IV.
“¿Pero
de qué estás hablando niña?, ¿De dónde sacaron eso de que son hermanos?” exclamó
la Señora Alicia sorprendida. Ambos niños estaban parados ahí juntos, uno al
lado del otro como cómplices que se prestan mutuo apoyo. Aunque ya se habían
quitado los disfraces, sus rostros tiernamente pintados todavía, suavizaban la
situación en cierta medida, “Aquella vez que estuvo en el sanatorio dice que lo
vio… mi papá estaba ahí, ¿se acuerdan?” Edelmira escuchaba a Estela interesada,
todo aquello le parecía muy extraño, “¿Y él no te conoció?; ¿no te dijo nada?”
le preguntó al muchacho, “No, no me ha visto en años supongo y además yo
llevaba puesto el disfraz. Yo tengo pocos recuerdos de él, de su cara, rara vez
se aparecía por la casa y para mí era como cualquier otra persona. Al principio
me pareció ver algo familiar en él en el sanatorio, creí reconocerlo pero no
estaba seguro, pero luego, cuando lo vi cojear…” el muchacho se detuvo, se veía
acongojado en esa parte del relato, duras imágenes volvían a su mente, “¿Tu
padre también cojeaba?” preguntó la señora Alicia con suavidad, el muchacho
contenía un nudo en la garganta, era solo un niño endurecido por fuera. Tenía
lágrimas en los ojos, “…la última vez que lo vi en mi casa fue cuando supe que
él era mi papá. Ese día se fue cojeando de casa.” Alberto guardó silencio
mirando el suelo con la cabeza gacha y Estela continuó, “Yo recuerdo que lo vi
una mañana con la rodilla vendada, mi mamá en la noche había debido curársela y
vendársela pero el dolor era tan grande que finalmente tuvo que ir a ver al
doctor. Yo no podía preguntarle qué le había pasado, pero la explicación que le
dio a todos fue que había tenido una riña y que el otro hombre al verse
perdido, le había enterrado una cuchilla en la pierna. Eso fue lo que le contó
a todos.” Alberto logró ponerse firme y controlar el llanto que ya le afloraba,
se pasó la manga por los ojos y dijo “No fue ninguna riña… Fui yo…” Edelmira ya
lo intuía, pero para la señora Alicia aquello era imposible de creer “¿Cómo que
fuiste tú? ¿Qué quieres decir?” El niño revivió la escena en su mente. Su madre
tirada en el suelo, tratando de contener los puntapiés que Emilio le daba en el
vientre, descalza y con el pelo en la cara cubriendo un llanto incontenible de
angustia, miedo y dolor. Los insultos inundando toda la casa y fuera de ella
también. Él con el dolor ardiente como un látigo en la mejilla por la bofetada
que había recibido “…la cuchilla estaba ahí, en el suelo tirada, corta y aguda,
también estaban tirados los tomates que habíamos pelado con ella y el pan que
íbamos a comer. Yo no sabía qué hacer, gritaba pero nadie me hacía ningún caso,
entonces la tomé y se la enterré con todas mis fuerzas. El golpe que me dio fue
tan fuerte que me quedé un buen rato en el suelo, sin poder moverme…” Y Emilio
dejó de golpear a la mujer pero redobló el esfuerzo que hacía con su lengua,
profiriendo multitud de insultos y amenazas, procurando ser lo más ofensivo e
hiriente posible, repitiendo más de una vez que el primer embarazo había sido
un error, pero un error que no se volvería a repetir, hasta que la sangre que
brotaba de su herida fue tanta que comenzó a preocuparle y decidió que debía
irse, no sin un tremendo esfuerzo y muecas de dolor con más insultos mordidos a
cada paso que daba. La madre de Alberto tuvo un aborto en los días sucesivos
debido a la golpiza, del cual el muchacho nunca se enteró, se trataban solo de
un par de meses de un embarazo del que ella no hablaba, de hecho, desde algunos
años ella no hablaba casi nunca y lloraba casi siempre, él no entendía bien qué
le pasaba y cuando le hablaron de que tenía una profunda depresión tampoco
entendió mucho, le dijeron que necesitaba medicamentos y cuidados especiales
porque ya no podía valerse por sí sola. Entonces se la llevaron.
Al
día siguiente, llegaba Diógenes puntual como siempre al medio día a la
cafetería de Octavio cuando inesperadamente debió detenerse. El local estaba
cerrado. Aquello era tan inusual que el viejo simplemente no supo qué hacer,
sencillamente no estaba preparado para el día en que ese negocio no estuviera
abierto y listo para atenderle, tal vez algo malo había sucedido. El viejo
Diógenes se echó atrás para mirar las ventanas del segundo piso, que era donde
vivía Octavio, pero solo vio las mismas viejas y desteñidas cortinas de
siempre, preocupado se fue hacia la puerta a golpearla, Alamiro lo encontró
allí, “Vamos hombre, si nadie va a atenderte…” Diógenes detuvo los golpes en la
puerta y le prestó atención, Alamiro continuó, “…lo acabo de ver pasar, iba
apurado y apenas me saludó. Tendría algún trámite urgente que hacer” “Tiene que
ser algo realmente urgente, Octavio nunca había tenido el negocio cerrado” dijo
el viejo aun desconfiado, “Después le preguntaremos qué le ocurrió, seguro que
se trata de algún trámite importante. Ahora vamos donde Armandito, a ver si nos
fía un café”
Octavio
llegó hasta una esquina y se detuvo, no estaba muy convencido de lo que iba a
hacer, lo había hecho algunas veces de joven, no siempre con buenos resultados,
pero ahora que era un hombre adulto, se sentía tonto y hasta un poco ridículo.
