martes, 11 de agosto de 2015

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

XX.

El general Rodas y sus hombres entraron en la ciudad para continuar con el plan de perseguir y atosigar al enemigo hasta derrotarlo, jugando el juego en su territorio, con sus reglas, siempre ahorrando energías y recursos. De pronto, uno de sus hombres más jóvenes habló en un susurro, “Oh, por todos los dioses, miren eso” Un soldado de Rimos yacía en el suelo a la entrada de la ciudad, tirado junto a su caballo muerto, el cual había sucumbido ante las numerosas flechas enterradas en su cuerpo al salir de los campos, pero si el cadáver del animal lucía una docena de heridas, el cuerpo del soldado estaba acribillado de flechas, apoyado de costado contra un muro en incomodísima posición debido a que gran parte de las flechas las tenía en su espalda, el hombre aun respiraba, aunque aquel acto, era más bien un quejido lastimero y ahogado, un doloroso e inútil esfuerzo de un ser irremediablemente agonizante. El joven de Cízarin se le acercó curioso para poder observarlo de cerca, tal vez, podría reconocer una de las flechas lanzadas por él en el cuerpo de aquel soldado o de su animal. Notó, que aquel hombre se esforzaba sin éxito, en retirar  con un brazo herido en el hombro, una flecha alojada en su garganta, aquello era lo que convertía su respirar en un acto forzado y quejumbroso, el joven la tomó y la sacó de un tirón prolongado y cruel que hizo que el moribundo abriera desmesuradamente unos ojos divergentes y forzara las comisuras de sus labios hacia atrás en un gesto de resistencia al dolor. Como un niño que disfruta descuartizando insectos, al joven soldado de Cízarin le pareció cómica la bizquera en los ojos de ese hombre que sufría el dolor de la flecha que rasga la carne al ser jalada hacia atrás y luego, embelesado, observó la bola de materia oscura y pegajosa que brotó de la herida en su garganta, que luego se enraizó por su cuello, agarrando su pecho y mentón, aferrándose al cuerpo como un material incandescente que se funde con la piel quemándola y suturándola a la vez, bajo el velo de repugnantes vapores que escocían la nariz y los ojos, hasta que el tortuoso acto de respirar de aquel soldado por fin se silenció. Pero no estaba muerto, más bien, parecía descansar. El joven se volteó hacia sus compañeros francamente emocionado, el rostro del general Rodas era de curioso interés por aquella cicatrización monstruosa y anormal y por el líquido blanquecino que emanaba de las heridas del soldado, en lugar de sangre, intrigado, arrancó una saeta del hombro del soldado moribundo y comprobó incrédulo que el proceso de cicatrización y enraizado se repetía, el brazo sanaba y recobraba su fuerza, nadie se podía explicar qué estaba sucediendo. En ese momento, el joven tuvo un raro y repentino estallido de felicidad cuando reconoció que la flecha que el general había extraído era suya, tenía las muescas que regularmente él les ponía estratégicamente en la punta para luego saborear el placer de encontrárselas hábilmente clavadas en sus enemigos, la tomó para estudiarla mejor, estaba fascinado consigo mismo, no pudo hacer nada cuando su misma flecha aun apretada en su mano, le entró por el ojo y se clavó a su cerebro. Cayó muerto con una extraña y tensa sonrisa de dientes apretados en el rostro. El general Rodas y sus hombres reaccionaron tarde, nadie esperaba que aquel soldado cubierto de flechas tuviera fuerzas para tomar la cabeza y el puño del joven y en un solo movimiento empujar la una contra el otro, como si de un pelele se tratara, matando al muchacho con una facilidad casi absurda. El soldado, cuyo nombre era Darco, luego de quitarse de encima el cadáver de su reciente víctima, se inspeccionó a sí mismo las repugnantes cicatrices que tenía en el hombro y en el pecho, ser un inmortal era tan nuevo para él como para sus enemigos y reflejaba la misma incredulidad que quienes le observaban, logró ponerse de pie con un poco de esfuerzo hasta erguirse completamente, su altura era respetable, tenía el pelo largo, suelto y sucio y un marcado estrabismo en uno de sus ojos, lo que le daba un aspecto más bien inquietante, aun tenía su espada en el cinto pero no la cogió, el general Rodas mandó apresarlo y desarmarlo, seguramente Zaida estaría muy interesada en conocer la extraña habilidad para sanar de este hombre.


