I.
-No
esperaba verlo aquí.
-Lamentablemente
no puedo hacer distinciones personales cuando se trata de salvar un alma. El
amor y la misericordia de Dios son infinitos aunque mi tolerancia no lo sea.
Horacio
Ballesteros lucía más delgado, sucio y barbón, sentado en la dura y fría litera
de su celda miraba al cura con ojos derrotados, cansados, “Yo jamás saldré de
aquí y no espero el perdón de nadie si yo mismo no puedo perdonarme…” Benigno
lo miraba con un desprecio duro y afilado como roca, “En eso tiene usted razón
Horacio, pero no estoy aquí solo por usted. Vengo a que me diga de dónde sacó
esos fetos que usó en su horrendo montaje, ellos son hijos inocentes de Dios
que reclaman por sus sacramentos y por una digna y cristiana sepultura que les
dé el descanso eterno que merecen” el médico negó con la cabeza, “Yo no hice
ningún montaje, el cadáver de esa muchacha estaba preñado aun estando bajo
tierra, Domingo fue testigo de eso y juntos tomamos la decisión de incinerarlo”
“¡Domingo está muerto!” casi gritó el cura indignado y agregó “…y usted profanó
su cadáver sin misericordia ni remordimiento para ocultar su responsabilidad en
el embarazo de su propia hija. ¿Acaso aun se atreve a negarlo? ¿Es que no teme
por su alma?” Horacio se puso de pie desafiante al tiempo que la figura del
cura se erguía en todo su largo, oscura e imponente y sin retroceder ni medio
paso “Yo sé que lo que hice no tiene perdón y que merezco estar aquí hasta el
fin de mis días, pero no puedo aceptar que me acuse de haber montado esos
embarazos abominables, algo más lo hizo y ni usted ni yo tenemos explicación
para eso” “Miente” dijo el sacerdote con la vista clavada en los ojos del
doctor, “No” respondió este sosteniendo la mirada, “¡Miente!” insistió el cura,
“¡No!” replicó Horacio con firmeza. Benigno respiró hondo, “Veo que ni siquiera
el encierro ha logrado que recapacite, pero le advierto que la condena de los
hombres no se comparará con lo que le espera cuando sea sometido a la justicia
del Padre” “Yo no lo hice Benigno, me crea usted o no, yo no lo hice. Espero
que cuando se dé cuenta de eso, no sea demasiado tarde para alguien más”
respondió el doctor volviendo a su duro asiento. El cura se retiró y debió
inclinarse levemente para pasar por la puerta, “¿Cómo está Elena?” preguntó el
doctor antes de que el sacerdote se fuera, “Mejor de lo que jamás podría estar
a su lado” respondió este, mientras el cerrojo de la celda se cerraba con un
golpe fuerte y seco como un contundente punto final.
Guillermina
Salas llegaba al despacho del padre Benigno alumbrándose el camino con una única
vela, en la otra mano llevaba el acostumbrado vaso de vino que el cura bebía
todas las noches, solo uno, pues este era enemigo acérrimo de los excesos. Como
siempre, golpeó la puerta e inmediatamente la abrió y entró sin esperar una
respuesta, el sacerdote revisaba documentos sentado tras un austero escritorio
alumbrado pobremente. La mujer era una viuda entrada en años, activa y
madrugadora que se encargaba de todos los quehaceres de la casa, en lo cual el
padre nada tenía que reprocharle, pero sí lo desquiciaba frecuentemente lo
parlanchina y entrometida de la mujer, cosa que con los años nunca había podido
corregir. Guillermina puso el vaso sobre el escritorio y se quedó parada allí
observando el gabinete que el cura había dejado abierto, en su interior estaban
los dos frascos con los fetos extraídos por el doctor Ballesteros, el primero
sacado del cadáver de Isabel, calcinado y el segundo extraído del cuerpo de
Domingo, en perfecto estado. Ambos varones. El padre Benigno los había
conservado con la esperanza de llegar al fondo del asunto y descubrir a las
víctimas o cómplices que el médico había usado para llevar a cabo su aberrante
montaje, pero hasta ahora no había conseguido averiguar nada al respecto. La
mujer se acercó a los frascos y los iluminó con su vela, ya lo había hecho
antes en ausencia del cura “Bastante raras las criaturitas que tenía el doctor,
¿no serán obras del Diablo, digo yo?” El cura la reprendió severo, “Deja de
