El
Matagigantes.
Alonso
de Villamonte detuvo su robusto corcel frente al colosal castillo del gigante,
dispuesto a darle muerte para rescatar a la noble doncella apresada ahí dentro.
En su reluciente armadura y en su yermo coronado de hermosas plumas se
reflejaba orgulloso el sol de la mañana, mientras cruzaba el puente con secos
golpes de los cascos de su cabalgadura. Era una construcción de proporciones
enormes, hecha a la medida de una criatura capaz de espantar a cualquiera. Pero
no a don Alonso, un caballero consumado, curtido y valiente, preparado para
afrontar cualquier desafío y vencer cualquier enemigo o morir bañado en el
honor del deber.
Al entrar al salón principal, el
noble caballero descendió de su caballo y desenvainó su espada examinando a su
alrededor, el lugar era de una categoría y una pulcritud asombrosa, el silencio
más absoluto inundaba toda la enorme construcción de roca sólida, de la cual se
decían muchas cosas, entre esas cosas, que el lugar estaba encantado, porque el
gigante jamás había sido visto y sin embargo nadie volvía de ese lugar. Junto a
la puerta, Don Alonso se fijó en una hermosa fuente de piedra de la que corría
agua pura, era tan alta que de acercarse, parecería un niño pequeño asomándose
a la mesa de sus padres, luego miró la
escalera a su lado y frunció el ceño, cada pulido peldaño le llegaba por encima
de la rodilla, aún sin el estorbo de su impecable armadura, se vería ridículo
tratando de subir y no lo intentaría aún, junto a la escalera vio una jaula
colgada de un pedestal, esta era de proporciones normales, como para un ave
pequeña, sin embargo estaba la puerta abierta y la jaula vacía, en aquel salón
no habían muebles de ninguna clase, pero aún así se sentía diminuto ante las
enormes y bellos ventanales que iluminaban todo y que parecían salir a un
balcón, los inmensos pilares de mármol y bronce, los gigantescos y labrados
arcos que sostenían la bóveda, todo estaba muy limpio y bruñido, aquello
parecía más el palacio de un señor importante que el castillo de un gigante o
la prisión de una doncella.
Al llegar a uno de los extremos del
salón, don Alonso divisó una puerta de roja y hermosa madera finamente labrada,
pero hábilmente incrustada en ella y perfectamente camuflada había otra puerta,
hecha a su medida, tal vez el gigante tenía vasallos humanos que usaban puertas
pequeñas, sin dudarlo, el caballero la probó y esta abrió.
Su sorpresa casi lo obliga a retroceder,
justo al otro lado de la puerta había un hombre de aspecto tan normal como él
mismo, pero de tres veces su tamaño, un gigante tan sorprendido de ver a un
hombre de talla normal como cualquiera estaría de verlo a él, vestía de lana y
cuero y parecía confundido, balbuceaba
un idioma grotesco y extravagante incomprensible para cualquier señor como don
Alonso de Villamonte. Este se acercó
desafiante y dispuesto a acabar con esa amenaza, a pesar de que el gigante parecía
más consternado que violento y además desarmado, pero era un gigante y no
necesitaba armas para aplastar a un hombre ni buenas razones para retener a una
doncella. Don Alonso se lanzó contra él con un grito atronador y la espada
alzada, dejándola caer con violencia y provocándole una profunda herida en la pierna
del gigante que balbuceaba con ira, pero sin intenciones de atacar, en ese
momento el caballero notó que el gigante traía una hermosa ave de azul metálico
y garganta amarilla sobre su hombro porque esta voló luego del ataque sin
alejarse demasiado, tal vez la jaula era de esta dócil ave, sin detenerse a
pensar el noble caballero se lanzó en un nuevo ataque que el gigante repelió
con un manotazo poco convincente y que don Alonso esquivo, pasando a llevar el
brazo del gigante con el filo de su arma y dejando su espada clavada en el pie
de este, el alarido de dolor fue espantoso, con muestras de sufrimiento se
retiró la espada del pie y quiso caminar pero el dolor lo doblegó, sus balbuceos
intentaban explicar algo con desesperación pero don Alonso no quería entender
nada, corrió hacia él, alcanzó su espalda, se trepó de dos zancadas y enterró
su puñal en al cuello del gigante hasta que este calló de espaldas y dejó de
moverse. Entonces el ave regresó, y se posó con suavidad en el hombro de don
Alonso, a este le pareció que era más pequeña de lo que parecía al principio.
