viernes, 27 de marzo de 2015

Del otro lado.

XXI. 



En pleno cerro había una parte de la ciudad donde la mayoría de las casas habían sido construidas por sus propios dueños o por los padres de estos, o los padres de sus padres, eran casas muy antiguas, precarias y todas de diseño diferente. El pavimento de las calles así como su alumbrado eran recientes. Gastón Huerta llegó hasta una de esas casas por la parte de atrás seguido por Alan que sólo caminaba, sin saber hacia dónde iba, movió una lata oxidada que formaba parte del cierre perimetral y destapó un forado pegado al piso de tierra, “Entra...” le dijo a su acompañante y recibió de este una mirada de asombro y desaprobación, “¿Quieres comunicarte con la chica o no?” insistió. Aquello no le convencía para nada a Alan pero resignado se tiró al suelo y se arrastró por el agujero no sin antes observar cuidadosamente el entorno. Era una casa de madera con una tonelada de años encima, junto al cierre por dentro, se apilaban numerosas osamentas metálicas de objetos largamente abandonados a la intemperie: Bicicletas, lavadoras, cocinas y hasta un automóvil abandonado hace años bajo un precario cobertizo, entre otros muchos desechos. La maleza era abundante y había crecido, muerto y secado sin que nada ni nadie interrumpiera ese proceso, en una esquina había un ciruelo y bajo este un par de gatos disfrutaban de su sombra echados sobre un sofá arruinado, en el peldaño de la puerta de la casa había otro gato más, pero ni sonidos ni señales de que alguien viviera allí. Huerta se fue a echar un vistazo a la puerta principal de entrada y Alan se quedó en la del patio observando al gato que dormitaba sin inmutarse por su presencia, los perros en cambio siempre se mostraban esquivos o asustados ante él, algo detectaban en él que los intranquilizaba, aunque en realidad era lo que no detectaban, su olor, para los perros un humano sin olor era algo que no estaba para nada bien y los fantasmas no tenían olor. En cambio para los gatos aquello no les importaba en absoluto, para los gatos un humano era un humano sin importar si estaba vivo o muerto, si olía o no olía, si lo podían ver o solo lo sentían. En ese momento la puerta se abrió frente a Alan y una mujer apareció parada ahí, debía tener más de cuarenta años de edad, era muy delgada, de pelo muy negro con un mechón blanco, como si sus canas se hubiesen agrupado misteriosamente en un solo sitio, una condición llamada poliosis. Llevaba un vestido sencillo y sin adornos, “¿Qué buscas aquí espíritu?” le preguntó al hombre parado en su puerta con naturalidad, como si se tratara de un vendedor ambulante, Alan no supo qué decir, estaba sorprendido de que le llamara “espíritu” y además, no tenía ni la más remota idea de qué buscaban allí. “Él viene conmigo, Oli…” dijo Huerta que llegaba en ese momento y la mujer se dio la vuelta y entró dejando la puerta abierta “Tengo té… si quieren pasar, pero no vuelvas a llamarme Oli.” No los olvidaba al dejar de verlos y ese era otro motivo para que Alan se admirara, “¿Acaso está muerta también?” preguntó en un susurro a Gastón que estaba a su lado, pero la respuesta vino desde el interior de la casa “¡No espíritu! yo estoy a la mitad del camino todavía”

