martes, 30 de septiembre de 2014

La Prisionera y la Reina. Capítulo tres.

XII.

Al otro lado del abismo y después de las enormes llanuras y lejanas colinas, el sol salía majestuoso iluminándolo todo, todo excepto el interior del abismo y por añadidura la ciudad vertical de los salvajes. Idalia, la mujer maldita, permanecía inmóvil recostada sobre su costado, aunque hacía rato que ya no dormía, tal vez había dormido demasiado durante el tiempo que fue prisionera, o tal vez era que su pronta ejecución, aquella misma mañana, le habían quitado el sueño, aquello le asustaba terriblemente, sí, estaba decidida a quitarse la vida, y ese era su único consuelo, que su muerte acabaría con Rávaro, pues ese siempre había sido su plan, llevárselo a la tumba preso de su maldición, pero ese abismo le aterraba y aquella criatura de lava o lo que fuera de la que tanto hablaba esa gente, le aterraba aun más, sin embargo, la muerte siempre es la misma, aunque las formas de morir sean tan variadas, no esperaba hacer de su muerte un acto de valentía o trascendencia, sino uno de pura y llana venganza, acabar con la vida del que tanto daño y sufrimiento había causado.

Sucedió aquel día en que se supo del embarazo de Moriel, la hermosa chica que Rávaro había elegido como amante, esta había huido atemorizada, cuando le hicieron ver que a pesar de la cantidad y variedad de amantes ocasionales que Rávaro había tenido en su privilegiada posición, no contaba con descendencia conocida, lo que con seguridad significaba que el señor de aquellas tierras no podía engendrar, por lo que no tenía chance de convencerle de que el hijo fuera suyo. Rávaro, en compañía de varios de sus soldados, llegó hasta una casa cercana a su castillo, una casa con una pequeña granja y un precario establo como había muchas allí, en ella un hombre reparaba una valla mientras su hija de diez años se entretenía con su gato pequeño. Rávaro se detuvo en la entrada y contempló algo que traía guardado en su puño, era un trozo de cristal que brillaba intensamente, luego de eso entró en el hogar, fue atendido con humildad por el hombre y su esposa, los soldados se esparramaron por los alrededores de la vivienda. Rávaro estudió la casa con detenimiento, agudizando sus sentidos. Dejó el cristal brillante sobre la mesa y les explicó a los dueños de casa que él había mandado a hacer un hermoso collar con la otra mitad de esa piedra y se lo había regalado a la hermosa Moriel, por la cual sentía un profundo afecto, lo había hecho así porque dicho cristal brillaba más intensamente al estar unido a su otra mitad y se opacaba con la distancia, por lo que era fácil encontrar el otro trozo y a juzgar por el brillo que tenía ahora se podía decir que el collar estaba bastante cerca, tal vez dentro de esa casa. La pareja se miró entre sí y luego al piso, según ellos no sabían nada sobre aquel collar ni sobre aquella muchacha. Mentían evidentemente. Entonces Rávaro hizo brotar de la nada fuego desde la base de una de las paredes cercanas y esta comenzó a quemarse con viveza, preguntó dónde ocultaban a la chica, pero la pareja se mantuvo en silencio, entonces las llamas brotaron en otra de las paredes y crecieron rápidamente hasta el cielo, la mujer rogaba clemencia con desesperación, alegando inocencia, el lugar se convertía en un infierno abrasador ante el cual Rávaro ni se inmutaba, volvió a preguntar mientras el fuego comenzaba a desmoronar la casa, desde afuera, uno de los soldados apareció, con dificultad debido al intenso calor, le informó a su jefe que habían atrapado a dos mujeres, una de ellas era Moriel, la otra parecía ser una de las hijas del matrimonio, al ver la casa en llamas habían salido de su escondite. Rávaro ordenó que subieran a Moriel al carro, se encargaría de ella personalmente, con la otra podían hacer lo que quisieran. Esas fueran sus palabras, y provocaron que la madre se lanzara a sus pies rogando misericordia,  pero Rávaro la apartó con un suave movimiento que la dejó inconsciente, luego tomó su cristal y se retiró, y como si hubiese sido su presencia lo único que mantenía la casa en pie, esta de desmoronó devorada por el fuego con sus dueños atrapados en su interior. Al salir, vio un soldado que, con una rodilla en el suelo, hablaba con la hija menor de aquella familia, le había dado un par de monedas, y le decía que todo eso pasaría pronto y que ella estaría bien.


