V.
Cornelio Morris fumaba su cigarrillo
mientras contemplaba el horizonte, era un atardecer despejado, limpio y frío,
lo cual no le agradaba del todo, Charlie Conde llegó a su lado, el frío, la
humedad, la vida itinerante pero sobre todo su horripilante y pesada joroba le
habían causado bastante deterioro en sus articulaciones que a veces acusaba al
caminar, venía a consultar a su jefe, pues este era quien siempre debía decidir
si el Circo se quedaba o debía irse, Cornelio le habló sin voltearse a ver
quién era, “Que los hombres enciendan sus fuegos y se instalen, pasaremos esta
noche aquí. Mañana ya veremos” Conde se retiró mientras su jefe se quedaba
escudriñando el horizonte, temeroso aun de equivocarse. Esa era una buena
noticia para la gente del circo, significaba comida caliente, relajo, algunos
tragos, esparcimiento y un sueño más reparador. De inmediato se encendieron las
fogatas, se instalaron los fondos para cocinar, los hombres se reunieron, el
buen humor se esparció, aunque no para todos, uno de los que no participaba del
jolgorio era el pobre de Braulio Álamos, encerrado en su jaula parecía
hipnotizado, idiotizado, solo pensaba en comer basura sin notar lo que sucedía
a su alrededor. Era increíble lo que había cambiado, era difícil de reconocer
para cualquiera que lo hubiese visto antes, engordaba rápidamente, incluso la
fisonomía de su rostro se había alterado notoriamente y de forma antinatural,
algo que no era nuevo dentro del Circo. Cuando Morris se retiraba a su oficina
fue interceptado por Beatriz Blanco, ajena también al festejo general, “Creo
que algo está sucediendo entre Horacio y Lidia” le informó seca y
apresuradamente como si estuviera soltando una bomba, una bomba que por cierto
no detonó, Morris se detuvo pero más que interés mostró impaciencia “¿Y...?” La
información no era lo suficientemente interesante como esperaba por lo que no
dudó en delatar a Von Hagen para ver si conseguía el agradecimiento de Cornelio
o algo más “...lo acabo de sorprender haciéndole promesas de liberarla…” pero
para su jefe todo aquello aun carecía de interés e importancia, entonces la
mujer se jugó su última carta “…tenía una moneda... era una moneda vieja que no
servía, pero el tonto de Horacio no lo sabía, yo lo sorprendí y se la quité… pensaba usarla… deberías tener cuidado con esos dos, no es bueno que…” pero Beatriz se
detuvo incrédula, su jefe reía “¿Y qué piensas que Horacio hará?... ¿meterse
dentro del estanque de agua para hacerle compañía a Lidia?...” preguntó Morris
y volvió a reír “…¡Si alguien saca a Lidia de ahí, muere! ¿Crees que ella tiene
interés en ser liberada? ese peludo ingenuo es inofensivo, deja que alimente
sus ilusas intenciones y tú deja de fastidiarme con tus pobres embustes de
prensa rosa” Beatriz se sintió profundamente ofendida, confundida, parecía a
punto de llorar “Yo solo quería ayudar… serte útil” Cornelio le acarició la
mejilla para consolarla pero en el fondo la situación le divertía, “Eres mi
favorita Beatriz, reconozco tu talento y soy el único capaz de apreciarlo.
Admiro que viendo la situación en la que está Lidia, aun pienses en
perjudicarla, más sabiendo que se trata de tu propia hermana, pero haces perder
mi tiempo preocupándote por los desvaríos románticos de un inútil como Horacio.
Deja de preocuparte por estupideces y preocúpate por Sofía que para eso estás
aquí” Dicho eso, Morris se retiró sin más.
