viernes, 21 de febrero de 2014

Simbiosis. Una Navidad para Estela.

II.

Ulises hacía pasar en ese momento por la puerta una grande y bien nutrida rama de pino mientras Aurora, con la panza a punto de reventar, ayudaba conteniendo los extremos del árbol para que no botaran nada, rápidamente la casa se llenó del característico aroma del pino, cosa que era absolutamente novedoso y emocionante para Estela, quien no estaba habituada a que el interior de una casa oliera a bosque. En pocos minutos la rama estaba instalada en una maceta con piedras y tierra para mantenerla en pie en un rincón de la sala, junto al sillón donde la señora Alicia se ponía a tejer. 

Cuando Edelmira salió de su cuarto envuelta en su bata de levantarse, la caja estaba abierta junto al árbol y los primeros adornos eran sacados de su interior, tardó un par de segundos en notar lo que estaba sucediendo pero una vez que lo hizo se puso feliz, echaba mucho de menos la celebración de navidad con árbol, obsequios y adornos como cuando era niña y vivía con sus abuelos que junto a su tía solterona dejaban todo decorado, el árbol, las puertas, las paredes y preparaban una rica cena para la cual siempre invitaban a alguien ajeno a la familia porque decían que la navidad se trataba de compartir y lo hacían sentir que todo lo que se había hecho aquella noche había sido para esa persona, era el invitado de honor, el responsable de que todo aquello existiera “…así eran mis abuelos” terminó Edelmira plena de amorosa nostalgia. Ulises dejó el árbol instalado en su rincón y se retiró mientras Aurora se tomaba un descanso sentada en un sillón abanicándose con una revista debido al esfuerzo que significaba andar con una enorme barriga a cuestas, el resto de las mujeres se divertían decorando el árbol, el pequeño Miguel quería que todo lo que salía de la caja pasara por sus manos antes de ser puesto en el árbol, mientras Alonsito miraba sin comprender el porqué de la urgencia y entusiasmo con el que habían sido llamados, para animarlo, la señora Alicia fue a la cocina a preparar refresco para todos, allí encontró al viejo Ulises sentado con un vaso de agua en la mano, le recriminó amistosamente haber llevado a su nieta en semejante estado a buscar ese árbol pero el hombre le respondió que no había sido así “…La encontré a mi regreso, me vio con la rama a cuestas y de inmediato adivinó para qué era…” La mujer cortaba limones a la mitad para hacer una limonada cuando vio que el viejo tenía algo más que decirle, algo que la hizo detener su trabajo “…dicen que Emilio volvió…” La señora Alicia abrió enormes ojos y se llevó una mano a la boca “¿Y qué vamos  a hacer?, Estela es casi de la familia, yo…” preguntó consternada, “quédese tranquila, tal vez solo ande de paso. Averiguaré qué sucede lo antes posible” entonces se puso de pie y salió por la misma puerta de la cocina dejando el vaso de agua casi intacto.

Debió disimular su preocupación la señora Alicia cuando entró a la sala con la limonada y vasos sobre una bandeja, Estela le ayudó a servir, “hemos terminado con los adornos pero Edelmira dijo que nos falta lo más importante…” y como la señora Alicia parecía estar esperando concentrada en sus pensamientos sin decir palabra, la muchacha continuó “…un nacimiento” Entonces recién el golpe del vaso la sacó de sus preocupaciones con el “cojo” Emilio y su regreso a la ciudad, Aurora acababa de tener una dolorosa contracción que había tensado todo su cuerpo y obligado a soltar el vaso lleno de limonada, “Hablando de nacimientos…” murmuró con sus facciones apretadas de dolor y sosteniéndose a Edelmira que con sangre fría y determinación reaccionó rápidamente “¡Estela, ve por el Médico!” le ordenó con un grito a la aterrada muchacha que salió disparada como si su vida dependiera de ello y luego se dirigió a Alicia que olvidaba todas sus preocupaciones en un solo instante, “No, por ahí no, llevémosla a mi cuarto que está más cerca” El cuarto de la señora Alicia estaba cerca pero lo principal era que no había que subir escaleras. Cuando todo se hubo calmado y ya habían recostado a la muchacha, recién repararon en que Miguelito estaba parado en la puerta, se había llevado buen susto pero ya se le veía más tranquilo “¿Quieres que vaya por mamá? Yo sé donde está…” Aurora le estiró una mano para que se acercara y le sonrió “no, no es necesario que la molestemos, ya pasó todo y me siento mejor, además, ya viene el doctor” Edelmira recordó al pequeño Alonso y aunque el niño era tranquilo como un retrato, lo mejor era ir a verlo.