Aquel fue el día en que Idalia, la mujer maldita, se enteró de la maldición que cargaba sobre ella y las demás mujeres de su familia. Su hermana se lo contó antes de convencerla de que debía irse sola a casa de sus tíos y primos, pues ella tenía que hacer algo importante antes. Idalia se fue, pero tuvo la mala idea de regresar por su gato, en el establo encontró a su hermana colgada de una viga, la maldición se encargaría de acabar con aquellos que habían abusado de ella. Ahora era su turno, descendería a las profundidades del abismo y acabaría con su vida en las fauces de esa criatura, de esa forma Rávaro moriría y el círculo por fin se cerraría.


León Faras.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

VII.

El olor que había en la jaula de Braulio Álamos era realmente repugnante, casi tanto como el aspecto que había adoptado el pobre hombre. Su subida de peso en apenas veinticuatro horas era alarmante, permanecía abstraído de la realidad completamente anestesiado, sin enterarse de su encierro, manteniendo un apetito voraz que parecía no tener fin, pero incapaz de comunicarse ni menos de encargarse de sus propios deshechos, lo cual ofrecía un espectáculo realmente desagradable, y que la gente pagaba por ver. Von Hagen llegó hasta él con una cubeta, un trapero y un mísero trocito de vela que Charlie Conde le había dado para iluminarse mientras aseaba el piso de la jaula, por el momento era solo eso pero pronto necesitaría un baño también el hombre que estaba ahí dentro, o se quedaría sin público debido a la peste. Álamos se movía lento y aletargado buscando desperdicios para llevarse a la boca sin prestarle la menor atención a Horacio que hacía lo posible por limpiar el tosco piso de madera donde reposaba el “Tragatodo”y por evitar que este no intentara comerse el único y miserable trozo de vela que lo iluminaba. El “Tragatodo”, así lo habían presentado al público y con seguridad así pasaría a llamarse desde ahora, porque al igual que todos, debía tener el nombre de una atracción y no el de una persona. La pequeña Sofía le había hablado de él, según ella, había visto cómo las personas le lanzaban monedas con intención de que Braulio se las comiera, entonces Horacio pensó que era posible que encontrara una moneda en algún lugar de la jaula, solo necesitaba una, con una moneda podía consultar a Mustafá qué necesitaba hacer para liberar a Lidia de su encierro o como anular los contratos que los mantenían presos del Circo, el autómata podía responder a cualquier pregunta y esa era su gran esperanza. El mal olor y lo desagradable del trabajo que le habían encargado no eran nada comparado con la ilusión de que solo una moneda fuera hallada, por lo que luego de retirar los desperdicios, registró las rendijas del suelo, incluso movió cuanto pudo a Braulio para poder ojear bajo el pesado cuerpo de este, pero no encontró ninguna, luego volvió a revisar toda la basura que había sacado pero sin suerte, se sintió frustrado, nuevamente cuando la suerte parecía sonreírle, le daba la espalda a último minuto y lo dejaba sin nada, burlándose de él y de sus vanas esperanzas. Entonces se le ocurrió otra idea, no era tan descabellada como parecía, pero si fallaba, significaba entonces que sí realmente el destino, algún dios o lo que fuera, disfrutaba destruyendo sus planes y viéndolo fracasar humillado una y otra vez. Miró en todas direcciones que nadie estuviera cerca, casi no le quedaba lumbre, por lo que antes de quemarse los dedos, cogió una varita de madera y armándose de valor, comenzó a hurguetear los excrementos del “Tragatodo”, era una medida desesperada pero por suerte funcionó. Dos monedas aparecieron entre los deshechos, la adrenalina de Horacio se disparó, era demasiada emoción y nerviosismo difícil de disimular, quería correr hasta donde estaba Lidia y mostrárselas pero sabía que no podía hacer eso, ni siquiera podría guardárselas sin delatarse él mismo, por lo que decidió ocultarlas, después de limpiarlas, en la misma jaula de Braulio, aquello era perfecto, habían entre las tablas y los fierros abundantes grietas y rendijas donde meter las monedas y además nadie deseaba acercarse a esa jaula ni menos hurgar en ella, por lo que estarían seguras hasta que llegara el momento de usarlas.

