miércoles, 14 de enero de 2015

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

XVIII

El rey Nivardo y sus hombres pronto notaron que habían sido delatados y que su ataque estaba siendo esperado por el ejército de Cízarin, y por todo el pueblo, sin embargo, arrepentirse a estas alturas era inútil, la batalla ya se había desatado y no terminaría hasta tener un vencedor. A doscientos metros de haber entrado en la ciudad por el camino principal, una jauría de docenas de perros fue liberada y comenzaron a perseguir a los caballos, ladrando y mordiendo las patas a estos. Más adelante una valla de maderos puntiagudos de dos metros y medio de alto, reforzada con un par de carretas y postes diagonales bloqueaba el paso, cien arqueros del otro lado acosaban a los jinetes lanzándoles flechas a destajo casi sin apuntar. Pronto un soldado llegó a informarle a Zaida que su plan había resultado bien y el ejército invasor, comenzaba a desperdigarse por los callejones, a dividirse tal como lo habían planeado.

Los callejones de Cízarin eran oscuros y estrechos donde apenas cabían dos jinetes uno al lado del otro, en otros, solo podían pasar de a uno a la vez. Estaban pavimentados, con pequeñas escaleras aquí y allá y algunos no tenían salida. Nivardo se detuvo en una pequeña plazoleta con un pozo de agua al medio y cogió una de las antorchas cercanas, menos de cien hombres le habían seguido, el resto se había desperdigado, la situación era desfavorable para él, perdían fuerza cada vez que se dividían y planear una estrategia con sus hombres dispersos, era prácticamente imposible, por un segundo, la sombra de la derrota lo perturbó y se vio en problemas, eso, hasta ver con sus propios ojos al agua de la fuente de Mermes funcionar. Uno de sus hombres, sin bajar de su caballo y con evidente esfuerzo y cuidado debido al dolor, se extraía una flecha que le había entrado por el ojo derecho, su mejilla y cuello estaban empapados en un líquido blanquecino pero sin una gota de sangre, el rey observaba intrigado alzando su antorcha. La flecha fue extraída, y de la cavidad ocular ya vacía, brotó una bola de una pasta oscura y pegajosa que selló la herida casi en el acto y se aferró al rostro del hombre con largas y angulosas patas similares a una araña. Aquello pareció doler, pero al cabo de unos minutos, el hombre estaba, además de increíblemente vivo, bastante recuperado. Un poco más alejado, Ranta decidió hacer su propio experimento personal y sin previo aviso, sacó de un tirón la flecha alojada en el cuello de Vanter, el soldado que lo había llevado. Este hizo un quejido de dolor y se dio un golpe con la palma de la mano como si hubiese sido picado por un mosquito, al retirar la mano, llevaba adherido a esta, restos de la misma pasta oscura y pegajosa que había sellado el ojo de su compañero. Ante los ojos incrédulos y las muecas de repugnancia de Ranta, la herida de Vanter se cerró y enraizó en su cuello sin que pareciera haberle afectado en lo más mínimo. Ranta sonrió y le dio animosas palmadas en la espalda a su compañero “Ya puedes estar seguro; ¡Eres un inmortal amigo!” El rey también sonrió entusiasmado, nada de lo que hicieran sus enemigos tendría los resultados esperados, en cuanto notaran contra quién estaban peleando, sabrán que no pueden ganar y el temor brillará en sus ojos, entonces lanzó la antorcha al pozo y sacó su espada “¡Somos inmortales! ¡Nadie podrá detenernos! Cada uno de ustedes es un ejército en sí mismo, letal e invencible, ¡Es hora de sembrar la muerte en esta ciudad y apoderarnos de ella, porque nosotros ya nos apoderamos de la muerte!” y luego levantando su espada gritó “¡La muerte es nuestra!” “¡Nuestra!” respondieron sus hombres y espolonearon los caballos adentrándose en la ciudad con la seguridad de que jamás podrían ser derrotados.

“Un príncipe ciego…” se decía Serna mientras ascendía los empinados senderos de regreso a Rimos, “¿Qué podría hacer un hombre ciego en el trono? sería engañado y manipulado fácilmente en incontables asuntos importantes, perdería rápidamente el respeto de su gente que lo consideraría un inepto, incapaz de impartir justicia o de tomar decisiones importantes. El rey sabía que debía volver con vida, debía seguir gobernando hasta que el hijo de Ovardo, el que ya estaba por nacer, según él, tuviera edad para encargarse del trono, mientras su padre era tratado como un inválido inútil y además, tristemente inmortal” El clérigo jamás había logrado llevarse bien con el príncipe, pero aquello era solamente por inmadurez de este último, para Serna, el príncipe era un hombre en exceso soñador e iluso, que creía a pie firme que la justicia y la verdad tenían solo una cara, permanente e inmutable que no podían cambiar o adaptarse pese a ninguna circunstancia, un hombre que estaba convencido de que podía gobernar un reino y al mismo tiempo mantenerse fiel a sus ideales. Tenía tanto por aprender y comprender sobre la realidad y responsabilidad de su cargo que era incapaz de ver el verdadero trasfondo de las decisiones que tomaba su padre o los reales objetivos tras los consejos que él le daba. Y todo eso sin contar el amor desmedido que le profesaba a su mujer, el cual era digno y justo, para un común, pero no para él, solo los dioses podían saber cuántos errores podía cometer o cuantas oportunidades podía dejar pasar solo por no defraudar a su esposa en decisiones realmente trascendentales y sus respectivas consecuencias. Serna había visto al príncipe sacando agua de la fuente y guardársela entre sus ropas, podía deducir fácilmente para qué hacía aquello y aunque no lo había delatado en su momento ya no tenía caso hacerlo, lo mínimo que podía hacer un hombre en la situación de Ovardo, era tratar de conservar a la persona que amaba a su lado.

