viernes, 27 de diciembre de 2013

La Prisionera y la Reina. Capítulo tres.

IV.

Cuando el jefe de guardias salió de su cuarto, fue llevado hacia una sala donde sus guardias tenían a un anciano flaco, consumido y demacrado, este era un campesino que aseguraba haber visto a una mujer de las características de la mujer maldita, en compañía de un pequeño grupo de salvajes, le llamó especialmente la atención porque las mujeres de los salvajes eran escasas y difíciles de ver, eso hizo que desde donde estaba, la examinara con cuidado. Orám escuchaba con el rostro petrificado, no podían estar seguros de lo que había visto aquel viejo acabado pero si se la habían llevado los salvajes, la mujer maldita sería pronto una mujer muerta, había alguna razón por la que el número de mujeres entre los salvajes había mermado y esa misma razón hacía peligrar la vida de Idalia, y junto con ella, la de los hombres que tenían su vida atada. El jefe de guardias respiró hondo y despidió al campesino, luego, ordenó que fueran por Baros y lo metieran en una celda-carruaje para trasladarlo donde Rávaro, le diría donde estaba la mujer maldita y culparía a Baros de haberla dejado escapar junto con su hermano y Serna. Esa era su mejor jugada y su única opción.

Los Grelos no huyeron y no era que se caracterizaran por su valentía, el Místico tampoco huyó, aquella bestia de más de cuatro metros de altura no parecía normal, era demasiado controlada, pacífica, su cabeza estaba extrañamente echada hacia delante y de sus hombros subían dos cuernos totalmente ajenos a su cuerpo sujetos por correas de cuero que se podían ver entre el pelaje rodeando su cuello y sobacos, lo cual era completamente anormal, una bestia no usaría jamás tales cosas. El Místico tomó a la Criatura y debió retroceder rápidamente, la bestia no era agresiva pero parecía que no veía nada con sus ojos y menos preocuparse de donde pisaba, una voz aguda y desagradable salió de la cabeza de la bestia en vez de los estridentes rugidos que eran habituales en ella, los Grelos, montados ya sobre sus ranas arborícolas, le respondieron en su grotesco idioma y se formó un diálogo surrealista entre la bestia y los Grelos que el Místico no podía comprender siquiera como era posible que sucediera, hasta que uno de lo Grelos lo señaló con su dedo para que la bestia lo notara y esta se volteó hacia él inclinándose hasta casi el nivel del suelo, entonces la vio, una mujer enana de mediana edad estaba sentada en una silla suspendida por cuerdas de los cuernos sobre los hombros de la bestia, cargaba con varias bolsas de cuero o morrales, un pequeño farol colgado sobre su cabeza y en su mano, una vara larga con una pequeña jaula en su extremo, una jaula aparentemente vacía. La enana los miró con el rostro inexpresivo, tenía la mirada perdida de una ciega y luego habló en una bella lengua completamente extraña que el místico jamás había oído, este no supo qué responder y cuando fue a probar con algunos de los idiomas que podía hablar, se sorprendió  oyendo a la criatura hablar el mismo idioma de aquella mujer sin levantar la vista para no dañarla, la criatura respondió con una melodiosa voz varias preguntas ante la mirada de asombro del Místico que nunca había escuchado la voz ni el idioma de un ser como era la chica que le acompañaba, la mujer invitó a subir sobre la bestia, utilizando las argollas de bronce que le colgabas de sus correas, a la Criatura quien accedió de inmediato y también al Místico en su idioma y luego, irguiéndose, le dirigió un par de palabras a los Grelos y estos se retiraron, sin duda cabalgar a hombros de una bestia era una notable señal de autoridad.