De los años que Ulises vivía en Bostejo, jamás había cerrado la sencilla cafetería de Octavio ni su orondo dueño había dejado de estar tras el mostrador, trabajaba solo y tenía toda la responsabilidad de atender a sus clientes, algo curioso sucedía con aquellas personas con obligaciones irrenunciables, no se enferman, no se accidentan, nunca fallan, hasta pareciera que no envejecen, sucede con los médicos durante una epidemia o una guerra, las madres con hijos que no pueden valerse por sí solos, y con Octavio, que cumplía con su deber día tras día sin que nadie lo reemplazara nunca. La cafetería era el lugar para enterarse de todo y Octavio escuchaba desde dramas familiares hasta conflictos de estado. Ulises entró y pidió un vaso de vino, allí estaba Diógenes, un abuelo de bigote blanco amarillento por los años y el cigarro, pero impecablemente recortado, con su traje gris tan viejo como él y el sombrero que después de su bigote era lo que más cuidaba de sus posesiones, era uno de los clientes más antiguos y más asiduos del local lo que le daba ciertos privilegios. Luego de unos minutos el tema sobre el “cojo” Emilio estaba instalado “…a mi negocio no ha venido pero llegó a la ciudad y más le hubiese valido no venir” “¿Qué pasó?” preguntó Ulises interesado y el camarero continuó “dejó muchas deudas cuando se fue y algunos de sus deudores son de calaña tan baja como él…” “Se la cobraron con sangre” dijo Diógenes y le dio una última calada a su cigarro antes de apagarlo, el viejo Ulises no lo podía creer, “¿lo mataron?” preguntó, “no, ya sabes lo que dicen de la mala hierba, pero lo apuñalaron y ahora está en el sanatorio…”

El sanatorio no era sino una casona alta de cemento pintada de blanco, donde el doctor Benito Rivera acompañado de dos monjas, atendía a los pacientes cuyos males estaban fuera del alcance de la medicina popular o los rezos contra el mal de ojo. Hasta allí llegó Estela casi sin aliento, no porque el lugar quedara demasiado alejado, sino porque había cubierto la distancia corriendo a todo lo que daban sus pies y sin detenerse ni un segundo. Se quedó en la puerta llamando hasta que una monja bastante mayor salió de una de las habitaciones al largo y lustroso pasillo de acceso, Estela la abordó casi con desesperación y le narró rápida y atropelladamente su emergencia a la religiosa que, con cara de preocupación, se fue en busca del doctor. Este tardaba en llegar y la muchacha daba pasitos de impaciencia adentrándose con la esperanza de oír algo pero lo que oyó fue algo que no se esperaba escuchar ahí, su nombre. El hombre que la llamó por su nombre yacía en una cama vendado en todo su tórax, Estela se había quedado petrificada, realmente no podía creer lo que veía, era su padre, el “cojo” Emilio quien estaba ahí. Solo salió de su asombro cuando el doctor Rivera la zamarreó suavemente, un poco indignado por la urgencia del llamado y la posterior desatención de la muchacha, esta reaccionó y quiso salir corriendo de regreso pero el viejo doctor rió y le dijo “Oh no muchacha, si me haces correr tendrás que luego atenderme tú a mí” y ambos subieron al carruaje que el médico tenía dispuesto para estos casos.




León Faras.

viernes, 14 de febrero de 2014

Del otro lado.

XIII. 


Ya iba a ser medio día cuando Alan llegaba al cementerio, luego del encuentro con Gastón Huerta el día anterior, había vagado casi todo el resto del tiempo, tratando de apaciguar sus sentimientos de ira, impotencia y frustración, pensando en el día de su muerte, las imágenes, la sangre, la desolación de lo irremediable y el dolor insondable de lo irreversible, el llanto incontenible y amargo que le siguió y que le puso fin a todo, el terrible y fugaz momento en que Huerta entró en su vida y todo terminó de la peor forma. Pero no podía dejar de ir a visitar a su hijo y debía llevar la presencia de ese tipo de la mejor forma, aunque después requiriera de un día entero para calmarse y recuperar la paz.