Cuando los hombres terminaron de guardar todo en los camiones tomaron posiciones también dentro de estos donde simplemente debían sujetarse para no caerse, porque el viaje para ellos sería instantáneo, los mellizos hacían su truco y en el mismo minuto en que todo quedaba listo para partir ya era tiempo de bajar todo de nuevo y armarlo esta vez en un lugar distinto.

La luna estaba gigantesca saliendo desde el mar, un mar tranquilo, oscuro y frío. El pueblucho al que habían llegado, no era más que un reducido y pobre caserío de pescadores que apenas se mantenía en pie, el clima allí era húmedo y frío. Estaban en un gran descampado en la cima de unos acantilados. Muchos hombres del circo incluyendo a su jefe, se acercaron a la orilla a echar un vistazo, el fondo era rocoso y la caída mortal, eso no le agradó a Cornelio, pero antes de que dijera nada, uno de sus hombres se lanzó al vacío… y luego otro. “¡Fuera de aquí todo el mundo o el próximo que quiera morir, será por mi mano y con mis métodos!” gritó Morris e hizo retroceder a la muchedumbre, para luego dirigir una mirada de profundo disgusto a los mellizos Monje por llevar su Circo a orillas de un acantilado donde la libertad era tan “tentadora”, estos habían conducido por horas hasta encontrar un lugar adecuado donde instalarse, no había mucho más para elegir en esa región “Está bien…” respondió Morris “…pero si alguien más decide ponerle fin a su contrato en ese risco, ustedes serán los responsables” Luego se retiró vociferando a sus trabajadores para que se apresuraran en bajar todo y lo dejaran armado lo antes posible. Los mellizos se vieron obligados a montar guardia para que no se produjeran más suicidios en ese lugar, y todo el mundo sabía que estos dos viejos eran difíciles de burlar, Román Ibáñez había conseguido una botella de licor y se alejaba silencioso para beberla en paz, mientras Von Hagen cubierto con un abrigo a pesar de su abundante pelaje, ayudaba a descargar los camiones pensando en cómo se sentiría Lidia si fuera liberada en el mar gracias a él, nadie la podría perseguir allí, sería libre, aunque él no la pudiera acompañar, ella se lo agradecería por siempre y probablemente nunca lo olvidaría. Sus pensamientos e ilusiones se terminaron en el momento en que sintió un llamado apagado y vio la cara de preocupación del gigante del Circo, un hombre de dos metros y medio con el curioso nombre de Ángel Pardo, este le hacía señas con cierta urgencia desde uno de los acoplados que estaban descargando, Horacio se acercó y el gigante señaló algo entre los bultos y las lonas. Una muchacha sucia y mal alimentada estaba atrapada allí, se había escondido mientras los hombres guardaban todo, pero con seguridad se hubiese asfixiado si no hubiesen retirado las cosas que la cubrían inmediatamente. La adolescente no se sorprendió nada con el aspecto de los dos hombres pero sí comenzó a rogar que no la delataran con su familia, “…por favor, déjenme viajar con ustedes… no me envíen de vuelta a casa” Von Hagen la miraba amable y sorprendido “…pero muchacha, si ya estás bastante lejos de casa…” la chica no lo creyó, “pero si ni siquiera nos hemos movido…” Ángel Pardo miró a su compañero con gravedad “no podemos mantenerla oculta. ¿Qué crees que hará Morris con ella si la descubre?” Horacio miraba preocupado a la chica “Ese no es el problema, hará lo que hace con todos. La hará firmar un contrato y la convertirá en una atracción…” la idea dibujó una sonrisa de felicidad en la muchacha, luego Von Hagen agregó “…El problema, es qué hará don Cornelio con nosotros si nos descubre ocultando a alguien”



León Faras.

martes, 16 de septiembre de 2014

Lágrimas de Rimos. Segunda Parte.

XVI.