andar husmeando mujer, ¿Es que no tienes ni un gramo de sensatez? ¿Tú qué puedes
saber sobre las obras del Diablo?” la mujer adoptó una posición defensiva y
orgullosa, acostumbrada a manejar el carácter hosco del sacerdote “¡Mírenlo! porque
una es pobre y poco estudiada creen que una es tonta, a lo mejor no sé mucho de
las obras del Diablo, pero sí sé de criaturas recién nacidas. Para que sepa, mi
abuela fue partera toda su vida y yo de chiquitita ya andaba cortándoles el
cordoncito a los recién nacidos, y nunca hubo ni un cristiano que viniera al
mundo sin su cordoncito.” El padre, al ver que ya no podía mantener la
concentración en su trabajo, dejó los papeles sobre la mesa y se puso de pie
para cerrar el gabinete y terminar con la discusión “¿No te cansas de hablar
burradas, mujer?; ¿De qué cordoncito hablas?” “¡Del de el ombligo pues! ¿De
cuál va a ser?” respondió la mujer tozuda, “¿El cordón umbilical?” pregunto el
sacerdote ya en un tono más calmado, “¡El mismo pues! ¿O acaso me va a decir
que ahora los cristianos nacen así nomás?” la mujer se llevó las manos a la
cintura comenzando a saborear su victoria. El padre Benigno tomó el frasco y
estudió el feto conservado en mejor estado francamente asombrado, ese era un
detalle que simplemente había pasado por alto, seguramente el doctor lo hubiese
notado enseguida pero no tuvo tiempo de hacerlo, sin embargo él jamás se
hubiese dado cuenta de no ser por su ama de llaves y la experiencia que esta
tenía. El feto no tenía ni ombligo ni cordón umbilical ni ninguna marca
parecida en su vientre “Tenía razón Guillermina, ningún cristiano viene al
mundo sin cordón umbilical” sentenció el cura aturdido sin saber qué pensar, tras
él, la ama de llaves lo miraba triunfante, luego esta pareció recordar algo de
pronto y se metió la mano al bolsillo del delantal “¡Ya se me olvidaba con todo
esto de las criaturitas!. Tome, llegó correspondencia hoy día” el cura la
recibió, pero sin ningún interés, se llevó una mano a la frente y caminó
cabizbajo hasta derrumbarse en su asiento mientras la mujer se retiraba
orgullosa de sí misma. Pasaron varios minutos antes de que decidiera ver las
cartas, dos telegramas venían allí, uno, anunciaba la llegada del nuevo médico
para el día siguiente, el otro, era del Convento de las Hermanas de la
Resignación, y traía lamentables noticias sobre Elena Ballesteros.
El
padre Benigno aguardaba parado recto e imperturbable en la estación de trenes,
su expresión adusta no cambió cuando por fin vio que llegaba el tren con más de
media hora de retraso, junto a él estaba Abel Rupano, el cochero, encorvado,
con la vista en el suelo y el sombrero de paja en las manos. La expresión de su
rostro tampoco varió al ver descender del vagón al nuevo médico que esperaba
para el pueblo, este era un hombre joven y delgado, con el cabello aplastado
sobre el cráneo sin ninguna forma de peinado, grandes gafas y un bigote
dividido en dos que se le veía francamente ridículo, “El doctor Hugo Cifuentes,
debo suponer” dijo el cura sin ocultar su decepción ante la imagen débil y
torpe que el profesional que le habían enviado proyectaba, “El padre Benigno,
¿verdad? Es un gusto conocerlo” respondió el joven con una voz
sorprendentemente grave, estirando una mano pálida y huesuda que fue apresada
por el cura en un apretón fuerte y breve mientras Rupano ya cargaba en el coche
las numerosas valijas que el médico traía “Tenga cuidado con eso por favor, hay
instrumentos delicados ahí dentro” dijo con cortesía el joven médico, pero el
cochero solo se detuvo para rascarse detrás de la oreja, echarle un vistazo al cura, y al no recibir
respuesta, continuó con su tarea tal y como estaba acostumbrado, como si se
tratara de sacos de grano. Pronto emprendieron el camino, el doctor varias
veces intentó iniciar una conversación, pero los monosílabos indiferentes del
sacerdote se lo impidieron, para este, nada tenía menor interés en ese momento
que las dudas fútiles de su compañero de viaje.
León Faras.