XVIII
El
rey Nivardo y sus hombres pronto notaron que habían sido delatados y que su
ataque estaba siendo esperado por el ejército de Cízarin, y por todo el pueblo,
sin embargo, arrepentirse a estas alturas era inútil, la batalla ya se había
desatado y no terminaría hasta tener un vencedor. A doscientos metros de haber
entrado en la ciudad por el camino principal, una jauría de docenas de perros
fue liberada y comenzaron a perseguir a los caballos, ladrando y mordiendo las
patas a estos. Más adelante una valla de maderos puntiagudos de dos metros y
medio de alto, reforzada con un par de carretas y postes diagonales bloqueaba
el paso, cien arqueros del otro lado acosaban a los jinetes lanzándoles flechas
a destajo casi sin apuntar. Pronto un soldado llegó a informarle a Zaida que su
plan había resultado bien y el ejército invasor, comenzaba a desperdigarse por
los callejones, a dividirse tal como lo habían planeado.
Los
callejones de Cízarin eran oscuros y estrechos donde apenas cabían dos jinetes
uno al lado del otro, en otros, solo podían pasar de a uno a la vez. Estaban
pavimentados, con pequeñas escaleras aquí y allá y algunos no tenían salida. Nivardo
se detuvo en una pequeña plazoleta con un pozo de agua al medio y cogió una de
las antorchas cercanas, menos de cien hombres le habían seguido, el resto se
había desperdigado, la situación era desfavorable para él, perdían fuerza cada
vez que se dividían y planear una estrategia con sus hombres dispersos, era
prácticamente imposible, por un segundo, la sombra de la derrota lo perturbó y
se vio en problemas, eso, hasta ver con sus propios ojos al agua de la fuente
de Mermes funcionar. Uno de sus hombres, sin bajar de su caballo y con evidente
esfuerzo y cuidado debido al dolor, se extraía una flecha que le había entrado
por el ojo derecho, su mejilla y cuello estaban empapados en un líquido
blanquecino pero sin una gota de sangre, el rey observaba intrigado alzando su
antorcha. La flecha fue extraída, y de la cavidad ocular ya vacía, brotó una
bola de una pasta oscura y pegajosa que selló la herida casi en el acto y se
aferró al rostro del hombre con largas y angulosas patas similares a una araña.
Aquello pareció doler, pero al cabo de unos minutos, el hombre estaba, además
de increíblemente vivo, bastante recuperado. Un poco más alejado, Ranta decidió
hacer su propio experimento personal y sin previo aviso, sacó de un tirón la
flecha alojada en el cuello de Vanter, el soldado que lo había llevado. Este
hizo un quejido de dolor y se dio un golpe con la palma de la mano como si
hubiese sido picado por un mosquito, al retirar la mano, llevaba adherido a
esta, restos de la misma pasta oscura y pegajosa que había sellado el ojo de su
compañero. Ante los ojos incrédulos y las muecas de repugnancia de Ranta, la
herida de Vanter se cerró y enraizó en su cuello sin que pareciera haberle
afectado en lo más mínimo. Ranta sonrió y le dio animosas palmadas en la
espalda a su compañero “Ya puedes estar seguro; ¡Eres un inmortal amigo!” El
rey también sonrió entusiasmado, nada de lo que hicieran sus enemigos tendría
los resultados esperados, en cuanto notaran contra quién estaban peleando,
sabrán que no pueden ganar y el temor brillará en sus ojos, entonces lanzó la
antorcha al pozo y sacó su espada “¡Somos inmortales! ¡Nadie podrá
detenernos! Cada uno de ustedes es un ejército en sí mismo, letal e invencible,
¡Es hora de sembrar la muerte en esta ciudad y apoderarnos de ella, porque
nosotros ya nos apoderamos de la muerte!” y luego levantando su espada gritó
“¡La muerte es nuestra!” “¡Nuestra!” respondieron sus hombres y espolonearon
los caballos adentrándose en la ciudad con la seguridad de que jamás podrían ser
derrotados.
