domingo, 6 de diciembre de 2015

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

XXI.

Cuando el general Rodas llegó, Siandro y Zaida observaban cómo los primeros focos de incendio aparecían en la ciudad, “Están quemando la ciudad con nuestras propias antorchas, tal vez no debiste dejárselas servidas” dijo el joven monarca de Cízarin con un tono de reproche, la vieja ni lo miró para responderle, “¿Crees que el ejército invasor se hubiese confiado y adentrado en una ciudad a oscuras?...” y luego alzando la voz agregó “¿Alguna novedad general?” pero al dirigirle la mirada, su expresión cambió por completo, “¿Qué es esto, general?” Rodas y sus hombres traían prisionero a Darco, el enorme soldado de Rimos con la mirada bizca y el cuerpo aun cubierto de flechas, “Pensé que le interesaría ver esto, mi señora” dijo Rodas, al tiempo que retiraba una nueva saeta del cuerpo del prisionero, y la monstruosa cicatrización se volvía a repetir, Siandro hizo una mueca de asco e incredulidad, mientras Zaida respiraba hondo antes de responder, “Entonces es cierto…” La mujer ya había recibido un par de informes de boca de algunos soldados, que hablaban de una antinatural habilidad del enemigo para recuperarse rápidamente de heridas, ciertamente mortales, pero al verlo, todo cambiaba repentinamente, las palabras se volvían hechos, y las decisiones debían ser tomadas de acuerdo a estos. Darco fue llevado a una celda mientras Zaida se quedaba meditando unos segundos, “General Rodas, vamos a quemar los puentes, excepto el principal, de esa manera centraremos nuestras fuerzas y controlaremos su avance.” “¿Los caballos mueren… o es que también las bestias poseen esta extraña habilidad?” preguntó Siandro, quien oía atentamente desde donde estaba parado “Los caballos sí mueren mí señor” respondió Rodas de inmediato, Zaida le dio una mirada de aprobación al joven monarca, “Bien pensado, su alteza…” dijo, y agregó dirigiéndose a Rodas “...atacaremos a hombres y bestias por igual… aunque después de ver esto, no sé si sea lo más correcto hablar de… hombres”

Una vez que el general se retiró, Zaida llamó a uno de sus soldados que poseía un cuerno “Da la señal” le dijo y este se retiró, luego ordenó a su grupo que montara, una vez que los puentes ardieran, deberían centrar sus fuerzas en el principal, Siandro y su guardia personal permanecieron donde estaban, tras la mirada de la vieja, este respondió “Ya te dije que no correré tras ellos, si me quieren, que vengan por mí…” Zaida hizo una pequeña reverencia desde su caballo y ordenó el avance de sus hombres, poco convencida aun, de las supuestas habilidades para luchar de las que presumía su nieto y rey.

Los hombres de Rimos pronto se dieron cuenta de que mantener el grupo unido en la ciudad sería imposible a menos que pudieran regresar al camino principal, pero ya estaban tan divididos que aquella idea quedaba descartada, las calles se angostaban y se dividían sin cesar como ramas de un árbol, disgregando al ejército cada vez más que sencillamente no cabía en ellas, al rey Nivardo entonces no le quedó más remedio que cambiar la batalla a “De hombre a hombre” por donde un ejército no puede pasar, un hombre sí puede y además hacerlo rápido, si el grupo no podía mantenerse unido, entonces se separaría por completo, cogió una antorcha del camino y la lanzó a un establo cercano el cual se encendió rápidamente “¡Sepárense, quemen todo, arrasen con todo! ¡No olviden que son inmortales! ¡Los inmortales de Rimos!” El rey avanzó al galope por las callejuelas vacías seguido de un grupo cada vez más pequeño de hombres, el caos a lo lejos se oía cómo comenzaba a propagarse junto con el fuego, luego Nivardo se detuvo, un grueso brazo del río Jazza les cortaba el paso, Ranta se bajó de un salto, aun compartía el caballo de Vanter, desenvainó su espada y escudriñó el lugar, la rivera del río era angosta para los caballos, el puente más cercano estaba a varios metros y en llamas, con seguridad, los hombres de Cízarin estaban prendiendo fuego a sus propios puentes para cortarles el paso, deberían regresar para buscar otra forma de pasar, ayudado de una antorcha que uno de los hombres traía, buscó otro camino, otra callejuela oscura, a un par de metros en el interior de una de estas, encontró una cuerda tensada a veinte centímetros del suelo, demasiado obvia para un hombre pero efectiva para un tropel de jinetes, y más allá, una porción del camino cubierta con una delgada tela oscura, “Un foso…” pensó Ranta, dio un paso con cuidado de no tocar la cuerda tensada para echarle un ojo a la trampa, pero al hacerlo, sintió la resistencia de algo finísimo bajo su pie que inmediatamente se cortó, Ranta comprendió que había mordido el anzuelo, desesperado, levantó la antorcha pero no vio nada, entonces se volteó, “Oh mier…” su grosería quedó inconclusa, un tronco liberado lo golpeó en el pecho como un puño gigante y lo arrojó al medio de la trampa. No importa cuánto se conozca sobre el funcionamiento de esa trampa, siempre te sorprende y siempre por detrás.

Cuándo sus compañeros se acercaron a verle, lo encontraron tendido de espalda sobre el piso, varias puntas de madera se asomaban saliendo de su cuerpo, además de una alojada en la base de su cráneo que le mantenía la cabeza ligeramente levantada, aquella trampa no era un foso, apenas un bajo excavado en el camino para que las cortas y agudas puntas de madera quedaran disimuladas a ras de suelo. Pero Ranta estaba vivo. Sus ojos, muy abiertos, se mantenían fijos en un punto indeterminado, su boca se movía sin parar, como haciendo un gran esfuerzo por hablar, o tal vez, presa de un temblor incontenible, también sus miembros se movían, aunque eran movimientos estériles sin ninguna intención de conseguir algo. Los soldados lo miraban como quien ve a una presa, que luego de ser cazada, ha quedado en demasiado mal estado para ser comida, Vanter le dio una palmada en el brazo a un compañero para que le ayudara a sacarlo de ahí, “Vamos, es un inmortal también, ¿no?” entre los dos lo tomaron y no sin un esfuerzo considerable lo sacaron de ahí, como era de esperarse, sus heridas se taparon de inmediato y comenzaron a enraizarse, lo pusieron de pie y lo sujetaron hasta que pudo sostenerse por sí solo, pero Ranta ya no era el mismo, era un completo idiota, un idiota que en su primer intento por caminar se golpeó contra una pared y luego echó a andar de nuevo contra las púas de donde lo habían sacado, aquello ponía en serias dudas el beneficio de la inmortalidad para esos hombres, pues volvían a sentirse vulnerables, eran inmortales, no cabía duda, pero el estado de Ranta, para muchos era peor que la muerte, era una muerte en vida. Nivardo, que observaba aun desde su caballo, notó ese peligroso sentimiento en sus soldados y les ordenó montar, “¡Déjenlo ya! la herida en su cabeza fue demasiado profunda. Tenemos un reino que tomar.” El rey echó a correr hasta encontrar un nuevo camino por el que fue seguido por sus hombres, una chiquilla que corría aterrada apenas alcanzó a pegarse a la pared para que el tropel de jinetes pasara sin tocarla. En un nuevo giro, el grupo quedó frente al otero de Cízarin, sobre el cual se veía claramente un gran fuego que ardía, “Una almenara…” dijo el rey, y agregó “…están llamando refuerzos, pero ¿A quiénes?”En ese momento una lluvia de flechas les cayó desde los tejados, la elección del camino había sido mala, no tenían salida y si se quedaban ahí iban a ser acribillados, entonces le dieron de golpes a una puerta hasta que esta cedió, el primer hombre en entrar recibió un golpe en la cabeza que lo aturdió de inmediato, los otros ingresaron sin problemas, en el interior, una mujer enorme montaba guardia con un garrote “Tráenos agua mujer, tengo sed” dijo un soldado, otro que hacía buen esfuerzo por alcanzarse una flecha en su omóplato agregó “O vino sería mejor, si tienes” otro soldado echaba un ojo por las rendijas de la ventana y otro veía con incredulidad como su rey había resultado herido y sangraba de la parte frontal del hombro. El que había recibido el golpe en la cabeza, ya se ponía de pie, sobándose enérgicamente. Pronto todos notaron que su rey no era un inmortal como ellos, “Señor, usted no bebió de la fuente, ¿verdad?” “No…” respondió este con severidad “…era mi hijo quien debía estar aquí…” Un buen ruido de jinetes se oyó aproximarse y los hombres decidieron refugiarse en la parte alta de la casa. En ese lugar se escondía un buen número solo de mujeres, armadas con palos y utensilios de cocina principalmente, Nivardo de pronto reparó en una de ellas “Tú… yo te conozco… tú eres la criada que atiende a la mujer de mi hijo, ¿Qué demonios estás haciendo aquí?” Para Nila encontrarse al rey de Rimos también era una sorpresa, ella no sabía nada de lo ocurrido con Ovardo.

Solo dos hombres se encargaban de llevar a Darco atado de manos a una celda, solo dos hombres, para un soldado enorme, experimentado, hábil luchador y además inmortal. Un codazo brutal en el rostro de uno de sus custodios arrojó a este al suelo sangrando de la nariz, el otro desenvainó su espada pero Darco la tomó con ambas manos por el filo, ni una gota de sangre brotó de estas, luego le descargó un rodillazo en el vientre y lo remató con un golpe certero con la cacha de su misma espada en la nuca. Segundos después, Darco estaba libre y armado y los dos hombres que lo llevaban, muertos.



