tenue luz de las velas inspecciona el lugar, de primera sin mucho entusiasmo, pero de a poco comienza a interesarse, le llama la atención una pechera de armadura con una grotesca abolladura en el medio, como si hubiese sido golpeada por un enorme puño o algo peor, en su imaginación dilucida por unos segundos el aspecto probable en que terminó quien la llevaba puesta. Hay bastantes cosas que puede llevar y vender, en el suelo a su izquierda descubre un bello casco inusualmente adornado, que seguramente perteneció a alguien importante, al tomarlo, el yelmo revela una profunda herida que recorre desde la mollera hasta el ojo derecho, producida por una gran espada o tal vez un hacha, Dan lo toma con una mueca de actuado dolor, pero al enderezase se da un terrible cabezazo contra una repisa que lo hace encogerse nuevamente tomándose la cabeza con ambas manos y soltar todo lo que en ellas sostenía, de la repisa también caen un montón de cosas provocando un poco decoroso estruendo. Luego de escupir todos los insultos que se le vinieron a la mente y de tragarse la rabia, Dan, aún sobándose la cabeza, se agacha para coger el candelabro al que le quedó solo una vela encendida, pero antes de hacerlo, nota la presencia de una piedra de color negro, como del tamaño de un puño y labrada en forma de lágrima que parece titilar a la tenue luz de la vela a su lado, la toma y la estudia con interés, “No lo puedo creer, una de esas “gotas” de piedra de las que el viejo cojo habló, ¿Cuántas eran?...¿tres…?…” dijo con una sonrisa espontánea que por un rato le desvió del dolor del golpe. Muy cerca de aquella piedra Dan encontró la caja de madera en la que estaban guardadas sobre la repisa, la caja, boca abajo escondía una segunda lágrima que el hombre guardo en sus bolsillos junto con la primera, luego comenzó a rebuscar la tercera hasta hallarla en medio de unos baúles hasta donde había rodado, una vez guardadas, el cochero devolvió la caja a su lugar, esta vez vacía y comenzó a cargar su carreta con metales reciclados guardando su inesperado botín bajo el asiento, para luego retirarse del palacio sin ningún tipo de contratiempo, llevándose las lágrimas negras con él.

Fin de la primera parte.

León Faras.