viernes, 29 de noviembre de 2013

Historia de un amor.

II.

Trepó sin demasiado esfuerzo por el rugoso tronco inclinado del árbol hasta alcanzar la rama a la que Bruno se aferraba, Miranda lo animó a que usara su brazo como puente para llegar a sus hombros y de esa manera ella tuviera libre ambas manos para descender nuevamente, pero al animal le pareció una tarea demasiado arriesgada caminar sobre ese brazo flacucho y entre protestas y excusas la desechó de inmediato, “muy bien, plan B” dijo la chica sin pensárselo demasiado y tomándolo del cuero del lomo lo desprendió sin melindres de la rama, el animal indefenso solo le quedó implorar “Cuidado…¿qué haces?... no, ¡no me vayas a dejar caer!... ¡Cuidado!” mientras Miranda lo acercaba lo más posible al suelo antes de soltarlo sobre el mullido colchón de tupida hierba.

“No sabía que escribieras un diario, ¿a quién le has dicho que sí?”, la chica se sacudía el vestido cuando volteó a ver, Bruno tenía una pata sobre una hoja del libro negro sin título y la miraba con extraña curiosidad, “Eso no es mío” replicó Miranda al tiempo que se sentaba nuevamente bajo el árbol en el lugar donde acostumbraba leer, “Pero si esta es tu letra” agregó el gato, “¡Eso es absurdo!” replicó la chica tomando el libro. Aunque ella no había escrito nada ahí, sí era su letra, o por lo menos una muy parecida a la forma como ella escribía, decía, “Ya desde antes pensaba decirte que sí”, “Ni siquiera se parece a mi letra” replicó Miranda metiendo el libro en el bolso y poniéndose de pie para terminar con la discusión. Echó a andar apurando el paso y Bruno luego de salir de sus sospechosas cavilaciones le siguió, apresurado para no quedarse solo, “Pensé que venías a leer”, “Pensé que podría estar tranquila, lo haré en casa” replicó Miranda echando un vistazo atrás, el gato le seguía luchando contra la tupida vegetación, por lo que, apiadándose de su amigo, lo tomó y lo puso en su bolso, “¿Sabes que hoy hay luna llena?” le dijo, “no me digas…” maulló Bruno con ese entusiasmo desabrido que le quedaba tan bien.

Llegaron hasta un camino franqueado por un muro de piedras apiladas que descendía hasta el río, allí cruzaron uno de los muchos puentes que tenía la ciudad, este era de piedras y sencillo, había otros mucho más elaborados, y también varios más precarios, entrando al pueblo, la naturaleza no solo no se acababa, si no que además se mantenía con mucha vegetación silvestre en su origen. “Tú no entiendes nada Bruno, no es que hable con la Luna, solo me ayuda a pensar en lo que quiero”, el gato no usaba bien sus garras ni menos su equilibrio, por lo que iba más preocupado de no caerse que de lo que la chica le hablaba, pero había comentarios que simplemente no se podía guardar, “A veces suenas demasiado específica, exigente… a ese paso no obtendrás nunca lo que quieres”, pasando el puente doblaron siguiendo el curso del río y continuaron por una callejuela angosta, “Te equivocas, debes tener lo más claro posible lo que quieres, hasta los detalles o no le darás ninguna fuerza a tus sueños, solo se diluirán entre muchas posibilidades sin que ninguna sea lo suficientemente buena”, a Bruno le sonó todo muy rebuscado y solo arrugó la nariz, “no sabía que creyeras en esas cosas” la callejuela se adentró en el pueblo y pronto comenzó a descender a medida que marcaba una curva, su casa estaba un poco más abajo, en plena pendiente, “¡ay!, hablas como si se tratara de una nueva religión. Es solo saber lo que quieres para poder alcanzarlo…”


La casa de Miranda estaba construida sobre una plataforma de tierra contenida por un muro de piedras cubierto de una enredadera de flores lilas que nivelaba la pendiente de la calle, una pequeña escalera subía hasta llegar a un cerezo que daba la bienvenida a la casa, al otro extremo un rosal crecía sin restricciones en su esquina. La habitación de Miranda estaba en el segundo piso. Una vez en el cuarto, Bruno fue dejado sobre la cama junto con el bolso donde viajaba, pero luego se bajó y se acomodó sobre la bajada de cama, realmente las alturas le incomodaban, “¿Y dices que debes saber lo que quieres para alcanzarlo?; ¿eso es todo?”, Miranda ponía sus libros nuevos en el librero junto con los otros que ya tenía, “Pues claro, respondió la muchacha convencida, mientras no cambies de idea constantemente, aunque no sepas como, conseguirás lo que sea…” Bruno se lamía pensativo, “¿y tú como sabes eso?” la chica se volteó con un brillo especial en los ojos, como si esperara esa pregunta, “todos los libros hablan de lo mismo, directa o indirectamente, todas las personas que han hecho algo importante en sus vidas, lo han conseguido sin saber como lo harían, solo tenían claro lo que querían”, el gato ya se había enrollado para dormir, “Debe haber algún truco, no puede ser tan fácil”, murmuró Bruno mientras  la chica bajaba rumbo a la cocina. 


