martes, 30 de abril de 2013

Del otro lado.


IV.


Alan decidió caminar de regreso, su conversación con su viejo amigo Manuel, en vez de aliviarlo como siempre, le había dejado un problema, era el único con el que podía hablar sin tener que comenzar todo de nuevo una y otra vez, bueno, el único vivo en estricto rigor, y además su amigo, lo conocía desde que él era joven, ambos eran jóvenes, pero él aún no se suicidaba. No lo podía ayudar, si la chica estaba allí todavía como el viejo aseguraba, entonces su muerte no había sido un accidente como creían, hablando de la muerte, los accidentes no existen, no son más que herramientas en las hábiles manos de la vida, una vida más allá de la existencia de la carne, si te vas, es porque debías morir, si te quedas, es porque no era tu momento, lo que significa que te quitaron (o te quitaste) la vida antes de tiempo, no por un accidente. Si la chica estaba vagando por la población, encendiendo luces y televisores como decían,  y no se suicidó, entonces la mataron, no podía ser de otra forma. Pero él no podía hacer nada. Una persona en las condiciones de ella es practicamente incontactable, si es que este término existe, él mismo después de su suicidio permaneció treinta y ocho años absolutamente solo sin poder percibir ninguna forma de vida excepto los gatos, algo anormal tienen esos animales, pero estuvo todo ese tiempo en un mundo sin plantas, ni animales, ni personas de ningún tipo, por lo menos no que él pudiera ver, ni oler, ni oír, a excepción de los gatos, pero eso a ellos les importa un carajo. Casi cuarenta años penando en el que era su hogar y todavía ahora hay quienes dicen que aún lo escuchan cuando hace rato que dejó de ser un fantasma para convertirse en un materializado. Él no tenía como saber donde estaba esa chica al igual que ella sería incapaz de verlo a él hasta que el cuerpo inmaterial de ella estuviera listo y volviera a percibir la realidad como su cuerpo de carne y hueso lo hacía, cosa que sucedía con todos los seres humanos de manera natural. Una vez estando listo el cuerpo inmaterial este tomaba el lugar del cuerpo material provocándose el fenómeno que conocemos como muerte y hacemos el paso al otro lado sin ningún contratiempo, excepto cuando este cambio se produce antes de tiempo, y eso sucede solo con un suicidio o un asesinato. El problema era que para que su cuerpo inmaterial estuviera listo podía pasar una cantidad de tiempo indeterminable, unas personas no alcanzaban a usar siquiera su cuerpo material, otros lo conservaban por más de cien años, esa era otra cosa que no se podía saber. Por lo pronto, lo único que podía hacer era averiguar si realmente aquella chica estaba penando en el lugar de su muerte, y así determinar que se trataba de asesinato y no de un accidente como se creía, cosa que se podía saber sin ninguna duda aunque nadie le creería a un materializado como él, tal vez Manuel, pero incluso a él tendría que presentarle pruebas.

Alan estaba muerto, su suicidio había terminado con su cuerpo material treinta y ocho años antes de que su cuerpo inmaterial estuviese listo, aguardó esos treinta y ocho años y cuando estuvo listo para irse, supo que su hijo aún estaba en el trance de un cuerpo a otro, su hijo pequeño pasando por la misma soledad que había pasado él, se sentía tan adolorido y culpable como en el momento en que se disparo en la cabeza y se negó con todas sus fuerzas a irse, cosa que es posible hacer bajo su propio riesgo. Su estadía aquí ha ido materializando paulatinamente su cuerpo inmaterial con el riesgo de que mientras más días pasen más difícil le será irse algún día, cuando a su hijo le llegue el momento y mientras tanto debe resignarse a vivir sin permanecer en la mente de nadie, salvo algunos fantasmas que aún no se han ido y tampoco se han materializado y Manuel, un viejo con un don incapaz de ser visto como tal.  


León Faras.

Del otro lado.

III. 