Buscó a Julieta por todo el cementerio pero no la encontró, por lo que decidió esperarla sentado en uno de los abundantes asientos del cementerio, la chica llegó al rato después, traía un aire diferente, tal vez un brillo en la mirada, una sonrisa insinuada, un vaivén en su forma de andar, algo impreciso pero que Alan no lo notó, Julieta sí notó de inmediato el cansancio y la amargura en la mirada de su amigo y preguntó, pero al oír el nombre de Huerta comprendió todo “Deberías perdonarlo, dejarlo ir, te haces más daño a ti mismo del que le haces a él…” Alan suspiró “Si pudiera perdonarlo, lo haría, pero no es tan fácil. ¿Averiguaste algo con esas mujeres?” La chica le contó todo lo que se había enterado acerca de la mujer que siguió y su pareja, el Chavo, le dijo que el arma era para él, que la necesitaba para conseguir dinero, pero que con el accidente y la muerte de Laura todo se había arruinado, “¿Y para qué irían a ocupar esa arma?; ¿Tendría algún trabajo que hacer con ella?” Alan se mostraba interesado, “…o simplemente para vendérsela a alguien” propuso la chica, “Vamos a tener que preocuparnos más de ese tal Chavo, seguro está metido hasta el cuello en todo esto” “¡Yo lo haré!” se apresuró a decir Julieta y provocó una mirada de simpático asombro de su amigo “¡Cuánto entusiasmo! ¿Pasó algo?” Y Julieta no pudo contener la sonrisa de felicidad, le contó del muchacho que había encontrado en casa de la Macarena y el Chavo, le dijo que dejaría el cementerio para irse a acompañarlo, que le haría bien a ambos, que sentía algo muy fuerte, ni siquiera sabía su nombre aún pero estaba segura de que había una conexión poderosa entre ambos. Alan la miró con una honesta incredulidad que rápidamente se disipó “Pues si es lo que sientes y es lo quieres… hazlo. Es importante obedecerse a sí mismo…” y luego cambiando de tono y haciendo una mueca como si pidiera algo totalmente indiscreto agregó “…pero si averiguas algo que nos sirva por favor, házmelo saber, ¿sí?” la chica rió “Por supuesto que te lo haré saber.”

Un par de horas después Alan llegaba a la población donde vivía Manuel, estaba desierta, se dio cuenta que era la hora del almuerzo y pensó que su viejo amigo estaría junto a Gloria, su hija, quien todos los días le llevaba la comida a su padre y se aseguraba de que se la comiera. Él no necesitaba comer desde el día de su muerte, pero desde que había comenzado a materializarse sentía de vez en cuando algunos aromas apetitosos, algunos antojos culinarios que pronto ignoraba por la costumbre de los años, pero que sin duda comenzaba a sufrir. Cuando llegó a la casa de Manuel fue recibido por el aroma de un delicioso guiso de carne que salía desde la ventana abierta de la cocina, eso era muy raro, hace años que nadie cocinaba en casa de su amigo, menos el viejo ciego, algo sucedía, se detuvo y comenzó a acercarse con precaución, no quería que lo sorprendieran husmeando y que alguien se alarmara innecesariamente, la tupida enredadera de la reja le permitía espiar disimuladamente lo poco que alcanzaba a ver a través de las cortinas, una especie de reunión familiar se desarrollaba dentro, tal vez estaban celebrando algo, se escuchaban risas principalmente femeninas y podía notar que la persona que estaba de espaldas a la ventana parecía ser Gloria, pero estaba claro que habían más personas y eso era muy raro. Era un mal momento para visitas y Alan decidió esperar, hacía mucho tiempo que había comprendido que tenía todo el tiempo del mundo y no le importaba perder un rato, ya había esperado buen rato a Julieta en el cementerio y ahora podía esperar a Manuel, necesitaba hablar con él, era posible que supiera algo sobre ese tal Chavo y le interesaría saber que el arma que mató a su nieta era para él, también decirle que tenía fuertes motivos para pensar que se trataba de asesinato y no de un accidente, eso aun no lo podía asegurar, para eso debía ir al departamento de Laura y confirmar que efectivamente ella aun se encontraba en su departamento. Si estaba ahí pero no la podía ver, entonces sí la habían matado.


Pasó un buen rato, Alan estaba en cuclillas y apoyado contra la reja, completamente distraído pensando en sus cosas cuando se oyeron las despedidas en la puerta y un grupo de mujeres salió de la casa de Manuel, las vio casi encima y no alcanzó a más que disimular manteniendo su vista en el suelo, confiado en que cualquier vistazo que le echaran se desvanecería rápidamente en el tiempo, Gloria y su hija Lucía pasaron sin prestarle mayor atención, detrás venía una anciana tomada del brazo de una mujer de mediana edad que por el parecido podía ser su hija o una hermana joven, reían alegremente y ese sonido activó algo en el cerebro de Alan que de forma automática e involuntaria levantó la vista sin poder volverla a mover de ahí, la anciana por su parte siguió su vista guiada por el movimiento de aquel hombre y sin detener su andar vio un rostro conocido tan sorprendido de verla como lo estaba ella, pero algo en sus entrañas le advirtió de inmediato que era de existencia imposible, tal vez en el segundo exacto en que ya pasaba, su cerebro encontró en aquellos archivos de imágenes más antiguos el dueño de aquel rostro pero ya era tarde, porque el contacto visual se rompió y la existencia de ese hombre se borró para siempre de su memoria. Beatriz se detuvo en seco, algo muy raro le había sucedido pero no sabía qué, como si hubiese acabado de vivir una experiencia que le aceleró el corazón y le erizó los vellos del cuerpo pero no tenía idea de qué, la mujer que le acompañaba le animó a seguir luego de preguntarle si estaba bien, Gloria y su hija también se detuvieron a esperar a la anciana que confundida, caminaba aun con algo de renuencia a dejar pasar el suceso, tratando de explicar con palabras lo que había acabado de sentir, “…fue algo tan raro como si me hubiese ido de aquí por un tiempo indeterminado y hubiese vuelto al momento justo en que me fui…”mientras Alan ocultaba su rostro terriblemente consternado por haberse dejado ver por Beatriz, la que fue su mujer, la madre de su hijo y con la que tanto amor compartió.