León Faras. 

sábado, 23 de noviembre de 2013

Del otro Lado.

IX. 



Cuando la Macarena y su hermana salieron del cementerio, Alan salió tras ellas, Julieta le acompañó interesada en el caso de Laura que su amigo le explicaba, no le molestaba ayudar, por el contrario, siempre buscaba cosas nuevas que hacer y aquella historia se le hacía de lo más interesante. Julieta era un fantasma, Alan la podía ver porque él era un muerto también que ya no usaba sus ojos materiales ni su cerebro, pero para el resto de las personas era prácticamente invisible, salvo ciertas condiciones ambientales y químicas en las que sí se podía hacer visible, pero era muy raro que eso sucediera. Las dos mujeres seguidas de los dos espíritus abordaron el autobús y se fueron. La chica seguiría a las mujeres como alma en pena, luego le contaría a Alan si averiguaba algo, este quería hacer algo que hace rato postergaba, hacerle una visita a su hijo, algo que querría hacer más seguido pero tenía razones para no hacerlo, de todas maneras ahora era un buen momento como cualquier otro, Julieta lo comprendió y le deseó suerte. Para cualquier persona el hijo muerto de alguien está donde descansan sus restos pero para ellos dos sabían que no era así, el pequeño estaba en donde era su casa al momento de morir.

La antigua casa de Alan era en la actualidad un nido de ratas y refugio de ladrones y drogadictos, totalmente destruida por el estigma que cayó sobre ella el fatal día que se desencadenó la tragedia. Nadie nunca más la usó como vivienda debido a la abrumadora reputación con la que cargaba, en ella estaba su hijo muerto, además, Alan penó durante treinta y ocho años y aunque ya había salido de ahí hace mucho, aún la fama de esa casa estaba intacta. La vivienda era un espectro demacrado en aquella bonita villa de amplios jardines verdes y clásica arboleda. Nunca fue demasiado grande, Alan nunca fue adinerado, pero había conseguido una casa bonita en un barrio tranquilo, de la que solo quedaban las paredes y el techo, las primeras totalmente rayadas con obscenas consignas o inocuas protestas, con algunas de las interiores destruidas a patadas, lo segundo, destrozado y mutilado a medias como en una tarea inconclusa, con algunas de las vigas a la vista como costillas de un cuerpo putrefacto. Su mujer ni siquiera pudo venderla, con la horrorosa reputación que precedía a la propiedad, simplemente la abandonó mientras el tiempo borraba algo de los recuerdos colectivos, pero ese tiempo fue aprovechado en el robo de todo lo que podía ser llevado, incluyendo las puertas y ventanas, o destruido, lo que no fue fácil de sacar, dejando el lugar en terribles condiciones. No era raro que Alan encontrara vagos o borrachos en el interior cuando visitaba el lugar, tipos que aprovechaban cualquier techo disponible para quedarse, aunque nunca lo hacían por más de un par de días. Pero eso no era todo, el lugar era frecuentado por alguien más, alguien con el que Alan odiaba encontrarse.

El sol entraba fuerte y claro por el techo destruido e iluminaba el pasillo polvoriento y de paredes agujereadas, olía a excremento y a otras cosas peores por todas partes, al fondo estaba una puerta inexistente, descuajada hace mucho, que daba al que era el dormitorio principal, a esa hora, el contraste de las zonas iluminadas y las oscuras era muy marcado, las ventanas rotas se dibujaban nítidamente en las negras paredes rayadas creando un contraste muy marcado, cajas de madera y sillas rotas eran el mobiliario, muchas botellas vacías y un par de señales de amagos de incendio producto de varias velas consumidas completaban la decoración del lugar donde se encontraba el hijo de Alan. Se sentía tranquilo al saber que el pequeño estaba libre de todo peligro y necesidad humana y solo quería estar cerca llegado el momento en que pudiera llevarse a su hijo, mientras iba a hablarle, pedirle perdón, llorar, lloraba con frecuencia cada vez que iba a ese lugar. Esperaba que pronto su hijo alcanzara su cuerpo inmaterial y de esa manera pudieran estar juntos, pero hasta ese entonces Alan solo permanecía a la espera. Habían muerto el mismo día y él había tardado treinta y ocho años, sin duda su hijo podía tardar bastante más por ser mucho más joven.


