II.
Ulises
hacía pasar en ese momento por la puerta una grande y bien nutrida rama de pino
mientras Aurora, con la panza a punto de reventar, ayudaba conteniendo los
extremos del árbol para que no botaran nada, rápidamente la casa se llenó del
característico aroma del pino, cosa que era absolutamente novedoso y
emocionante para Estela, quien no estaba habituada a que el interior de una
casa oliera a bosque. En pocos minutos la rama estaba instalada en una maceta
con piedras y tierra para mantenerla en pie en un rincón de la sala, junto al
sillón donde la señora Alicia se ponía a tejer.
Cuando
Edelmira salió de su cuarto envuelta en su bata de levantarse, la caja estaba
abierta junto al árbol y los primeros adornos eran sacados de su interior,
tardó un par de segundos en notar lo que estaba sucediendo pero una vez que lo
hizo se puso feliz, echaba mucho de menos la celebración de navidad con árbol,
obsequios y adornos como cuando era niña y vivía con sus abuelos que junto a su
tía solterona dejaban todo decorado, el árbol, las puertas, las paredes y
preparaban una rica cena para la cual siempre invitaban a alguien ajeno a la
familia porque decían que la navidad se trataba de compartir y lo hacían sentir
que todo lo que se había hecho aquella noche había sido para esa persona, era
el invitado de honor, el responsable de que todo aquello existiera “…así eran
mis abuelos” terminó Edelmira plena de amorosa nostalgia. Ulises dejó el árbol
instalado en su rincón y se retiró mientras Aurora se tomaba un descanso
sentada en un sillón abanicándose con una revista debido al esfuerzo que
significaba andar con una enorme barriga a cuestas, el resto de las mujeres se
divertían decorando el árbol, el pequeño Miguel quería que todo lo que salía
de la caja pasara por sus manos antes de ser puesto en el árbol, mientras
Alonsito miraba sin comprender el porqué de la urgencia y entusiasmo con el que
habían sido llamados, para animarlo, la señora Alicia fue a la cocina a
preparar refresco para todos, allí encontró al viejo Ulises sentado con un vaso
de agua en la mano, le recriminó amistosamente haber llevado a su nieta en
semejante estado a buscar ese árbol pero el hombre le respondió que no había
sido así “…La encontré a mi regreso, me vio con la rama a cuestas y de
inmediato adivinó para qué era…” La mujer cortaba limones a la mitad para hacer
una limonada cuando vio que el viejo tenía algo más que decirle, algo que la
hizo detener su trabajo “…dicen que Emilio volvió…” La señora Alicia abrió
enormes ojos y se llevó una mano a la boca “¿Y qué vamos a hacer?, Estela es casi de la familia, yo…”
preguntó consternada, “quédese tranquila, tal vez solo ande de paso. Averiguaré
qué sucede lo antes posible” entonces se puso de pie y salió por la misma
puerta de la cocina dejando el vaso de agua casi intacto.
Debió
disimular su preocupación la señora Alicia cuando entró a la sala con la
limonada y vasos sobre una bandeja, Estela le ayudó a servir, “hemos terminado
con los adornos pero Edelmira dijo que nos falta lo más importante…” y como la
señora Alicia parecía estar esperando concentrada en sus pensamientos sin decir
palabra, la muchacha continuó “…un nacimiento” Entonces recién el golpe del
vaso la sacó de sus preocupaciones con el “cojo” Emilio y su regreso a la
ciudad, Aurora acababa de tener una dolorosa contracción que había tensado todo
su cuerpo y obligado a soltar el vaso lleno de limonada, “Hablando de
nacimientos…” murmuró con sus facciones apretadas de dolor y sosteniéndose a
Edelmira que con sangre fría y determinación reaccionó rápidamente “¡Estela, ve
por el Médico!” le ordenó con un grito a la aterrada muchacha que salió
disparada como si su vida dependiera de ello y luego se dirigió a Alicia que
olvidaba todas sus preocupaciones en un solo instante, “No, por ahí no,
llevémosla a mi cuarto que está más cerca” El cuarto de la señora Alicia estaba
cerca pero lo principal era que no había que subir escaleras. Cuando todo se
hubo calmado y ya habían recostado a la muchacha, recién repararon en que Miguelito
estaba parado en la puerta, se había llevado buen susto pero ya se le veía más
tranquilo “¿Quieres que vaya por mamá? Yo sé donde está…” Aurora le estiró una
mano para que se acercara y le sonrió “no, no es necesario que la molestemos, ya
pasó todo y me siento mejor, además, ya viene el doctor” Edelmira recordó al
pequeño Alonso y aunque el niño era tranquilo como un retrato, lo mejor era ir
a verlo.