Ya casi sentía que se había acostumbrado a la pestilente emanación que constantemente despedía la ciénaga que rodeaba al palacio del semi-demonio y donde Rávaro se sentía poderoso al fin. De pie en la enorme terraza de su castillo, desde donde podía ver todas sus tierras recientemente adquiridas, se dejaba vestir con trajes nuevos y lujosos adornos, por deformes sirvientes que serviles, atendían a su amo en todo. Nadie en todo el castillo tenía una cuenta exacta o detallada de los prisioneros metidos en el foso de las catacumbas, la huida era imposible y las condiciones insoportables, hasta la luz del día se les negaba, simplemente eran encerrados y olvidados. Uno de los guardias llegó donde su amo, sus órdenes habían sido informar sobre el estado de una prisionera, Lorna, la que no se encontraba en su celda. En años, ningún prisionero había salido del foso por el mismo lugar por donde había entrado, las tres puertas de hierro jamás estaban abiertas al mismo tiempo, ni siquiera los cadáveres que se acumulaban en el fondo, si alguien abría una celda, solo podía bajar y el fondo del foso era la muerte misma. Esta idea absoluta, de la cual todos los habitantes del castillo estaban convencidos, fue la explicación que Rávaro recibió, su media hermana Lorna estaba muerta, no había duda de eso. Sonreía extrañamente con la vista en el horizonte, despachó a su guardia advirtiéndole que si se equivocaba hubiese sido mejor que bajara al fondo del foso a escudriñar entre los nauseabundos restos putrefactos por el cuerpo de aquella mujer y estar seguro de lo que le decía, que el castigo que recibiría por mentirle con suposiciones. Luego volvió su vista al horizonte y volvió a sonreír complacido, desde donde estaba ya era visible la gigantesca plataforma que se dirigía a su palacio, con una bestia inmovilizada encima. Lo que no podía ver desde ahí, era que bajo esa plataforma Lorna había rodado sin que nadie la viera y se había colgado para volver al palacio de Rávaro, decidida a conseguir la gema negra que el semi-demonio le había pedido para poder tomar un cuerpo y volver a la vida a retomar lo que Rávaro le había quitado. El enano de rocas les seguía a prudente distancia y usando su excelente camuflaje cada vez que alguno de los mercenarios dirigía alguna mirada hacía él.


León Faras. 

viernes, 20 de diciembre de 2013

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

VIII.

Comenzó con una picazón leve, como una irritación que lo hacía lagrimear, Ovardo se restregaba los ojos en un rincón del santuario tratando de esconderlos para que no pareciera que lloraba. Al salir de la cueva, la luminosidad fue mucho más violenta, dañándole los ojos como arena candente, casi no podía ver nada entre lágrimas y dolor, se cubría los ojos con las palmas de las manos manchándolas con el líquido oscuro y pestilente que había reemplazado a sus lágrimas, su evidente desesperación llamó la atención de varios hombres, pero fue Emmer quien se acercó, apenas lo vio notó que aquello no se trataba de algo normal, los ojos del príncipe se resecaban violentamente, cubriéndose de una multitud de diminutas llagas como un fruto maduro expuesto al sol del desierto durante meses, cubriéndolos de un fluido sanguinolento que se esparramaba por sus mejillas. Su padre al verlo le ordenó a Serna que lo revisara, este solo negó con la cabeza, perdería ambos ojos ese mismo día e inexorablemente, no se trataba de nada natural o humano, la diosa de la muerte cobraba rápidamente las ofensas. Fue vendado solo como parte de un procedimiento protocolar sin que aquello tuviera utilidad alguna, pues en tan solo un par de horas sus ojos estaban momificados por completo, convertidos en un pellejo reseco y endurecido cubierto por una costra oscura y resquebrajada que ya no sentía. En su reciente condición de lisiado Ovardo sentía que lo había perdido todo, que era el fin, que no volvería a luchar, que no podría gobernar, que nunca más vería a su mujer, que jamás conocería a su hijo y dentro de todo ese estado de horrendo desconcierto y frustración, debió soportar la voz de su padre que solo se dirigió a él con desprecio para descartarlo completamente de cualquier participación en el ataque que harían esa noche, recordándole que se había vuelto un inútil en la batalla y en el trono, el príncipe sintió el llanto de la humillación en la garganta aunque sus ojos ya no lo delatarían nunca más con lágrimas, gritó que quería luchar, que de ninguna manera se quedaría ahí, deshonrado y humillado,  pero su padre se lo negó de plano,  su presencia sería más una amenaza y un estorbo que una ayuda, ya no era soldado y ninguno de sus hombres le serviría de lazarillo, por lo tanto volvería con los criados de vuelta a Rimos, y se quedaría ahí a esperar noticias.  