Entraron a la cocina, al igual que afuera, todo adentro tenía un montón de años, pero lucía limpio y ordenado. No había vajilla sucia en el lavaplatos y la poca que había estaba ordenada en repisas, otras repisas albergaban numerosos frascos y latas, muchos se podían identificar como alimentos, todos ellos en pocas cantidades, otros varios no se podía asegurar qué cosas eran a simple vista. Dos teteras, una un poco más pequeña que la otra, hervían pacíficamente sobre una cocina a leña. Los hombres se sentaron en un sofá que lucía bien gracias a los cojines y las mantas que tenía encima, la mujer dejó dos tazas de té sobre una mesa de centro frente a ellos y se sentó en una silla. Encendió un cigarrillo. “Ella es Olivia…” dijo Gastón Huerta presentándola, “…puede ayudarte con lo de la chica que buscas.” sacó de su bolsillo dos paquetes de cigarros y los puso sobre la mesa, luego cogió su taza de té y comenzó a beberla, Alan, ni siquiera se había dado cuenta de dónde había sacado los cigarros, pero no dijo nada, estaba incómodo en ese lugar, aquella mujer parecía saber todo sobre ellos desde el primer momento. Era obvio para Olivia que si habían ido donde ella, era porque la chica que buscaban estaba muerta, y si necesitaban ayuda para contactarla, era porque aquella chica aun vagaba en el silencio, por lo que se ahorró las explicaciones  “¿el espíritu que buscas, es pariente tuyo?” Alan olía desconfiado su taza de té, olía bien aunque no era un té común y corriente “No…” respondió “…es la nieta de un viejo amigo. Él me pidió ayuda”, “¿Tu amigo también está muerto?” replicó la mujer interesada, “No, él no está muerto aún” Olivia apagó su cigarrillo, “Tienes suerte espíritu, es raro un amigo así.” El té sabía fuerte y amargo pero no era desagradable “Escucha…” dijo Alan, tratando de tomar dominio de la situación “…estamos aquí porque Gastón dijo que podía conseguir una tabla ouija contigo, si es así te lo agradecería mucho, y si no pues…” la mujer rió divertida “¿Una tabla ouija? ¡Ese es un juego tonto para niños tontos! Me sorprendes espíritu, pensé que eras más listo” Alan se sintió ofendido “¿Pero quién te has creído que eres para tratarme como a un imbécil?” “Lo siento, no quise ofenderte…” dijo la mujer aun sonriendo “…pero creí que tenías más experiencia, ahora escúchame a mí: Con esa tabla puedes contactar a quien sea que esté del otro lado, pero no puedes estar seguro de a quien, hay seres horribles allá, y poderosos, y ustedes ya no tienen la protección de la carne, son más vulnerables de lo que creen estando en este mundo de vivos” Alan ya lucía calmado, Olivia continuó poniéndose de pie y cogiendo los cigarros que Huerta le había obsequiado “Yo los ayudaré, sólo necesito llevar algunas cosas…¿Dónde piensan contactarla?” “En el cementerio, a media noche…” respondió Alan, “…si encontró el mensaje que le dejé estará allí” La mujer volvió a sonreír “Tú sí que sabes escoger los lugares para tus citas”


León Faras.

jueves, 19 de marzo de 2015

La Prisionera y la Reina. Capítulo tres.

XIV.