Aún estaba impregnado de ese aroma a fruta artificial el pequeño envoltorio que Laura sostenía en sus manos, mientras lo frotaba por inercia. En cuclillas en medio de la polvorienta cancha donde lo había encontrado, oteaba en derredor con algo de preocupación en el rostro, el papel de chicle parecía nuevo, limpio y fragante. Se puso de pie sin soltarlo y dio unos pasos lentos, pesados, tal vez por tantas ideas y conclusiones sin lógica que se atropellaban en su mente. Las hojas secas y huérfanas de sus árboles ausentes estaban esparcidas por todas partes, jugueteaba con ellas con los pies como una niña mimada que renuente a comer, juega con su comida, levantó la vista, y algo absurdamente extraordinario le llamó la atención, algo que solo podía ser extraordinario para ella en ese día fuera de lo común, al fondo de la multicancha, tras el arco de futbol y entre este y el camino que bordeaba la cancha, había un arbolito, pequeño y desnudo, el único que había encontrado de todos los que habían, se acercó emocionada, casi trotando, había sido uno de los primeros en sucumbir a las consecuencias de los permanentes juegos de pelota y a las constantes carreras de bicicleta que los muchachos del barrio organizaban. El árbol estaba muerto y reducido a un palo seco enterrado en la dura tierra a orillas de la cancha, el único árbol que encontraba en toda su población y estaba completamente seco hasta las raíces, eso era frustrante, seco igual que las hojas secas que abundaban por todas partes y que parecían multiplicarse sin que hubiesen árboles de donde caer.