Arlín jugueteaba enrollando un rizo en uno de sus dedos mientras esperaba su turno de que la atendieran en el puesto de verduras de Cízarin donde debía retirar su encargo. Era joven, bonita y coqueta y le iba bastante bien en su trabajo por lo que constantemente generaba ponzoñosos comentarios a su rededor, sobre todo de las señoras de la ciudad que cada vez que andaba ella por ahí, les daba por hablar a un volumen bastante audible sobre lo que opinaban de ella y sus quehaceres, por lo que ya se había acostumbrado a ignorar a la gente de forma digna y orgullosa, evitando ponerles atención y así, no caer en los desagradables momentos y las acaloradas discusiones que en un comienzo eran tan habituales. Solo que aquella vez el centro de atención de los comentarios que se daban en la feria no era ella ni sus actividades, corría el rumor de un inminente ataque a Cízarin por parte de Rimos, la gente preocupada había esparcido el rumor de que aquel atardecer Cízarin sería arrasado, que nadie sobreviviría si no huían, que se trataba de un ataque inesperado y letal pero del cual nadie estaba seguro. No era la primera vez, muchas veces surgían comentarios similares sobre inminentes ataques de pueblos cercanos y la mayoría de las veces solo se trataba de bromas mal intencionadas o gente alarmante e irresponsable.

Arlín tomó su pedido de verduras y con su permanente actitud soberbia y despreocupada se retiró sin prestar mayor atención a lo que la gente hablaba, solo había oído palabras sueltas sobre “ataque” o “Rimos” pero sin que ella las relacionara o les diera un significado en conjunto. Obedeciendo a su espíritu femenino, la muchacha se encaminó hacia los comerciantes de telas y perfumes, que siempre traían sus hermosos productos de tierras lejanas para ofrecérselo a las damas guapas de Cízarin, la chica se embelesaba con tales productos y nunca dejaba de comprar algo. En eso estaba cuando una pequeña comisión de tres jinetes se abría paso como un pesado barco en un denso mar de gente apretujada, el primero era el general Rodas, comandante del ejército de Cízarin quien al ver a la chica se detuvo de inmediato para saludarle galantemente y advertir al comerciante que esperaba que su mercancía fuera de calidad y sus precios justos, el comerciante deshecho en sonrisas y reverencias aseguró que “jamás pretendería engañar a nadie y menos a una dama tan bonita y decente” con lo que Arlín quedó completamente halagada y el comandante satisfecho con su demostración de autoridad, este, luego de un saludo sobrio pero cortés, se retiro montado con la espalda recta sobre su hermoso corcel seguido de sus dos soldados que también tuvieron la oportunidad de recibir y corresponder las cordiales sonrisas de la chica. No se había tardado tanto en sus encargos como se tardaba en satisfacer sus gustos, iba a ser regañada duramente por Aida, la dueña del local donde trabajaba, ella se comportaría como niña taimada y su jefa la mandaría finalmente a prepararse para atender a los clientes, siempre era así, a final de cuentas, ella sabía hacer muy bien su trabajo.


Cuando Nila la encontró, se llevó un tremendo susto pues como siempre andaba distraída y sin prestar atención a lo que sucedía a su alrededor, Arlín pasó de la sorpresa a la preocupación, el semblante de Nila era atemorizante, algo grave había sucedido, “¿Donde está mamá?” la aludida no comprendía del todo, habían pasado varios años sin ver a Nila y tardó algunos segundos en reconocerla pero luego la abrazó con tal entusiasmo que Nila debió zafarse con algo de esfuerzo para preguntar de nuevo, “Debe estar en su negocio, como siempre. ¿Por qué?, ¿pasó algo?”. Nila le explicó todo lo que sucedía mientras se dirigían al prostíbulo de Aida, la madre de Nila, el lugar donde trabajaba Arlín.


León Faras. 

martes, 17 de diciembre de 2013

Historia de un amor.

III.