Una vez caída la noche por completo, Ranta se adentró solo y a pie en los campos de Cízarin, avanzando por los caminos entre las altas terrazas donde estaban los cultivos, moviéndose rápido y con cautela como era su conocida habilidad hasta alejarse lo suficiente del resto de los hombres, con la misión de verificar que el camino estuviera despejado para que el ejército se acercara a la ciudad sin ser vistos ni oídos, notó el abundante lodo que había, pero lo creyó normal dado que aquello se trataba de una amplia zona agrícola, aunque consideró que en ese lugar usaban el agua como salvajes, desperdiciándola y llenando de barro por todas partes. Ranta llegó hasta un árbol cercano que estaba sobre una de las terrazas para subirse en él y escudriñar los alrededores, pero no le fue sencillo llegar allí, el barro se le pegaba a las botas y en más de una ocasión había estado a punto de caer por lo resbaladizo del terreno. Una vez encaramado sobre el árbol, las únicas luces que se podían ver eran las de la aun lejana ciudad, el resto era solo campo, casi tan oscuro como el mismo cielo, el cual los ocultaría bien, pero algo le preocupaba y le daba mala espina, el silencio, aunque estaba un poco lejos aun, era muy raro que no se oyera nada, ni las risas de los hombres que beben, ni los gritos de las mujeres que llaman a sus hijos, ni los llantos de las crías, el silencio era una muy mala señal, y aquella noche parecía que hasta los animales estaban escondidos en algún sitio sin hacer ruido. Aguardó sobre el árbol hasta que el resto del ejército llegó a paso lento hasta ese punto, el rey Nivardo lo miró extrañado mientras los soldados que estaban más cerca soltaron una risita divertida aunque ahogada para no hacer ruido, en la escasa luminosidad de la estrellas, se podía ver que el pobre soldado estaba cubierto de barro hasta arriba de las rodillas, además de los brazos y parte del rostro, “…Es como si hubiese caído un aguacero en este lugar…” se excusó, luego informó lo que había visto y oído, o sea, nada, y lo sospechoso que se le hacía toda esa situación, “…Algo no anda bien mi señor, no se oye ni siquiera el mísero ladrido de un perro” El rey observó a su rededor, “La noche está propicia y nada nos hace pensar lo contrario, además, ¿olvidas que bebiste de la fuente y que ahora eres un inmortal como nosotros?...” El rey Nivardo no bebió de la fuente por miedo a enfermar o resultar herido dolorosamente sin poder morir, pero eso era algo que solo sabía su consejero Serna y él mismo, nadie más tenía por qué enterarse “…Entraremos a la ciudad antes de que se asome la luna y una vez ahí, serán incapaces de detenernos” “Así será mi señor” dijo Ranta antes de desaparecer nuevamente en la oscuridad rumbo a la ciudad de Cízarin.

Fuera de los campos de Cízarin, en el extremo que limitaba con el río Jazza, un tercio del ejército comandado por Rianzo, permanecían ocultos e inmóviles, habían salido antes de la inundación con sus caballos que en esos momentos estaban atados un poco más alejados para que no importunaran con sus relinchos. Ya habían visto las siluetas de varios jinetes ingresando a los campos por alguno de los numerosos senderos pero aguardaban la confirmación del vigía, este regresó al poco rato para dar su informe “Es un ejército mediano conformado solo por jinetes, aunque yo creo que es pequeño para tomar por si solo una ciudad, por lo que podrían haber más acercándose y que no hemos visto aun. No han tomado el camino principal a pesar de ser el único que no está saturado de lodo. Tienen un hombre en avanzada que les limpia el camino, es bueno, pero no tanto…” y en esta parte el vigía sonrió al sentirse orgulloso de sí mismo “…ha pasado por mi lado sin siquiera notarlo, llevaba barro hasta en las orejas, podría haberle cortado la garganta sin problemas, pero conviene que sigan adentrándose confiados” después de poner la información en un pequeño papel la enviaron con una paloma especialmente elegida que estuviera criando, para que su vuelo fuera sin retrasos ni distracciones y permanecieron ocultos en el mismo lugar aguardando por si aparecían más hombres. Luego se movilizarían para ponerse en la retaguardia de los invasores y así cercarlos o cerrar algún intento de huida.