“Una vez más vienes a pedir perdón, pero no perdonas tú” Alan reconoció la voz y también reconoció que tenía razón, no le había perdonado nada. El hombre se llamaba Gastón Huerta y estaba apoyado contra la pared a la entrada de la habitación donde se encontraba Alan. Era joven pero de aspecto macilento, un drogadicto famélico muerto hace mucho tiempo, de hecho el mismo día que Alan y su hijo, y en la misma habitación. Era un fantasma materializado, más que Alan incluso, su cuerpo inmaterial tardo mucho menos en estar listo, vagaba por el barrio alarmando a la gente de vez en cuando pero sin que nadie lo retuviera en su memoria, usaba siempre una capucha para cubrirse la cabeza. Alan se había quedado por su hijo y Gastón en espera de perdón, tenía un miedo terrible a irse pues no sabía a donde se iría por todo lo que había hecho, la mayoría, solo consecuencia del ambiente en el que había crecido y vivido, pero para él, el peor de sus pecados había sido el último, el que no podía ser perdonado y era ese el que lo retenía ahí, “Fue un accidente, ese no era yo, no estaba bien… era solo un bebé… debes darme tu perdón” Gastón rogaba pero Alan le ignoraba con una mueca de repulsión, “No soy yo quien te debe perdonar y si así fuera no tengo ganas de hacerlo, no lo siento, solo me nace odio para ti”, Huerta resbaló por la pared hasta llegar al suelo, parecía a punto de llorar, “No quise hacerlo… no quería matar a tu hijo, yo… no sabía lo que hacía…yo…” “¡vete a la mierda Huerta!, ¿Crees que me interesa el puto perdón que necesitas?, ¿Crees que me importa tu descanso?, ¡Vete a la mierda Huerta, a la mierda!”, Huerta sollozaba sumido en un arrepentimiento que no lo dejaba ni a sol ni a sombra “Fue un accidente…el niño despertó… comenzó a llorar… fue un accidente… yo no quería” Alan salió de la habitación mientras Gastón se cubría la cara con las manos continuando sus justificaciones cada vez más ininteligibles por el llanto.


León Faras.

domingo, 17 de noviembre de 2013

La Prisionera y la Reina. Capítulo tres.

II.

El viejo jefe de guardias del castillo de Rávaro se trasladó a las catacumbas y bajó por las mugrientas escaleras hasta el cuarto de torturas donde la jaula de la mujer maldita seguía vacía, un pequeño sector de la habitación permanecía iluminado por la ondulante luz de una antorcha, en una silla robusta y tosca estaba atado Baros, el hombre al servicio de Lorna, el que luego de matar a su propio hermano, asesinó a Serna. Oram se sobresaltó un poco al verlo pero no demostró nada, sus hombres le habían golpeado demasiado y no le habían hecho ninguna pregunta todavía, por suerte era un hombre fuerte que resistía bien los golpes, no quería de ninguna manera matarlo, su vida estaba atada a la de él, igual que a la de su jefe. El interrogatorio fue inútil, Baros solo sostuvo que se habían equivocado de hombre, que la muerte de la mujer maldita estaría ya hecha con ayuda de Serna si no fuera porque él lo había evitado y sus razones para evitarlo eran poderosas y conocidas por todos los ahí presentes, pero que él no se la había llevado ni la había sacado de ahí. Los hombres quisieron quitarle el paradero de la mujer maldita a golpes pero finalmente Oram tuvo que intervenir, matarlo era lo peor que podían hacer, ordenó que lo encerraran y se retiró preocupado.