            Una hoja, tan seca como las demás, pasó junto a su pie dotada de algún tipo de fantástica animación, luego fueron docenas las que la imitaron, Laura las observó intrigada, corrían impulsadas por una brisa que ella no sentía, la multitud de hojas se dirigía en una misma dirección, algunas elevándose y comenzando a dibujar espirales, suaves remolinos, la muchacha se giró sobre sus talones para ver lo que estaba sucediendo, cuando una verdadera pared de tierra, papeles abandonados y hojas secas ya estaba encima de ella, a medias alcanzó a cerrar los ojos ante la inmensa polvareda arremolinada que la atravesó, instintivamente, apretó los párpados, los labios y hundió su cabeza entre los hombros, pero solo un par de segundos, luego con desconfianza abrió uno de sus ojos, antes de relajarse por completo. No había sentido nada, ni el viento, ni el polvo, ni que alguna hoja la hubiese tocado, nada, tampoco algún movimiento de su falda o de su cabello, el remolino de tierra ya se diluía en uno de los ángulos formados por los edificios, y las hojas que habían sido elevadas, caían varios metros más allá desprovistas de la animación que recientemente habían recibido. Se quedó perpleja por varios segundos, había visto el torbellino de tierra en sus ojos antes de alcanzar a cerrarlos y eso no le había producido ninguna molestia, ni siquiera había sentido el aire al pasar entre su ropa o sus cabellos, el instinto la llevó a tocarse con ingenuidad, a tocarse la cara, la falda, el pelo, sí se sentía, no podían simplemente atravesarla como si no estuviera ahí. Sonrió con el ceño fruncido y comenzó a caminar, aquello era imposible, seguramente que sintió el viento pasar pero no se dio cuenta, y la rareza del día la estaba haciendo pensar cosas raras, divagando y además sugestionándose, porque en una fracción de segundo en que dirigió la vista a la calle que pasaba por fuera de la población, allá al fondo donde estaba el pequeño patio con juegos infantiles, vio un microbús detenido, como esperando su turno para pasar pero inmediatamente después, cuando volvió la vista, ya no estaba. Al salir de la multicancha se adentro en los blocks que estaban más al extremo yendo en sentido contrario de su casa y de la calle, uno de los departamentos tenía la luz encendida y Laura se asomó con disimulo, no quería que la sorprendieran husmeando, logró ver una mesa servida con café humeante y tostadas, pero nadie cerca y ningún sonido, se hubiese quedado a esperar a que alguien apareciera, pero si ese café estaba caliente entonces alguien debía estar cerca, además el hombre que vivía allí no le agradaba, se llamaba Richard, le llamaban “el Chavo” y le parecía un tipo raro, turbio, peligroso, por lo que siguió su camino, en el segundo piso y en el 204 vivía Loreto Erazo, “la Lore”, eran amigas desde que llegó a vivir ahí y ahora que tenía un hijo recién nacido no salía a trabajar por lo que seguro que debía estar. Siguió su camino, no podía creer que no viera ni oyera a nadie en su camino, además de otras varias luces encendidas, se encontró con ropa tendida afuera de los apartamentos, toallas puestas en las ventanas, una boleta arrugada y tirada en el piso de la panadería con fecha de aquella mañana e incluso una puerta abierta de la que no salía ni un solo sonido. Golpeó con suavidad la puerta del 204, había luz prendida pero tampoco se oía nadie, Laura suspiró y lo volvió a intentar, no quería golpear demasiado fuerte o gritar por temor a molestar al bebé, quiso echar un vistazo por la ventana pero las cortinas cerradas no la dejaban espiar, iba a insistir pero se detuvo, la puerta de al lado estaba abierta, hace un segundo estaba cerrada, ella acababa de pasar por ahí y vio el número 203 cerrado y ahora estaba abierta, alguien la había abierto en ese preciso instante. La muchacha se acercó, con timidez se asomó, dejó oír un “hola” sin demasiada convicción y se atrevió a meter la mitad de su cuerpo dentro, era la casa de esa profesora jubilada que vivía sola y que siempre tenía problemas con todo el mundo, no le importaba recibir un reto de esa señora con tal de confirmar que había alguien más en este mundo aparte de ella aquel día. El mantel de la mesa se veía arrugado con varías migas de pan encima y la panera en medio con medio pan tostado, estaba el control remoto del pequeño televisor ahí, Laura entró y repitió el “hola” sin que recibiera respuesta, se acercó a la mesa tomó el control y trató de encender la tele pero no pudo, sin embargo varias luces estaban encendidas, tal vez no estaba enchufado, quiso comprobar su sospecha cuando oyó el primer sonido de toda aquella mañana, y era horrible, algo era triturado, algo duro estaba siendo molido insistentemente, puso toda su atención con intención de acercarse, notó que el televisor sí estaba enchufado pero no le dio más vueltas, se concentró en el sonido, de pronto se sentía un sonido de humedad, como si algo estuviera comiendo tal vez, sí, algo duro era triturado por una húmeda mandíbula, “¿Señora Inés?” dijo Laura aventurando que aquella señora estuviera cerca comiendo ávidamente algo como maníes o nueces quizá, “¡Señora Inés!” repitió un poco más alto antes de entrar a la cocina, pero aunque estaba cerca seguía el mismo sonido y ninguna respuesta, finalmente echó un vistazo y todo lo que vio fue un descuidado gato romano comiendo el alimento de su pocillo sin prestarle la menor atención, odiaba los gatos, prefería tener una rata como mascota pero no un gato, no le agradaba su postura altanera y ese soberbio aspecto de “sabelotodo” que destilaban, además de sus horribles sonidos y peores olores, pero ese era el primer sonido que oía y el único ser vivo que veía, aunque el animal seguía sin prestarle ninguna atención. No le quedaba más remedio que hacer amistad con ese bicho, pensó, y se acercó con un amable “gatito”, el animal dejó de comer, ella se acercó otro poco pero el felino no le dirigía la mirada, su plato tenía impreso el nombre Urano, talvez una marca. Laura repitió el “gatito” con toda la dulzura de la que disponía para los animales que no fueran gatos, pero el gato estaba estático, no seguía con su comida ni se movía, esperaba, pero esperaba qué, se decía la muchacha que finalmente decidió alargar una mano, la estiró hasta tocar al gato con la punta de su dedo en un costado pero este soltó un grito agudo y destemplado y saltó engrifado medio metro según la chica, como si hubiese recibido el susto de su vida, el mismo susto que recibió Laura y que junto con el animal corrieron en direcciones opuestas, él al dormitorio, ella hacia la puerta de calle que, aunque en ese momento no se detuvo a pensarlo estaba cerrada, cuando ella la había dejado siempre abierta, con el susto tardó un poco en abrirla y salió corriendo de ahí y no se detuvo hasta llegar de nuevo al medio de la multicancha.


León Faras.

domingo, 28 de abril de 2013

La Prisionera y la Reina. Capítulo dos.