De
los años que Ulises vivía en Bostejo, jamás había cerrado la sencilla cafetería
de Octavio ni su orondo dueño había dejado de estar tras el mostrador,
trabajaba solo y tenía toda la responsabilidad de atender a sus clientes, algo
curioso sucedía con aquellas personas con obligaciones irrenunciables, no se
enferman, no se accidentan, nunca fallan, hasta pareciera que no envejecen,
sucede con los médicos durante una epidemia o una guerra, las madres con hijos
que no pueden valerse por sí solos, y con Octavio, que cumplía con su deber día
tras día sin que nadie lo reemplazara nunca. La cafetería era el lugar para
enterarse de todo y Octavio escuchaba desde dramas familiares hasta conflictos
de estado. Ulises entró y pidió un vaso de vino, allí estaba Diógenes, un
abuelo de bigote blanco amarillento por los años y el cigarro, pero
impecablemente recortado, con su traje gris tan viejo como él y el sombrero que
después de su bigote era lo que más cuidaba de sus posesiones, era uno de los
clientes más antiguos y más asiduos del local lo que le daba ciertos privilegios.
Luego de unos minutos el tema sobre el “cojo” Emilio estaba instalado “…a mi
negocio no ha venido pero llegó a la ciudad y más le hubiese valido no venir”
“¿Qué pasó?” preguntó Ulises interesado y el camarero continuó “dejó muchas
deudas cuando se fue y algunos de sus deudores son de calaña tan baja como él…”
“Se la cobraron con sangre” dijo Diógenes y le dio una última calada a su
cigarro antes de apagarlo, el viejo Ulises no lo podía creer, “¿lo mataron?”
preguntó, “no, ya sabes lo que dicen de la mala hierba, pero lo apuñalaron y
ahora está en el sanatorio…”
El
sanatorio no era sino una casona alta de cemento pintada de blanco, donde el
doctor Benito Rivera acompañado de dos monjas, atendía a los pacientes cuyos
males estaban fuera del alcance de la medicina popular o los rezos contra el
mal de ojo. Hasta allí llegó Estela casi sin aliento, no porque el lugar
quedara demasiado alejado, sino porque había cubierto la distancia corriendo a
todo lo que daban sus pies y sin detenerse ni un segundo. Se quedó en la puerta
llamando hasta que una monja bastante mayor salió de una de las habitaciones al
largo y lustroso pasillo de acceso, Estela la abordó casi con desesperación y
le narró rápida y atropelladamente su emergencia a la religiosa que, con cara
de preocupación, se fue en busca del doctor. Este tardaba en llegar y la
muchacha daba pasitos de impaciencia adentrándose con la esperanza de oír algo pero
lo que oyó fue algo que no se esperaba escuchar ahí, su nombre. El hombre que
la llamó por su nombre yacía en una cama vendado en todo su tórax, Estela se
había quedado petrificada, realmente no podía creer lo que veía, era su padre,
el “cojo” Emilio quien estaba ahí. Solo salió de su asombro cuando el doctor
Rivera la zamarreó suavemente, un poco indignado por la urgencia del llamado y
la posterior desatención de la muchacha, esta reaccionó y quiso salir corriendo
de regreso pero el viejo doctor rió y le dijo “Oh no muchacha, si me haces
correr tendrás que luego atenderme tú a mí” y ambos subieron al carruaje que el
médico tenía dispuesto para estos casos.
León
Faras.