Los bosques ya se divisaban como un tupido tapiz verde que cubría todo el horizonte y terminaba en los desfiladeros donde la tierra de las bestias continuaba. Estos cubrían una enorme extensión que subía lomas lejanas y luego desaparecía de la vista y el plan era protegerse en ellos sin adentrarse demasiado, estos no eran un lugar seguro porque donde las bestias dejaban de dominar, dominaban otras criaturas quizás peores.
Mientras el Místico caminaba, la criatura le seguía sin protestar, sin quejarse ni hablar, sin intentar huir, solo le seguía los pasos caminando en silencio, y era que la criatura era un ser completamente carente de ambiciones, de especulaciones y de sentimientos negativos o destructivos, su letalidad era su castigo, lo que la hacía ignorante e inocente de ello. Al cabo de un par de horas de caminata alcanzaron el límite de los bosques y se introdujeron en ellos sin internarse demasiado, debían seguir bordeando los bosques hasta atravesar la tierra de las bestias, la sombra de los árboles era reconfortante y hacía más fácil su avance. Una profunda cañada los obligó a adentrarse en el bosque para rodearla llegando hasta el suave arrollo que la recorría, no era profundo pero se veía limpio y fresco, hicieron un pequeño alto para comprobarlo y refrescarse. Se preparaban para continuar cuando un aullido agudo los alarmó, luego otro más cercano sonó en dirección contraria, al instante, una liebre enorme como un cerdo pasó corriendo a toda velocidad muy cerca de los pies del místico que apenas pudo esquivarla para que no lo tirara al suelo, el animal apenas tocaba el piso para impulsar su cuerpo en ágiles y largos brincos, en el último que alcanzó a dar aterrizó dando espectaculares volteretas sobre si misma de forma violenta hasta quedar inmóvil, tres flechas se habían clavado en su cuerpo de forma casi simultánea. Un nuevo aullido se escuchó. El místico escudriñó el aire con su entrenado olfato y el nauseabundo hedor que sintió le pareció conocido.


La ciudad vertical de los salvajes era mucho más espectacular y sólida de lo que parecía al verla desde lejos. Al recorrer los pasadizos, la mayoría de madera o de tierra cavados en las paredes del acantilado, no se sentía el vértigo natural que producía el abismo bajo sus pies, sino que se podía recorrer con plena confianza. Idalia, siempre seguida por el salvaje que la encontró, luego del puente colgante, siguió un angosto pero seguro camino esculpido en la pared del acantilado  hasta llegar a la primera plataforma de madera que era la entrada baja a la ciudad, había otra entrada en la superficie si es que se venía desde el otro lado del abismo. Una vez que entraron en la ciudad la plataforma fue levantada y el ingreso quedaba bloqueado por un trozo de abismo bastante intimidante. La ciudad estaba construida en base a galerías conectadas unas con otras por escaleras de todos los tipos y tamaños, todo estaba anclado a las paredes del abismo por millones de estacas y descansando sobre vigas incrustadas, además de todo tipo de cuevas y caminos esculpidos en la tierra donde la gente moraba. Mientras caminaba, la mujer maldita pudo ver abundantes antorchas aquí y allá, tenían buen uso del fuego, también llamaron su atención algunas jaulas no muy grandes, pero suficientes como para una sola persona de pie balanceándose suavemente hacia el vacío, se sentía insegura, preocupada, el salvaje y los dos niños la habían llevado hasta la ciudad sin forzarla pero tampoco sabiendo con que intenciones, no entendía una palabra de lo que decían y aunque hasta ahora habían sido amables no tenía razones para confiar en ellos, habían salido armados y habían regresado con las manos vacías, sin una sola pieza de caza, nada excepto ella. Se preguntó si tal vez la pieza de caza sería ella y su propia respuesta fue bastante alarmante.


León Faras. 

martes, 12 de noviembre de 2013

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

VI.

En la grieta por la que se ingresaba hacia el santuario de Mermes pasaron una decena de hombres uno detrás del otro, entre ellos El rey Nivardo, su hijo Ovardo, Serna, algunos soldados y el resto criados con antorchas. Llegaron hasta el sitio donde empezaba la gran bóveda interior, lugar donde se había construido un muro de rocas y las puertas del santuario, hechas de hierro y madera totalmente infranqueables sin máquinas de asedio, las que no podían pasarse a través de la estrecha gruta de entrada. Cada Puerta contaba con una rodela para mover los seguros interiores, a cada costado en los muros de roca había una boca de entrada para el aceite, antes de que este fuera vertido, las lágrimas negras fueron puestas en sus cavidades respectivas donde quedaban fijadas en forma vertical, las bocas fueron colmadas de aceite el cual fue conducido por los conductos internos de cada lágrima hacia los lugares adecuados donde movían los topes que aseguraban los pasadores, una vez hecho esto, y si las piedras habían sido instaladas sin errores, las rodelas giraban liberadas y las puertas se abrían; si sucedía que las lágrimas eran instaladas de manera incorrecta y no dirigían correctamente los flujos de aceite este se perdía en el interior saturando el mecanismo e inutilizando el sistema, de esa manera las puertas se quedaban cerradas, ya que el aceite solo podía ser retirado desde adentro.