León Faras.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Simbiosis. Una visita al Psiquiátrico.

VI.

Ulises entró al café de Octavio con una mueca de auténtica incredulidad en los labios, “¿Cómo ha sucedido tan rápido? Mírate, no te borrarían la sonrisa del rostro ni con una bofetada, igual que Bernarda” “¿En serio?” respondió Octavio y su sonrisa se volvió más amplia y más boba, “¿Ustedes le ayudaron, verdad?” continuó Ulises dirigiéndose a Alamiro que sostenía su vaso de vino blanco y a Diógenes que sacada un cigarrillo, “Lo hizo él solo” respondió este último antes de acercar la llama a su boca, “Yo estoy igual de admirado que tú…” dijo Alamiro secando su vaso de un trago, y luego de apretar los dientes y exhalar el aire producto del alcohol ingerido, agregó, “…y me alegro mucho por nuestro amigo” “Pues no es que no me alegre la felicidad tuya, hombre…” replicó Ulises aun sin entender qué pasaba “…pero es que aún no me dices qué es lo que has hecho para que ambos anden ilusionados y flotando en los aires, como un par de chiquillos que parecen enamorarse por primera vez” Octavio respondió rascándose la cabeza “Pues solo le he preguntado si quería… si podía, cenar conmigo esta noche, aquí, en la cafetería…” “¿Y qué más?” pregunto Ulises aun insatisfecho, ante la atenta mirada de Alamiro y Diógenes que seguían la conversación expectantes y en silencio “Nada más… me ha dicho que sí y hemos quedado a las ocho”; “¿Solo eso?” insistió Ulises, “Sí, solo eso” respondió Octavio que en ese momento sentía todo el peso que sentiría un muchacho enfrentándose a su suegro por primera vez, a pesar, de que su suegro también era su amigo desde hace ya varios años, “Yo creo que esa cita ya la estaban esperando ambos desde que se conocieron, y solo faltaba que uno de los dos actuara, para que todo se diera así de fácil…” remató Diógenes observando su cigarrillo como si le hablara a este, y ante el silencio de los demás, agregó, “…exactamente igual me sucedió a mí con mi primera mujer” “¿Dijiste a las ocho?” preguntó Ulises más satisfecho, y ante la afirmación del camarero agregó “Pues será mejor que vayamos cerrando este lugar y preparándolo todo, hay que limpiar y ordenar para que des la mejor impresión” “Yo voy a conseguir un traje con mi suegro que es más o menos de la misma talla…” dijo Alamiro diligente, pero Diógenes lo detuvo, “Pero si tu suegro tiene tantos años que seguro su ropa ya se cae a pedazos. Lo que tú quieres es salir huyendo” “Pero miren al burro hablando de orejas…” replicó Alamiro al tiempo que Ulises ponía orden “Ustedes dos van a dejar todo limpio aquí, yo con Octavio nos encargaremos de lo que falte para la cena. El traje lo veremos luego”


Sin padres que se encargaran de él, Alberto había sido entregado a su tía Berta, la hermana mayor de su madre, una mujer flaca y solterona con el carácter agrio que forja la frustración auto impuesta, una mujer religiosa que condenaba los sueños como si fueran pecados de soberbia y avaricia, una mujer orgullosa de seguir y predicar la versión más rígida y castrante de la fe, una mujer que miraba el buen humor y la risa como libertinaje y al llanto como incompetencia. Una mujer con la que Alberto, no duró mucho tiempo. El niño prefirió ampliamente huir a quedarse en el ambiente sólido, aseado y vacío de la casa de su tía, esta tampoco jamás lo buscó, totalmente convencida de que eran las autoridades las encargadas de traerlo de vuelta y no ella, aunque sabía perfectamente dónde el niño estaría. Alberto regresó a la casucha donde vivía con su madre, entró por una ventana y se quedó allí algunos días hasta que una vecina lo encontró y con la ayuda de otros vecinos lo ayudaron, lo asearon y lo alimentaron. Más temprano que tarde, Alberto volvió a ser el niño que era, inteligente y despierto, se adueñó del barrio rápidamente, comía un día aquí y el otro allá, aunque indefectiblemente siempre dormía en su casa, solo, mirando la mancha seca de sangre en el piso hasta que se le cerraban los ojos. Durante el día, el chico cumplía los mandatos de una vecina y luego se encargaba de cuidar a los pequeños de otra, lo mandaban a comprar todo tipo de cosas o incluso a dejar recados de jóvenes enamorados, nunca decía que no aunque estuviera a mitad de un juego con los otros niños, nunca decía que no, excepto, cuando Diana quería enseñarle a leer. Diana era una joven que vivía en el barrio, tenía un problema de obesidad controlado a medias aunque su real apetito era por los libros y la lectura. Alberto no podía negar ni ocultar la enorme curiosidad que le provocaban las historias que Diana le leía, viajes en barco que alcanzaban tierras lejanas y antiguas, seres fantásticos que llevaban a cabo hazañas sobrehumanas, pequeños trozos de tierra en medio del océano donde cohabitaban la riqueza y el peligro mortal, todo era tan interesante y nuevo que el muchacho ponía todo su interés en lo que oía, pero cuando la joven le ofrecía enseñarle para que pudiera leer lo que quisiera y cuando quisiera, el niño se negaba como a un perro viejo que quieren meter al agua para darle su primer baño, pues decía que jamás podría hacerlo, que él no era inteligente como ella y que con solo ver una página de un libro, se daba cuenta de lo extremadamente difícil que era y solo pensar en el resto de las páginas, se le hacía una tarea imposible. De escribir, ni hablar.

Ahora estaban allí, Estela le había pedido a Alberto que la llevara a su casa para conocerla y el muchacho accedió sin trabas, pues ambos ya se aceptaban como hermanos y la curiosidad por conocerse más, era mutua. Para Estela, la casucha dónde vivía Alberto no era muy diferente del lugar dónde ella vivió con sus padres, al igual que el barrio y los vecinos, eso los hacía empatizar y los unía como si hubiesen compartido la misma infancia, con situaciones similares y en escenarios parecidos, por lo tanto, podían comprenderse fácil y libremente. Se sentaron fuera de la casa bajo la fresca sombra de un pimiento a planear lo que sería su viaje al psiquiátrico y compartir algunos dulces que Estela había guardado, de vez en cuando algún vecino pasaba por ahí saludando al muchacho y a su joven acompañante antes de seguir su camino. Todos los vecinos saludaban al muchacho. En ese momento Diana pasó por allí y se detuvo a saludar, como era de esperarse, traía un libro bajo el brazo, “¿No me vas a presentar a tu amiga?” “Ella es Estela…” dijo el muchacho levemente incómodo por tener que presentar a alguien, cosa que nunca antes le había tocado hacer, y agregó “…ella no es mi amiga, es mi hermana” Aquello último, llenó de un inesperado orgullo a Estela lo mismo que de sorpresa a Diana “No sabía que tuvieras una hermana…” Estela replicó con una sonrisa satisfecha “Pues nosotros tampoco, hace muy poco tiempo nos dimos cuenta de que su papá y el mío, son el mismo…” “Vaya…” dijo Diana, “…pues ha sido una bonita coincidencia que se encontraran y se conocieran” “Es cierto” contestó Estela. “¿Traes un libro nuevo?” preguntó Alberto, “No, no es un libro nuevo, lo leí hace mucho pero hoy casi se me abalanzó encima en la biblioteca para que me lo trajera” respondió Diana alegremente, “¿Y de qué se trata?” preguntó Estela curiosa, “Es de dos niños que un día se encuentran y siendo de padres diferentes, son iguales como gemelos, solo que uno es inmensamente rico y el otro pobre como las ratas, y deciden intercambiar puestos…” “¿Y por qué alguien con mucha plata quisiera tomar el lugar de otro sin nada?” preguntó Alberto encontrando el argumento de la historia de lo más absurdo, “Porque el rico vivía atrapado en su palacio lleno de restricciones y el pobre era libre de ir y venir donde quisiera, como nosotros…” respondió Estela ante la grata sorpresa de Diana “¿Lo has leído?” preguntó, y Estela asintió con la cabeza “Sí, tuve una profesora hace tiempo que me prestaba sus libros a veces… ¿Tú lo has leído Alberto?” En ese momento, y ante la inseguridad del chico para responder, se encontró este con que ya no tendría que soportar a una persona insistiéndole con que debía aprender, sino que ahora serían dos, pues Estela también se empeñaría en que lo hiciera, por lo que no le quedó más remedio que ceder, “Bueno, bueno, pero antes debemos solucionar lo de nuestro viaje y después veremos eso de leer… ¿Sí?”, “¿Qué viaje?” preguntó Diana interesada y Estela le contó lo de la visita a la madre de Alberto y de que ella quería acompañarle, pero que no le darían autorización a menos que algún adulto pudiera acompañarlos y por eso no habían podido ir todavía “¿Y si yo los acompañara?” dijo la joven, lo que iluminó el rostro de los muchachos “¿Lo harías?” respondió Alberto ilusionado “¡Claro! pero…” respondió Diana, desvaneciendo poco a poco la sonrisa del muchacho y acentuando la de Estela “…tendrás que comprometerte a que pondrás todo de tu parte para aprender a leer y escribir” “¡¿Y a escribir también?!” replicó el muchacho alarmado, pero Estela lo tranquilizó, “No te preocupes Alberto, si ambas cosas se aprenden juntas y al mismo tiempo. Yo te ayudaré.”