III


Estirarse en el suelo, dentro de todos sus malestares fue una tortura más para la mujer maldita en aquella sala de torturas, pero una vez que lo consiguió pasó rápidamente a un alivio inexplicable, sus huesos estaban nuevamente en orden, y sus músculos poco a poco se estiraban aflojando los incontables nudos producidos en el estrecho encierro. Dentro de la oscuridad absoluta en la que estaba de pronto sintió ligeros sonidos de pequeños movimientos, roedores con toda seguridad que se movían sigilosos en aquel oscuro y hediondo sepulcro, solo las ratas vivirían allí o eso creía Idalia, eso precipitó sus deseos de ponerse de pie y al intentarlo se detuvo de golpe, dos ojos la contemplaban a cortísima distancia, dos ojos plenamente distinguibles en aquella densa tiniebla, como si tuvieran luz propia, como luciérnagas, dos óvalos, húmedos de un bello color rosado sin pupila, ella los veía y estaba segura de que esos ojos la veían a ella, se movían lentamente, como estudiándola pero sin hacer un solo sonido, ella tampoco se atrevía a hablar ni moverse, aquello podía ser cualquier cosa, menos una rata, a menos que se tratara de una rata enorme como una persona, eso le dio más miedo, pero hasta su miedo pasó a segundo plano cuando se oyeron las voces de Orám y sus guardias en la parte de arriba, se preparaban para bajar y la iban a encontrar, esos ojos también percibieron los sonidos y se apresuraron a dar media vuelta y desaparecer pero se detuvieron ante la desesperación de la mujer que sin saber cómo dejó oír un susurro de ayuda, los ojos la miraron, miraron la luminosidad de las antorchas que ya bajaban por las escaleras, y sin emitir un solo sonido el brazo de la mujer fue atenazado, elevada hasta despegarse del suelo completamente e introducida en un agujero cavado en al alto cielo de esa cueva subterránea donde las antorchas jamás iluminaban.


De pronto la poderosa mano que atenazaba a Idalia la aflojó y dejó de arrastrarla por aquel agujero. Si en su jaula la oscuridad era absoluta, en aquella cueva era impenetrable, tampoco podía ponerse de pie pero al menos podía mantenerse estirada en el suelo, cosa que la aliviaba enormemente. Quiso buscar los ojos del ser que la había arrastrado hasta allí, pero fue inútil, no veía ni oía nada, además de las voces lejanas de Orám y sus guardias que ya se habían extinguido hace algún rato, sin poder precisar si los que se habían alejado lo suficiente habían sido ellos o los otros. Pasaron varios minutos en que la mujer estuvo totalmente sola, sin saber que hacer, se preguntaba por la apariencia de aquella cosa, por los agujeros donde se movía debía ser pequeño, pero por la fuerza que tenía, debía ser enorme, incluso pensaba que podía volar, porque fuera lo que fuera, no emitía un solo ruido al desplazarse, pero al imaginarse a una criatura enorme volando hábilmente por una cueva donde apenas cabía sonrió, era ridículo. De pronto los ojos de color rosado aparecieron a su lado de la nada, estaban tan cerca que de estirar su mano podía tocar a su dueño pero no se atrevió a eso, se quedó quieta hasta sentir un trozo de cáscara dura en la boca, el agua comenzó a escurrirse y la mujer alcanzó a beber antes de que eso sucediera, era un agua fría y con sabor a tierra pero ella tenía mucha sed y se la bebió con avidez, luego llegó a su boca un trozo pequeño y frío de carne cruda, prefirió no preguntarse de donde provenía y solo comió, no quería disgustar a su anfitrión, además, necesitaba de esa comida y bebida, incluso para una mujer que solo quería quitarse la vida, era necesario tener fuerzas para hacerlo.

Orám y sus guardias no habían podido dar con la mujer maldita, había desaparecido sin que nadie hubiese visto nada, lo más lógico era que alguien había matado al pobre Serna y se la había llevado, pero lo curioso era el otro hombre, el que había sido encontrado fuera del castillo con un corte en la garganta, uno de los guardias lo había reconocido y al comentarlo, otros guardias también confirmaron quien era, todos visitaban el burdel, y todos conocían a la prostituta Lorna, con frecuencia dos hermanos la acompañaban y servían, uno era este que yacía degollado, el otro, pensó Orám, es el que previno a Rávaro  de los planes de la mujer maldita de acabar con él, pero  no solo su amo y el hermano del degollado caerían si la mujer maldita moría, el viejo jefe de guardias también se había aprovechado de su prisionera gracias al gentil ofrecimiento de su amo, quien aseguró la lealtad de su jefe de guardias atando su vida a la de él, si algo le pasaba a la mujer, ambos morían. Ahora la preocupación de Orám era encontrar a esa mujer y mantenerla con vida, tomó a cinco de sus hombre y los envió por el hermano del degollado, para que se lo trajeran ante su presencia vivo, debía saber algo sobre la muerte de su hermano y sobre todo, sobre el paradero de la mujer maldita.