Un joven muchacho vestido de soldado con un uniforme que evidentemente le quedaba grande esperaba atento en uno de las torreones de Cízarin iluminado apenas con un par de antorchas, en el momento en que vio llegar una paloma, corrió hacia la escalera de madera, la ascendió a toda velocidad hasta la plataforma superior rumbo al nido donde ya se aprestaba a alimentar a su impaciente prole el ave recién llegada, la tomó, le quitó el mensaje y la devolvió a su lugar. Volvió a descender y luego sin perder tiempo, como encarecidamente se lo habían ordenado, siguió descendiendo por las escaleras de piedra hasta la base de la torre donde el resto del ejército estaba reunido junto a sus comandantes, allí aguardaba Zaida junto al monarca, Siandro, quien estaba ataviado con una liviana pero lujosa armadura, tras ellos estaba de pie el general Rodas, este último recibió el mensaje y se lo entregó sin ojearlo a la mujer, la anciana lo leyó y lo volvió a guardar en su mano antes de que el rey pudiera verlo “No sabemos cuántos hombres nos atacan, pero el primer grupo invasor ya está aquí. Los atacaremos antes de que salgan de los campos pero no pelearemos contra ellos. General Rodas, llévese su grupo, recuerde atacar y alejarse, no los enfrente. Rianzo cuidará la salida, nosotros, la entrada de la ciudad, si está en problemas use los cuernos para dar aviso” y luego dirigiéndose al rey “Será mejor que se ponga a salvo, ya tenemos a uno de los miembros de la realeza poniendo en riesgo su vida” pero Siandro la miró con desprecio, “Por supuesto que no, desde niños mi esgrima siempre fue muy superior a la de Rianzo. Los esperaré junto con la guardia del palacio. No pienso correr tras ellos” y dicho esto, desenvainó de su costado una espada “pétalo de Laira” y de su otro costado otra idéntica, Zaida no se lo esperaba, pero no agregó nada más.


Ranta llegó hasta un cruce de caminos entre las terrazas cultivadas, cuatro árboles no muy grandes, pero de abundante ramaje estaban allí, pensó en espiar desde uno de ellos. La ciudad estaba bastante cerca ya, pero por más que agudizaba la visión y el oído no conseguía captar nada, algo malo iba a pasar, estaba seguro. Hace un rato en una suave pendiente resbaló debido al abundante lodo y se golpeó en una rodilla contra una roca, soltó en un susurro todos los insultos y maldiciones que conocía debido al dolor que eso le causó. Si solo eso le había causado tanto dolor pensó en qué podía esperar de una flecha o una espada enemiga aun sabiendo que se suponía que él ahora era un inmortal “…esto no pinta para nada bueno” El rey Nivardo y el resto del ejército llegó hasta él “Nos lanzaremos desde aquí en estampida y no nos detendremos hasta llegar al palacio real. No se le perdonará la vida a nadie hasta que los señores de Cízarin se rindan y entreguen todo…” En ese momento, uno de los árboles que estaban en aquel vértice cayó súbitamente interrumpiendo al rey, no hizo ningún sonido pues ya estaba cercenado desde antes y preparado para caer, en el acto, un par de antorchas encendidas le cayeron encima encendiendo sus ramas impregnadas de aceite para lámparas, las llamas se alzaron violentas lo que espantó a los caballos y los hizo visibles en la oscuridad, entonces por lo menos un centenar de arqueros aparecieron de entre los cultivos cercanos y dispararon casi al unísono una multitud de flechas contra los jinetes y volvieron a esconderse, tan pronto como estos desaparecieron una segunda oleada apareció repitiendo la operación. Nivardo espoloneó con furia su caballo y lo lanzó contra las llamas mientras le gritaba a sus hombres que se mantuvieran agrupados y lo siguieran rumbo a la ciudad. Los hombres del general Rodas volvieron a aparecer para rematar a los heridos pero en su lugar encontraron solo unos cuantos caballos agonizantes por las flechas. Ni un solo hombre, aquello era imposible.


León Faras.

domingo, 14 de septiembre de 2014

Historia de un amor.

 XI.