La noche ya se instalaba cuando Serna llegó a la casona de los señores de Rimos. Por primera vez en mucho tiempo no se encontraban presentes ni el rey ni su hijo para gobernar, por lo que su autoridad en esos momentos no estaba por debajo de nadie. Casi sin interés le preguntó a uno de los guardias si tenía alguna novedad que informarle y este le respondió sin demasiadas formalidades “Ha habido mucho movimiento allá dentro, llevan horas encerradas las parteras en la habitación de la princesa Delia. No sé más detalles de lo que ha sucedido, salvo que hace pocos minutos trajeron una ama de cría. Es posible que el heredero ya haya nacido” Serna se apresuró a entrar para enterarse de lo sucedido y de inmediato se dio cuenta de que algo malo pasaba, había un silencio  frío y anormal en el interior, en las caras de las personas se veía profunda seriedad en los hombres y marcada congoja en las mujeres, con ineludibles marcas de llanto en muchas de ellas. Una chiquilla lloraba desconsoladamente en los brazos de una mujer mayor que con gran tristeza trataba de consolarla, el clérigo pasó junto a ellas y se acercó a la habitación de la princesa, la puerta estaba sin seguro, solo una pequeña presión de los dedos bastó para abrirla, al asomarse al interior vio una mujer limpiando la sangre del piso, las parteras con sus delantales ensangrentados ordenando sus cosas y sobre la cama un cuerpo envuelto en lino de la cabeza a los pies y atado para mantener sus miembros juntos y pegados al cuerpo. Era fácil comprender para Serna lo ocurrido pero su interés estaba totalmente abocado al otro cuerpo, al más pequeño, al que estaba dentro de la princesa “El niño, ¿Dónde está el niño?, ¿Qué pasó con el hijo de la princesa?” Dolba lo miró cansada, estaba perfectamente acostumbrada a que en muchos casos la muerte de la madre no pasaba de ser una mera anécdota del parto “La criatura está bien y en este momento debe de estar siendo alimentada por su nodriza. Pero no es un niño. Es una niña” Serna casi sintió la desilusión del rey en su propia desilusión, “¿una niña?” se repitió incrédulo, una mujer solo crecía para ser dada en matrimonio y el linaje de su ascendencia se perdía inexorablemente. De pronto Serna recordó al príncipe Ovardo, cómo había quedado tirado en el campamento del bosque muerto e imaginó las nefastas consecuencias de que, en su estado, se enterara de la muerte de su esposa y sintió compasión “Eso acabaría por destruirlo” pensó y se acercó a uno de los guardias para encargarle un mandato.

Momentos después un reducido grupo de guardias se dirigía rumbo al bosque muerto con la extraña orden de encontrar al príncipe Ovardo allí y traerlo de vuelta a casa sin informarle nada de lo ocurrido.



León Faras.

sábado, 3 de enero de 2015

Historia de un Amor.

XII.