León Faras.

miércoles, 24 de abril de 2013

El Matagigantes.


El Matagigantes.

Alonso de Villamonte detuvo su robusto corcel frente al colosal castillo del gigante, dispuesto a darle muerte para rescatar a la noble doncella apresada ahí dentro. En su reluciente armadura y en su yermo coronado de hermosas plumas se reflejaba orgulloso el sol de la mañana, mientras cruzaba el puente con secos golpes de los cascos de su cabalgadura. Era una construcción de proporciones enormes, hecha a la medida de una criatura capaz de espantar a cualquiera. Pero no a don Alonso, un caballero consumado, curtido y valiente, preparado para afrontar cualquier desafío y vencer cualquier enemigo o morir bañado en el honor del deber.

            Al entrar al salón principal, el noble caballero descendió de su caballo y desenvainó su espada examinando a su alrededor, el lugar era de una categoría y una pulcritud asombrosa, el silencio más absoluto inundaba toda la enorme construcción de roca sólida, de la cual se decían muchas cosas, entre esas cosas, que el lugar estaba encantado, porque el gigante jamás había sido visto y sin embargo nadie volvía de ese lugar. Junto a la puerta, Don Alonso se fijó en una hermosa fuente de piedra de la que corría agua pura, era tan alta que de acercarse, parecería un niño pequeño asomándose a la mesa de sus padres, luego  miró la escalera a su lado y frunció el ceño, cada pulido peldaño le llegaba por encima de la rodilla, aún sin el estorbo de su impecable armadura, se vería ridículo tratando de subir y no lo intentaría aún, junto a la escalera vio una jaula colgada de un pedestal, esta era de proporciones normales, como para un ave pequeña, sin embargo estaba la puerta abierta y la jaula vacía, en aquel salón no habían muebles de ninguna clase, pero aún así se sentía diminuto ante las enormes y bellos ventanales que iluminaban todo y que parecían salir a un balcón, los inmensos pilares de mármol y bronce, los gigantescos y labrados arcos que sostenían la bóveda, todo estaba muy limpio y bruñido, aquello parecía más el palacio de un señor importante que el castillo de un gigante o la prisión de una doncella.

            Al llegar a uno de los extremos del salón, don Alonso divisó una puerta de roja y hermosa madera finamente labrada, pero hábilmente incrustada en ella y perfectamente camuflada había otra puerta, hecha a su medida, tal vez el gigante tenía vasallos humanos que usaban puertas pequeñas, sin dudarlo, el caballero la probó y esta abrió.

Su sorpresa casi lo obliga a retroceder, justo al otro lado de la puerta había un hombre de aspecto tan normal como él mismo, pero de tres veces su tamaño, un gigante tan sorprendido de ver a un hombre de talla normal como cualquiera estaría de verlo a él, vestía de lana y cuero y parecía confundido,  balbuceaba un idioma grotesco y extravagante incomprensible para cualquier señor como don Alonso de Villamonte.  Este se acercó desafiante y dispuesto a acabar con esa amenaza, a pesar de que el gigante parecía más consternado que violento y además desarmado, pero era un gigante y no necesitaba armas para aplastar a un hombre ni buenas razones para retener a una doncella. Don Alonso se lanzó contra él con un grito atronador y la espada alzada, dejándola caer con violencia y provocándole una profunda herida en la pierna del gigante que balbuceaba con ira, pero sin intenciones de atacar, en ese momento el caballero notó que el gigante traía una hermosa ave de azul metálico y garganta amarilla sobre su hombro porque esta voló luego del ataque sin alejarse demasiado, tal vez la jaula era de esta dócil ave, sin detenerse a pensar el noble caballero se lanzó en un nuevo ataque que el gigante repelió con un manotazo poco convincente y que don Alonso esquivo, pasando a llevar el brazo del gigante con el filo de su arma y dejando su espada clavada en el pie de este, el alarido de dolor fue espantoso, con muestras de sufrimiento se retiró la espada del pie y quiso caminar pero el dolor lo doblegó, sus balbuceos intentaban explicar algo con desesperación pero don Alonso no quería entender nada, corrió hacia él, alcanzó su espalda, se trepó de dos zancadas y enterró su puñal en al cuello del gigante hasta que este calló de espaldas y dejó de moverse. Entonces el ave regresó, y se posó con suavidad en el hombro de don Alonso, a este le pareció que era más pequeña de lo que parecía al principio.