Un par de personas, clientes suyos, le saludaron al pasar y este les sonrió incómodo
y solo les levantó la mano, si alguien se le ocurría preguntarle qué estaba
haciendo ahí, seguro que no sabría qué responder. Consultó su reloj, era la
hora en que debía decidir si continuar o marcharse de vuelta a su negocio e
inmediatamente imaginó las explicaciones que tendría que darle a Diógenes y
sobre todo a Alamiro, que lo había visto al pasar. Si se iba ahora, tendría que
inventar algo convincente, lo cual era poco convincente para él, porque no se
le daba bien mentir y cualquiera que lo conociera un poco podía darse cuenta de
que estaba inventando algo y con seguridad terminaría todo en una incómoda
escena de viejos regañándole y diciéndole lo que tenía y lo que no tenía que hacer
como si fuera un pelele cualquiera. Octavio dio un suspiro y continuó, ya
estaba en eso y no podía echarse para atrás ahora, llegó a la calle vieja,
sombreada por las gruesas y deterioradas murallas del hotel Bostejo, una
maravilla de la arquitectura descolorida y agrietada, pero con sus románticos
balcones de fierro forjado, firmes como el primer día. El tranvía pasó sin
prisa frente a él, lo siguió con la mirada y luego cuando la devolvió al frente
ella cruzaba la calle hacia él. Ya lo había visto y sonreía, “¡Octavio, qué
sorpresa!, ¿qué vientos le traen por aquí?” dijo Bernarda deteniéndose a su
lado, quien había salido de su trabajo en las tiendas Sotomayor y se dirigía a
almorzar, cosa que el camarero ya se había preocupado de averiguar antes y por
eso se encontraba en ese lugar y a esa hora. “En realidad, estoy aquí por
usted. Me gustaría hablarle una palabrita” Bernarda se mostró sorprendida pero
no disgustada, “Dígame entonces pues. ¿Pasó algo malo?” “No, no… no ha pasado
nada malo, yo solo quería decirle algo… más bien, hacerle una pregunta… no
estoy acostumbrado a hacer este tipo de cosas y… espero que no resulte
demasiado incómodo…” Octavio hablaba y hablaba sin decir nada y además, cada
vez que alguien pasaba caminando cerca, él hacía una pausa y luego continuaba,
tensando más la situación y creando más y más ansiedad en Bernarda que trataba
de entender qué le quería decir “…Es algo que me viene dando vueltas y me he
decidido a cerrar la cafetería y venir aquí, porque para mí es importante saber
si usted… bueno, tampoco pretendo hacerla sentir incómoda a usted, es solo
que…” Entonces Bernarda lo interrumpió, aunque lo hizo con amabilidad y una
sonrisa “Ay Octavio, pero dígame de una vez. Cualquiera pensaría que me quiere
pedir una cita.” El camarero se quedó mudo, como si lo hubiesen sorprendido en
algo indebido. Todo su discurso previo para prepararse para decir lo que sentía,
había chocado contra la obviedad de sus intenciones, que además eran tan obvias
que Bernarda las había usado a la ligera como ejemplo y la mujer, que no tenía
un pelo de tonta, lo notó en el acto, convirtiendo su sonrisa en sorpresa “¿O
era eso lo que me quería pedir?” Octavio siguió sin palabras, tratando de ver
en los ojos de Bernarda si el terreno que estaba pisando era firme o todo se estaba
derrumbando. No había en ella una señal de rechazo, tampoco se había movido del
lugar donde estaba, ni había dicho palabra alguna en contra de aquella suposición,
por lo que el camarero, después de unos instantes se animó a hablar, “…Sí, bueno,
más o menos. Es que me gustaría saber si usted aceptaría comer conmigo esta
noche… en mi cafetería” Bernarda estaba todavía un poco desconcertada pero no
se mostraba renuente, “¿Y quién atenderá su cafetería mientras tanto?”
preguntó, “Estará cerrada…” dijo Octavio realmente ilusionado “…me gustaría que
solo estuviésemos los dos, conocernos un poco… conversar” La mujer lo miró a
los ojos y por más que lo miró, solo vio una honestidad casi
infantil, “Entonces, sí es una cita” dijo en un susurro y al camarero no le
quedó otra que asentir, pero luego agregó inmediatamente “Si usted está de acuerdo,
claro” Bernarda se sintió alagada, era una sensación bonita la que le provocaba
toda la amabilidad y el respeto de Octavio, sumado a la evidente sinceridad y
transparencia que desprendía en sus palabras y gestos, algo bastante distante
de lo que había sido el hombre que eligió como padre para sus hijos. La mujer
hizo una pausa, tal vez porque todo eso que sentía en ese momento le era
agradable y deseaba saborearlo un poco más pero Octavio lo interpretó distinto “Por
favor…” dijo el hombre, “…no debe sentirse presionada, si no puede o no tiene
ganas, pues…” “¡Sí quiero!” respondió la mujer con energía para borrar
cualquier duda de Octavio, y agregó “Es solo que por un momento me sentí como
si tuviera quince años de nuevo” y volvió a sonreír. Aquello no era diferente a
lo que Octavio sentía, el hombre flotaba en ese momento, “Yo también me siento
nervioso como un chiquillo…entonces, ¿Le parece a las ocho?”, “A las ocho.”
dijo la mujer.
León
Faras.