Cal Desci explicó a los soldados lo mejor que pudo las causas que habían llevado al príncipe Ovardo a terminar en tan lamentables condiciones, pero era muy poco lo que él entendía al respecto. Al príncipe, se le habían secado los ojos de forma repentina y misteriosa, como si se tratara de una maldición o un castigo divino propiciado de alguna forma por él mismo, y su padre, el rey, lo había repudiado frente a todos, responsabilizándolo y diciendo que ya no serviría para nada como hijo suyo, que ya no podía guiar un ejército ni mucho menos un reino y que apenas podría algún día llegar a cuidar de sí mismo. “Pobre tipo, y aun no tiene ni idea de lo que le espera…” dijo uno de los soldados casi en un murmullo para sí mismo, pero en el silencio de la noche, el comentario fue oído por todos, “¿A qué te refieres?” preguntó su comandante,  y el soldado, luego de echar un vistazo al príncipe tirado aun en el suelo bajo la pringosa piel, hizo un gesto para que el grupo se moviera a un lugar más apartado, donde Ovardo no oyera la información fresca y de primera fuente que tenía, “La princesa Delia está muerta...” dijo sin ningún recaudo, con la necesidad desesperada de quien se ha enterado de algo que sabe, será de gran interés para los demás, pero cuidando de que su voz fuera tan baja como le era posible, aun así, la información golpeó tan fuerte como era de esperar entre aquellos hombres, incluso Petro se llevó una mano a la boca consternado, el comandante, hombre sabio y prudente, lo aconsejo sobre las desagradables consecuencias de andar por ahí divulgando informaciones falsas de tal magnitud, pero el soldado se mantuvo firme, asegurando la veracidad de lo que decía  “Mi hermana pequeña fue movida hoy de la cocina para atender a la princesa Delia, justo en el momento en que esta comenzaba a parir, la chiquilla me dijo que ya en ese momento a la pobre mujer se le iba la vida…” Barros asentía con gravedad, “Hay mujeres que nacen para traer criaturas al mundo y otras que simplemente no pueden. Mi madre parió doce varones y jamás tuvo complicación alguna… eso, sin contar a mis hermanas…” El soldado continuó con su historia, “…A la princesa le tuvieron que arrancar la criatura del vientre con un cuchillo…” “Nadie puede sobrevivir a eso” comentó un compañero alarmado y el soldado que narraba volvió a echar un vistazo al príncipe antes de continuar su historia, en un elocuente susurro, “…nadie puede sobrevivir a eso, pero para una comadrona, siempre es más importante salvar al hijo sea como sea… incluso por sobre de la vida de la madre” “Y aun más, si se trata del heredero de un reino, qué duda cabe” agregó el comandante rascándose la barba, pero el soldado no había terminado, “…pero han de saber que el príncipe se quedó sin esposa y sin heredero…” “¿¡El niño también murió!?” preguntó Petro tan alarmado que levantó la voz sin querer y recibió una palmada en la cabeza de su padre, el soldado negó con la cabeza y luego sentenció, “…la princesa murió dejándole una niña.”Eso fue suficiente para que todos comprendieran a qué se refería con la ausencia de heredero para el trono de Rimos. El comandante suspiró acongojado, “Sus ojos… su esposa y su heredero. Esperemos que los dioses ya hayan saciado su sed de venganza con este pobre hombre y que no le tengan reservadas más desgracias por lo que le quede de vida…” “Que será mucha si es que es cierto aquello que dicen sobre la fuente de Mermes.” concluyó el joven Cal Desci.


León Faras.