La luna estaba enorme como una naranja sujeta en la mano al final de un brazo estirado, Miranda la observaba con un vaso de agua con sabor a manzana en la mano, pensando en alguien que quizá no existía, pero al que se negaba a renunciar, un ejercicio que ya había llevado a cabo sin ningún resultado, y era que las cosas en el mejor de los casos se habían tratado de sentimientos diluidos, pálidos, semi-actuados, inconsistentes y casuales, no esperaba vivir un cuento de hadas con el hombre perfecto, solo esperaba enamorar y enamorarse de forma simple y honesta, dejar de sentir en todo momento que las palabras eran demasiado significativas para lo que pretendían expresar, que exageraba, que mentía o que era engañada… que la relación amorosa fuera totalmente ineficaz en su trabajo de  regalarle emociones. Había llegado a un punto en el que preferiría apostar a la búsqueda de la felicidad individual, del amor propio, de la tranquilidad sin romance, un punto en el que sentía firmemente que la búsqueda era inútil y donde la resignación no se veía tan remota, “…dejar de buscar” decía el libro ese en la página de la Chiribita. Hace muchos años siendo solo una niña de ojos pequeños y oscuros y sonrisa chispeante  en un segundo de descuido se separó de su madre y sus tías en uno de los varios festivales realizados en su pueblo, acontecimiento que congregaba a toda la gente entre delicias culinarias y actos artísticos. La pequeña, premunida de una personalidad fuerte y sagaz, al verse sola echó a andar por el lugar hasta que una amable señora la detuvo para que fuera encontrada, luego de un par de horas, tanto aquella mujer como su mamá y sus tías le explicaron con insistencia que había sido buscada intensamente pero que al no estar en el lugar que había quedado, la búsqueda se había complicado mucho, porque en vez de acercarse, con cada paso que daba se alejaba más. Eso tenía mucha lógica al pensar en algo o alguien físicamente perdido desde algún lugar específico, pero en alguien nunca antes encontrado era completamente distinto, no había un punto de partida para iniciar la búsqueda o para dejarse encontrar.

Ella no era como cualquier chica, definitivamente era muy diferente y se esforzaba para que eso se notara, en su aspecto, en sus actos, en su discurso y también quería algo diferente, enamorarse, confiar, disfrutar, no tener que preocuparse de dependencias, pertenencias o inseguridades, había acumulado una buena cantidad de experiencia propia y ajena que la había asqueado lo suficiente como para alejarse de las relaciones románticas pero guardando la esperanza de que algo sucediera, algo que la golpeara y la transformara, algo como el amor, una esperanza de la que no abusaba por miedo a que se quedara en los terrenos de las aspiraciones irreales. A menudo pensaba que se quedaría sola, no porque no hubiera nadie que quisiera estar con ella, si no porque ella quería sentir y vivir algo diferente, algo honesto, algo verdadero, algo bueno, no sabía si eso en verdad existía y de existir no tenía idea de cómo conseguirlo, pero no quería conformarse, su apuesta era a todo o nada. Miranda no se engañaba al pensar así, solo se tomaba el tiempo para observar, para ser espectadora y el mundo le mostraba lo que buscaba día tras día, promesas rotas, adulaciones vanas, personas que se desentendían de sus hijos y parejas, abusos, humillaciones innecesarias, pero sobre todo, faltaba amor, ternura, cariño, esa chispa que se nota en el enamorado, esa emoción por llevar a alguien especial a su lado, ese orgullo de ser amada o amado por alguien único e irremplazable, nada de eso había, parecía que solo formaban pareja con quien tenían más a mano y procreaban porque era lo que debían hacer y luego de eso vivir una vida dominada por la ley del más fuerte, las parejas caminaban cada uno por su lado, ignorándose, separando las actividades de cada uno, como si en vez de buscar a la persona amada, una fuerza superior y dominante les hubiese impuesto con quien debían pasar el resto de sus vidas sin tomarle parecer a sus gustos personales. Era raro ver a alguien enamorado, y cuando lo lograba muchas veces era decepcionante, había falsedad, intenciones o motivos equivocados, conveniencias, adulaciones, vanidad, presunción, todo eso le disgustaba, se lo tomaba como personal y la volvía en contra de las absurdas relaciones sentimentales que la rodeaban. Miranda en el fondo sentía que esa fuerza superior y dominante, no podía ser buena ni mala, no hacía favores ni perjuicios, si no que encausaba lo que uno mismo creía necesitar o merecer, tal vez se equivocaba, pero era testaruda como nadie.