Era plena mañana, pero la oscuridad lo envolvía todo dentro del abismo, parecía como si las pocas antorchas que llevaban los salvajes era lo único que se interponía para no ser devorados por las tinieblas de una sola vez y para siempre. Idalia, la mujer maldita, llegaba tranquila y resignada a cumplir con su condena, su inmolación, a la cueva del Débolum. El abismo era siempre frío, pues el aire helado que brotaba de su profundidad era siempre más abundante que los escasos y osados rayos de sol que caían dentro, pero del interior de la cueva emanaba un aliento tibio y denso, como si ya estuvieran dentro de las fauces de la bestia que habitaba allí. Se adentró llevando una antorcha en la mano y cruzó el bosque de estalactitas que asemejaban a columnas acinturadas que sostenían el techo de la cueva. El calor se hacía intenso y también la insoportable emanación de gases que le hacía doler la cabeza y le revolvía el estómago. La suave pendiente apresuraba su paso inconscientemente como manos invisibles que la animaban a llegar al fondo, donde ya se podía ver un gran resplandor de color rojo que iluminaba una enorme circunferencia destacándose en la predominante oscuridad del lugar. Idalia se detuvo, sudaba copiosamente debido al calor y se sentía enferma, pensó que el monstruoso habitante del abismo no era más que un mito y que cualquier persona que se quedara allí el tiempo suficiente, inexorablemente moriría sin necesidad de ser devorada por nada. Mareada y a punto de desmayase, no se dio cuenta cuando la enorme roca sobre su cabeza se desprendió cayendo sobre ella, pero no la aplastó, pues la roca en un segundo giró, se abrió y se convirtió en el poderoso Débolum, que aterrizaba sobre sus cuatro patas como un felino que cae sobre una presa desprevenida e indefensa. Goteaba y chorreaba metal derretido por todas partes además de un fuego de intensos colores vivos, la mujer maldita cayó al suelo incapaz de reaccionar, vivía aquello como en un sueño de semiinconsciencia, desarmada, solo con la certeza de que su fin había llegado y nada más había por hacer. El Débolum la devoró completa y de una sola engullida dejando una pequeña marca en el duro suelo de la cueva, luego planeó majestuoso entre su bosque de estalactitas para terminar sumergiéndose en la lava como siempre lo hacía. Los salvajes luego de presenciar lo sucedido se retiraron en silencio, habían visto lo que esperaban ver y nada nuevo había acaecido.

Rávaro mandó a sus hombres a que apresaran a Lorna que magullada y con dificultad salía de entre los objetos que le habían caído encima, pero aquellos se detuvieron cuando el enano de rocas se interpuso, acercándose a su compañera apenas la reconoció. Los soldados habían visto cómo el enano había salido victorioso de un combate cuerpo a cuerpo con la bestia mientras ellos habían sido incapaces de controlarla, sufriendo además, numerosos daños y no se atrevían a desafiar al pequeño y duro gladiador. Rávaro no podía aprobar que sus hombres le temieran más a esa criatura insignificante, a la cual estaba seguro de poder dominar con su magia, que a él mismo, por lo que decidió actuar por su cuenta. Un movimiento de su mano y el enano quedó inmediatamente aplastado contra el suelo, convertido en un corriente e inmóvil cúmulo de piedras, no le había costado ningún esfuerzo hacer ese pequeño truco pero había sido suficiente para recuperar el respeto de sus hombres, lo siguiente era incinerar a su hermana para que ninguno de sus soldados volviera a cuestionar alguna de sus órdenes, pero Lorna ya se había puesto de pie y trataba de comprender lo que sucedía, pues el enano de rocas que había luchado contra la bestia y el que había salido del estómago de esta, no eran el mismo, había vuelto a convertirse en la torpe y pacífica criatura de siempre, por lo que dedujo que ya no tenía la joya en su poder, y eso significaba que dicha joya solo podía estar en un solo lugar. Lorna pareció comprender y observó con cierta preocupación a la bestia que parecía dormir tumbada en el suelo y luego observó a los ojos de su medio hermano, se veía confiada, le dijo si es que acaso tenía alguna idea de quién había liberado a la bestia, o de quien la había liberado a ella, pero él no tenía dudas, quien había liberado a la bestia con seguridad podía haber sido ella o su pequeño compañero el mismo que le había ayudado a ella a escapar de su celda, ya le habían comunicado que esa pequeña criatura le había roto la rodilla a uno de los guardias de las catacumbas y todos sabían que el pequeño enano era capaz de eso y de mucho más. La mujer insistió en que de todas formas había recibido ayuda de alguien más para salir del nauseabundo pozo donde la tenía encerrada y Rávaro, condescendientemente, le respondió que si le daba el nombre de ese alguien, se encargaría personalmente de recompensarlo como merecía. La mujer sintió una gran satisfacción al ver cómo le cambió la cara a su medio hermano cuando le dijo que había recibido la ayuda de Dágaro, que el semi-demonio había regresado y que venía a por él, y que ya tenía en su poder una joya de reencarnación. Rávaro no le creyó, ella insistió sonriendo, él se enfureció, ella se burló de él y él con un gesto de su mano y una expresión de furia en su rostro la elevó en el aire unos centímetros y la convirtió en una antorcha humana flotante. La mujer gritó y se sacudió desesperadamente, pero solo durante unos segundos, luego Rávaro la soltó, el fuego se extinguió de forma tan fulminante como se inició y el cuerpo de Lorna cayó carbonizado y sin vida.