Miranda abrió los ojos y se quedó unos segundos viendo el techo de su habitación, respiró hondo hasta que sus pulmones ya no pudieron absorber más aire y luego de botarlo, continuó respirando con la infinita calma con la que había despertado, su cuerpo estaba tan relajado que hasta podía dimensionar el peso que ejercía sobre el colchón de su cama, se sentía contenta y en paz, bajo los agradables efectos de un sueño profundo y reparador, además de agradable, porque había soñado con su nuevo amigo, bueno, su nuevo amigo era parte de ese sueño agradable, del conjunto, dentro del cual se podía respirar bienestar, felicidad y equilibrio. Era una especie de celebración familiar, donde una abundante parentela se juntaba a festejar y lo hacían como de costumbre en compañía de sus respectivas parejas e hijos, dándose ciertos casos o circunstancias que siempre llamaban la atención precisamente por la costumbre de repetirse, como la prima esa que siempre estaba embarazada o con una cría de pecho en los brazos al momento de dicha reunión, lo que a menudo era buen motivo de conversación para los que intentaban recordar o averiguar cuántos hijos llevaba ya, sus respectivos nombres, sexos o edades… y a veces también sus padres. O aquel que llegaba con una pareja distinta cada vez y con la que aparentaba mantener una relación fresca y duradera aun sabiendo que conocía tan poco de ella como ella de él. También estaban esos dos que insistían en vender la imagen de un matrimonio feliz y perfecto a pesar de que era de dominio popular toda la cantidad de veces que se habían atacado mutuamente dando un espectáculo sin pudores, cosas de las que nadie está libre pero que es conveniente mantener en la intimidad porque evidentemente nadie más tiene por qué enterarse, menos aun si se sabía que el siguiente paso era volver a empezar todo de nuevo pidiendo perdón como el más devoto de los pecadores arrepentidos. En el sueño todo eso se veía representado pero no como protagonista sino como parte del escenario, formando el contraste necesario para marcar la tranquilidad y bienestar que sentía ella, de saberse ajena, liberada de todos esos sucios comportamientos que deterioraban irremediablemente las relaciones que pretendían ser serias, resquebrajándolas, carcomiéndolo todo hasta solo dejar una fachada, delgada e inestable, incapaz de sostenerse por sí sola. Dentro de lo que vivía en su sueño, su caso era diferente, era lo que ella siempre había buscado, que no se trataba de nada especial ni fantástico sino solo honestidad y transparencia, sin máscaras, sin fachadas, si el amor estaba pues perfecto, a disfrutarlo y si no, pues nada más no, no era necesario ni saludable para nadie fingir sentir cosas que no se sentían. En compañía de su nuevo amigo se sentía tranquila, sin dudas atascadas o sospechas roedoras, sin desconfianzas ni temores, simplemente en paz y esa agradable sensación era la que la inundaba ahora que acababa de despertar, aunque en realidad no era mucho lo que sabía sobre su nuevo amigo pero le gustaba y eso no era poco decir, porque algo en ella, tal vez su corazón o tal vez su instinto, ya confiaba en él, ya le había dado el visto bueno y eso no era algo que le sucediera a menudo. Se levantó y bajó de su cama con cuidado de no pisar al gato que como siempre dormía en la bajada de cama.

Salió de su casa con una tostada en la boca rumbo a su trabajo, como de costumbre, verificó que llevara sus llaves, dinero y documentos en los compartimentos de su bolso, en medio de eso, se topó con una hoja de papel doblada que de buenas a primeras no le dijo nada, pero al abrirla la reconoció de inmediato, era el conjuro que ella misma había copiado del libro que había encontrado, lo había guardado allí después de mostrárselo a Bruno y luego lo olvidó. Recordó por qué lo había copiado, precisamente por la desfachatez para solicitar el amor sin conformidades ni titubeos, y se preguntó si acaso no había recibido precisamente eso, era cierto que aun era muy pronto para una respuesta de ese conjuro y mucho más como para hablar de amor, pero por otro lado, la atracción y el interés que le había generado desde el principio su nuevo amigo era algo que no podía pasar por alto, hacer como si nada y seguir su camino, sino que quería saber más de él, algunas cosas importantes, aquellas en las que casi con obligación debes indagar antes de interesarte seriamente en alguien, otras cosas menos importantes, como aquellas que buscan conocer a ese alguien para identificarlo e individualizarlo dentro de la gigantesca masa de individuos que pululan por el mundo y otras absolutamente irrelevantes o hasta un poco ridículas, detalles escondidos pero interesantes que solo se comparan con las personas que luego de ver cien veces una misma película comienzan a notar las sutilezas que dejó el director para sus seguidores o los errores que dejaron pasar extenuados profesionales. Estaba realmente interesada y eso le daba ansiedad, hasta un poco de temor, sabía que debía moverse con cuidado para no equivocarse luego y resultar dañada, pero también sabía que no podía quedarse sin hacer nada y dejar pasar esa nueva relación insipiente que aunque lo disimulaba y lo intentaba reprimir, le alegraba el día sin esfuerzo alguno y la llenaba de una sabrosa ilusión. Volvió a ojear el conjuro antes de guardarlo, pensó que si era cierto que su nuevo amigo era ese alguien especial que había estado esperando para vivir el amor de la forma como lo había planeado siempre, entonces se merecía un agradecimiento escrito por responderle de forma tan rápida y acertada, un agradecimiento tal como el que estaba escrito en la hoja del libro que había encontrado, aquel que estaba escrito con su propia letra.