Miranda pensaba en alguien que quizá no existía, alguien cuya existencia dependía de muchas coincidencias y condiciones, alguien que no sabía que ella existía, alguien que estaba realizando su misma búsqueda.



León Faras.

viernes, 6 de diciembre de 2013

Del otro lado.

X. 


Cuando Laura despertó se encontraba nuevamente en su casa y en su cuarto, nuevamente se despertaba con la salida del sol y con el silencio abrumador e interminable. Ya no llovía. No tenía ni idea de como había llegado allí, por la noche se había tendido en la calle, sobre el frío y húmedo pavimento y bajo la persistente lluvia que ella no podía sentir, pensando en su rara situación y en la posibilidad de que aquello se tratara de la muerte a pesar de que no había experimentado nada que se le pareciera a morir. No sentía angustia ni tristeza, en realidad no sentía nada, solo el desconcierto de la incertidumbre, y la incredulidad ante una realidad tan absurda e insípida, seguía pensando que la muerte no podía ser así, sin embargo no sabía qué otra cosa pensar, por lo general saliendo de la cama se habría dado una ducha, pero ya había comprobado que el agua no la tocaba, levantó uno de sus brazos y se olió, algo que en otras circunstancias le hubiese provocado muecas de asco, ahora lo hacía sin remordimientos, no percibió ningún olor, al igual que con el sonido, su olfato no percibía nada. Sin ningún rastro de somnolencia se levantó y salió de su cuarto, no recordaba como o cuando había cambiado su ropa por el pijama que llevaba pero no se preocupó por eso, no le preocupaba en absoluto quedarse con pijama todo el día, o el resto de su vida, Laura hizo una mueca ante lo raro que le sonó en su mente eso de “el resto de su vida” en tan singulares circunstancias. Salió de su casa, apenas comenzaba a amanecer, se percibía el frío intenso de la madrugada en el ambiente pero ella no lo sentía, ni siquiera en sus pies descalzos enfundadas en coquetos calcetines blancos con puntas rosadas, los restos de la lluvia estaban por todos lados, se sujetó del barandal de metal frente a ella, debería haber estado muy helado, se asomó hacia abajo, a la calle, estaba en el tercer piso, puso uno de sus pies en el fierro horizontal del barandal más cercano al piso de donde estaba y se paró sobre él, más de la mitad de su cuerpo superaba la protección de la balaustrada, un simple cambio de peso era suficiente para formar el desequilibrio necesario para caer, se preguntó si sentiría algo, si sentiría dolor al estrellarse en el concreto desde esa altura, no era algo que le agradara, pero sentir algo significaría que estaba viva. Sí sintió algo después de todo, el miedo natural a caer, bajó del barandal y usó las escaleras. Caminó con paso lento en pijama y descalza por las solitarias y húmedas calles sin que siquiera se ensuciaran sus calcetines, sin que la fría y húmeda brisa le perturbara, sin que los potentes primeros rayos del sol le dañaran los ojos hasta encontrarse en los límites de la población donde vivía, percibió un mundo entero y sin vida solo para ella y eso no le provocó nada. El día ya había clareado casi por completo, Laura llegó hasta el paradero y se sentó sin necesidad, solo por decisión, un movimiento en el aire llamó su atención, humo, un cigarrillo casi entero estaba a sus pies, había muchos más como de costumbre en los paraderos, pero este era evidentemente reciente, pisado de forma errónea y apurada en la mitad de su extensión donde se ubicaba el filtro, podía ver las marcas nítidas de la planta del pie que lo había pisado estampadas en agua y tierra sobre el papel, estaba encendido, una oleada de entusiasmo y alegría la recorrió, se puso de pie de un salto, con el cigarrillo consumiéndose en su mano, pensando en que había más gente en alguna parte, en algún momento, eso le dio una sospecha, una idea y se echó a caminar con la vista pegada en el suelo, encontró un montón de cosas posteriores a la lluvia de la noche anterior, un papel higiénico arrugado, seco en su mayoría, basureros llenos, una manzana mordisqueada, excremento de perros y aves, cajetillas de cigarrillos vacías y retorcidas, chicles pegados, las marcas del accidente donde ella había muerto. Se quedó quieta, la frenada del auto que había impactado el autobús donde viajaba estaban marcadas en el pavimento, también habían cristales pulverizado y marcas del fuego y el humo del vehículo pequeño, las señales de un violento choque eran claras y recientes pero ella no lo recordaba, no relacionó en ese momento su muerte con ese accidente pero ese lugar tenía una extraña atracción sobre ella, como un presentimiento de que eso tenía alguna estrecha relación con ella más de lo que parecía. Tuvo la clara idea de que el mundo seguía su camino sin ella, de que las personas seguían donde mismo llevando a cabo sus ordinarias actividades cotidianas pero fuera de lo que sus sentidos podían captar.