León Faras.

miércoles, 12 de febrero de 2014

La Prisionera y la Reina. Capítulo tres.

VI.

            El día que la tierra tembló los salvajes tuvieron miedo, parecía como si el abismo hubiese querido sacudirse de encima la ciudad vertical para tragársela de una vez y para siempre, sin duda el Débolum estaba irritado y su furia debía ser aplacada lo antes posible. Aquel día una mujer se propuso de forma voluntaria, estaba enferma y temía que no se recuperaría, tenía tres hijos, los dos más pequeños eran cuidados por las mujeres mayores, el hijo mayor por el padre y el resto de la comunidad, por lo que sentía que debía hacer que su muerte valiera algo más que una agonía dolorosa e inútil. Luego de despedirse de sus hijos pequeños que no comprendían bien lo que sucedería, fue llevada por su esposo y su hijo mayor hasta la plataforma que descendía, el curso del agua fue movido y la gigantesca rueda de madera comenzó a girar, esta a su vez empezó a levantar el contrapeso y la plataforma lentamente se sumergió en las tinieblas del abismo con las antorchas encendidas, la plataforma descendió hasta tocar fondo, aunque no el fondo del abismo sino uno  mucho menos hondo esculpido en la pared, desde ahí, un camino conducía hacía la gran cueva que se adentraba y descendía en la tierra, en cuya profundidad estaba el lago de lava donde moraba el Débolum, el defensor del abismo y de la ciudad de los salvajes. La cueva era gigantesca, con estalactitas enormes que ya habían llegado al suelo formando impresionantes y acinturadas columnas por todas partes, la mujer se adentró con paso lento y cansado seguida a prudente distancia por su esposo y su hijo, quienes podían servir de ayuda a la mujer en caso de que el ataque del Débolum no fuera lo suficientemente fulminante y efectivo. Pero la mujer no iba con la intención ni la esperanza de dominar al demonio de la lava, tampoco llevaba el miedo natural que cualquiera sentiría ante una criatura incandescente, la mujer estaba ahí en busca de su muerte, una muerte más rápida y valedera que la que le esperaba en el lecho y más digna también, para su familia y para su comunidad.

Luego de una hora de casi puro descenso el calor y el olor a azufre se volvieron intensos, el lago de lava estaba cerca. La mujer se detuvo cuando el suelo se cortó abruptamente en un profundo precipicio que terminaba en un gigantesco lago de lava derretida y burbujeante de la que no dejaban de emanar vapores a ratos insoportables. Una gran cantidad de estalactitas colgaban del cielo frente a ella pero deteniéndose a varios metros sobre la lava, se le antojó a la mujer un bosque de piedra invertido con un firmamento color oro allá abajo que no dejaba de ser hermoso, del Débolum no había rastros y eso empezaba a incomodarla, no sabía que debía hacer, se sentía mareada y le dolía la cabeza, no podía simplemente sentarse a esperar ni tampoco se atrevería a lanzarse a la lava, el demonio debía haber estado allí, debía haber estado esperándola ansioso e impaciente para devorarla, pero en su lugar solo había silencio, oscuridad y ese olor que la estaba enfermando más de lo que ya estaba. Padre e hijo observaban de prudente distancia sin saber bien qué hacer tampoco, cuchicheando sobre lo que debía suceder y no sucedía. La luminosidad de las antorchas tampoco ayudaba demasiado, siendo tremendamente deficiente y escasa para las dimensiones de la cueva. La mujer ya se sentía realmente mal, y la espera en un ambiente tan desagradable y hostil la estaba exasperando, intentó gritar tan fuerte como pudo, pero pronto debió desistir por la falta de oxígeno lo que la mareó y la hizo sentir peor, sudaba mucho y sentía sed, tomo una roca y la lanzó al vacío tan fuerte como pudo pero la lava se la tragó sin ningún rastro en absoluto de mínimo dramatismo en el suceso, la siguiente roca la lanzó contra una de las estalactitas más cercanas logrando causar un pequeño revuelo, pero nada sucedía. Se sintió frustrada y todos sus malestares desembocaron en enojo, comenzó a arrojar piedras y a gritar hasta sentir que se desmayaba, el hombre y el muchacho se preocuparon, pensaron en acercarse pero debieron detenerse, una de las rocas chocó contra una columna de piedra de cuatro o cinco metros que estaba erguida a su lado en una saliente frente al vacío, esta comenzó a abrirse y se convirtieron en cuatro enormes alas y de su interior emergió una criatura impresionante formada de rocas incandescentes de cuyas junturas no cesaban de gotear metales derretidos y fuego, caminaba sobre cuatro patas y volaba con cuatro alas, su mandíbula era enorme y poseía una majestuosa corona de cuernos. La mujer estaba petrificada, el demonio había salido de la nada y ahora estaba a escasos metros de ella, fue en ese momento cuando su hijo Rancober, se lanzó contra el Débolum dando alaridos, incapaz de soportar ver a su madre en semejante situación, su padre corrió para detenerlo pero ambos se frenaron cuando el demonio abrió su fauces y de una sola vez hizo desaparecer a la mujer que tranquila y en paz se dejó devorar. Luego de eso el Débolum voló tranquilo y soberano por su bosque de estalactitas por unos segundos y se lanzó en picada contra su lago de lava donde desapareció sumergiéndose.