León Faras.

martes, 24 de noviembre de 2015

Del otro lado.

XXIII. 


Laura estaba realmente fascinada con su nuevo descubrimiento, su nueva habilidad, poder ver el mundo a través de los reflejos era para ella una experiencia extraordinaria, como si viera la vida por primera vez. Absolutamente todo comenzaba a vislumbrarse allí, los numerosos vehículos, las interminables personas, los árboles, la incontrolable vegetación, las aves en el cielo, los perros vagos o con sus dueños, todo era visible para ella nuevamente, pero solo a través de un reflejo mudo y lejano, impenetrable, como si se encontrara del otro lado del espejo, pero aquello no era ningún inconveniente para la muchacha por el momento, pues con ver todo aquello y saber que no estaba sola, que el mundo seguía funcionando igual que siempre a su alrededor, aunque no pudiera percibirlo como antes, ya era un avance muy sustancial para ella que la llenaba de entusiasmo. La ciudad estaba llena de cristales por todas partes y Laura aprovechó todos los que pudo durante su camino a casa para volver a ver a la gente, ella caminaba sola, pero en los reflejos de los vehículos y los escaparates, las personas pasaban por su lado o a través de ella sin prestarle la menor atención, pues nadie la podía ver, ni siquiera ella se veía a sí misma reflejada en la vitrinas, sin embargo, en más de alguna ocasión su mirada se cruzó con la de algún transeúnte, una pequeña niña por aquí o un tipo con lentes de sol por allá, era una experiencia curiosa, aunque probablemente casual. Llevaba una idea muy clara en mente y era volver a ver a su madre y a su hermana, cómo estaban, qué hacían, como se veían, tenía mucha curiosidad por descubrir su casa y su entorno nuevamente, de ver caras conocidas, ya luego cuando anocheciera volvería al cementerio para acudir a la cita que ese tal Alan le había propuesto, otro tema que le causaba bastante curiosidad. Mientras se dirigía a su casa, buscaba en su mente algún indicio de cómo había sucedido su muerte, algún recuerdo o imagen que tal vez pudieran darle alguna pista, pero nada, simplemente un día su vida era completamente normal y luego ya no, sin que ningún suceso en particular marcara el antes y el después.


Se llenó de autentica emoción y felicidad cuando llegó a su población y los polvorientos cristales de un vehículo estacionado le ofrecieron una completa panorámica del lugar, con la multi-cancha en frente y los bloques habitacionales alrededor, pero esta vez con todos sus moradores pululando por ahí, en su mayoría, rostros que le resultaban familiares y que la traían de vuelta a su tiempo y espacio, a su universo. Las vecinas agrupadas conversando en un rincón, jóvenes yendo o llegando en bicicleta, niños que corrían tras una pelota y los árboles, los mismos que buscó con tanta insistencia los primeros días de su nueva forma de existencia, todos ellos estaban allí, aun vivos y resistiendo el constante maltrato al que estaban expuestos, pero al volver la vista a cualquier otro punto la magia desaparecía y todo seguía siendo igual, mudo y vacío, curiosa y entusiasmada, volvió a dirigir la vista hacia la ventana del automóvil con la intención de escudriñar su alrededor con más cuidado y tal vez descubrir la presencia de alguien conocido para ella, cercano o por qué no, alguien de su familia pero lo que descubrió fue espantoso. Parado allí entre los escasos transeúntes que circulaban en ese momento, había una figura humana parada, delgada, alta y oscura como una sombra, como una escultura hecha de humo negro y denso, tal vez, de oscuridad, de sombra, como si esta fuera capaz de agruparse para formar un cuerpo, estaba de pie justo detrás de ella. Laura notó cómo una chica que pasaba por allí con un par de amigas, al parecer rozó aquel ser con su brazo desnudo y debió restregárselo enérgicamente con la otra mano, pues sintió un escalofrío que le erizó los vellos, pero nada más que eso, pues nadie parecía verlo, Laura volteó la vista con precaución tras ella por encima del hombro, por si veía algo que antes no hubiese notado, pero nada, su mundo seguía igual, entonces volvió la vista al cristal del auto, y lo que vio la hizo caer al suelo, la figura se le lanzó encima con una violencia terrible, creciendo de tamaño y abriendo una boca enorme en un grito mudo capaz de engullirla por completo y con garras que parecían no dejarle ninguna escapatoria. Pero toda la violenta embestida se estrelló contra el cristal, que sin ningún esfuerzo, resistió incólume el aterrador envite que se desintegró en el aire desapareciendo por completo. Laura quedó sentada en el suelo, aterrada, desconcertada, sin entender qué había sucedido ni mucho menos poder imaginar a qué se enfrentaba.


León Faras.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Décimas de amor.

II.

Mi vida no está entera
sin de tu saliva, el sabor
sin el petricor de tu sudor
bañando tu piel morena.
Tú has sido la primera,
que llena de amor mi corazón
lo mismo que de pasión
la sangre que corre en mis venas
con deseo que envenena
hasta mi último rincón.

Una lluvia que nunca cesa
un sol que brilla una eternidad
la más maciza y fiel verdad
una gran carga que no pesa
un sentir de consistencia espesa
del que no me he de deshacer
así ha sido mi querer
desde aquel bonito día
en que llegó tu compañía
a llenar todo mi ser.

Quererte es mi promesa
aunque no lo quiera prometer
pues casi es como un deber
que ocupa toda mi cabeza.
Como el gato ante su presa
absorto en su ocupación
con esa misma devoción
yo te pienso noche y día
anhelando tu compañía
tu cariño y tu pasión.

Que el amor eterno nunca existió
que solo habita en la fantasía
en la imaginación y la poesía
que solo es un sueño que se vendió
así mismo pensaba yo
antes de haberte conocido
y olvidarme del cómo olvido
o de cómo algo nuevo aprender,
pendiente sólo de tu querer
como si ya todo estuviera vivido.

Yo te querré toda la vida
en silencio o a toda voz
con inocencia o pasión feroz
con la ilusión siempre viva.
Un sentimiento que no se olvida
y que el tiempo no consume
mas de persistir presume
hasta el límite de la locura
mi corazón ya no tiene cura
pues su fiebre sube y sube.



León Faras.

jueves, 22 de octubre de 2015

Autopsia. Segunda parte.

II.

La casa que usaba el doctor Ballesteros lucía exactamente igual al día cuando fue abandonada por este, Guillermina Salas abrió la puerta principal y de inmediato se puso a abrir las ventanas para ventilar el lugar sin dejar de parlotear sobre la cantidad de polvo y el olor a matadero que según ella, aun persistía en el espacio confinado del encierro, mientras el padre Benigno le mostraba al nuevo doctor el lugar que sería su vivienda y lugar de consulta. Rupano en tanto, descargaba las valijas y las apilaba en la entrada. Luego, el sacerdote se disculpó para retirarse, pues tenía un asunto muy importante que atender, “Guillermina es mi ama de llaves, ella lo ayudará a instalarse y en lo que necesite hasta que encontremos a otra persona que se encargué de las labores de esta casa…” dijo el cura y luego agregó en un tono más bajo “…aunque pensándolo bien, podría buscarme otra ama de llaves para mí, y dejarle a Guillermina aquí…” con lo que se ganó la réplica inmediata de la mujer “¡Ah claro! ¡Como si cualquiera estuviera dispuesto a soportarle el genio que usted tiene!” Benigno se retiró fingiendo que no oía a la mujer, pero antes de salir se devolvió con una duda que hace rato no se decidía a preguntar, “Dígame doctor, ¿existe alguna posibilidad de que un bebé se desarrolle en el vientre materno sin su cordón umbilical?” el médico se empujó los anteojos y lo miró extrañado, la pregunta se le antojó de los más rara e inadecuada, pero no imposible de responder “La Acordia o ausencia del cordón umbilical es una anomalía que puede darse, sí, aunque es muy rara y siempre, siempre mortal. No hay forma de que una criatura se desarrolle en el vientre materno si no recibe el oxígeno y los nutrientes necesarios desde la placenta de la madre… pero, ¿Por qué me pregunta algo así?” El sacerdote se esperaba esa respuesta y podía ver en la cara de “Se lo dije” que tenía Guillermina que también ella se la esperaba “Nada realmente importante doctor, ya hablaremos más adelante y me gustaría también mostrarle algo pero, todo a su tiempo…”

La celda del doctor Ballesteros se abrió y dos hombres entraron a verle, uno de ellos se sorprendió de verlo en tan lamentables condiciones, su nombre era Ignacio Ballesteros, su hijo mayor, este había recibido un telegrama de su padre y había acudido lo antes posible. Luego de saludarlo le presentó al hombre que lo acompañaba, se trataba de un prestigioso abogado que Horacio rechazó de inmediato, “Te pedí que te preocuparas de tu hermana, no de mí ¿Qué estás haciendo aquí?” Ignacio siempre se desenvolvía con propiedad, absolutamente dueño de la situación, a sus anchas y seguro de sí mismo, “Sí, buscaré a Elena y la traeré para que declare. Te sacaremos de aquí en un santiamén y haremos pagar caro a los responsables de que estés en estas condiciones. Seguro que no tienen ningún fundamento para acusarte de algo tan repudiable, solo buscan desprestigiarte y no permitiremos que eso ocurra. El señor aquí…” Horacio se puso de pie y tomó a su hijo de los hombros para que dejara de hablar y le pusiera atención “Escúchame, no harás nada por mí, ni tú ni tu abogado. Quiero que te vayas, que busques a tu hermana y que la ayudes en todo lo que puedas, llévatela contigo, que esté bien, que esté tranquila…” el doctor hizo una pausa y luego agregó, “…y dile que espero de corazón que algún día pueda perdonarme…” Ignacio no lo podía creer hasta ese momento, se sacudió las manos de su padre de encima y retrocedió consternado, “Entonces es cierto…” dijo, Horacio cayó en su litera, su hijo continuó, “…esperaba que me lo negaras, estaba seguro de que así sería… es que… ¿Cómo pudiste? Elena te adoraba… ella… ella es la mejor persona del mundo…” Horacio podía sentir el repudio de su hijo, doloroso e ineludible, “Busca a tu hermana, encárgate de ella y no regreses nunca más por aquí…” “Puedes estar bien seguro de eso” sentenció Ignacio antes de  largarse de allí odiándolo, indignado, ni siquiera le dirigió una mirada al abogado que lo había acompañado, este se quedó parado allí tras su maletín, incómodo y confundido. Tardó largos segundos en darse cuenta de que su trabajo había terminado antes de empezar y que debía irse también.