Cuando Laura levantó la vista estaba de pie en la calle frente a la parada de buses, fue cuando su mundo ya raro e inesperado se volvió más raro e inesperado en un instante. El mundo seguía su curso normal y con toda esa normalidad, las muchas personas que estaban en el paradero a esa hora solicitaron la parada del autobús que se aproximaba, este se detuvo sin que nada anormal sucediera para las personas, pero Laura se llevo una gran sorpresa cuando el vehículo de transporte se detuvo sobre ella, absorbiéndola y entrando en la realidad de la muchacha que de pronto y sin saber como se encontró súbitamente en el interior de un autobús vacío y estacionado exactamente en el mismo lugar donde ella estaba parada. La muchacha estaba de pie en la subida justo al lado del, para ella, vacío asiento del conductor mirando hacia el camino, sorprendida, se giró despacio para corroborar que el resto del vehículo también estaba ahí. Estaba vacío completamente para ella, sin embargo le sirvió para recordar su último día de normalidad, en cuanto vio su asiento preferido, el primero junto a la puerta, recordó que la última vez ese asiento iba ocupado por un hombre que dormía, luego, recordó ver fugazmente en uno de los asientos del final a Ángelo Valdés. El bus se puso en marcha sin que a ella le afectara la inercia del movimiento, por lo que tardó un poco en notarlo, caminó por el pasillo rememorando aquel viaje, solo había echado un vistazo antes de sentarse y no recordaba bien las personas que viajaban, por lo menos a nadie más que ella conociera, solo que no superaban la decena. Laura se detuvo al llegar al final, como era costumbre, los buses interurbanos contaban con una puerta trasera, decidió quedarse cerca de ella, tal vez en algún momento se abriría y podría bajarse, eso esperaba porque si no sabía como había subido, menos sabría como bajar.


León Faras. 

miércoles, 4 de diciembre de 2013

La Prisionera y la Reina. Capítulo tres.

III


Oram bebía en su sucio y estrecho cuarto dentro del castillo de Rávaro, se sentía condenado aunque sabía que la muerte no era lo que le esperaba, su amo podía pensar en cosas mucho peores. Era imposible que la mujer maldita hubiese huido por si sola debido a lo drogada que se le mantenía permanentemente, pero si hubiese despertado debido a que Serna no la drogó, igual en su estado se encontraba demasiado débil y desorientada para escapar. Tenía la esperanza de que estuviera dentro del castillo oculta en alguna parte pero sus hombres no habían encontrado nada, solo sabía que estaba con vida en alguna parte. No conseguiría nada con culpar a Baros o Lorna de haberse llevado a la mujer maldita de las catacumbas, tampoco le serviría justificarse con la muerte de Serna, eso no atraería la indulgencia de Rávaro. Vació su vaso de un sorbo y lo volvió a llenar, en la mesa en la que bebía estaba su látigo de castigo, aquella fusta de cuero ya contaba con algunos cadáveres en su experiencia, era especialmente efectiva estrangulando, volvió a beber y lo tomó, era un hombre viejo, huir no era parte de sus opciones, pero tampoco se quedaría a merced de ese loco depravado que era su amo, había visto como doblegaba hombres mucho más fuertes y duros que él con métodos misteriosos y crueles. Si decidía acabar con su vida y si la maldición era cierta, moriría también la mujer maldita y con ella Rávaro, Baros y alguno que otro imbécil desconocido, no era mala idea, los problemas se acabarían para él y muchos quedarían felices. Volvió a vaciar su vaso y tomo el látigo con ambas manos, tirando de sus extremos para comprobar su resistencia, respiró hondo. En ese momento un hombre golpeó su puerta, había un asunto del que debía ocuparse.

