II.
Para
cuando la niña despertó, la lluvia ya se había terminado. Miró a su alrededor y
se encontró sola en el refugio, otra vez sola. Cuando los sueños son tan
agradables, la realidad se muestra cruel arrebatándote todo en un santiamén, su
hogar, su madre… todo su entorno, nuevamente perdía todo lo que amaba, toda
protección, toda pertenencia y su mundo se reducía a la inactividad total de la
acción y la palabra, pues a su corta edad era difícil para cualquiera decidir
qué hacer o qué decir y solo le quedaba vivir obligada, entregada al despiadado
mundo que se le mostraba ante sí. Trató de decidir si aquel anciano amable que
la había recogido y llevado en asno, aun existiría o ya se había desvanecido
también, y tuvo serias dudas hasta que Badú entró al refugio con un gran manojo
de leña, provocando un pequeño atisbo de alegría y alivio en el corazón de la
pequeña, el viejo le recordaba a Vendi, su abuelo, aunque el monje era mucho
menos efusivo y jamás olía a alcohol. Badú había dormido solo unas pocas horas,
pero se había levantado al alba como siempre y con el mismo ánimo y humor,
amable, saludó a la pequeña y le dio su último trozo de pan de cebada para que
desayunara, había una pequeña aldea de paso hacía el monasterio donde podrían
conseguir algo de leche y queso, necesarios para la correcta alimentación de
una niña pequeña, era una aldea protegida de la guerra por un importante
escollo difícil de sortear, un puente colgante sobre el cual los ejércitos no
pueden marchar, pero un anciano y su asno sí.
Al llegar al puente debió detenerse, tanto el
mal olor como la abundancia de moscas eran intensos y anormales. Dos cuerpos colgaban
de un árbol cercano, uno era reciente, el otro ya llevaba varios días y su
aspecto era repugnante, Badú observó a la pequeña temiendo que aquello la
afectara de alguna forma pero la niña oculta en su piel no demostró ninguna
reacción, ni ante el horrible espectáculo ni ante el desagradable hedor. Cinco
hombres devoraban un trozo de carne cerca de allí alrededor de una fogata que
era más humo que fuego debido a la abundante humedad. Su aspecto era animalesco.
Se pusieron de pie limpiándose la boca con el antebrazo, se veían desaseados y
de mala calaña y estaban armados con herramientas para trabajar la tierra, uno
de ellos no paraba de sonreír absurdamente y menear la cabeza como si tuviera
una enfermedad nerviosa. Su líder era un hombre pequeño de bigotes largos que
empuñaba un machete viejo y deteriorado como él mismo, al ver que el recién
llegado era un monje, hizo una mueca de desagrado y se rascó la oreja, su hijo
estaba junto a él, aun masticaba trabajosamente con la boca llena, era más alto
y no se le parecía en nada, hablaba, caminaba y reía como un auténtico idiota.
Los últimos dos eran un viejo calvo que en ese momento se hurgueteaba el
ombligo y otro más joven y fornido con una larga y horrible cicatriz que
surcaba su rostro serio e impenetrable. “El puente está cerrado, viejo; nadie
pasará sin pagar” dijo el líder apuntando con el machete el otro extremo del
risco, Badú no le prestó atención, “¿Por qué han colgado a esos hombres?