“Un
príncipe ciego…” se decía Serna mientras ascendía los empinados senderos de
regreso a Rimos, “¿Qué podría hacer un hombre ciego en el trono? sería engañado
y manipulado fácilmente en incontables asuntos importantes, perdería rápidamente
el respeto de su gente que lo consideraría un inepto, incapaz de impartir
justicia o de tomar decisiones importantes. El rey sabía que debía volver con
vida, debía seguir gobernando hasta que el hijo de Ovardo, el que ya estaba por
nacer, según él, tuviera edad para encargarse del trono, mientras su padre era tratado
como un inválido inútil y además, tristemente inmortal” El clérigo jamás había
logrado llevarse bien con el príncipe, pero aquello era solamente por inmadurez
de este último, para Serna, el príncipe era un hombre en exceso soñador e iluso,
que creía a pie firme que la justicia y la verdad tenían solo una cara, permanente
e inmutable que no podían cambiar o adaptarse pese a ninguna circunstancia, un
hombre que estaba convencido de que podía gobernar un reino y al mismo tiempo
mantenerse fiel a sus ideales. Tenía tanto por aprender y comprender sobre la
realidad y responsabilidad de su cargo que era incapaz de ver el verdadero
trasfondo de las decisiones que tomaba su padre o los reales objetivos tras los
consejos que él le daba. Y todo eso sin contar el amor desmedido que le
profesaba a su mujer, el cual era digno y justo, para un común, pero no para él,
solo los dioses podían saber cuántos errores podía cometer o cuantas
oportunidades podía dejar pasar solo por no defraudar a su esposa en decisiones
realmente trascendentales y sus respectivas consecuencias. Serna había visto al
príncipe sacando agua de la fuente y guardársela entre sus ropas, podía deducir
fácilmente para qué hacía aquello y aunque no lo había delatado en su momento
ya no tenía caso hacerlo, lo mínimo que podía hacer un hombre en la situación
de Ovardo, era tratar de conservar a la persona que amaba a su lado.
La
noche ya se instalaba cuando Serna llegó a la casona de los señores de Rimos.
Por primera vez en mucho tiempo no se encontraban presentes ni el rey ni su
hijo para gobernar, por lo que su autoridad en esos momentos no estaba por
debajo de nadie. Casi sin interés le preguntó a uno de los guardias si tenía
alguna novedad que informarle y este le respondió sin demasiadas formalidades
“Ha habido mucho movimiento allá dentro, llevan horas encerradas las parteras en
la habitación de la princesa Delia. No sé más detalles de lo que ha sucedido,
salvo que hace pocos minutos trajeron una ama de cría. Es posible que el
heredero ya haya nacido” Serna se apresuró a entrar para enterarse de lo sucedido
y de inmediato se dio cuenta de que algo malo pasaba, había un silencio frío y anormal en el interior, en las caras
de las personas se veía profunda seriedad en los hombres y marcada congoja en
las mujeres, con ineludibles marcas de llanto en muchas de ellas. Una chiquilla
lloraba desconsoladamente en los brazos de una mujer mayor que con gran
tristeza trataba de consolarla, el clérigo pasó junto a ellas y se acercó a la
habitación de la princesa, la puerta estaba sin seguro, solo una pequeña presión
de los dedos bastó para abrirla, al asomarse al interior vio una mujer
limpiando la sangre del piso, las parteras con sus delantales ensangrentados
ordenando sus cosas y sobre la cama un cuerpo envuelto en lino de la cabeza a
los pies y atado para mantener sus miembros juntos y pegados al cuerpo. Era
fácil comprender para Serna lo ocurrido pero su interés estaba totalmente
abocado al otro cuerpo, al más pequeño, al que estaba dentro de la princesa “El
niño, ¿Dónde está el niño?, ¿Qué pasó con el hijo de la princesa?” Dolba lo
miró cansada, estaba perfectamente acostumbrada a que en muchos casos la muerte
de la madre no pasaba de ser una mera anécdota del parto “La criatura está bien
y en este momento debe de estar siendo alimentada por su nodriza. Pero no es un
niño. Es una niña” Serna casi sintió la desilusión del rey en su propia
desilusión, “¿una niña?” se repitió incrédulo, una mujer solo crecía para ser
dada en matrimonio y el linaje de su ascendencia se perdía inexorablemente. De
pronto Serna recordó al príncipe Ovardo, cómo había quedado tirado en el
campamento del bosque muerto e imaginó las nefastas consecuencias de que, en su
estado, se enterara de la muerte de su esposa y sintió compasión “Eso acabaría
por destruirlo” pensó y se acercó a uno de los guardias para encargarle un
mandato.
Momentos
después un reducido grupo de guardias se dirigía rumbo al bosque muerto con la
extraña orden de encontrar al príncipe Ovardo allí y traerlo de vuelta a casa
sin informarle nada de lo ocurrido.
León Faras.