El informe del tiempo había anunciado lluvia y ahora las abundantes nubes del este se veían amenazantes, la lluvia le encantaba, pero esperaba que no arruinara sus planes. Había quedado de juntarse con su nuevo amigo para almorzar. 


León Faras.

jueves, 4 de septiembre de 2014

Simbiosis. Una visita al Psiquiátrico.

Una visita al Psiquiátrico.

I.

La plaza en el centro de Bostejo era uno de los pocos lugares de la ciudad que se podía decir que conservaba de buena forma su belleza y estilo de diseño. En la ciudad de las escaleras la plaza no se quedaba atrás, poseía tres pisos o tres niveles circulares sobre una base cuadrada que era la manzana, cada anillo era más pequeño que el anterior, conectados con elegantes y amplias escaleras de piedra las que albergaban abundante vegetación entre unas y otras, arboles añosos que convivían con arbustos más jóvenes de la misma manera que estos se imponían en tamaño sobre la fresca y abundante hierba, todos ellos enclaustrados tras robustos pero elegantes balaustrales igualmente de piedra tan pálida como dura. Se encontraba a buena altura dentro de la desnivelada ciudad, por lo que además de los numerosos asientos, ofrecía también un atractivo paseo con una privilegiada vista de la ciudad. En domingo era común encontrarse actos artísticos o culturales en el último anillo, músicos interpretaban reconocidos temas musicales, malabaristas entretenían al público con su habilidad y era además un lugar donde el comercio ambulante también tenía su espacio. Alberto había aceptado la ayuda económica que Estela le había ofrecido del empeño del reloj para que visitara a su mamá, con la condición de que le permitiera usar ese dinero para comprar globos y así poder ganar algo más con su trabajo, y así lo hizo, Estela aceptó el trato pero también puso su condición, que le permitiera comprar caramelos y hacer una especie de sociedad para venderlos, así ambos podrían obtener algo más de dinero para realizar el viaje a San Benito, un viaje que planeaban realizar juntos siempre y cuando la señora Alicia estuviera de acuerdo.

Bernarda disolvía una cucharada de miel en su té con limón, sentada frente a la señora Alicia que lucía pensativa, debido a los planes que tenía Estela, le parecía bien que la muchacha quisiera ayudar a su nuevo amigo para que este le hiciera una visita a su madre a quien con seguridad necesitaba ver, pero acompañarlo, dos muchachos tan jóvenes que viajaban solos y además a un hospital psiquiátrico, era algo que no le parecía una buena idea desde ningún punto de vista, “Hasta puede ser peligroso, ¿no cree?” y Bernarda asintió con la cabeza “…aunque por otro lado, la situación de ese chico es bastante dura, según sabemos, no está ni su papá ni su mamá para que se preocupen de él, debe encargarse él mismo de todo y encima la vida no está fácil para nadie. Debe hacerle mucha falta su madre a ese niño y es muy noble que Estela quiera ayudarlo” La señora Alicia estaba de acuerdo con todo eso, pero exponerlo de esa manera solo la hacía sentir culpable y no solucionaba nada “Yo lo sé, pero permitir que Estela viaje sola en compañía de ese muchacho no es un acto de buena voluntad, sino una irresponsabilidad, si llegara a suceder algo… Dios no lo permita…” y ambas mujeres se santiguaron “… ¿a quién podrían recurrir? Estela nunca ha estado allí y no conoce a nadie en esa ciudad” Bernarda bebió un sorbo de su té y volvió a posar la taza con cuidado sobre el platillo “Es cierto y no digo que deba permitir que Estela viaje así de buenas a primeras, solo digo que tal vez no debería negarse tan tajantemente sin antes considerar otras opciones” “¿qué otras opciones?” preguntó la señora Alicia con cierto aire de extrañeza “digo que tal vez hayan ciertas condiciones que necesite para permitir ese viaje y no lo sé… tal vez los muchachos puedan hacer algo al respecto” La señora Alicia guardó silencio y siguió en su actitud pensativa porque la idea aun no la convencía en absoluto.