parecen solo campesinos” “No fuimos nosotros señor, deben haber sido los
soldados…” se apresuró a responder el muchacho idiota sacándose una bola de
carne a medio moler de la boca para poder hablar, pero su padre lo reprendió de
inmediato “¡Cállate estúpido!; no necesitas dar explicaciones a nadie” El
muchacho volvió a meterse la bola de carne en la boca y no habló más. Aquello
le pareció al monje más asqueroso que el cadáver que colgaba. “Será mejor que
te largues por donde viniste, monje. Es seguro que no tienes nada con qué pagar
y nadie pasará si no paga” dijo el hombre calvo; a su lado, el líder lo
corrigió “Tiene un asno…” “…Y una niña” agregó el que sonreía nervioso. “Pero
no pueden cobrar por usar un puente que ni siquiera les pertenece” replicó Badú
ingenuo, “Son tiempos difíciles abuelo, con la guerra todo escasea y cada uno
debe ganarse la vida como pueda, valiéndose de los talentos y recursos que los
dioses proveen…” el hombre calvo hablaba con falsa elegancia y sobrada
diplomacia “…El asno será justo pago por llegar a tu destino sano y salvo”; “Ya
lo oíste viejo…” agregó el líder fingiendo estar muy atareado y sin tiempo para
seguir dialogando “…sigue tu camino y no nos hagas perder más tiempo” concluyó
acercándose para tomar al asno pero apuntando al monje a la cara con su
machete, entonces Badú comprendió que el diálogo ya no era la mejor solución.
Un suave pero certero puntapié a la rodilla del líder, justo cuando esta estaba
estirada y a su alcance, hizo que el hombre soltara su arma y cayera al suelo
dando alaridos de dolor, el calvo a su lado ni siquiera se percató de lo
sucedido, pero su azadón se alzó amenazante, el monje le detuvo el brazo con la
palma de la mano por debajo del codo y con su cuerpo le dio un empellón como
quien quiere derribar una puerta, aquello fue suficiente para mandar a su rival
trastabillando hasta el medio de la fogata donde se quemó las manos y el
trasero, aunque esta ya casi no ardía, luego cogió por ambas orejas al hombre
que no paraba de sonreír y lo jaló hasta derribarlo. El chico idiota también
quiso participar, pero Badú solo necesitó soltarle los pantalones para que todo
su coraje y decisión se extinguieran. Entonces el calvo volvió a la carga cogiendo
al monje por detrás, mientras el líder, aun cojeando de su rodilla, tomaba a
la niña amenazándola con su machete, “Ya estuvo bien viejo, ahora te vas a
enterar de…” su frase fue interrumpida por un brutal golpe en la cabeza que lo
derribó en el acto y no se movió más, Badú, al igual que todos los demás, no
entendía nada, el hombre de la cicatriz en la cara, luego de haber atacado ferozmente
a su líder, ayudaba a la niña a ponerse de pie con sumo cuidado. El hombre
calvo decidió desistir y alejarse del monje, mientras el tipo de la cicatriz en
la cara se acercaba inexpresivo y amenazante, “Soy Duram, mis hermanos y yo
servimos con nuestras vidas a la Doncella Ensangrentada y esperamos luchar a su
lado cuando nos necesite…” le habló a Badú con una voz átona y dura, luego le
dirigió una mirada a los cadáveres que colgaban y agregó, “…mis hermanos
bendicen tu misión, te desean buen viaje y aseguran que nos volveremos a ver.” El
monje le echó un vistazo dubitativo a los dos colgados y luego sin saber bien
qué decir, le agradeció las palabras a Duram, en seguida cogió a la niña, el
asno y se retiró en medio del silencio que la sorpresa y lo inesperado suelen
provocar, pero antes, vio como Duram hacía una profunda y devota reverencia
ante la niña, cuando esta pasó por su lado.