Quitándose el yelmo, don Alonso se
fijó en su alrededor, por aquel lado, la puerta grande no estaba, solo la
pequeña por la que él había entrado, recién notó que el nuevo cuarto no estaba
hecho para el gigante sino para su proporción, las escaleras y columnas eran idénticas
pero de tamaños razonables, y en una de las esquinas encontró una nueva pila de
agua pero en la que sí podía alcanzar y de la que sí podía beber. Don Alonso,
sediento, bebió de aquella agua pura y fresca, extrajo un pañuelo del armadura
que cubría su brazo y con él se refrescó el cuello y la frente, el ave lo
aguardaba en el pilar de la escalera y a ella se acercó, en cuanto comenzó a
subir, el ave se posó en su hombro nuevamente, al llegar arriba encontró un
pasillo con puertas a ambos lados, pensó en tomar el camino de la izquierda
pero el ave volando nuevamente le mostró el camino de la derecha y don Alonso
le siguió agradecido. Con el ave en su hombro, don Alonso entró en la habitación
del fondo. El sol entraba a raudales iluminando todo el cuarto con diáfana
claridad, solo había dos peldaños en medio que conducían a cuatro finas
columnas que sostenían cortinas las cuales, a su vez, cubrían un lecho, el ave
voló de su hombro y pareció desaparecer tras las cortinas, como si las hubiese
atravesado sin romperlas. Don Alonso se acercó y movió las cortinas, en el
lecho yacía una doncella vestida de un hermoso vestido azul metálico con el
busto en amarillo, pero era pequeña, era una mujer pero del tamaño de una niña
pequeña, no parecía una enana, como las había visto antes, si no que se veía
normal, solo que él parecía un gigante ahora… eso lo hizo reflexionar, algo
raro estaba pasando, inspeccionó a su alrededor al ave ya no estaba, y la
puerta por la que había entrado tampoco, por dentro solo era una puerta pequeña
incrustada en una perfectamente disimulada puerta mayor que él no podía ver. Se
sintió agotado y consternado, el gigante ya estaba muerto por lo que se sintió
libre de desembarazarse de su pesada armadura, la que se quitó pieza por pieza
hasta quedar vestido de lana y cuero, que eran las prendas que traía debajo. La
doncella parecía dormida, pero algo muy raro lucía en ella, no solo su tamaño o
su ropa idéntica a los colores del ave misteriosa, además tenía un extraño
brillo en su piel, y una perfección irreal. Don Alonso se puso de pie y retrocedió
confundido, al descubrir un balcón fuera de los ventanales por donde entraba la
luz, salió por él y vio una entrada que parecía tener acceso a otra habitación contigua, pero
no era otro dormitorio, si no un largo pasillo que desembocaba en un salón,
como el que encontró al principio pero esta vez más pequeño que los anteriores,
con escaleras diminutas, y una pila de agua que apenas llegaba a sus rodillas,
era la tercera pila de agua que veía, se quedó pensativo hasta que un ruido lo
alertó, un diminuto caballero entraba por una diminuta puerta al final del
salón, de inmediato quiso hablarle decirle que él era un caballero honorable,
que la doncella estaba ahí al otro lado del pasillo, que él no era un gigante,
pero su lengua y su mandíbula estaban completamente dormidas, solo balbuceaba
palabras babosas e ininteligibles, recordó el agua de la pila que había bebido
y pensó que no podía ser otra cosa, con desesperación intentó comunicarse pero
el diminuto caballero, era fuerte y rápido y no estaba de humor para oír explicaciones.
Justo en el momento del ataque, la hermosa ave azul que don Alonso no había
visto, voló de su hombro.
León Faras.