El ambiente estaba impregnado del nauseabundo hedor de muchos cuerpos larga e insistentemente desaseados sumado al de sus animales. Estaban rodeados. Los Grelos eran sinónimos de olores nauseabundos y pésimos modales. Tenían un pequeño cuerpo lampiño y flácido que contrastaba horriblemente con unos miembros delgados y fibrosos, cabezas con poco espacio para el cerebro y mucho para sus bocas grandes de gruesos labios, reposadas sobre acuosas papadas, no superaban el metro de altura y cabalgaban ranas arborícolas sobre sillas ingeniosamente creadas con respaldo y un par de ganchos donde se podían sujetar con las corvas de las piernas mientras usaban sus manos. El tupido bosque les servía para trasladarse largas distancias rápidamente saltando de un árbol a otro. El místico sabía que existían ranas así de grandes pero era primera vez que las veía y además domesticadas, debía haber por lo menos una docena de Grelos alrededor en los árboles cercanos, armados de flechas y lanzas, la liebre muerta a su lado atestiguaba que eran excelentes tiradores. Armaron un ensordecedor escándalo en una lengua extraña y estridente, la saliva saltaba copiosa de sus bocas mientras discutían sobre el que había matado a la liebre o sobre el extraño color de la piel del místico o lo que debían hacer con él y su acompañante. No podía creer el místico que hubiesen aparecido de la nada, su presencia era demasiado evidente gracias a su intenso mal olor y al ruido escandaloso que arrastraban a todas partes, pero eran rápidos y podían caer de sorpresa como ahora. El líder de los Grelos descendió hasta el suelo acompañado de algunos de sus compañeros, dos de ellos tomaron la liebre que habían cazado, los otros encararon al místico y a la criatura, poseían burdas ropas que no les cubrían completamente el vientre, se tomaban el pelo pringoso en uno o dos moños cortos y tiesos que los hacía verse ridículos, se rascaban constantemente y por todas partes del cuerpo sin ningún pudor con sus toscas y sucias uñas, incluyendo sus genitales, el que habló, lo hizo en un pobre idioma de los hombres con una pésima pronunciación que apenas se entendía, pero poseían la soberbia que solo otorga la estupidez por lo que no cabía hacerles ningún tipo de corrección que por lo demás no entenderían. La criatura se mantenía nerviosa, su letalidad no funcionaba en seres de poca inteligencia como los animales o los Grelos, esas criaturas le atemorizaban y se mantenía oculta tras el místico, pero no tardó en llamar la atención de los desagradables recién llegados y el místico decidió intervenir usando sus múltiples trucos para alejar a los poco inteligentes Grelos, en su experiencia, muchas criaturas similares se espantaban ante irrisorios trucos para niños, por lo que el místico tomó un piñón de una conífera cercana y se la acercó con autoridad a la vista del que parecía ser el líder de los Grelos, luego lo cubrió con ambas manos y cuando retiró la mano con dramático gesto, el piñón se había convertido en un hermoso ave azul brillante que el Grelo Líder contempló con asombro, pero que no duró nada porque apenas el ave despegó, fue capturada por la fulminante y larga lengua de una de las ranas que, luego de uno segundos, debió escupir asqueada los restos del piñón magullado y cubierto de babas.


Tanto el Místico como el Grelo contemplaron con incredulidad y asombro el piñón expulsado por el anfibio, el primero se sentía ofendido, el segundo engañado, lo que formó un nuevo y ensordecedor griterío entre los Grelos que lo veían como una amenaza y se volvían hostiles, el Místico y la criatura retrocedieron, hasta que de pronto, un suceso cambió todo,  una bestia llegó al lugar donde se mantenía la discusión, era muy raro que una bestia ingresara en el bosque y alguna poderosa razón tendría. Los Grelos retrocedieron con precaución y en silencio pero no huyeron, al parecer sabían lo que sucedía, en cambio el místico estuvo a punto de usar uno de sus trucos para desaparecer.