El respeto y el temor que los soldados sentían por su amo se habían restablecido, pero Lorna había logrado sembrar su semilla de duda y temor en la mente de su medio hermano antes de morir, pues este se quedó meditando, tal vez eran solo palabras, pero y si no, entonces sí su hermano volvería a vengarse de él y era probable que no pudiera reconocerlo a tiempo.


Fin del capítulo tres.

León Faras.

miércoles, 4 de marzo de 2015

El Circo de rarezas de Cornelio Morris.

IX.

Lidia estaba preocupada, el embarazo que tanto temía ya era una realidad confirmada y hace ya bastante tiempo que no tenía ni una sola pista del padre de su criatura. Estaba sola y esperando un bebé. En cambio su hermana Beatriz, recientemente había dado a luz un hijo de un hombre que la cuidaba y se preocupaba de ella, que no escatimaba en tiempo ni dinero para todo lo que ella necesitara, que aguardó ansioso el día del parto. Para Lidia, su hermana siempre había sido la más interesante, la más osada, la más inteligente y también la más afortunada, y para colmo el destino parecía confirmarle aquello una y otra vez, pero tales sentimientos no estaban basados en envidias o rencores, sino más bien en una admiración. Lidia admiraba a su hermana y veía en ella todas las cualidades que ella misma carecía. Fue en ese momento en que Beatriz regresó por ella, venía sola, ya sabiendo lo que le ocurría y le ofreció todo el apoyo que necesitaba, tanto antes como después de que su bebé naciera, le aseguró que ambas estarían juntas para criar a sus respectivos hijos e incluso le consiguió un empleo y le llevó un contrato de trabajo que Lidia firmó confiada y agradecida, de esa manera, su puesto en la empresa que el marido de Beatriz formaba, estaría completamente asegurado, sin sospechar, claro está, que dicha empresa se trataba de un circo, y que su trabajo consistiría en ser una de sus atracciones principales.

El lugar donde la invitaron era hermoso, una cabaña pequeña pero acogedora, ubicada en un pequeño bosque de árboles desnudos por el otoño, erguidos sobre un terreno de suave pendiente alfombrado con hojas secas y amarillentas, que desembocaba en un lago manso y frío. Cornelio Morris se mostraba amable y solícito, mientras Beatriz era toda sonrisa, pero el bebé de ambos no estaba por ningún lado, Lidia aun no lo conocía y cuando preguntó por él le respondieron con un amistoso “…ten paciencia, ya le verás”. El día estaba fresco pero agradable e invitaba al paseo, el embarazo de Lidia ya era evidente y caminaba sujeta del brazo de su hermana por un lado y del de Cornelio por el otro. La plática era agradable y llena de sueños e ilusiones, llena de planes de una vida que se mostraba prometedora de aquí en adelante. Se detuvieron en el viejo muelle que se adentraba varios metros en el lago, el agua reflejaba fielmente el tono gris del cielo, Lidia agradecía una vez más todo lo que estaban haciendo por ella, sobre todo el trabajo que le habían ofrecido, “Haré todo lo mejor que pueda” decía mientras su hermana respondía sonriente “…de eso estamos seguros” “Espero que estés ansiosa por comenzar” comentó Cornelio con ese aire de superioridad que le inspiraba a los demás y Lidia sonreía asegurando que deseaba comenzar a retribuir lo antes posible todo lo que le daban, “Perfecto…” dijo Morris mientras la abrazaba por detrás y le tapaba la boca, “…porque comenzarás a hacerlo ahora mismo” y se dejó caer al lago con la mujer atenazada entre sus brazos. Lidia luchó con desesperación para liberarse pero sin éxito, no tenía fuerza y sus gritos mudos bajo el agua solo servían para robarle oxígeno, que rápidamente se le acabó. Pronto dejó de luchar, y su cuerpo lánguido quedó a merced del suave vaivén del agua. Cuando despertó  tomó una gran bocanada de un aire mucho más denso de lo normal, era agua y tardó algunos segundos en darse cuenta de que aun estaba sumergida en el lago, estaba sola e inmediatamente intentó salir a la superficie, en ese momento notó que una cadena sujeta a su tobillo la retenía bajo el agua, una cadena que a pesar del óxido aun conservaba mucha más fuerza que ella, volvió a tragar agua y pensó que moriría pero esa agua no se fue a su estómago, sino que salió de su cuerpo dejándole oxígeno, se palpó el cuello y con repugnancia sintió branquias en él, también notó unas membranas entre sus dedos, se horrorizó, se desesperó y luchó contra la cadena hasta el agotamiento, pero fue inútil. Fueron necesarios varios minutos para que se tranquilizara aunque aun no comprendía qué le habían hecho o por qué. Cerca de ella, en el fondo del lago, una cuna metálica en buen estado destellaba pálidamente, había sido arrojada allí hace muy poco tiempo.