Las manivelas giraron y los hombres ingresaron, a escasos metros debían cruzar un puente construido por los mismos constructores del muro y el portón, la tierra se partía en dos y a todo el ancho de la enorme cavidad interior. El piso al otro lado del puente estaba pavimentado con grandes paneles de piedra por completo, una línea perfectamente recta lo dividía de las paredes por las cuales ascendían grandes pilares rectangulares que llegando al alto cielo doblaban en ángulo recto hacia el centro de este donde todos confluían en una gigantesca y deteriorada especie de estrella o sol. Poco a poco ingresaron todos los hombres, el santuario era amplio y cabían con holgura todos los soldados, criados y realeza. Un par de peldaños a un rectángulo más pequeño y al fondo la fuente, alargada como la hoja de un árbol, parecía construida en una base de arcilla y revestida de piedras brillantes, el agua se veía limpia y bastante normal, estaba llena pero no rebalsaba, el piso estaba seco y el goteo que le caía era escaso pero constante, como si en todo ese tiempo sepultada no hubiese juntado más agua que la que tenía en ese momento. Entre los dos pilares que escoltaban la fuente, la pared era natural, y estaba repleta de raíces que como venas recorrían hasta juntarse todas en una roca saliente y curvada como el pico de un ave rapaz, desde el cual el líquido se juntaba en sutilísimas partículas que se unían hasta tomar el peso suficiente y caer en forma de gota.

El lugar era alto y daba la impresión que se estrechaba a medida que subía, todas las paredes estaban pulidas salvo la que estaba tras la fuente, en esta, la fluencia de raíces era anormal y parecían todas buscar la piedra en forma de pico, en la cual acababan en sus terminaciones más finas como venas expuestas. Ovardo se acercó a la fuente, aprovechando las penumbras reinantes extrajo de sus ropas una pequeña botella de vidrio que ocultó en su puño al oír que alguien se acercaba, era Emmer, que como turista ocasional se cruzaba de brazos a darle su opinión sobre el mural de tierra y raíces expuesto en frente, lo que el príncipe aprovechó para ocultarse de la vista de su padre y así sumergir el envase y poder llevarse un poco de ese líquido. Si iba a ser un inmortal, su mujer también debía serlo, era un hombre enamorado y no podía soportar la idea de vivir una eternidad sin que ella le acompañara. Emmer no lo notó, distraído, hasta que oyó la voz de Serna tras ellos que con una copa en la mano se dirigía a Ovardo “Debes beber de la fuente mi señor, no llevarte sus aguas”, el príncipe no dijo nada, ya había ocultado la pequeña botella de vidrio y además había captado la atención de su padre, debería enfrentarse a él una vez más cuando Serna le contara sobre el agua que se llevaba, y explicarle a un hombre que veía como absurdo, innecesario e inmaduro el amor dirigido a algo más que no fuera su reino, que no soportaba vivir eternamente sin tener a la princesa Delia a su lado, lo cual con toda seguridad terminaría en un rotundo desacuerdo, pues su padre dejaba en último lugar a una mujer, las cuales se tomaban, no se amaban porque las mujeres nublaban el juicio y confundían la razón y eso para un rey podía ser nefasto. El momento se hizo tenso y para salir de él, Ovardo tomo la copa que aún sostenía Serna, la hundió en el agua hasta llenarla por completo y se la llevó a la boca con la misma indignación que le provocaba el consejero, parte del líquido fue tragado en el acto pero otra parte alcanzó a ser saboreada y su sabor provocó un inmediato rechazo, era realmente desagradable su sabor, más que amargo era repugnante pero el príncipe nada sabía y la desagradable sorpresa lo hizo escupir, y eso que ya era malo lo hizo peor, porque escupió dentro de la fuente, se limpió la boca con el antebrazo con una mueca de asco en el rostro y dirigió la mirada al consejero, entonces recién notó que había cometido un error, este lucía espantado, y parecía no exagerar nada su reacción, la mirada de indignación de su padre lo hizo sentir avergonzado, sus hombres fingían no haber notado nada de lo que había sucedido, él debía ser el primero y dar el ejemplo y solo había conseguido una vergonzosa actuación, solo le quedó recuperar la dignidad y retirarse en silencio esquivando miradas y colocándose en un costado mientras el resto de los hombres bebían sin chistar su porción del líquido. Antes de retirarse oyó la apagada voz del consejero que decía “Esto es malo… es mal augurio, no debiste hacerlo mi señor, no debiste…”




León Faras.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Historia de un Amor.