La habitación de Elena Ballesteros en el Convento de las Hermanas de la Resignación, no era mucho mejor a la celda que su padre estaba ocupando en ese mismo momento en prisión, era pequeña, sin ventilación y brutalmente austera. El padre Benigno se sentó recto en un incómodo taburete que le prestaron y observó con ruda compasión a la muchacha, su aspecto era muy diferente al de la niña dulce y bien educada que solía ser, estaba pálida, desaliñada y con un brillo desafiante en la mirada que había perdido toda su timidez e inocencia. La chica permanecía sentada sobre una litera dura y estrecha y junto a ella, un velador donde reposaba una comida servida hace rato, ya fría pero intacta. La razón por la que las hermanas lo habían mandado llamar, era un acontecimiento terrible e indignante que debía corregir de inmediato, pero una vez allí, el cura se vio ante una persona muy distinta a la que esperaba, por lo que pensó en suavizar su actitud, “¿Cómo estás, hija?” preguntó con gravedad, Elena no respondió, solo jugueteaba con algo en las manos, Benigno notó que era un crucifijo, “Las hermanas me dijeron que te provocaste un aborto tú misma y que estuviste muy mal a causa de ello, incluso temieron por tu vida. ¿Es eso cierto?” Elena luego de unos segundos, asintió con la cabeza sin mirarlo, el cura se restregó los ojos, cansado, como un tutor frente a un alumno incorregible, “¿Es que no sabes que lo que hiciste está en contra de la ley de Dios?”; “Y lo que a mí me hicieron, ¿No está en contra de la ley de Dios también?” dijo la muchacha, clavando su mirada en los ojos del sacerdote, este se vio sorprendido por el tono osado de la pregunta, pero debido a las circunstancias, era normal que así fuera, “Por supuesto que sí, pero no podemos responder al pecado con más pecado, eso es…” “Yo creo que estamos a mano entonces” dijo Elena interrumpiendo al cura y cortando su respuesta a la mitad, Benigno lo soportó de mala gana, pero no dijo nada. La muchacha devolvió su atención al crucifijo, “Dígame Padre, ¿Dios es feliz?; quiero decir, ¿Ser tan cruel lo divierte?” El cura se irguió en su asiento, sintiendo como la ira lo embargaba, de todos los pecados capitales, aquel era el único con el poder suficiente para condenarlo algún día y debía hacer un gran esfuerzo por controlarse, “Nuestro Dios es un dios de amor, hija, te aconsejo que tomes recaudo de lo que dices o será tu lengua la que te aleje definitivamente de su infinito amor.” “Sería mejor que me arrancaran la lengua, ¿verdad?...” dijo Elena citando el evangelio de Mateo que bien conocía una niña educada como ella, y agregó burlesca, “…eso sí lo complacería mucho, ¿no?” “Solo la salvación de las almas de cada uno de sus hijos puede complacer a Dios” replicó el cura de inmediato, cauteloso, aunque su puño apretado y su respiración forzada, delataban una gran tensión, “Yo solo quería amarle y servirle, así también como a mi padre…” le reprochó la muchacha sin asomo de debilidad “…Yo quería agradarles, ser lo que querían que fuese… me sentía tan afortunada y agradecida que solo pensaba en cómo servir y ayudar a los que no lo eran… ahora no sabe lo estúpida, sucia y burlada que me siento” Una fisura se abrió en la siempre impenetrable armadura del sacerdote pero la atajó antes de que cambiara la expresión de su rostro, siempre hosco y severo, Elena tenía razón, él lo sabía, la muchacha siempre había sido pura bondad y buen corazón, no merecía nada de lo que le estaba sucediendo, sin embargo, para Benigno, nada justificaba una conducta tan ofensiva y herética, pues era precisamente en los momentos difíciles y de aflicción, en los que se debía demostrar la solidez de la fe y la incondicionalidad del amor a Dios. El cura señaló el crucifijo que la chica apretaba en su mano, “Mira, no hay sufrimiento más grande que el infligido a nuestro señor Jesucristo, sin embargo, él nos enseñó que aun en los momentos más difíciles y dolorosos, se debe aceptar la voluntad de Dios con amor y humildad, sabiendo que su sabiduría es ineluctable y que es el único camino válido hacia la gloria y la vida eterna”  Elena miró el crucifijo y luego miró a los ojos del cura “Pues hubiese preferido el látigo o un clavo atravesándome la carne a llevar en mi vientre una criatura engendrada por mi propio padre…” Benigno meneó la cabeza, “No sabes lo que dices…” Elena calló unos segundos apretando los dientes, pero sus sentimientos expulsaron con fuerza sus palabras al tiempo que arrojaba el crucifijo a los pies del cura “¡Su dios es un dios sádico, que se regocija con el sufrimiento de sus hijos más devotos!…” entonces el sacerdote se vio superado, en una sola reacción impulsiva y violenta, se puso de pie y abofeteó a la muchacha con una fuerza brutal, de la cual estaba bien provisto físicamente, haciéndola caer sobre el velador, esparramando todo lo que había sobre este, excepto por una cosa. El cura se irguió en todo su largo “Solo la arrogancia y la necedad del espíritu humano, pueden ser tan grandes como para culpar al Padre eterno de las desdichas que nos acechan, cuando nos alejamos de su amor y misericordia…” La muchacha apretaba puños y dientes, el cura continuó “…es imperioso que enmiendes tu camino ahora, o…” Pero su amenaza quedó inconclusa, porque Elena se le fue encima, clavándole el cuchillo que le habían traído para la comida bajo la costilla izquierda, y que  providencialmente había quedado justo bajo su mano al ser abofeteada, sin caer como todo lo demás, luego, la chica retrocedió asustada, se llevó una mano a la boca incapaz de creer lo que acababa de hacer y murmurando un “perdóneme padre…” echó a correr del lugar, mientras el sacerdote, aun con el cuchillo clavado y apretándose la herida con la mano, resbalaba por la pared hasta quedar sentado en el suelo, incrédulo de ver su propia sangre.


León Faras.

martes, 13 de octubre de 2015

La Prisionera y la Reina. Capítulo cuatro.

II.

Cuando Gálbatar llegó a los comedores de los soldados luego de haber acordado el trabajo para Rávaro, encontró a Gíbrida y Bolo sentados en una mesa en un rincón del salón bebiéndose una botella de licor. El alquimista no lucía satisfecho, más bien cabreado, cuando supo lo que Rávaro le pediría, planeó pedir una cantidad realmente exagerada como recompensa con la esperanza de que fuera rechazado, pero Rávaro aceptó sin ni siquiera regatear y su estrategia para librarse de tan complejo encargo fue un desastre. Para Gálbatar, lo que Rávaro le había pedido era aquello que todo hombre necio e ignorante anhelaba más que cualquier otra cosa en el mundo, y no se trataba de sabiduría, como Gíbrida supuso en un primer momento, sino que era nada menos que inmortalidad, Rávaro temía mucho por su vida últimamente que se había deshecho de su hermano y disfrutaba ampliamente de todo el poder y riqueza para él solo, pero sobre todo desde que la mujer maldita había desaparecido, aquello lo estaba volviéndo paranoico, cada pequeña jaqueca, cada cansancio anormal, cada problema de sueño o falta de apetito lo hacía preocuparse de sobremanera y buscar ungüentos y pócimas que de una u otra manera alargaran su vida, pero ahora estaba detrás de una solución radical y definitiva, la eternidad y para conseguirla, necesitaba de una magia más poderosa, una magia que muy pocos sabían donde conseguir y menos cómo llegar a ese lugar, la Ciudad Antigua y era allí donde Gálbatar debía ir. Un ave voló liberada en el momento que ambos hombres llegaron a un acuerdo y terminaron su discusión y al mismo tiempo, pero a muchos kilómetros de allí, en la profundidad del bosque, Rodana, la hechicera de las jaulas despertaba de su trance cansada y preocupada, Dendé le acercó una taza de té rojo amargo, notó en su ama la angustia y supo en el acto que lo que esta acababa de descubrir no era nada bueno.