Quitándose el yelmo, don Alonso se fijó en su alrededor, por aquel lado, la puerta grande no estaba, solo la pequeña por la que él había entrado, recién notó que el nuevo cuarto no estaba hecho para el gigante sino para su proporción, las escaleras y columnas eran idénticas pero de tamaños razonables, y en una de las esquinas encontró una nueva pila de agua pero en la que sí podía alcanzar y de la que sí podía beber. Don Alonso, sediento, bebió de aquella agua pura y fresca, extrajo un pañuelo del armadura que cubría su brazo y con él se refrescó el cuello y la frente, el ave lo aguardaba en el pilar de la escalera y a ella se acercó, en cuanto comenzó a subir, el ave se posó en su hombro nuevamente, al llegar arriba encontró un pasillo con puertas a ambos lados, pensó en tomar el camino de la izquierda pero el ave volando nuevamente le mostró el camino de la derecha y don Alonso le siguió agradecido. Con el ave en su hombro, don Alonso entró en la habitación del fondo. El sol entraba a raudales iluminando todo el cuarto con diáfana claridad, solo había dos peldaños en medio que conducían a cuatro finas columnas que sostenían cortinas las cuales, a su vez, cubrían un lecho, el ave voló de su hombro y pareció desaparecer tras las cortinas, como si las hubiese atravesado sin romperlas. Don Alonso se acercó y movió las cortinas, en el lecho yacía una doncella vestida de un hermoso vestido azul metálico con el busto en amarillo, pero era pequeña, era una mujer pero del tamaño de una niña pequeña, no parecía una enana, como las había visto antes, si no que se veía normal, solo que él parecía un gigante ahora… eso lo hizo reflexionar, algo raro estaba pasando, inspeccionó a su alrededor al ave ya no estaba, y la puerta por la que había entrado tampoco, por dentro solo era una puerta pequeña incrustada en una perfectamente disimulada puerta mayor que él no podía ver. Se sintió agotado y consternado, el gigante ya estaba muerto por lo que se sintió libre de desembarazarse de su pesada armadura, la que se quitó pieza por pieza hasta quedar vestido de lana y cuero, que eran las prendas que traía debajo. La doncella parecía dormida, pero algo muy raro lucía en ella, no solo su tamaño o su ropa idéntica a los colores del ave misteriosa, además tenía un extraño brillo en su piel, y una perfección irreal. Don Alonso se puso de pie y retrocedió confundido, al descubrir un balcón fuera de los ventanales por donde entraba la luz, salió por él y vio una entrada que parecía tener acceso a otra habitación contigua, pero no era otro dormitorio, si no un largo pasillo que desembocaba en un salón, como el que encontró al principio pero esta vez más pequeño que los anteriores, con escaleras diminutas, y una pila de agua que apenas llegaba a sus rodillas, era la tercera pila de agua que veía, se quedó pensativo hasta que un ruido lo alertó, un diminuto caballero entraba por una diminuta puerta al final del salón, de inmediato quiso hablarle decirle que él era un caballero honorable, que la doncella estaba ahí al otro lado del pasillo, que él no era un gigante, pero su lengua y su mandíbula estaban completamente dormidas, solo balbuceaba palabras babosas e ininteligibles, recordó el agua de la pila que había bebido y pensó que no podía ser otra cosa, con desesperación intentó comunicarse pero el diminuto caballero, era fuerte y rápido y no estaba de humor para oír explicaciones. Justo en el momento del ataque, la hermosa ave azul que don Alonso no había visto, voló de su hombro.

León Faras. 

martes, 2 de abril de 2013

La Prisionera y la Reina. Capítulo dos.


II.