Historia de un amor.

La campanilla sonó alegremente cuando Miranda abrió la puerta de la librería, entró y contempló en rededor absorta por unos segundos, el lugar estaba lleno de libros de todos los colores y grosores, no era demasiado amplio pero sí era bastante alto, con una planta alta terminada en un cielo de madera natural. El olor a libros era constante. La chica pretendía tener algún día un lugar igual para ella, con idéntica decoración saturada de títulos y autores, de empastes nuevos y viejos, gruesos y finos, tal vez algunos retratos de escritores por aquí o por allá.  Un hombre delgado y de aspecto informal observaba un título para comprar y eso le produjo a ella una curiosidad molesta, no fuera a ser cosa que el libro que había estado esperando toda su vida se lo llevara aquel tipo, el libro que ella debía y deseaba leer, que no sabía cual era pero por culpa de aquel señor podía quedarse sin saberlo. Se reprimió, no era dueña de todos los libros y todo el mundo podía comprar, era absurdo pensar así, comenzó a ojear las estanterías, de reojo, vio que el hombre dejaba el libro en su lugar y se iba sin comprar nada, lo siguió con una mirada de reproche por no hacer ninguna compra, como si la tienda fuese de ella, volvió a sus asuntos esperando oír la campanilla de la puerta pero no la escuchó. Que raro, volvía a estar sola en el negocio, dejó al autor ruso que tenía en la mano y se dirigió a ver el libro recientemente rechazado, empaste negro como su ropa acostumbrada, le dio la vuelta y lo volvió a la portada, no tenía título ni autor, abrió la primera hoja con el cuidado religioso con que trataba a todos los libros, en blanco, solo una frase escrita a mano con una caligrafía desprolija que decía “Historia de un amor”, nada más. ¿Desde cuando Eulogio tenia libros escritos a mano?, pensó, le echó un vistazo rápido, muchas hojas en blanco, “no los tiene, se respondió, la gente le reclamaría”, hizo una mueca, seguramente pertenecía a aquel tipo y regresaría por él, por lo que lo dejó en el mismo lugar y siguió en lo suyo. Una vez eligió los libros que deseaba comprar volvió a pensar en el libro sin nombre, no lo había olvidado, obsesiva a veces, había estado todo el tiempo pendiente de que si alguien entraba y se lo llevaba, pero no fue así. Finalmente lo tomó y lo llevó junto con sus libros para entregárselo al dueño de la tienda. Eulogio era un anciano, Miranda debió toser fuerte un par de veces para que el abuelo despertara de su permanente siesta, le pagó su compra y le explicó lo de aquel libro olvidado, el viejo la miró incrédulo, nadie fuera de las personas de siempre había estado ahí antes que ella, la chica quiso explicarle que estaba durmiendo y que por eso seguramente no había visto a aquel tipo, pero el abuelo obstinado señaló la campanilla, “Yo siempre sé quien entra y quien sale de mi tienda…” y como si el destino se lo quisiera corroborar una mujer y su hijo entraron en la tienda en ese momento haciendo sonar la campanilla con especial energía. Para Miranda no estaba en sus genes discutir ese día y menos con el testarudo de Eulogio por lo que tomó todos los libros, incluyendo el sin título y se fue.

Solo caminó un par de cuadras por esa hermosa calle de adoquines oscuros con aspecto abombado y franqueada de casas de construcción antigua pero firmes, con gente de vida sencilla y niños que corrían todo el tiempo lo mismo jugando que cumpliendo algún encargo. Se desvió por un camino tangente menos popular y pronto cruzó una pequeña cerca de madera, atravesándola en un sector transitado por ella donde la madera ya deteriorada por el tiempo y la abundante vegetación y humedad dejaba un espacio para pasar con un mínimo esfuerzo, subió la loma aplastando la misma maleza que todos los días se volvía a poner de pie, vigorosa, hasta llegar al solitario Jacarandá que como un vetusto soberano dominaba el pueblo desde su trono saturado de naturaleza pequeña pero indómita. Un pueblo pequeño, hecho de piedra y madera, atravesado por un río amigable, donde el único edificio que destaca por sobre los demás es la iglesia, donde los automóviles son rara vez vistos y donde los animales domésticos andan por todos lados como si fueran personas.