Aunque Gíbrida se mostró entusiasmada con la misión y la recompensa y Bolo dispuesto como siempre, Gálbatar lucía contrariado, encontrar la Ciudad Antigua nunca era fácil, además de que se trataba de un lugar potencialmente peligroso e impredecible, antaño poderosos en magia y tecnología y en la mezcla de ambas, que con el tiempo se había silenciado aunque no extinguido. El alquimista tenía una enorme curiosidad profesional por conocer y dominar algunos de los secretos de los antiguos habitantes de la ciudad Antigua, pero ante todo era un hombre sensato, y la sensatez decía que ninguna recompensa, por grande que esta fuera, valía la pena si se perdía la vida por conseguirla. Sin embargo nada de eso importaba ya, el trato ya estaba cerrado y él, ante todo, era un hombre de palabra, la misión ya estaba en marcha y partirían lo antes posible. Un hombre pasó junto a su mesa y Gálbatar le llamó para preguntarle qué tan buenos eran los hombres de aquel lugar para hacer apuestas, el hombre respondió que de los mejores y el alquimista se puso de pie haciendo sonar una respetable bolsa de oro y proclamando que se la llevaría el que apostara al vencedor de la pelea entre el mejor de los soldados contra su esclavo Bolo, quien permanecía sentado, controlando con dificultad la ansia, enardecida por el alcohol, que le provocaba saber que una buena pelea se avecinaba, la misma ansiedad, si se puede decir, que sentiría un hombre que ve aproximarse al amor de su vida. Los soldados no dudaron ni un minuto en aceptar la propuesta, tenían al hombre perfecto para enfrentar al pequeño y musculoso perro de Gálbartar, lo llamaban Ferroso y no se trataba de un soldado sino de un herrero, este era un hombre en la plenitud de su vida a pesar de que lucía prematuramente abundantes canas, usaba la barba larga, y tenía las manos grandes y la espalda ancha. Era un boxeador nato, tanto física como vocacionalmente y con frecuencia sacaba buenos beneficios económicos de su habilidad pugilística, era resistente y golpeaba fuerte. Cuando vio a Bolo, juzgó de inmediato que no sería fácil de derrotar, pero tampoco era un rival con el que debiera tener demasiada precaución de salir dañado, aquel era musculoso, pero liviano; duro, pero pequeño. Gíbrida organizó las apuestas, de entrada, Bolo recibió de lleno un puñetazo en el mentón que lo hizo girar y caer al suelo en el acto, pero de inmediato se puso de pie, Gálbatar sonrió confiado, su perro parecía lento para cubrirse mientras su rival bailaba a su alrededor dejándole caer golpes potentes que con frecuencia alcanzaban su objetivo, sin embargo, para Bolo el momento de atacar parecía no llegar nunca, obstinado, se prestaba para que Ferroso lo golpeara y lo hiciera trastabillar, pero continuaba, lento, torpe y duro como un árbol, hasta que en el momento menos esperado, Bolo esquivó un golpe con una habilidad impredecible y sorprendente y ambos hombres quedaron pegados, entonces Ferroso se vio atenazado e inmovilizado de los brazos con una fuerza inesperada, podía quitárselo de encima usando el resto de su cuerpo, pero antes de que lo hiciera, recibió un cabezazo brutal en la frente que lo aturdió levemente, y luego otro, y otro, hasta quedar totalmente aturdido y desorientado como un borracho que se esfuerza en concentrarse en algo y mantenerse en pie al mismo tiempo. En ese estado fue sorprendente que resistiera no uno, sino tres de los potentes puñetazos de Bolo antes de desplomarse y quedarse allí. Gíbrida feliz y sonriente cobró lo que habían ganado, mientras Gálbatar le daba de beber un trago a su perro y preguntaba con naturalidad si había alguien más dispuesto a pelear.


Idalia caminó sobre el puente en la única dirección disponible para hacerlo, hacia el muro, este no era un muro macizo, sino hecho a base de pilares y arcos que partían altos y robustos en la base y se volvían más pequeños y estilizados mientras más arriba, abriendo paso a una gran entrada en la parte donde el puente desembocaba, igualmente formada de dos columnas y un arco, sobre el cual se podía ver posada una figura, como una escultura de piedra deteriorada por el clima y la selva y media colonizada por esta. Era una criatura alada de cuerpo largo, delgado y curvo como un insecto, terminado en una cola recta y tubular, su diseño era basto y minimalista, sin detalles ni adornos, salvo por algunas enredaderas capaces de llegar hasta allí y sujetarse sin caer. El puente se acababa casi apenas pasado el muro, rompiéndose en el vacío, a varios metros abajo, la selva le abría un generoso espacio al paso del río, manso y salvaje, en medio de este y bajo el muro, una mancha oscura de gran tamaño denunciaba la existencia de un gran foso cubierto por el agua. Era extraño, pero en la selva reinaba un silencio anormal y una paz inquietante, nada parecía vivir allí más allá de la vegetación, ni siquiera aves. Entonces Idalia sintió algo, no podría precisar qué, si un leve susurro o una brisa apenas perceptible, tal vez solo un presentimiento que la hizo voltearse y encontrarse cara a cara con la escultura que antes estaba sobre ella, posada en lo alto del dintel, esta no era de roca, sino de metal, un material trabajado burdamente y deteriorado por el uso, el tiempo y la intemperie, sus ojos eran dos rendijas horizontales en cuyo interior, la mujer vio claramente otras dos líneas verticales que se movieron para observarla, ni siquiera la sintió llegar allí, sorprendida, Idalia tomó una bocanada de aire y dio un paso atrás inconscientemente, pero su pie no encontró apoyo y la mujer cayó al río bajo la atenta e impasible mirada de la escultura de metal.


León Faras.

sábado, 10 de octubre de 2015

Las Termópilas.

Las Termópilas.

(Historia escrita a partir de una consigna. Si algún griego o algún persa lee esto, le ofrezco de antemano sinceras disculpas)


En el año 480 a. C. se desarrolló en Grecia, una de las batallas más impresionantes de que se tenga memoria. Durante las segundas guerras Médicas (de “medos”, persa.), el imperio Persa, el más grande y poderoso de su tiempo, cansado de la resistencia que ofrecían un pequeño grupo de islas por ser conquistadas, decidió enviar un ejército descomunal de 500.000 hombres para doblegar a los griegos, los cuales se ubicaron en un estrecho pasaje con un reducido contingente decididos a contenerlos, y así, darle tiempo al resto de su ejército para prepararse. “Esta es la verdadera historia:”


El general ateniense, Leónidas, tomó la drástica decisión de ubicarse junto con 300 de sus hombres en un estrecho, que era pasaje obligado del ejército persa hacia Atenas, llamado Las Termópilas o “puertas calientes”, nombre derivado del motivo explícitamente sexual con el que habían sido decoradas dichas puertas, por artesanos y artistas traídos de la India. Consientes de que nadie sobreviviría, se hizo acompañar de un sabio griego de nombre Ariscócteles, famoso por los profundos conocimientos que tenía sobre todo tipo de brebajes, este sabio antes de la batalla, les dio de beber a todos de un líquido misterioso que aseguraría el mejor desempeño de los guerreros durante la batalla. Los griegos, luego de ingerir la bebida, comenzaron a sufrir espasmos, su piel se volvió grisácea, se le abrieron inexplicables y malolientes llagas, incontenibles temblores los hicieron caer al suelo, las órbitas de sus ojos se oscurecieron, y algunos tuvieron una importante pérdida de cabello, uno a uno los guerreros atenienses cayeron inertes al piso, hasta que solo quedó de pie Ariscócteles, este, algo preocupado y con serias dudas sobre si había preparado bien el brebaje, se acercó al general y le dio un tímido puntapié, con la esperanza de que reaccionara. Pero nada, el viejo, echando un vistazo a sus espaldas, vio a los persas que se aproximaban, esto lo inquietó aún más, por lo que le dio al general otro puntapié, esta vez bastante fuerte, pero fue como patear un saco de papas. Nada, Ariscócteles volvió a mirar nerviosamente al ejército persa que continuaba acercándose, involuntariamente comenzó a sudar, tomo al general como pudo y lo zarandeó violentamente sin resultados, los persas continuaban aproximándose, ya con desesperación, el sabio, comenzó a abofetear a Leónidas al tiempo que lo agitaba como a una de sus cocteleras, pero el general continuaba sin reaccionar, desesperado y preso del miedo, Ariscócteles finalmente se dio por vencido y levantándose la sotana echó a correr ante la inminente llegada del poderoso ejército persa. Fue en ese momento, en que Leónidas abrió los ojos con la violencia de quien patea una puerta para abrirla y no sin algo de trabajo se puso de pie, sus vértebras se quejaron ruidosamente al acomodarse, sentía mucha hambre, al ver al enemigo en frente, una maquiavélica sonrisa se dibujó en su rostro ante tanta comida disponible. Dos de sus incisivos se habían desprendido. Sus guerreros reaccionaron de la misma manera poniéndose de pie y preparándose más para cenar que para la batalla. Lo que sucedió a continuación, es más digno de imaginar que de narrar, lo que sí puedo decir, es que los atenienses perdieron cuando se les acabó el apetito y los persas finalmente atravesaron las Termópilas rumbo a Atenas donde se libró otra memorable batalla. Pero esa es otra historia. 


León Faras.

La barra de la Ferrocarril.

La barra de la Ferrocarril.

(Advierto que este es un relato liviano y que lo escribí para una consigna literaria con la intención de cumplir y divertirme en su escritura.)