            Ahora Ranc le mostraba orgulloso las alas que había construido a su padre, pronto debería volar sobre el abismo y así probar que no le temía, sino que lo respetaba como su protector, pero el muchacho tenía otra idea, quería usar sus alas para descender a la cueva del Débolum y enfrentarlo, era una locura desde todo punto de vista pero él era un adolescente que había visto morir a su madre y que temía por la vida de su amiga Hanela a la que estaba prometido, ella lo apoyaba con el dolor de su alma y estaba dispuesta a acompañarlo, pues ambos sabían que si el demonio no acababa con uno lo haría con el otro, solo era cuestión de tiempo.


León Faras. 

martes, 11 de febrero de 2014

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

I.

Era una noche fría y húmeda, una noche que recién comenzaba y ya nadie se animaba a salir de sus casas o del lugar que los cobijaba, ni siquiera los perros, hasta el viento se encontraba quieto e inerte esa noche en que llegó El Circo. Dos camiones enormes, de carrocerías abombadas con diminutas ventanillas y pomposos tapabarros entraron en la ciudad, sus focos redondos y sobresalidos iluminaban la solitaria oscuridad reflejándose en el pavimento húmedo, mientras arrastraban sin apuro altas cargas atadas en dos carros cada uno. Los dos vehículos entraron en un extenso sitio vallado destinado a las ferias y circos en la periferia de la ciudad donde se detuvieron. De las alturas de la cabina del primer camión descendió un hombre pequeño, delgado, y de cabello blanco, tenía la piel pálida e increíblemente fina, su aspecto era el de un anciano de no menos de ochenta años, bastante más de lo que su acta de nacimiento decía. Del segundo camión bajó otro hombre idéntico al primero, su hermano gemelo, este encendió un cigarrillo mientras el primero estiraba los huesos de su espalda y acomodaba las vertebras de su cuello, se miraron cansados, luego se hicieron una seña y por acto de magia todo comenzó a cobrar vida, el viento corrió entre los árboles, las aves volaron asustadas, los perros ladraron nerviosos, la llovizna comenzó a caerles encima y a mojarles los gruesos abrigos, y los hombres y mujeres que viajaban con ellos despertaron al unísono.

Cornelio Morris fue como siempre el primero en bajar, era el empresario dueño del circo que llevaba su nombre, apuraba al resto para comenzar a montar las instalaciones para comer y dormir y por supuesto el escenario, donde él presentaría sus atracciones. Vestía elegante aunque siempre era el mismo sucio y gastado traje, con abrigo y sombrero de copa, todo en tonos grises y negros. Lucía varias cadenas de oro en el cuello y ostentosos anillos en casi todos sus dedos, en el segundo camión tenía su oficina, ahí estaba su escritorio, su caja fuerte, el baúl con sus pocas pertenencias, su dinero y por supuesto su posesión más valiosa, los contratos de aquellos que trabajaban para él. Luego de poner todo en movimiento se encerró dentro a trabajar en sus cosas, unas horas después le golpeaban la puerta, fuera de su oficina estaba parado su horrible subalterno, Charlie Conde, el segundo al mando y una de las primeras atracciones del Circo de rarezas de Cornelio Morris, cargaba sobre su espalda una enorme joroba con forma de hombre acurrucado, el cual parecía dormir con su cabello y barba que crecían apelmazados y notablemente más canosos que el del mismísimo Charlie, era algo realmente escalofriante de ver pero la gente pagaba buen dinero por hacerlo, Conde se preocupaba de mantenerlo oculto bajo su abrigo tanto como le era posible cuando no estaba sobre el escenario, ya casi nadie recordaba que era un hombre completamente normal antes de firmar un contrato para el circo. La visita era porque los muchachos habían atrapado a un hombre husmeando, queriendo robar y lo tenían retenido esperando a ver que debían hacer con él. Cornelio fue de inmediato, por el camino se encontró con la hermosa Beatriz Blanco, una mujer cuya elasticidad ponía la piel de gallina, pero más que por ese talento adquirido y por el contrato que había firmado, Beatriz estaba ahí por otro motivo, tenía una hija que Cornelio necesitaba, la pequeña Sofía, una jovencita menuda y flacucha, toda bondad cuya sola presencia era indispensable para sostener el frágil equilibrio de ese mundo y sin la cual todo se derrumbaría sin remedio, por lo que era cuidada por sobre todas las cosas y tratada como una princesa. Ella era la luz, la bondad, la belleza, la pureza, todo lo que mantenía a ese mundo estable, era la sal que evitaba que todo se pudriera de una sola vez.