León Faras.

lunes, 2 de diciembre de 2013

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

VII.

Teté era apenas una niña, trabajaba en la cocina del palacio de Rimos donde se encargaba de los mandados y las labores de aseo, no era un trabajo complicado aunque sí resultaba agotador. Aquella mañana la habían sacado de sus labores habituales y la habían enviado con el desayuno de la princesa Delia, debía reemplazar a Nila que por alguna razón no se había presentado y nadie sabía donde estaba, una labor mucho más distendida y aseada de las que regularmente le encargaban, sin embargo, hubiese preferido no salir de la cocina ese día, pues la experiencia fue de espanto.

Dolba, la partera más experimentada de Rimos, una mujer madura conocida por todos como la Madrina, había visitado a la princesa Delia en varias oportunidades, trabajaba junto a la menor de sus muchas hijas nacidas vivas y que seguían sus pasos y a una chica huérfana de la cual se encargaba y le enseñaba el oficio. Le había recetado a la princesa baños de agua caliente para soltar las carnes, contundentes caldos negros  para fortalecer la sangre, algunas hierbas medicinales para facilitar el parto, mucho reposo que una mujer de su posición social no tendría problemas en proveerse y sobre todo encomendarse devotamente a los dioses que la sacaran con bien de un tránsito tan peligroso como era el de parir. Aún le faltaban un par de semanas para completar su periodo de gestación cuando aquella mañana Delia comenzó a sentir los primeros anuncios de que el parto se aproximaba, era inevitable que aquello se le presentara en el momento preciso en que se encontraba sola, pues tan insistentemente lo había temido así. Ovardo se acababa de retirar y al ver que Nila no se había presentado aún, ordenó que alguna de las chicas del palacio se encargara de las necesidades de la princesa hasta que Nila llegara. Teté se detuvo ante la puerta del dormitorio de Delia y con gran dificultad acomodó la bandeja que traía con el desayuno de la princesa en uno solo de sus brazos para liberar el otro y poder golpear y abrir la puerta cuando un sonido le llegó desde dentro, era el típico sonido de un grito contenido en la garganta que desemboca en dientes y puños apretados sin ser liberado. La muchacha empujó la puerta y se asomó con la timidez de una chica acostumbrada a estar en el puesto más bajo de la escala jerárquica, la cama estaba vacía y buena parte de la ropa arrastrada hasta el suelo, llamó a la princesa con un tono de voz apenas audible, dio un par de pasos con poco convencimiento y pensando ya en retirarse cuando sorpresivamente Delia apareció desde el otro lado de la cama y apoyó un brazo sobre esta con un esfuerzo similar a alguien que ha escalado un abismo para llegar ahí, su cabello era un desastre, su rostro brillaba en sudor fresco y lágrimas, apretaba los dientes y uno de sus puños se sujetaba a las sábanas con furia mientras el otro contenía inútilmente el abundante líquido que aún brotaba de su entrepierna y cuyo color era anormalmente oscuro. Una palabra logró pronunciar entre dientes antes de hundir nuevamente su cara en la cama conteniendo una nueva y dolorosa contracción “ayúdame”. Teté, aterrada, se quedó sin reacción durante varios segundos, sencillamente su cerebro no procesaba lo que estaba sucediendo y por lo tanto no generaba respuesta alguna, solo una notable cantidad de adrenalina que puso a temblar la bandeja con el desayuno sin que nadie pudiera notarlo. Eso, hasta que una mujer que pasaba por fuera vio la escena a través de la puerta abierta, comprendió lo que sucedía e irrumpió en la habitación sacando bruscamente a Teté de su pavidez con un golpe en la cabeza lo que provocó que botara la bandeja con nuevo susto agregado, y saliera disparada dando aviso y en busca de ayuda urgente.


Solo un par de minutos después un jinete salía a toda velocidad en busca de la comadrona para que se presentara de inmediato en el palacio de Rimos para asistir a la princesa Delia en su parto.


León Faras.