Una vez sentada, apoyó la espalda en el tronco y hundió su brazo en el bolso que terciaba al lado, de inmediato sacó el libro negro sin nombre, no era exactamente lo que quería, pensó en dejarlo a un lado para buscar otro que sí pudiera leer pero se detuvo, tal vez tuviera algún nombre o dirección de su dueño para poder devolverlo, no le interesaba conservarlo, pero le pesaba en la consciencia abandonarlo por ahí. Pasó las páginas rápido hasta que estas quedaron abiertas en una que contenía una flor silvestre seca y aplanada, llevaba mucho tiempo ahí, la tomó y la observó con curiosidad, su abuela las llamaba Chiribita, una Chiribita blanca, eran abundantes, ahí mismo donde estaba sentada podía encontrar más de alguna, le faltaba un pétalo, temerosa de hacerle más daño la devolvió con cuidado a su lugar entre las páginas de el libro, solo entonces notó una frase escrita en aquella página marcada por la flor, “Para que te puedan encontrar, solo deja de buscar”. Absorta, se sobresaltó un poco cuando oyó una voz conocida pero inesperada, “Creí que nunca llegarías, ¿podrías ayudarme?” la chica aguardó unos segundos sin inmutarse,  “…por favor” agregó la voz, lo que provocó una sonrisa y la repuesta inmediata de Miranda quien se puso de pie y buscó con la vista a su amigo sobre el árbol. Bruno era un animal especial por no decir una criatura extraña, a vista de cualquiera era un gato blanco de pelo corto desaliñado, no era bonito, tampoco tenía la actitud refinada de los felinos, más bien recordaba a un perro, tenía la extraña costumbre de caminar con la cola agachada en vez de levantada y de  moverla como los perros con alguna alegría, siempre quería acompañar a su ama a todas partes y no subía nunca a los árboles, pero cuando lo hacía debido a alguna emergencia desesperada como ahora que había sido sorprendido por perros enormes del lugar, no podía bajar y debía esperar a veces horas hasta que alguien lo ayudara. Encima hablaba, lo que no sorprendía a nadie en el pueblo, algunos animales venían al mundo con esa habilidad y nadie se preguntaba por qué.


León Faras. 

jueves, 7 de noviembre de 2013

Del otro lado.

VIII.  


Laura estaba sentada en el suelo fuera del departamento de su madre, estaba segura de haber tomado las llaves antes de salir, incluso había vuelto por ellas cuando ya se iba, pero al momento de usarlas para abrir la puerta no estaban, no había nada en sus bolsillos y no sabía como o donde las había perdido. Atardecía, se dio cuenta de que no había comido nada, pero ni hambre sentía. Tocó el timbre una vez pero ni siquiera quiso insistir, no había visto ni oído a nadie en todo el día y eso ya la tenía desconcertada, incluso si no fuera porque las ventanas de enfrente tenían protección, ya hubiese lanzado una de las macetas para romper el vidrio y entrar, pero se resignó, se calmó y se sentó. La brisa que ella no podía sentir había vuelto, movía suavemente las hojas secas que se escapaban de un montón no muy lejano, la chica recapacitó, ¿quién había hecho ese montón de hojas?, alguien las había apilado, y ahora el viento las volvía a esparcir. Laura se puso de pie intrigada y quiso acercarse, no notó las diminutas pintitas que comenzaron a aparecer a su rededor, el viento había cesado pero el montón de hojas seguía ahí, las pequeñas manchas en el cemento y la tierra se multiplicaron rápidamente hasta que lo cubrieron todo, la chica las vio pero no lo comprendió en ese momento, incrédula, vio como todo el mundo se mojaba menos ella, alzó la vista al cielo y vio claramente como una gota de agua se estrellaba contra su ojo abierto, pero antes de que las reacciones automáticas del cuerpo se lo cerrara,  la gota había desaparecido sin dejarle ningún rastro de su paso. Llovía bastante fuerte pero la lluvia la ignoraba por completo, como la polvareda de aquella mañana o el viento mismo. Se llevó una mano al cabello, lo sintió seco, se palpó la ropa y se revisó las manos, la lluvia le caía encima sin mojarla, sin quedarse sobre ella. Pero algo era más sorprendente para ella, tanto como para maravillarla, la podía oír. Cerró los ojos para sentirla mejor pero su sensación no cambió, no sentía ni una gota sobre su cuerpo sin embargo podía oírla, oía las gotas estrellarse contra el piso a su rededor, las oía chocando contra los tejados de zinc, las oía chapoteando en los charcos que ya se habían formado, la oía y el sonido era maravilloso. La noche se adelantó por el cielo encapotado, las luces de muchos de aquellos departamentos estaban encendidas, los vidrios en su mayoría se veían empañados, lo que le daba la impresión de una notable diferencia entre la temperatura de adentro y la de afuera, cosa que ella no podía percibir, no sentía frío en absoluto.  Las farolas de la calle también se habían encendido ya, se podía ver claramente la fuerza de la lluvia bajo su luz amarillenta, cuando bajó la vista notó que estaba parada sobre un charco, llovía fuerte, el intenso bombardeo que recibía el espejo de agua le impedía verse a la chica con la luminosidad de las farolas, de pronto sintió la necesidad de ver su reflejo, un presentimiento se lo sugería insistentemente, una curiosidad repentina e imperiosa, pero la agitación del agua se lo impedía, frustrada, levantó el pie y lo dejó caer con fuerza, incrédula, lo intentó nuevamente, luego fue un saltito con el que ambos pies golpearon juntos y al mismo tiempo, pero el resultado era tan inverosímil como el hecho de que la lluvia no la mojara, el agua no salpicaba nada, no se movía, no salía del espacio en el que ella irrumpía, no reaccionaba ante ella, ante su existencia material, física. Ella no estaba allí.