La juventud, vitalidad e inocencia de Eloísa, eran una notable fuente de energía vivificante para mantener estable la ilusión del Circo, al igual que como sucedía con la pequeña Sofía, la presencia de Eloísa representaba la contraparte necesaria para mantener equilibrado el complejo sistema de fuerzas que sostenían el poder con el cual Morris, obraba sus fantásticos prodigios, por eso este último demostró tanto entusiasmo cuando supo que una muchacha quería formar parte de su Circo y además sin necesidad de que tuvieran que convencerla de nada. La niña entró confiada y sonriente a la oficina de Cornelio, este estaba en su escritorio y a su lado Charlie Conde se esforzaba por reflejar bondad y amabilidad en su rostro. En la puerta quedaron Von Hagen y el gigante Ángel Pardo. “Me dicen que quieres pertenecer a mi Circo, ¿es eso cierto muchacha?” Morris preguntó solo como una mera formalidad, “Sí. Quiero ser una de tus atracciones” respondió la niña resuelta, repitiendo lo que Horacio le había dicho cuando la encontró, Cornelio se mostró sorprendido, no esperaba tal grado de determinación, “Tal vez creas que no tengo mucho talento para nada…” agregó Eloísa, acostumbrada a formar a menudo esa idea en la gente que la rodeaba, “…pero aprenderé lo que sea, me esforzaré y nunca te arrepentirás de haberme aceptado” sus ojos brillaban y Morris la observaba maravillado “Ya puedo ver que no me arrepentiré de aceptarte en mi Circo… tienes todo el talento que necesitas, yo te puedo convertir en la atracción más espectacular que se haya visto, solo debes firmar un contrato y hacer lo que te diga… aunque te asuste” “Haré lo que sea” dijo la niña sin ningún asomo de duda.


Luego de que Eloísa firmó el contrato le dieron de comer y la llevaron a uno de los camiones donde había una caja de madera de un metro cuadrado de base por dos metros de alto, estaba pintada de negro por dentro y por fuera y la oscuridad en su interior era absoluta, Conde iba a ponerle un grillete en uno de los tobillos de la muchacha por precaución, sabía que la reacción de aquellos que salían de esa caja no siempre era la más pacífica, pero su jefe le dijo que no, que no sería necesario y luego se dirigió a la muchacha “Ten paciencia, pronto saldrás de aquí y te sorprenderá el resultado… tendrás todo lo que siempre has deseado.” La chica asintió y la puerta se cerró, luego de eso todo se hizo oscuridad y silencio.


León Faras.