XII.
La
tarde ya estaba avanzada cuando un jinete de Rimos ingresó a toda velocidad al
patio exterior del palacio y tras él un carruaje igual de acelerado que se
detuvo contra la voluntad de los agitados corceles que tiraban de él. El jinete,
quien ya traía buen retraso, bajó de un salto y abrió la puerta del carruaje
para agilizar la maniobra tanto como se lo habían exigido, de este descendieron
una mujer mayor de piel morena y gruesas caderas, otra de mediana edad y muy
similares características y otra mucho más joven, flacucha y pálida, que a paso
acelerado entraron al palacio y fueron conducidas de inmediato a la habitación de
la princesa Delia quien había roto aguas y ya se encontraba en labores de
parto. Cuando Dolba, su hija y su ayudante llegaron al cuarto se toparon con
una sirvienta que con rosto descompuesto por la angustia y la desesperación,
cargaba con un bulto de sábanas empapadas en sangre diluida, lo que alarmó
mucho a las comadronas que llegaban pero aun más al soldado que las guiaba,
quien tragó saliva y agradeció mentalmente que su trabajo solo llegara hasta
ahí, tras ellas entró Teté visiblemente nerviosa con un montón de linos limpios
para la princesa los que recibió Dolba con autoridad y se los entregó a su
ayudante, luego se dirigió a la sobrepasada Teté, “Ve a la cocina y que preparen
un caldo negro de ternera y sus interiores con todas sus hierbas …” La princesa
ardía en fiebre y se encontraba bañada en sudor, en un estado de
semi-inconsciencia en el que balbuceaba palabras ininteligibles mientras las
mujeres que la asistían le enjugaban el rostro con paños fríos, logrando solo
que brotara insistente vapor de la piel de Delia. La hija de Dolba comenzó a
preparar una infusión contra la fiebre mientras que esta confirmaba el estado
de salud de su paciente tocándole la frente, un vistazo de inquietud a su
ayudante quien repartía los paños limpios fue suficiente para transmitirle la
preocupación por la gravedad del estado de la princesa, la sentencia de la
comadrona más experimentada de Rimos fue tan drástica que heló la sangre de
todas quienes estaban ahí, “Si no salvamos a esta criatura, ambas morirán”
Cuando
Arlín regresó al prostíbulo donde trabajaba venía agotada cargando un niño de
tres años, mientras que tras ella la hermana de Nila, Aura, traía tirando de la
mano a una niña de seis, ambos pequeños eran los hijos de esta última, la cual
debió refugiarse con su madre porque su esposo se encontraba fuera de Cízarin
en ese momento. Nila la abrazó fuertemente y saludó a sus sobrinos que apenas
conocía. Aida llegaba en ese momento, saludó a su hija mayor con sorpresa y
afecto, ella y las mujeres que trabajaban para ella habían transformado su establecimiento
por completo retirando todas las cortinas, cojines y alfombras, dejando el piso
y las murallas desnudas y toscas, cerraron todas las ventanas y las trancaron y
luego reunieron todo lo necesario en una sola habitación de la planta alta
donde se atrincherarían todas las mujeres durante la noche.