La tierra de las bestias se extendía más allá de lo que cualquier ojo, humano o animal, podía alcanzar, llanuras estériles, rocosas y polvorientas donde las enormes criaturas vagaban solitarias buscando casi cualquier cosa para alimentarse. Las bestias eran bípedos braquicéfalos cubiertos de pelo que fácilmente alcanzaban los seis metros de altura, solitarios, territoriales y sin enemigos naturales llevaban siglos extinguiéndose a si mismos en colosales y encarnizados combates cuerpo a cuerpo que casi siempre terminaban con un muerto y otro gravemente herido, ajustando su extenso territorio al número de individuos, cada vez menor, que cabía en él. Su escaso intelecto era insuficiente para llevar a cabo algo más allá de lo elemental, sin embargo eso no los hacía menos peligrosos. Esas tierras eran las que el místico se preparaba a cruzar, llevar a la criatura al lugar de donde la habían sacado era lo más sensato, al ver como había caído tan fácilmente él, no arriesgaría la vida del resto de sus colegas, además, ahora que su muerte era inminente, no podía abandonar a la criatura a su suerte o a la suerte de los desafortunados que se toparan con ella. Su plan era alcanzar los bosques que limitaban al Este, lugar que las bestias evitaban sencillamente porque apenas podían moverse en su espesura, pero tampoco debía adentrarse demasiado en ellos, aún siendo él un místico experimentado y llevando un arma tan letal como la criatura, los bosques no son un lugar apropiado para seres prudentes. Por el momento, debía buscar un lugar donde pasar la noche.


Orám ya se había retirado a su pequeño cuartucho, cuando uno de sus hombres se atrevió a molestarlo, acababan de encontrar el cuerpo de Serna sin vida, atravesado en el pecho por un puñal y fuera del castillo otro hombre, degollado, al parecer por la misma arma. Al incorporarse, el viejo jefe de guardias se encontró con el resto de sus hombres, quienes le informaron que el castillo había sido revisado y todo perecía estar en orden, pero para Orám, solo había una cosa verdaderamente de valor en ese lugar, la prisionera. Cuando llegaron a las celdas, la puerta que daba a la sala de torturas estaba sin seguro, eso mereció una severa mirada del jefe a sus subalternos, Serna la había dejado abierta aquella tarde siguiendo el plan de Lorna para deshacerse de la mujer maldita, un plan que sin embargo había fallado. El viejo jefe de guardias y sus hombres se apresuraron a bajar, con las antorchas encendidas llegaron hasta la jaula de la prisionera, pero al iluminar su interior su rostro se petrificó, la jaula estaba vacía, y tampoco estaba dentro de la sala, era imposible que la hubiesen sacado del castillo sin que nadie la viera, seguramente la muerte de Serna y del otro hombre tenían que ver en esto, había que encontrarla con vida, ordenó Orám y sus hombres se extrañaron de que le importara esa mujer o la muerte de los maldecidos por ella, uno de los guardias se atrevió a ventilar sus pensamientos en voz alta y recibió una bofetada por parte de su jefe que lo hizo perder el equilibrio como un niño, la orden fue puesta en marcha sin que nadie necesitara una repetición.

Una hora antes, Idalia comenzó a despertar de un sueño muy largo y horrible, un sueño en el que buscaba la muerte por todos los medios sin encontrar más que sufrimiento y dolor, deseando dejar de existir una y otra vez sin conseguirlo. Despertaba en una oscuridad impenetrable, confundida y desorientada; adolorida y acalambrada, sensaciones que se le hacían presente paulatinamente como el frío, la humedad, la sed, dándole la bienvenida a una realidad carente de forma, de sonido, pero con olores nauseabundos, indefinible hasta el extremo. Dejando atrás los sueños, sus recuerdos, que se abrían paso a duras penas entre una martillante  migraña, se enfocaron en su vida real, en quien era y que hacía y junto con un nombre que nunca había desaparecido de su mente el resto de su historia fue apareciendo, como si ese nombre fuese el responsable de todo: Rávaro. La mujer maldita tanteando su entorno se encontró en una jaula en la que no cabía de pie, recordaba cuando la drogaron y la metieron ahí porque descubrieron su propósito, pero no podía saber cuanto tiempo había pasado desde entonces ni tampoco el lugar exacto donde estaba. Se sentía débil, pero los barrotes de su jaula eran de madera, hecha seguramente para apresar a algún animal y al zamarrearlos con fuerza se movían, pues aquel agujero oscuro y húmedo donde se encontraba era caldo de cultivo para la putrefacción de cualquier cosa orgánica, el zamarreo aflojó uno de los barrotes e Idalia, tremendamente delgada, pudo salir por aquel espacio, si habían olvidado darle la droga entonces pronto vendrían a dársela, pensó, debía huir pero no había cómo, no había donde, no veía nada y su cabeza casi se le partía en dos.

León Faras.