Eran más o menos las tres de la mañana cuando los dueños del bar “la Calavera” se cansaron de soportar el irreverente escándalo que mantenían los enfiestados hinchas del glorioso club deportivo “Ferrocarril” y los corrieron a todos con viento fresco. La chica Gabi, la única mujer que era miembro oficial de la barra, iba indignadísima, se suponía que iban a olvidar la paliza recibida esa tarde a manos de sus archirrivales de “Agua Turbia”, sin embargo, la cosa degeneró en borrachera y una vez más pasaba las mil y una vergüenzas por culpa de sus compañeros de tablón. Caminaba muy rápido llevando del brazo y casi a tirones al “negro” Verdejo, no porque fueran novios o algo así, sino porque el “negro” era ciego, además de debilucho y casi tan bajo como ella, y este, a su vez, llevaba casi estrangulado a su perro, el Tomi, un animal de raza indefinida o única que sin ninguna clase de entrenamiento hacia como podía las veces de lazarillo. Más atrás venían el gordo Belisario y Manolito Troncoso, este último que era flaco y desmesuradamente alto, hacía esfuerzos sublimes por llevar al gordo, no tanto por el peso, sino porque Manolito era tan alto que debía doblarse casi a la mitad para poder tomar a Belisario del hombro, quien iba al borde del coma etílico y para colmo, acordándose cada dos minutos de besarlo y decirle que lo quería y que eran amigos. De pronto la chica Gabi se detuvo en seco cediendo a los ruegos de Manolito, quien no podía seguirle el paso, por supuesto, tal detenimiento fue sin avisarle nada al ciego ni a su perro, quienes debieron esperar el tirón para detenerse. “…pero Gabi espérame, ¿qué culpa tengo yo de que el Belisario le haya tocado el trasero a la niña que nos atendía?”, “¡Estoy harta!...”, alegaba la Gabi, “…siempre con ustedes es lo mismo. El Belisario no sólo le agarró el poto una vez, sino tres y tú le esparramaste el vaso a este otro en los pantalones y ahora parece que anduviera meado” remató la Gabi apuntando la entrepierna del negro que lucía húmeda hasta más abajo de las rodillas, “si no es para tanto Chica…” el negro quiso bajarle el perfil al suceso pero la Gabi lo paró en seco, “¡Cállate tú!, mira que tu mugre de perro se hizo caca debajo de la mesa…”, el negro Verdejo le obedeció resignado, ya que en casos como ese, dependía completamente de ella para llegar a su casa. En ese momento, el gordo comenzó a rezongar en un idioma bien poco legible, “Essos innorants, no me pueen echar así como así, poque yo soy bombero. Si se ls quema la cochiná de local que tenen ¿quén va a apagrselo?, yoooo poh…”, Manolito por su parte trataba de tranquilizarlo “ya Beli, si quieres compramos unas cervezas y las tomamos en mi casa”, “¡Nooo!...”, se negó Belisario, “…si en tu casa no se puee estar, parece invernadero…” y era cierto, porque la señora de Manuel Troncoso hacía y vendía plantas, y por lo tanto, tenía en su casa plantas por doquier, “…ya, pero podemos ir a la casa del negro, ¿no es cierto negro?”, insistió Manolito, con la esperanza de apaciguar al gordo, Verdejo iba a contestar pero la Gabi se adelantó “Déjate de hablar leseras, ¿Cómo van a seguir tomando?, además que este en su casa tiene puros diarios, se sienta encima de los diarios, come encima de los diarios, duerme encima de los diarios, está bien que sea suplementero, pero en su casa no hay ni un solo mueble, lo único que hay son diarios, diarios y más diarios”, en ese momento la Gabi se dio un palmazo en la frente recordando algo importante, “¡la bolsa!…”, “¿qué bolsa?” preguntó el ciego, “…”La bolsa. Había comprado dos paquetes de azúcar para las mermeladas de mañana, y ahora no sé donde la dejé”, “ya tranquila…”, dijo Manuel, “…mañana te regalo la azúcar, pero acompáñame a dejar al Beli”. 

Los cuatro se fueron soportando al Belisario, que en su borrachera a ratos reía y a ratos le daban ganas de llorar, hasta la casa de este último. Al llegar, un labrador dorado miró fijamente al Tomi, el perro de Verdejo, y el Tomi luego de acercarse y olfatearlo como comúnmente hacen los perros, comenzó a mover la cola. Resultó que el labrador, que era el perro del gordo, no era perro, sino perra, y surgió una química inesperada e instantánea entre el Tomi y la perra del Belisario, la cual, apenas este abrió la puerta de la reja, salió disparada, y el Tomi dándole un tirón a su correa también se liberó del negro Verdejo, quien no entendía nada de lo que estaba pasando, y ambos perros escaparon juntos hasta perderse. Luego de mucho esfuerzo, y después de dejar al Belisario en su casa, lograron tranquilizar al negro Verdejo por la pérdida del Tomi, argumentando que no era para tanto y que el Tomi seguro regresaba luego de satisfacer sus instintos.

Al día siguiente, la chica Gabi y Manolito se enteraron que el Tomi se había colgado con su propia correa de una reja, al contemplar cómo la perra del Belisario había preferido a otro perro más roñoso y de menos pedigrí que él, para una relación amorosa. Por supuesto acordaron no decirle nada al negro, quien era demasiado sentimental, sino mejor buscarle otro perro lo más pronto posible para que reemplazara al Tomi.


León Faras.

sábado, 26 de septiembre de 2015

Décimas de amor.

 I.

Un día conocí el amor
y aun no lo puedo creer
que sea tanto mi querer
y sin asomo de dolor.
A mi mundo le dio color,
a mis sueños, un destino
un hormigueo en el intestino
que ya nunca se me quitará
porque te amo de verdá
hasta el fin de mi camino

Ni rezos ni sahumerios
ni retos ni bofetadas
ni del burro sus patadas
ni del diablo sus sacrilegios
ni el más fuerte sortilegio
ni la cara más bonita
ni la tentación más chiquita
ni el más fuerte resplandor
borrarán de mi corazón
tu presencia que me agita.

Yo te amo hasta el agobio
¿cómo no te he de amar?
si ya no te quiero olvidar
aunque amarte sea un oprobio
te amo como el microbio
que ama a su enfermedá
que ataca como tempestá
a nivel de toda el alma
hasta casi caer en cama
y enfermar de gravedá.

Una dulce enfermedad
es andar enamorado
con el pecho acelerado
en inocente ebriedad.
Lleno hasta la saciedad
sin necesidad de alimentos
pues contigo me complemento
y me das lo que necesito
mi corazón está llenito
aunque mi cuerpo sufra tormento.

Yo te quiero, ya no hay caso
si intentarte olvidar
sería como querer usar
del cuchillo su recazo.
guardar oxígeno en un vaso
descomponer una canción
describir en una oración
todo lo que me haces sentir
o tal vez condenar a vivir
al hombre sin su pasión


León Faras.

jueves, 24 de septiembre de 2015

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

XI.

El atardecer ya se instalaba y la calma del letargo vespertino inundaba todo el circo cuando Von Hagen llegó hasta la caja donde habían encerrado a Eloísa, la niña llevaba un día completo allí dentro, y nada sabía de ella desde entonces. El hombre posó su oreja velluda contra la tapa, pero no se oía ni el más mínimo murmullo, Horacio estaba preocupado, con timidez dio algunos golpecitos a la caja con sus nudillos, golpecitos muy suaves que no obtuvieron respuesta, intentó llamar a la niña por su nombre, muy despacio también, pues no quería llamar la atención de los demás y porque se suponía que la muchacha estaba a solo un paso de distancia dentro de la caja, pero tampoco recibió respuesta, Von Hagen estaba angustiado, temía que lo peor le hubiese sucedido a la pobre chiquilla y nadie se daba cuenta ni la podía ayudar. Estaba a punto de intentar abrir la tapa de la caja, cuando alguien lo detuvo, “No podrás oír a nadie allí dentro, así como tampoco, nadie podría oírte desde afuera. Es un universo aparte el interior de esa caja y bien harías con mantenerlo así. Aparte…” Quien habló era uno de los gemelos Monje, aunque para Horacio era imposible precisar si se trataba de Eugenio o Eusebio, “…Mi hermano y yo estuvimos ahí dentro, encerrados juntos, pero jamás tuvimos contacto el uno con el otro, ni mucho menos con el exterior. Dicen que duró tres días el encierro en esa caja, yo diría que fueron muchos más, no lo sé, fue una pesadilla, larga y siempre consciente, nunca duermes o nunca estás despierto… hay seres ahí dentro, a veces los sientes lejanos, luego te rozan, se te meten dentro…” Horacio lo oía absorto, como un niño que escucha un interesante cuento de terror, creyendo todo, a pesar de que muchas veces había visto el interior de esa caja, sin más particularidad que la pintura negra, pero sabía que el gemelo no mentía, todos comentaban cómo habían salido los pobres tipos del interior de esa caja, sucios, ciegos, asustados, desorientados, agresivos, desde entonces que podían detener el tiempo, desde entonces que servían a Cornelio “…pero ya nada puedes hacer por esa chiquilla, y más te vale no intentar interrumpir el proceso. Ella saldrá cuando llegue el momento, y sea como sea que salga, no es problema tuyo Horacio, tú tienes tus propios asuntos… ocúpate de ellos.” Luego de eso el gemelo se fue y Von Hagen se quedó con la duda de a qué “asuntos” se refería.