Román Ibáñez se echaba un trago de
licor mientras apuraba a los hombres que cocinaban a fogata la cena en el
exterior, estaba realmente hambriento luego de pasar toda la jornada prestando
su energía vital al funcionamiento de Mustafá, quien de forma espantosa
absorbía las fuerzas y la consciencia de un ser humano para funcionar y hacer
sus espectaculares y exactas predicciones. Cobraba vida literalmente y de forma
lúgubre como si se tratara de un cadáver que de pronto revive, en la penumbra
de su habitáculo de lona, y en el interior de su caja oscura protegida por un
vidrio, su cuerpo semejante a un maniquí de latón y madera, de viejas y toscas
articulaciones y pintura descascarada despertaba espantosamente, sus ojos de
mirada inquietante buscaban al consultante hasta que ambas miradas coincidían,
luego su voz sonaba profunda y asfixiada a través de una defectuosa bocina,
pero eso no era todo, al verlo, parecía difuminarse la línea entre lo natural y
lo artificial, el muñeco se transformaba en algo que no era completamente una
persona pero sin duda no era solo un muñeco. El autómata estaba lejos de ser
una ingeniosa obra de la ciencia o la ingeniería, más bien era una abominación
sobrenatural creada por medios y motivos oscuros y malvados al cual daba miedo
ver y oír, pero cuyas verdades eran incuestionables las creyeran o no y eso lo
hacía bastante útil e irresistible sobre todo para sus numerosos clientes, pero
no para su pequeño esclavo, ya que el enano le había firmado un contrato a
Cornelio que lo ataba irremediablemente a servir en el funcionamiento de su
tétrico compañero. Aunque al momento de firmar dicho contrato lo había hecho
con gusto, no era aquello exactamente lo que Román Ibáñez tenía en mente.
Detrás de los camiones y los
habitáculos armados por los hombres del circo para pernoctar Horacio Von Hagen
estaba sentado solo y ajeno sobre un tronco tan ignorado como él, aun tenía la
bolsa llena de desperdicios a su lado. Se sentía humillado por haber demostrado
tanta torpeza frente a Lidia, esta, podría estar riéndose de él en esos precisos
momentos y sería con toda razón frente a su triste tendencia a avergonzarse a
sí mismo. Restregaba la moneda inservible en sus velludas manos mientras se
torturaba recordando el ridículo que había hecho, estaba tan ilusionado que no
le habría importado que todos se enterasen de su pequeño tesoro, ni siquiera
Don Cornelio, como él le llamaba, mientras aquello sirviera para demostrar a
Lidia la fuerza de sus sentimientos, la convicción de sus intenciones, su valor
como persona y como hombre, pero en lugar de eso se había comportado como un idiota
y un inútil y haberlo hecho frente a la persona que más le importaba en el
mundo lo tenía verdaderamente destrozado. Distraído en su dolorosa frustración,
no sintió que alguien llegaba y se sentaba a su lado, la pequeña Sofía lo
apreciaba profundamente y disfrutaba su compañía. Von Hagen era un tipo
tranquilo, honesto, noble, algunas de sus varias cualidades que desaparecían tras su aspecto simiesco,
primitivo, pero no para la niña, para ella Horacio era transparente e inocente
como un niño, un niño con un aspecto un poco extraño. La pequeña Sofía traía un
libro de cuentos clásicos infantiles que posó sobre sus piernas para
compartirlo con su amigo “Mira Horacio, tiene ilustraciones, ¿quieres leerlo
conmigo?” pero Horacio no sabía leer bien, solo su abuela materna se había
preocupado alguna vez de enseñarle los complicados e interesantes caminos de
los números y las letras pero esta no le había durado mucho. La niña leía con seguridad,
no era un libro nuevo ni aquella la primera vez que lo leía, pero para Von
Hagen aquello era una maravilla, tan pequeña y leía tan bien. De pronto la
pequeña Sofía se detuvo al notar lo que el hombre tenía en sus manos, “Tienes
una moneda” afirmó, Horacio asintió sin decir palabra, “Mamá dice que no es
bueno andar con dinero…” el hombre volvió a asentir “Tu mamá tiene razón, pero
no te preocupes, que esta moneda… no sirve” y trató de disimular la vergüenza
repentina que volvió a sentir bajando la mirada al suelo, “Ah, dijo la niña, como
las monedas que le lanzaron hoy al “Cometodo” después de que se las tragó,
seguro ya no sirven para nada” y retomó su lectura con el mismo cuidado y
pulcritud que al principio mientras Von Hagen se quedaba pensando en ese “Cometodo”
que la niña había mencionado. Pero el asunto terminó ahí, una voz femenina se
escuchó llamando a la niña por su nombre y esta cerró su libro, se despidió con
cariño y se fue corriendo “¡Ya voy mamá!”
León Faras.