El
hombre decidió moverse en el momento preciso y la flecha se le clavó en un
costado, justo entre las costillas por detrás del brazo, se tiró al suelo para
ocultarse y trató de detectar de donde o quien le había disparado, pero la
vegetación en las afueras de Cízarin era abundante y así como lo ocultaba a él
también ocultaba a su enemigo. Le dolía una barbaridad pero tal vez no era de
mucha gravedad, con gran dificultad se la trató de quebrar para que no le
estorbara lo que le provocó una nueva oleada de intenso dolor, la madera del
astil no era la que normalmente se usaba en Cízarin, se trataba de un
extranjero. Su caballo no estaba lejos, si podía llegar hasta él podría huir de
regreso a la ciudad, aguzó el oído tanto como pudo pero no oyó nada que
delatara a su atacante, iba a comenzar a arrastrarse cuando un relincho lejano
pero vigoroso lo detuvo, otro caballo al parecer aun más lejano imitó el sonido
del primero lo que preocupó de sobremanera al hombre, tal vez la vieja loca
tenía razón y el ejército de Rimos ya llegaba, en tal caso necesitaba llegar a
su caballo y sobrevivir o de nada serviría su descubrimiento. Comenzó a moverse
agazapado, arrastrando la punta de su espada Pétalo de Laira que lo
identificaba como un legítimo soldado de Cízarin aunque no llevaba armadura de
ningún tipo, bajó una pequeña pero pronunciada pendiente de tierra dura y
deshidratada en la que resbaló golpeándose en el trozo de madera clavado a su
costado con lo que debió quedarse quieto unos segundos apretando los músculos
de su cuerpo para contener el grito de dolor que por poco se le escapa. Su
caballo no estaba lejos, ya lo podía ver atado al arbusto donde lo había
dejado, era un sitio despejado y se enojó consigo mismo por tener que salir a
campo abierto, notó el nerviosismo del animal lo que era un mal augurio, con
gran esfuerzo y precaución el hombre se acercó a su caballo, con los ojos bien
abiertos mirando en todas direcciones, lo tomó de las riendas y lo tranquilizó,
todavía podía salir vivo de esta, levantó las mantas que cubrían la grupa del
animal, bajo esta cargaba un par de jaulas pequeñas dentro de las cuales
estaban apresadas un par de palomas en reducidos espacios que debían ser
liberadas en el caso de que el soldado que las llevaba divisara al ejército
enemigo aproximándose para que acusaran la dirección en la que este venía, tomó una y se la apretó contra el cuerpo con el brazo
más débil debido a la flecha, el otro lo necesitaría para subir a su caballo.
Lamentablemente
en este caso el hombre que el rey Nivardo había enviado delante de su tropa
había sido más astuto, ya había visto al vigía y le había acertado una flecha
en el costado, se acercaba sigiloso, divisó un caballo atado a un arbusto en
una zona despejada y se alegró de que solo fuera uno, se aproximó aguzando los
sentidos y evitando ser visto hasta unos metros del animal, este se puso nervioso
al sentir su presencia, entonces vio salir al hombre herido por su flecha de
entre los matorrales, preparó su arco, el herido miraba para todas partes
asustado pero no hacia donde su verdugo le acechaba, este esperó a que el
hombre subiera a su caballo, haría un
blanco más limpio y fácil. La flecha le entró por la sien derecha atravesándole
el cerebro, el hombre ni siquiera gritó, estático como estaba se dejó caer de
su caballo llegando al suelo de forma violenta pero ya muerto, ni siquiera se
enteró de lo que había sucedido. Ranta emergió de la vegetación con precaución,
era un hombre delgado y de baja estatura, no muy fuerte pero astuto y con una
habilidad innata para el arco perfeccionada con los años. Revisó el aspecto del
suelo, no habían rastros de otros hombres u otros caballos, dejaría ese animal
atado en el paso del ejército para que fuera encontrado mientras él seguía su trabajo,
pero antes debía borrar las huellas y ocultar el cadáver, por lo que volteó el
cuerpo para poder arrastrarlo pero el vuelo de una paloma que por poco lo
golpea en el rostro lo hizo soltarlo, el ave había quedado atrapada por el
brazo del hombre que había muerto con los músculos contraídos y los nervios
tensados y al verse liberada salió de improviso sorprendiendo al astuto Ranta,
este soltó una patada de frustración sobre el cadáver, no le gustaba ser
sorprendido así, “una paloma es solo una paloma si no lleva ningún mensaje”
pensó, había quedado con la desagradable sensación de que había sido burlado y
eso lo puso de mal genio, luego tomó el cuerpo y lo ocultó, debía seguir con su
trabajo.
León Faras.