Laura aspiró hondo, sí, respiraba, o eso creía hacer, trató de concentrarse, el viento no la había tocado, el agua no la mojaba, el charco no se inmutaba, ella no estaba ahí, pero estaba, sus sentidos le decían que sí estaba, podía verse, podía oírse, podía tocarse, podía pensar, ¿cómo podía no estar?, se preguntó; no existir, existiendo. La lluvia de pronto, extenuada quizá, bajo su intensidad, la chica se había dejado caer sobre el charco atontada, tal vez, ni siquiera hubiese sentido el agua en su trasero de haber podido, pero no podía sentir nada, bajó la vista y tardó varios segundos en notar que el agua estaba prácticamente inmóvil, solo levemente perturbada por gotas pequeñas que caían separadas unas de otras en espacio y tiempo, y que en el espejo de agua, desde su perspectiva, reflejaba solo el cielo nuboso y oscuro, pero no a ella no su cuerpo ni su ropa y eso no podía ser, no tenía sentido. Gritó, y su grito fue sorprendentemente largo porque el aire no se le acabó, sino que continuó hasta terminar con el sonido por cansancio y voluntad, eso fue tan inocuo con su frustración que no consiguió nada más que sentir un leve desahogo, muy leve, pero también fue muy raro, significaba que podía prescindir del aire aunque nadie puede prescindir del aire, “no hay vida sin a…” y la frase quedó hasta ahí en su mente, porque significaba considerar como opción la ausencia de vida, por primera vez se formó en su mente la posibilidad de que estuviese muerta, pero no podía ser así la muerte, porque, ¿donde estaban el resto de los muertos?, y si seguía ahí en su casa, en su población y en su ciudad, ¿entonces dónde estaban los vivos también? No podía ser que la muerte fuese solo esa agobiante soledad, no podía ser que tuviera una eternidad por delante de esa manera, porque de ser así era mejor desaparecer y ya, si embargo ahí estaba, aguantando la respiración por ya varios minutos sin que el cuerpo la obligara a respirar, sin que se manifestara ninguna necesidad por aspirar oxígeno y hablando de necesidades vitales, tampoco había ingerido alimento alguno, no, no podía estar muerta, ella seguramente lo sabría, estaría enterada, nadie moría sin enterarse, “¿o sí…?” se preguntó e inmediatamente recordó su salida del trabajo y aquel autobús, recordaba a Marisol que la había escoltado hasta el paradero y luego recordaba una llamada del Tavo y luego nada, no tenía nada más, solo había comenzado con toda esta situación extraña y eso había sido en su  casa, en su dormitorio. Luego de un buen rato de estériles cavilaciones Laura se puso de pie, caminó algunos pasos y se detuvo, un auto con las luces encendidas estaba detenido afuera de un block de departamentos, reconoció donde estaba, el lugar donde vivía el Ángelo el tipo que todo el mundo sabía que estaba enamorado de ella, era un vehículo de la policía y no se explicaba de donde había salido, como de costumbre, no había ninguna señal de vida. La lluvia reanudó su actividad aquella noche con fuerza y Laura solo siguió vagando sin rumbo. 


León Faras.