La
aldea a la que Badú y la pequeña llegaron, era una de las pocas que aun se
mantenía intacta, sus casas, hechas de piedra y barro, se agrupaban en un óvalo
encajonado de extensas lomas que en primavera se teñían de verde, donde las
cabras podían comer a sus anchas, enmarcado todo por montañas enormes y siempre
nevadas que proveían constantemente del agua más pura y fría. Badú llegó a la
aldea al medio día, con su andar pausado y su rostro cordial, la niña sobre el
asno, se mantenía oculta dentro de su coraza de piel, observando todo con
recelo y curiosidad desde su interior. Los pobladores, saludaron al monje con
reverencias de profundo respeto, lo llamaban Missa Badú, que era la forma común
de dirigirse a las personas más honorables, el viejo respondía los saludos
posando suavemente su mano sobre sus cabezas inclinadas, como bendiciéndolos. Les
habló de la niña que traía, les dijo que era una huérfana de la última aldea al
pie de las montañas, la cual había sido arrasada, sin que quedaran más
sobrevivientes que la pequeña, tal vez podría ser criada allí. La respuesta ya
la sabía, debía consultar a Missa Samada. El viejo llegó tirando del asno que
cargaba a la niña, a una casa igual a cualquier otra de las existentes en
aquella aldea, entró, pues la puerta ancha y alta siempre estaba abierta, e
hizo una profunda reverencia “Alabada sea tu presencia, Missa Samada” y no se
irguió hasta que sintió una mano posarse sobre su cabeza. Esta era una mujer
joven y alegre que apenas tendría un poco más de treinta años, de estatura baja
y atractivo rostro, su madre, una mujer considerada por todos como afortunada y
bendecida, servía en ese mismo momento dos pocillos de té y uno de leche para
sus visitantes. Samada desde niña demostró que tenía una sabiduría sobrenatural
para su edad, pudiendo narrar con naturalidad y detalles, hechos sucedidos
muchos años atrás en vidas pasadas, siendo aun muy pequeña, se calculó
provisoriamente su existencia en no menos de trescientos años, a la fecha ha
llegado a estimarse en mil doscientos. Ella era lo que se consideraba un alma
antigua, tenía el don de navegar por su existencia como cualquier hombre lo
haría por un río calmo, y también con frecuencia, lo podía hacer por la vida de
los demás, ella guardaba secretos de todos, pero nadie guardaba secretos para
ella. Para el monje, Missa Samada era espiritualmente superior. Badú se sentó a
beber té y conversar mientras la pequeña se mantenía inmóvil sobre el asno, contó
todo lo sucedido detalladamente y luego explicó que la niña necesitaba un nuevo
hogar y que tal vez aquella aldea era el lugar más adecuado. Missa Samada se
acercó a la niña, su sonrisa era dulce, lentamente, logró que la pequeña le
mostrara su rostro, sin dejar de sonreír, la acarició en la mejilla y la dejó,
para que la niña volviera a cubrirse. “Aunque se quedara aquí, no podría
continuar con una vida similar a la que llevaba” dijo la mujer, mientras se
volvía a sentar, luego continuó, “Hay, mucha muerte en su vida… y hedor, como
en la de todos los nacidos en estas tierras y en estos tiempos, algunos tendrán
el tiempo para sanar y hasta olvidar, otros no, pero en su caso, la muerte y el
hedor volverán con insistencia, se buscarán y vendrán acompañados de algo más:
Gloria. Ahora tu camino y el de ella se han cruzado y bien sabes que no ha sido
por azar, tú tienes una misión, deberás ser su mentor Missa Badú, enseñarle la
compasión, el perdón, el respeto a la vida, ella necesitará equilibrar su
corazón para que pueda aprender a luchar de la forma correcta y por las razones
correctas” El viejo miró a la pequeña y luego de nuevo a la mujer, se veía
confundido, incluso afligido “¿A luchar? ¿De qué clase de lucha hablas?” La
mujer respondió inexpresiva “Hablo de la guerra, Missa Badú. La niña ha nacido
en un terreno fértil que la hará crecer grande y fuerte, lamentablemente, ese
terreno está abonado con cadáveres y regado con sangre y no hay nada que
podamos hacer contra eso, sin embargo, y como bien sabes, sea cual sea el
camino que nos toque seguir serán muy diferentes si somos guiados por el amor o
por el miedo. Edúcala Missa Badú, pues la pequeña Zaida tiene un largo y duro
camino por delante.”
Para
el monje fue una sorpresa oír el nombre de la niña, aunque jamás llegaría a
saber si aquel nombre se lo habían dado sus padres o la propia Missa Samada.
León Faras.