Eusebio y Eugenio Monje, los dos hermanos gemelos que conducían los camiones, tenían sujeto a un tipo terriblemente consternado, inofensivo y horriblemente famélico, solo se disculpaba acongojado repitiendo una y otra vez que estaba hambriento, que no comía hace varios días y que pensó que podía encontrar algo, casi lloraba arrepentido y volvía a repetir que no pretendía hacer ningún daño, solo buscaba algo que echarle a las tripas. Cornelio pidió que lo soltaran, no se trataba de un delincuente solo era un hombre hambriento y ellos podían ayudarlo, pero no solo dándole qué comer, sino dándole un trabajo, integrándolo a la familia que era el circo, “Nunca más tendrás hambre…” le ofreció Cornelio Morris y el hombre se lanzó a sus pies con lágrimas en los ojos por tal muestra de comprensión y bondad “…pero antes debes hacer algo”. Minutos después estaban todos en la oficina y sobre el escritorio un contrato, “Escúchame bien lo que te voy a decir…” dijo Cornelio al hombre hambriento “…si firmas este contrato y aceptas trabajar para mí, nunca más volverá a faltarte con que saciar tu apetito, porque haré que todo lo que toques se convierta en alimento para ti, pero, debes hacerlo por tu entera decisión y sin recibir presión de ningún tipo.” Terminó Morris reposando todo el peso de su cuerpo sobre el respaldo de su asiento y entrelazando los dedos de sus manos. El hombre famélico miraba humilde e incrédulo, buscando en su alrededor una pista que le diera una pizca de seguridad para tomar la decisión correcta, si se lo hubiesen ordenado para darle qué comer hubiese firmado sin pensarlo pero como debía decidirlo, dudaba terriblemente, “¿Firmas o te vas? No te podemos esperar toda la noche” dijo Conde en nombre de su jefe que no debía interferir y fue el pequeño empujoncito que el hombre necesitaba para escribir su nombre sobre la línea punteada, “Braulio Álamos” leyó Morris “En un par de semanas serás Braulio el Robusto” y rió acompañado de todos los que estaban ahí mientras Braulio  pensaba que el lápiz en su mano con el que acababa de firmar se veía apetitoso y lo devoraba de dos mordidas, “Sáquenlo de aquí antes de que se coma mi escritorio” ordenó, y mientras los gemelos se lo llevaban, el pobre Braulio se comía su propia camisa con un apetito voraz. “La gente pagará bien por ver a un hombre comerse su basura” dijo Cornelio satisfecho mientras servía dos vasos de licor y le ofrecía uno al sonriente Charlie Conde.


León Faras 

miércoles, 5 de febrero de 2014

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

X.


Siandro, ignorante y temeroso, quiso tomar precauciones y entregarle a Zaida lo que pedía solo si se daba el caso de que el ataque fuera cierto, cosa de la cual aun nadie estaba seguro, excepto por la anciana que no tenía dudas porque estaba apostando su vida a ese ataque, “Si esperas a que ataquen para defenderte, solo podrás aguantar, y si el golpe es muy fuerte no aguantarás demasiado, ellos tienen la ventaja porque tienen la sorpresa de su lado, pero si los esperamos preparados, la sorpresa se la llevarán ellos, y será doblemente grande y efectiva si ellos no se lo esperan…” El joven rey no se quitaba el pañuelo de la boca y la nariz, la anciana le hablaba de cerca y amenazante y el hedor de su boca era desagradable, “…debemos prepararnos ya, o será demasiado tarde” Siandro miró a su hermano que se rascaba la cabeza preocupado y luego a Rodas que sereno esperaba órdenes, “¡Bueno, ya está!, dale lo que quiere pero si se equivoca no volverá a salir de su hediondo agujero nunca más” Rianzo aparentaba autoridad y claridad en sus ideas, “Si yo me equivoco volveré a mi encierro, dijo la vieja, pero si ustedes se equivocan perderán todo lo que tienen y terminarán como yo”. Finalmente Siandro ya sin opciones accedió y le entregó el dominio de la situación, autorizándola a disponer de los recursos militares de Cízarin y de todos los hombres bajo el mando del general Rodas, este se puso rápidamente bajo las órdenes de su nueva comandante, “general Rodas, ¿qué tal el volumen del río Jazza? Debe estar crecido en esta época del año, ¿no?” El general  lo meditó unos segundos sin comprender del todo la razón de la pregunta, “Efectivamente mi señora, lleva buen caudal el río en estos momentos debido a los deshielos, aunque no sé a qué tanto pueda referirse usted” Zaida se acercó a uno de los balcones cercanos desde donde se veía la ciudad y más allá los campos, “Quiero que abran todas las compuertas del río e inunden los campos por completo, pero de a poco, que el agua se impregne lo más posible…” el general Rodas comprendió a la perfección lo que la anciana le pedía, él, como cualquier soldado, sabía lo odioso que resultaba el barro en el avance de las tropas, llegando a volverse desesperante, y eso sería lo que harían, una buena cantidad de espeso y pegajoso lodo, “…y general, divida a sus hombres en tres grupos, uno de ellos los quiero fuera de la ciudad antes de la inundación, que estén atentos al otero”