Damián y Vicente Corona eran hermanos y se dedicaban al reciente y pujante negocio de la fotografía y su trabajo ya había alcanzado una considerable reputación, no por la calidad de sus obras, que de por sí, y considerando la aún escasa tecnología disponible, no eran precisamente de una calidad sobresaliente, sino que por las complejidades que sorteaban a la hora de conseguir una imagen determinada. Ellos conseguían la fotografía deseada a como diera lugar, esa era la base y premisa de su prestigio y a eso se dedicaban y para ello se valían del truco, el engaño o el robo, según fuera necesario, llegando incluso al montaje, cuando la imagen requerida era simplemente una fantasía que debía ser fabricada. Damián detuvo su furgoneta negra frente a la cafetería donde habían sido citados por el dueño de esta, Enrique Bolaño. Vicente, el hermano menor, le dio la última calada a su cigarrillo y lo apagó al bajarse, luego sacó un pulcro pañuelo de su bolsillo para retirar la minúscula capa de polvo que sus zapatos habían acumulado, se peinó con el índice y el pulgar su fino bigote y se acomodó el sombrero. Su hermano era un poco más corpulento, vestía elegante y se peinaba con gomina. El aspecto de ambos era innegablemente refinado pero gansteril.

El trabajo que les ofrecería Bolaño no era otro que conseguir una fotografía de la sirena que se suponía, tenía Cornelio Morris en su circo, un circo que por lo demás, jamás era visto cerca de ninguna ciudad significativa, sino más bien, se movía de pueblucho en pueblucho, lo que hacía suponer que su espectáculo era de un nivel muy bajo, o eso era lo que se pensaba, pues, si era cierto que contaba con una sirena de verdad, no había razón para que no la presentara en los mejores escenarios del mundo y ganara dinero a destajo, sin embargo, su socio Primo Petrucci aseguraba que las atracciones eran lo suficientemente reales como para aparecer en su revista y Bolaño había aprendido a jamás desconfiar del ojo de Petrucci. Los hermanos Corona aceptaron mientras se les pagara por separado la búsqueda del circo y la fotografía en sí, puesto que se trataba de dos trabajos diferentes pero ambos completamente necesarios. Llegado a un acuerdo ambas partes, Damián estrechó la mano de Bolaño bromeando con que de no existir tal sirena, ellos conocían a una dama que por mucho menos dinero, podía hacer una buena representación de aquel ser mitológico, habitante de los mares para que ellos la fotografiaran gustosamente para él.

Román Ibáñez, luego del encuentro con Cornelio, había debido continuar bebiendo para recuperar en parte el valor que había perdido luego de sentirse tan desvalido ante su jefe y la horrorosa visión que este le había provocado. Poco a poco había ido sintiéndose de nuevo más capaz de desafiar al mundo, de estar por encima y por delante de los demás, de ser el más astuto y el que siempre se salía con la suya. Ya borracho y de noche, había terminado volcando todo su disgusto y rencor junto a la celda de Braulio Álamos, el “Cometodo” hablándole a este sin parar, de forma grosera y ofensiva, soltando toda la rabia y resentimiento que sentía y que el alcohol avivaba con fuerza en ese momento, hasta por fin dormirse allí mismo tirado.


Las primeras luces del alba, el frío matinal y sobre todo, el repugnante olor en la jaula de Braulio Álamos, se confabularon para que el enano se despertara. Inexplicablemente había estado soñando con su madre, lo que le había provocado un repentino desprecio hacia sí mismo y la vida en la que había terminado, se hubiese echado gustoso a esa hora de la mañana un trago de licor para disipar en algo sus desagradables sentimientos, pero su botella yacía volcada a su lado, en el suelo y ya vacía, eso le provocó una desilusión leve, sabía que tenía otra, aunque de momento no recordaba dónde. A medida que despertaba y sus sentidos se aclaraban paulatinamente, notó que algo presionaba su hombro y lo inmovilizaba en parte, se echó un vistazo, pero confuso, no pudo determinar de qué se trataba. Con un poco de esfuerzo se liberó y se puso de pie, cuando se volteó, su cerebro procesó lentamente lo que veía: Un cuerpo calavérico, horrible y desfigurado, consumido hasta el punto de solo ser piel y huesos, envuelto en basura y desperdicios yacía sin vida tirado en el interior de la jaula de Braulio Álamos, uno de sus brazos, extremadamente famélico también, salía por entre los barrotes, para aferrarse a su chaqueta, tal vez, en un último y desesperado grito de auxilio. A Román le costaba pensar en ese momento, se pasó la mano brusca y torpe por la frente y la barba y se acercó dubitativo a la jaula del “Cometodo”, echando uno o dos vistazos en derredor para ver si tenía compañía, pero estaba totalmente solo. De no ser porque había visto engordar a Braulio de forma aberrante y grosera, pensaría que el pobre tipo había muerto de hambre, él mismo lo había alimentado con desperdicios más de una vez y había comprobado con disgusto su insaciable apetito que parecía no tener fin… “…como si no comiera nunca…” pensó Román y se detuvo allí, su cerebro comenzaba a trabajar. El pobre Braulio jamás saciaba su apetito porque en realidad jamás comía, pero él lo había visto comer y engordar, y si lo que había visto no era real, entonces ¿qué era real? En ese momento sintió la voz de Cornelio Morris que se acercaba con algunos de sus trabajadores y el enano tuvo que interrumpir sus cavilaciones y esconderse. Los hombres venían con herramientas y comenzaron de inmediato y en silencio a cavar un foso en ese mismo lugar, Morris se paró a observar cuando algo llamó su atención, la botella vacía de licor, la tomó, la olió y la estrelló furioso contra el piso, los trabajadores se detuvieron sobresaltados, Cornelio comprendió que el enano había estado allí y podía haber visto más de lo que debía, “Quiero esa jaula limpia y todo lo que hay en su interior sepultado bajo tierra y lo quiero ahora” vociferó antes de salir en busca de Román. Lo encontró dentro de uno de los acoplados, durmiendo enrollado en lonas, impregnado de alcohol e inmundicia y con una nueva botella acabada casi por completo a su lado. El enano era astuto, pero Cornelio Morris también y desde ese momento, ambos comprendieron que más temprano que tarde, uno tendría que acabar con el otro.


León Faras.

sábado, 19 de septiembre de 2015

La flor que no se marchita.

La flor que no se marchita, símbolo de los benditos condenados, regalo de Dios, el más valioso y pesado, tesoro añorado por el que no lo encuentra e irrenunciable para el que lo halla. Única inmarcesible entre tantas flores que mueren incluso antes de nacer en un jardín maldito, anegado con sus raíces, dulces e intransigentes; sanadoras pero asfixiantes.

Nada destruye a la flor que no se marchita, nada la cubre ni la reemplaza jamás, en igual medida puede ser la más cruel de las maldiciones o la suma de todas las bendiciones. Son las dos caras de su misma moneda. Nada crecerá junto a la flor que no se marchita, al igual que todo lo que estaba antes terminará pereciendo irremediablemente, su sola presencia absorbe por completo, llena, arrebata la libertad para siempre, se abandona el individualismo, se deja de ser uno mismo, el corazón se cierra guardándola en su interior.

Para la flor que no se marchita, una vida no es demasiado, su presencia e influencia van más allá de lo material, se arraigan hasta formar parte del ser, participando, justificando, impulsando, sometiendo, quedándose ya indefinidamente, o tal vez solo recuperando su lugar intrínseco y permanente. Es la joya más rara, la máquina más perfecta, la estrella del navegante, el principio y el fin.


Todo lo cambia la flor que no se marchita, nada vuelve a ser lo mismo, todo lo influye, lo altera, lo comanda. Cada paso es medido en función de ella, cada paso solo sirve para alejarse o acercarse a ella, cada paso está a su servicio. Muchas flores pueden pasar por la vida, y tarde o temprano terminarán secas, pero hay una que no se marchita nunca, el tiempo no es capaz de diluirla ni las otras flores de opacarla, es eterna, pura y digna de devoción, su brillo se impone una y otra vez y para siempre, es lo más grande y hermoso, es privilegio solo de algunos, es el amor de verdad.

León Faras.

martes, 1 de septiembre de 2015

Zaida.

II.

Para cuando la niña despertó, la lluvia ya se había terminado. Miró a su alrededor y se encontró sola en el refugio, otra vez sola. Cuando los sueños son tan agradables, la realidad se muestra cruel arrebatándote todo en un santiamén, su hogar, su madre… todo su entorno, nuevamente perdía todo lo que amaba, toda protección, toda pertenencia y su mundo se reducía a la inactividad total de la acción y la palabra, pues a su corta edad era difícil para cualquiera decidir qué hacer o qué decir y solo le quedaba vivir obligada, entregada al despiadado mundo que se le mostraba ante sí. Trató de decidir si aquel anciano amable que la había recogido y llevado en asno, aun existiría o ya se había desvanecido también, y tuvo serias dudas hasta que Badú entró al refugio con un gran manojo de leña, provocando un pequeño atisbo de alegría y alivio en el corazón de la pequeña, el viejo le recordaba a Vendi, su abuelo, aunque el monje era mucho menos efusivo y jamás olía a alcohol. Badú había dormido solo unas pocas horas, pero se había levantado al alba como siempre y con el mismo ánimo y humor, amable, saludó a la pequeña y le dio su último trozo de pan de cebada para que desayunara, había una pequeña aldea de paso hacía el monasterio donde podrían conseguir algo de leche y queso, necesarios para la correcta alimentación de una niña pequeña, era una aldea protegida de la guerra por un importante escollo difícil de sortear, un puente colgante sobre el cual los ejércitos no pueden marchar, pero un anciano y su asno sí.