Leonardo tenía ciertas ideas sobre la relación que había entre la belleza y el amor, pero refiriéndose a la belleza artificial, la belleza como el sobrevalorado bien de consumo que era, como la necesidad humana casi vital en la que se había convertido. Desde un inocente peine hasta la cirugía plástica, la industria es gigantesca y variada tal como la demanda que cubre. Y existe para luchar contra una cruel realidad: Que desnudos y en estado completamente natural, somos como animales demasiado parecidos unos a otros, y eso no es atractivo a nuestros ojos. Y contra otra realidad tan cruel como la anterior: Que vivir, afea. Por supuesto que esta fealdad es subjetiva por completo tal como lo es la belleza, pero por otro lado también es cierto que la industria de la belleza lucha contra el paso del tiempo y el maltrato de los agentes ambientales, o sea, la vida misma y lo hace porque no ser bello está relacionado con no ser amado, intrínsecamente relacionado si se quiere, a pesar de lo brutalmente absurdo que suena amar algo que solo se percibe con los ojos, y pensar que aquello es suficiente para alcanzar la relación idílica, perfecta y duradera a la que se aspira, esto gracias a otra gran industria que nos vende la idea de que un gran amor está relacionado con una gran belleza, tan arrolladora que es capaz de avasallar en el acto, de una sola vez y para siempre, pero eso no puede ser así, no debe ser así. Para Leonardo, la belleza digna de amar debía estar en la normalidad y no en el abuso de la producción, él mismo se consideraba un descuidado y un perezoso con su apariencia, desatendiendo su cabello, dejando crecer su barba por días, incomodándose con el uso de perfumes, rotando las mismas prendas de vestir de siempre, lo cual lo llevaba a moverse sin llamar demasiado la atención, algo que por cierto, no era intencional para él, sino un rasgo más de su personalidad. Y no solo se podía decir que rehuía de sacarle el mejor partido a su aspecto físico, también huía de las personas cuyo atractivo era demasiado evidente, de las que se movían gallardas e indiferentes a la gran cantidad de miradas que atraían de todas partes, de esas bellezas que hipnotizaban por algunos segundos y en las que más de uno caía en entregar una vida de amor tan persistente como silencioso e inmerecido y hasta insano. Miraba en otra dirección o continuaba su camino sin voltear, buscando que esa visión capturada instantáneamente en su cerebro se diluyera con rapidez y perdiera la insistencia con la que se repetía en su mente en un principio. Sin embargo él sabía que jamás podría enamorarse de una persona con tal belleza, que estaban fuera de su alcance porque tal nivel de belleza siempre exige algo a cambio y el amor no exige nada a cambio, tal atractivo no era algo natural, era una inversión que de seguro esperaba rendir frutos, que estaba bien para las portadas de las revistas, para la fantasía, pero no para el amor. Fue entonces que se encontró con Miranda.

Ella era diferente, su belleza no deslumbraba como lo hace el sol, sino que podía admirarse largamente como se contemplan las estrellas, sin prisa, sin accesorios y lo más importante quizá, sin la necesidad de preguntarte quien era la persona detrás de ese aspecto porque su aspecto hablaba por si solo sobre la persona que ella era. No hubo amor a primera vista, pero si ambos supieron en el acto que estaban ante alguien que desearían conocer más y del que esperaban también el mismo interés, aquella mágica coincidencia con el libro y aquel encuentro levemente rudo y hasta un poco doloroso ya había dado el primer paso, pues con seguridad no hubiera funcionado de otra manera, muchas veces hubiesen podido pasar uno por el lado del otro sin llamar la atención como acostumbraban, sin que el contacto hubiese sido posible, como sucedía con las docenas de desconocidos que se cruzaban por sus caminos diariamente, ambos sabían eso y por consiguiente, ambos podían deducir que aquel encuentro era más que una mera coincidencia, podían sospechar incluso, que aquello era una respuesta a lo que habían estado deseando por mucho tiempo: “A alguien que sea para mí”


La lluvia no defraudó a nadie, cayó tal como se esperaba, abundante, pacífica y cálida, limpiando al pueblo del polvo y a las calles de su gente. En una pérgola redonda de la plaza en la que se conocieron, protegidos del agua, Leonardo y Miranda comieron emparedado, fruta y café y aprovecharon de despejar la última duda que siempre se tiene cuando algún recién conocido nos interesa, si ese alguien tiene algún compromiso con alguien más y por supuesto que ambos estaban libres, pues estaban con la casualidad de su parte. Miranda tomó el libro negro de la banca donde estaban sentados y este se abrió por sí solo en la página en la que la flor estaba guardada, algo estaba escrito ahí recientemente “Para que te puedan encontrar, solo deja de buscar.” La chica frunció el ceño confundida, aquello también estaba escrito en el libro antiguo y precisamente en la página donde estaba la flor seca, eso lo recordaba bien, a pesar de que había sido escrito por Leonardo solo la noche anterior, este le explicó que lo había escrito por ella y por su afortunado encuentro esperando que fuera más que una mera anécdota. El libro antiguo se estaba reconstruyendo y ella aportaría una cosa más. Metió la mano en su bolso y sacó una hoja de papel doblado que le pasó a Leonardo, este la abrió y la leyó, era “El Conjuro” al final de este, estaba escrito del puño y letra de Miranda la frase “Por tu pronta respuesta, muchas gracias” la chica le explicó de donde había salido ese escrito, y que por la noche, antes de dormirse, había sentido verdadera necesidad de dar las gracias por haberse encontrado, aun no había nada entre ellos, era cierto, pero la felicidad que le provocó haberse conocido, era suficiente por el momento. El conjuro fue guardado con cuidado dentro del libro formando parte de él como si siempre hubiese permanecido ahí. Luego llegó la hora de irse, pronto se verían de nuevo. Al momento de despedirse se besaron con soltura y normalidad, como cualquier pareja lo haría, pero inmediatamente cayeron en la cuenta de que ese había sido el primer beso entre ellos, era raro que hubiera sucedido de forma tan mutuamente espontánea, pero les sirvió para algo, ambos ya podían saber que desde ese momento Leonardo y Miranda estaban juntos. 


León Faras.