El negocio de Aida, la madre de Nila, era un prostíbulo instalado en una construcción amplia, de gruesas murallas y pequeñas ventanas, con una pobre iluminación natural y escasa ventilación, en todas partes abundaban las cortinas, alfombras y cojines, todo muy colorido, pero especialmente en la sala principal donde se atendían a los clientes, fue allí donde Nila y Arlín llegaron, en la penumbra de su interior dos mujeres de medidas enormes y atemorizantes se encargaban de limpiar y ordenar todo, por la noche esas mismas mujeres se encargaban de la seguridad, mientras chicas jóvenes y bonitas; semi-desnudas y soñolientas se paseaban de un lado a otro comenzando recién su día, movilizadas por la voz enérgica de su jefa, Aida, esta era una mujer atractiva para su edad, enérgica y estricta, guiaba su negocio con mano firme pero justa. Había sido prostituta toda su juventud y llegó a estar a cargo de los serrallos del rey, ahora tenía su propio negocio y el orgullo de que ninguna de sus dos hijas había seguido su profesión. Aquella tarde no esperaba a su hija menor y se sorprendió al verla pero al enterarse de lo que sucedía comprendió todo, “No me moveré de aquí… muchas de mis muchachas no tienen otro lugar donde ir y no las voy a dejar solas” Nila se veía preocupada porque su madre parecía no entender la gravedad de la situación “Pero madre, Rimos traerá aquí su ejército, saquearán, quemarán y matarán a todo el que se le cruce por delante, debemos salir de aquí ahora, todas, y llevarnos a mi hermana con nosotros.” La mujer no dejaría ni sus posesiones ni a sus muchachas, “Aquellas que quieran irse pueden hacerlo, las que no, nos quedaremos aquí…” “no permitiré que nada le suceda señora…” dijo una de las enormes mujeres que había detenido sus labores de limpieza, “Lo sé…gracias Grela”, y luego dirigiéndose a su hija añadió, “preocúpate de tu hermana, sus hijos aun son pequeños y sería conveniente que buscaran un lugar seguro” pero antes de que Nila reaccionara Arlín salió corriendo “Yo les aviso, y luego regresaré aquí”; “¡Pero no te distraigas!” alcanzó a gritar Aida y luego añadió para las demás “El resto nos prepararemos para esta noche. Grela, dile a las chicas que se vistan, pero de forma práctica y sin elegancia, hoy no atenderán a sus clientes”


León Faras.

domingo, 2 de febrero de 2014

Historia de un amor.

V.

Cuando Miranda llegó a casa, era medio día, tenía algunas horas para almorzar, se sentó en la escalera de piedra y sacó la hoja que traía en el bolsillo, Bruno la miraba perezoso, con los ojos apenas abiertos desde las sombras del cerezo donde pasaba la calurosa mañana, atraído por su curiosidad natural de felino, el gato se acercó, la chica  le explicó lo que había hecho con el conjuro que encontró en el libro y le mostró que ambas hojas eran idénticas, este se quedó con una mirada de grave sospecha, “¿Crees que miento?” preguntó la chica con aire defensivo, “¿ya viste los dobleces de las hojas?” respondió el gato en tono preocupado, la forma en que la hoja del libro había sido doblada y los dobleces que le dio ella a su hoja de forma rápida y casual eran exactamente los mismos, idénticos tanto en su forma irregular como en su número y dimensiones, habían sido escritos por la misma mano y con la impecable ortografía que una buena lectora como ella podía tener, pero ella no había escrito esas dos hojas y de hacerlo nunca lo habría podido copiar de forma tan exacta hasta en los detalles más mínimos y sin ninguna intención además, “Eso es imposible…” murmuró el gato, “…es como si fueran la misma hoja duplicada” luego la miró suspicaz, “¿Puedes hacerlo de nuevo?” Consiguieron lápiz y papel en casa pero el experimento no resultó, fue imposible hacer otra copia igual, las variaciones  eran mínimas pero demasiado evidentes, ni aún poniendo todo el empeño y atención en los detalles podía conseguir un resultado como el primero, ni con la caligrafía ni con los dobleces de la hoja, simplemente había un abismo de diferencia entre “parecido” e “idéntico” y eso era muy raro.

