I.
El
palacio del semi-demonio, del que Rávaro se había apropiado ahora, era un lugar
siniestro, húmedo y oscuro, a excepción del gran salón principal y algunos
aposentos, el resto del lugar no presentaba ninguna comodidad que lo hiciera
habitable, solo una construcción en la cual los elementos gobernaban por sobre
los moradores. Pero aún estos inhóspitos lugares eran mucho más acogedores que
las catacumbas, un agujero de enormes proporciones por el cual descendía una
escalera de piedra adherida a sus paredes internas como un espiral para dar
acceso a las celdas que iban apareciendo a medida que se descendía. El fondo de
dicho agujero, acumulaba todo tipo de desperdicios, así como también los restos
de la enorme mayoría de prisioneros que no sobrevivían al encierro, provocando
que desde aquel foso emanara un hedor solo comparable al de las ciénagas que
rodeaban el palacio, aunque no menos soportable. Lorna se acurrucaba en una de
las esquinas de su oscura y húmeda celda para darse calor, pronto caería la
noche y no solo el frío inundaba aquel agujero, también la presencia de las
numerosas almas que permanecían encerradas ahí, una maligna facultad del
semi-demonio de mantener a sus prisioneros más allá de la corta resistencia de
sus cuerpos. Sin embargo no todos los infortunados que caían ahí tenían el don
de la mortalidad.
La
mujer se sobresaltó al ver una rata gigante,
grande como sólo en las catacumbas se pueden encontrar, que se le
aproximaba, curiosa y altanera, como decidiendo si podía o no alimentarse de
ella, Lorna se apegó más a las paredes y quiso coger una roca de un pequeño
cúmulo a su lado pero fue incapaz en un primer intento, entonces lo intentó con
ambas manos, pero la pequeña roca se trajo a todas las demás consigo, como si
estuvieran unidas por una fuerza poderosa e invisible. La mujer las soltó en el
acto y realmente sorprendida vio como las piedras rodaron por el suelo sin
separarse, como si cada roca buscara una determinada posición hasta formar una
estructura que se erigió ante ella, mostrando en su cúspide una roca angular
que contaba con dos piedras pequeñas de distinto tamaño y forma ubicadas como
si fueran ojos, y otra más grande y plana adherida a su base, pero levemente
separada haciendo las veces de una mandíbula ligeramente abierta. Aquel rostro
de piedra parecía observarla con infinita curiosidad. La pequeña estructura
estaba sostenida por dos pilares formados de al menos una docena de piedras de
diferente forma y tamaño como si fueran brazos hasta con un intento de mano en
su extremo y en su base un buen número de piedras lucían esparramadas. La criatura de piedra, movía su mandíbula como si masticara
algo indefinido, entonces cogió un puñado de tierra y se la lanzó dentro de su
improvisada mandíbula y comenzó a mover esta en distintas direcciones y
círculos provocando un sonido característico de piedrecillas molidas, Lorna
pensó que la criatura se alimentaba pero luego, cuando vio que
después de varios intentos y pausas la criatura de piedra botaba la tierra de
su boca, la mujer comprendió que aquello era un lenguaje. La criatura podía
comunicarse. En ese momento, una de las pequeñas piedras que parecían ojos, se
desprendió de su posición y cayó al suelo, aquel ser, la cogió y la volvió a su
lugar.
Los
enanos de roca eran criaturas milenarias, pacíficos, casi indestructibles y de
origen desconocido. Habitaban extensas y lejanas zonas repletas de piedras las
que facilitaban su multiplicación, la cual solo era posible en razón de un
descendiente por individuo y consistía en el desprendimiento de una de sus
rocas, la que, estando impregnada de su magia, comenzaba a transmitirla a las
muertas rocas cercanas, hasta formar un nuevo individuo, en un proceso que
tomaba muchos años. Aquel enano de roca encerrado junto a Lorna, había llegado
como atracción al palacio de Dágaro, pero el escaso abanico de habilidades
artísticas que estas criaturas tenían, había precipitado que terminara
literalmente olvidado en las catacumbas, donde nadie podía diferenciarlo de un
vulgar y corriente cúmulo de piedras. Para una criatura como esta, el tiempo no
significaba nada y podía permanecer una eternidad en el mismo sitio sin que
aquello le perjudicara en lo más mínimo, salvo cuando llegaba el momento de
generar un nuevo individuo para su singular especie, cuando la piedra primaria
se desprendía para agruparse con otras, entonces la necesidad de un paraje
adecuado se hacía apremiante hasta convertirse en la única necesidad verdadera
en la inagotable existencia de estos seres.
León Faras.