Los muchachos preparaban sus cosas en uno de los asientos de la plaza de Bostejo, Estela se encargaba de ordenar y clasificar sus caramelos en una caja de cartón tal como lo hacía Aurora con los cigarrillos que vendía, mientras Alberto se ponía su traje de payaso y se pintaba el rostro. Una vez listos comenzaron con su trabajo, recorriendo los diferentes niveles ofreciendo sus productos hasta llegar a la parte más alta de la plaza, varios niños con sus padres se detenían a observar en un sector y Alberto notó inmediatamente por qué “Mira, hay un acto de títeres… ven, conozco al dueño, nos dejará vender nuestras cosas” El escenario de títeres no era más que una estructura angosta y liviana de madera vistosamente pintada con una ventana provista de cortinas por las que se asomaban los títeres que nunca eran más de dos al mismo tiempo por una cuestión de espacio pero sobre todo porque solo había un titiritero, pero cuyo espectáculo era la delicia de su pequeña y entusiasta audiencia. El hombre era un tipo de unos cuarenta y tantos años, tremendamente delgado, con una barba tan larga, lisa, tosca y negra como su cabello, usaba unos diminutos anteojos que entonaban muy bien con el aspecto afable que casi siempre acompaña a la gente que sin caer en la tacañería, deben llevar una vida austera y parca, pero con todo eso, era un hombre que había elegido su oficio porque era lo que le gustaba y lo hacía con pasión a pesar de lo poco que a veces obtenía a cambio. Sentado sobre una caja de madera, un cigarro se consumía en su boca mientras le zurcía el vestido a lo que parecía una pequeña hada madrina, de esas que usan gorro en forma de cono y una varita mágica con una estrella en la punta. El payaso saludó con afecto a su amigo titiritero y luego miró curioso a su rededor “¿Y Luna?...”preguntó. El hombre le dio una última calada a su cigarro antes de hacerlo desaparecer bajo la suela de su zapato “Estuvo bastante mal, tos y fiebre, pero ya se recupera. Hoy amaneció mucho mejor, aunque de todas formas aún le quedan algunos días de reposo…” Luna, era la única hija de Jonás, el titiritero, y su única familia también, “entonces te vendrá bien nuestra ayuda hoy…” dijo Alberto con entusiasmo y agregó señalando a Estela “… ¿Tienes el disfraz de Luna? Tengo una amiga aquí que lo puede usar” Jonás vio a la muchacha y la idea le pareció genial.

Unos guantes blancos que solo dejaban libre el dedo pulgar y una peluca dividida en dos gruesos moños, hechos de la lana color zanahoria más gruesa fue todo el disfraz que Estela necesitó, eso, rematado con dos círculos rojos pintados en sus mejillas a manera de cándido rubor, y un pequeño grupo de oscuras y ralas pecas a cada lado, todo hecho con las pinturas de Alberto, el resultado fue mejor que el esperado, la muchacha se veía tal cual la más querible y tierna muñeca de trapo que jamás se haya visto. El titiritero haría tres espectáculos ese día y los muchachos, en cuyos respectivos disfraces se veían sencillamente irresistibles, se encargarían de promocionarlos, eso atraería más gente y mientras más gente, mejor les iría a ellos mismos con la ventas de sus productos. Ayudar a los demás era una buena forma de obtener los beneficios del trabajo en equipo y eso era algo que nadie les había enseñado, ambos habían llegado a comprenderlo en su día a día, solo viviendo.  




León Faras.