Luego de comer se recostó sobre la cama un rato, por lo general la digestión le daba sueño como a todo el mundo y aprovechaba de tomar una siesta corta, pero esa tarde estaba lejos de dormir, pensativa, sostenía el libro sobre sus piernas, tenía mucha curiosidad sobre el dueño de aquel libro pero no había encontrado nada, mientras lo hojeaba aparecían pequeños párrafos de vivencias que Miranda no se atrevía a leer por completo porque sentía que eran demasiados personales, como que transgredía la intimidad de quien escribía, dos personas desconocidas que claramente tenían una relación, dos personas que se habían encontrado de una forma especial y se habían enamorado verdaderamente, “…es raro, curioso, inhabitual, haberte encontrado tan perfecta dentro de tus naturales imperfecciones, con la voz que me tranquiliza, y esos kilos de más que me enloquecen…” la chica quedó pensando unos segundos sobre la parte última de ese párrafo y esos kilitos de más que ella sentía y que a veces le parecían molestos pero que esperaba que a la persona que amara no le disgustaran demasiado, tampoco se trataba de un problema real, ni de peso ni de autoestima, solo eran pequeñas y naturales, pero persistentes excesos de su anatomía que temía le jugaran en contra en algún momento. Abrió otra hoja al azar donde encontró otro párrafo escrito que nuevamente leyó parcialmente “…hoy estuve pensando en el primer beso que nos dimos,  en cómo  me estremecí y perdí la noción del tiempo, absorto en el calor y humedad de tus labios…” conforme leía aumentaba su curiosidad por saber quién era el dueño de ese libro pero no encontraba ni una sola pista, ni un solo nombre, sin duda pertenecía a un hombre enamorado, que confesaba a su libro lo que sentía, porque no era muy común que un hombre expresara sus sentimientos más románticos con soltura y libertad, incluso a ella le incomodaría un poco que un hombre de su agrado expusiera en público sus sentimientos más profundos o hablara sobre las necesidades de su alma, porque había que convenir en lo poco atractivo o motivante que resulta un hombre que trata de asemejarse a las mujeres en lo que a ventilación de sentimientos y necesidades románticas se refiere, esas cosas debían ser susurradas al oído en intimidad, y debían estar dentro de cierto contexto para no parecer dulces zalamerías de poco valor nutricional como azúcar refinada, además que para ella, un hombre debía inspirarle protección, seguridad, confianza, debía ser alguien de quien aferrarse cuando arrecia la tormenta sin temor que ese sostén se quiebre, no se trataba de machismo porque Miranda detestaba el machismo tanto como el feminismo, se trataba de roles, roles llevados con respeto pero roles al fin y al cabo, ella no quería un hombre que terminara siendo un hijo más, ni menos a uno que se comportara como una nena sentimental y quejumbrosa que le espantara el libido con sus lloriqueos insustanciales, Miranda cerró el libro y se rió sin hacer ruido, “las cosas que deben soportar algunos hombres…” pensó, chicas frágiles como pompas de jabón, temerosas de ensuciar sus impecables vestiditos de tonos rosa y crema y arrugó la nariz con esa idea, pensó que el hombre que a ella le gustaba, no le agradaba jugar con muñecas por lo que  no necesitaría una y ella estaba muy lejos de parecer una.

Bruno dormitaba casi esparramado sobre el marco de la ventana donde la brisa era agradable, nada ni nadie le molestaba y por si fuera poco, percibía el suave aroma de los pomelos en flor que la vecina cultivaba con esmero bajo él. Miranda se sentía cada vez más incómoda por el hecho de tener que devolver ese libro y no encontrar a quien, pero también porque se estaba encariñando con él, eso no era algo raro, por lo general sus libros le generaban sentimientos de empatía, de cariño, lo mismo con sus autores o personajes, pero todo quedaba ahí, con la conciencia de lo ficticio, pero esto era diferente, debía devolver el libro a su autor y personaje y tal vez la tomaría como una entrometida por haberlo leído, eso le generaba conflicto, sentía curiosidad y agrado por el dueño del libro pero también temor e  inseguridad por la reacción de este. Bueno, pensó, si no aparece ningún indicio del dueño del libro no podía devolverlo, y era natural que lo leyera para buscar dicho indicio, por lo tanto no había nada de malo en su proceder. Eso la tranquilizó, seguramente para este momento su dueño se arrepentía de no haber dejado ningún nombre ni dirección en su libro y ya se había resignado a comprar otro.


Pronto pasaría por la tienda de libros de nuevo y preguntaría a Eulogio si alguien había estado buscando un diario olvidado, si no, se lo tendría que quedar. 


León Faras.