 Al llegar al puente debió detenerse, tanto el mal olor como la abundancia de moscas eran intensos y anormales. Dos cuerpos colgaban de un árbol cercano, uno era reciente, el otro ya llevaba varios días y su aspecto era repugnante, Badú observó a la pequeña temiendo que aquello la afectara de alguna forma pero la niña oculta en su piel no demostró ninguna reacción, ni ante el horrible espectáculo ni ante el desagradable hedor. Cinco hombres devoraban un trozo de carne cerca de allí alrededor de una fogata que era más humo que fuego debido a la abundante humedad. Su aspecto era animalesco. Se pusieron de pie limpiándose la boca con el antebrazo, se veían desaseados y de mala calaña y estaban armados con herramientas para trabajar la tierra, uno de ellos no paraba de sonreír absurdamente y menear la cabeza como si tuviera una enfermedad nerviosa. Su líder era un hombre pequeño de bigotes largos que empuñaba un machete viejo y deteriorado como él mismo, al ver que el recién llegado era un monje, hizo una mueca de desagrado y se rascó la oreja, su hijo estaba junto a él, aun masticaba trabajosamente con la boca llena, era más alto y no se le parecía en nada, hablaba, caminaba y reía como un auténtico idiota. Los últimos dos eran un viejo calvo que en ese momento se hurgueteaba el ombligo y otro más joven y fornido con una larga y horrible cicatriz que surcaba su rostro serio e impenetrable. “El puente está cerrado, viejo; nadie pasará sin pagar” dijo el líder apuntando con el machete el otro extremo del risco, Badú no le prestó atención, “¿Por qué han colgado a esos hombres? parecen solo campesinos” “No fuimos nosotros señor, deben haber sido los soldados…” se apresuró a responder el muchacho idiota sacándose una bola de carne a medio moler de la boca para poder hablar, pero su padre lo reprendió de inmediato “¡Cállate estúpido!; no necesitas dar explicaciones a nadie” El muchacho volvió a meterse la bola de carne en la boca y no habló más. Aquello le pareció al monje más asqueroso que el cadáver que colgaba. “Será mejor que te largues por donde viniste, monje. Es seguro que no tienes nada con qué pagar y nadie pasará si no paga” dijo el hombre calvo; a su lado, el líder lo corrigió “Tiene un asno…” “…Y una niña” agregó el que sonreía nervioso. “Pero no pueden cobrar por usar un puente que ni siquiera les pertenece” replicó Badú ingenuo, “Son tiempos difíciles abuelo, con la guerra todo escasea y cada uno debe ganarse la vida como pueda, valiéndose de los talentos y recursos que los dioses proveen…” el hombre calvo hablaba con falsa elegancia y sobrada diplomacia “…El asno será justo pago por llegar a tu destino sano y salvo”; “Ya lo oíste viejo…” agregó el líder fingiendo estar muy atareado y sin tiempo para seguir dialogando “…sigue tu camino y no nos hagas perder más tiempo” concluyó acercándose para tomar al asno pero apuntando al monje a la cara con su machete, entonces Badú comprendió que el diálogo ya no era la mejor solución. Un suave pero certero puntapié a la rodilla del líder, justo cuando esta estaba estirada y a su alcance, hizo que el hombre soltara su arma y cayera al suelo dando alaridos de dolor, el calvo a su lado ni siquiera se percató de lo sucedido, pero su azadón se alzó amenazante, el monje le detuvo el brazo con la palma de la mano por debajo del codo y con su cuerpo le dio un empellón como quien quiere derribar una puerta, aquello fue suficiente para mandar a su rival trastabillando hasta el medio de la fogata donde se quemó las manos y el trasero, aunque esta ya casi no ardía, luego cogió por ambas orejas al hombre que no paraba de sonreír y lo jaló hasta derribarlo. El chico idiota también quiso participar, pero Badú solo necesitó soltarle los pantalones para que todo su coraje y decisión se extinguieran. Entonces el calvo volvió a la carga cogiendo al monje por detrás, mientras el líder, aun cojeando de su rodilla, tomaba a la niña amenazándola con su machete, “Ya estuvo bien viejo, ahora te vas a enterar de…” su frase fue interrumpida por un brutal golpe en la cabeza que lo derribó en el acto y no se movió más, Badú, al igual que todos los demás, no entendía nada, el hombre de la cicatriz en la cara, luego de haber atacado ferozmente a su líder, ayudaba a la niña a ponerse de pie con sumo cuidado. El hombre calvo decidió desistir y alejarse del monje, mientras el tipo de la cicatriz en la cara se acercaba inexpresivo y amenazante, “Soy Duram, mis hermanos y yo servimos con nuestras vidas a la Doncella Ensangrentada y esperamos luchar a su lado cuando nos necesite…” le habló a Badú con una voz átona y dura, luego le dirigió una mirada a los cadáveres que colgaban y agregó, “…mis hermanos bendicen tu misión, te desean buen viaje y aseguran que nos volveremos a ver.” El monje le echó un vistazo dubitativo a los dos colgados y luego sin saber bien qué decir, le agradeció las palabras a Duram, en seguida cogió a la niña, el asno y se retiró en medio del silencio que la sorpresa y lo inesperado suelen provocar, pero antes, vio como Duram hacía una profunda y devota reverencia ante la niña, cuando esta pasó por su lado.

La aldea a la que Badú y la pequeña llegaron, era una de las pocas que aun se mantenía intacta, sus casas, hechas de piedra y barro, se agrupaban en un óvalo encajonado de extensas lomas que en primavera se teñían de verde, donde las cabras podían comer a sus anchas, enmarcado todo por montañas enormes y siempre nevadas que proveían constantemente del agua más pura y fría. Badú llegó a la aldea al medio día, con su andar pausado y su rostro cordial, la niña sobre el asno, se mantenía oculta dentro de su coraza de piel, observando todo con recelo y curiosidad desde su interior. Los pobladores, saludaron al monje con reverencias de profundo respeto, lo llamaban Missa Badú, que era la forma común de dirigirse a las personas más honorables, el viejo respondía los saludos posando suavemente su mano sobre sus cabezas inclinadas, como bendiciéndolos. Les habló de la niña que traía, les dijo que era una huérfana de la última aldea al pie de las montañas, la cual había sido arrasada, sin que quedaran más sobrevivientes que la pequeña, tal vez podría ser criada allí. La respuesta ya la sabía, debía consultar a Missa Samada. El viejo llegó tirando del asno que cargaba a la niña, a una casa igual a cualquier otra de las existentes en aquella aldea, entró, pues la puerta ancha y alta siempre estaba abierta, e hizo una profunda reverencia “Alabada sea tu presencia, Missa Samada” y no se irguió hasta que sintió una mano posarse sobre su cabeza. Esta era una mujer joven y alegre que apenas tendría un poco más de treinta años, de estatura baja y atractivo rostro, su madre, una mujer considerada por todos como afortunada y bendecida, servía en ese mismo momento dos pocillos de té y uno de leche para sus visitantes. Samada desde niña demostró que tenía una sabiduría sobrenatural para su edad, pudiendo narrar con naturalidad y detalles, hechos sucedidos muchos años atrás en vidas pasadas, siendo aun muy pequeña, se calculó provisoriamente su existencia en no menos de trescientos años, a la fecha ha llegado a estimarse en mil doscientos. Ella era lo que se consideraba un alma antigua, tenía el don de navegar por su existencia como cualquier hombre lo haría por un río calmo, y también con frecuencia, lo podía hacer por la vida de los demás, ella guardaba secretos de todos, pero nadie guardaba secretos para ella. Para el monje, Missa Samada era espiritualmente superior. Badú se sentó a beber té y conversar mientras la pequeña se mantenía inmóvil sobre el asno, contó todo lo sucedido detalladamente y luego explicó que la niña necesitaba un nuevo hogar y que tal vez aquella aldea era el lugar más adecuado. Missa Samada se acercó a la niña, su sonrisa era dulce, lentamente, logró que la pequeña le mostrara su rostro, sin dejar de sonreír, la acarició en la mejilla y la dejó, para que la niña volviera a cubrirse. “Aunque se quedara aquí, no podría continuar con una vida similar a la que llevaba” dijo la mujer, mientras se volvía a sentar, luego continuó, “Hay, mucha muerte en su vida… y hedor, como en la de todos los nacidos en estas tierras y en estos tiempos, algunos tendrán el tiempo para sanar y hasta olvidar, otros no, pero en su caso, la muerte y el hedor volverán con insistencia, se buscarán y vendrán acompañados de algo más: Gloria. Ahora tu camino y el de ella se han cruzado y bien sabes que no ha sido por azar, tú tienes una misión, deberás ser su mentor Missa Badú, enseñarle la compasión, el perdón, el respeto a la vida, ella necesitará equilibrar su corazón para que pueda aprender a luchar de la forma correcta y por las razones correctas” El viejo miró a la pequeña y luego de nuevo a la mujer, se veía confundido, incluso afligido “¿A luchar? ¿De qué clase de lucha hablas?” La mujer respondió inexpresiva “Hablo de la guerra, Missa Badú. La niña ha nacido en un terreno fértil que la hará crecer grande y fuerte, lamentablemente, ese terreno está abonado con cadáveres y regado con sangre y no hay nada que podamos hacer contra eso, sin embargo, y como bien sabes, sea cual sea el camino que nos toque seguir serán muy diferentes si somos guiados por el amor o por el miedo. Edúcala Missa Badú, pues la pequeña Zaida tiene un largo y duro camino por delante.”


Para el monje fue una sorpresa oír el nombre de la niña, aunque jamás llegaría a saber si aquel nombre se lo habían dado sus padres o la propia Missa Samada.


León Faras.