sábado, 26 de septiembre de 2015

Décimas de amor.

 I.

Un día conocí el amor
y aun no lo puedo creer
que sea tanto mi querer
y sin asomo de dolor.
A mi mundo le dio color,
a mis sueños, un destino
un hormigueo en el intestino
que ya nunca se me quitará
porque te amo de verdá
hasta el fin de mi camino

Ni rezos ni sahumerios
ni retos ni bofetadas
ni del burro sus patadas
ni del diablo sus sacrilegios
ni el más fuerte sortilegio
ni la cara más bonita
ni la tentación más chiquita
ni el más fuerte resplandor
borrarán de mi corazón
tu presencia que me agita.

Yo te amo hasta el agobio
¿cómo no te he de amar?
si ya no te quiero olvidar
aunque amarte sea un oprobio
te amo como el microbio
que ama a su enfermedá
que ataca como tempestá
a nivel de toda el alma
hasta casi caer en cama
y enfermar de gravedá.

Una dulce enfermedad
es andar enamorado
con el pecho acelerado
en inocente ebriedad.
Lleno hasta la saciedad
sin necesidad de alimentos
pues contigo me complemento
y me das lo que necesito
mi corazón está llenito
aunque mi cuerpo sufra tormento.

Yo te quiero, ya no hay caso
si intentarte olvidar
sería como querer usar
del cuchillo su recazo.
guardar oxígeno en un vaso
descomponer una canción
describir en una oración
todo lo que me haces sentir
o tal vez condenar a vivir
al hombre sin su pasión


León Faras.

jueves, 24 de septiembre de 2015

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

XI.

El atardecer ya se instalaba y la calma del letargo vespertino inundaba todo el circo cuando Von Hagen llegó hasta la caja donde habían encerrado a Eloísa, la niña llevaba un día completo allí dentro, y nada sabía de ella desde entonces. El hombre posó su oreja velluda contra la tapa, pero no se oía ni el más mínimo murmullo, Horacio estaba preocupado, con timidez dio algunos golpecitos a la caja con sus nudillos, golpecitos muy suaves que no obtuvieron respuesta, intentó llamar a la niña por su nombre, muy despacio también, pues no quería llamar la atención de los demás y porque se suponía que la muchacha estaba a solo un paso de distancia dentro de la caja, pero tampoco recibió respuesta, Von Hagen estaba angustiado, temía que lo peor le hubiese sucedido a la pobre chiquilla y nadie se daba cuenta ni la podía ayudar. Estaba a punto de intentar abrir la tapa de la caja, cuando alguien lo detuvo, “No podrás oír a nadie allí dentro, así como tampoco, nadie podría oírte desde afuera. Es un universo aparte el interior de esa caja y bien harías con mantenerlo así. Aparte…” Quien habló era uno de los gemelos Monje, aunque para Horacio era imposible precisar si se trataba de Eugenio o Eusebio, “…Mi hermano y yo estuvimos ahí dentro, encerrados juntos, pero jamás tuvimos contacto el uno con el otro, ni mucho menos con el exterior. Dicen que duró tres días el encierro en esa caja, yo diría que fueron muchos más, no lo sé, fue una pesadilla, larga y siempre consciente, nunca duermes o nunca estás despierto… hay seres ahí dentro, a veces los sientes lejanos, luego te rozan, se te meten dentro…” Horacio lo oía absorto, como un niño que escucha un interesante cuento de terror, creyendo todo, a pesar de que muchas veces había visto el interior de esa caja, sin más particularidad que la pintura negra, pero sabía que el gemelo no mentía, todos comentaban cómo habían salido los pobres tipos del interior de esa caja, sucios, ciegos, asustados, desorientados, agresivos, desde entonces que podían detener el tiempo, desde entonces que servían a Cornelio “…pero ya nada puedes hacer por esa chiquilla, y más te vale no intentar interrumpir el proceso. Ella saldrá cuando llegue el momento, y sea como sea que salga, no es problema tuyo Horacio, tú tienes tus propios asuntos… ocúpate de ellos.” Luego de eso el gemelo se fue y Von Hagen se quedó con la duda de a qué “asuntos” se refería.

Damián y Vicente Corona eran hermanos y se dedicaban al reciente y pujante negocio de la fotografía y su trabajo ya había alcanzado una considerable reputación, no por la calidad de sus obras, que de por sí, y considerando la aún escasa tecnología disponible, no eran precisamente de una calidad sobresaliente, sino que por las complejidades que sorteaban a la hora de conseguir una imagen determinada. Ellos conseguían la fotografía deseada a como diera lugar, esa era la base y premisa de su prestigio y a eso se dedicaban y para ello se valían del truco, el engaño o el robo, según fuera necesario, llegando incluso al montaje, cuando la imagen requerida era simplemente una fantasía que debía ser fabricada. Damián detuvo su furgoneta negra frente a la cafetería donde habían sido citados por el dueño de esta, Enrique Bolaño. Vicente, el hermano menor, le dio la última calada a su cigarrillo y lo apagó al bajarse, luego sacó un pulcro pañuelo de su bolsillo para retirar la minúscula capa de polvo que sus zapatos habían acumulado, se peinó con el índice y el pulgar su fino bigote y se acomodó el sombrero. Su hermano era un poco más corpulento, vestía elegante y se peinaba con gomina. El aspecto de ambos era innegablemente refinado pero gansteril.

El trabajo que les ofrecería Bolaño no era otro que conseguir una fotografía de la sirena que se suponía, tenía Cornelio Morris en su circo, un circo que por lo demás, jamás era visto cerca de ninguna ciudad significativa, sino más bien, se movía de pueblucho en pueblucho, lo que hacía suponer que su espectáculo era de un nivel muy bajo, o eso era lo que se pensaba, pues, si era cierto que contaba con una sirena de verdad, no había razón para que no la presentara en los mejores escenarios del mundo y ganara dinero a destajo, sin embargo, su socio Primo Petrucci aseguraba que las atracciones eran lo suficientemente reales como para aparecer en su revista y Bolaño había aprendido a jamás desconfiar del ojo de Petrucci. Los hermanos Corona aceptaron mientras se les pagara por separado la búsqueda del circo y la fotografía en sí, puesto que se trataba de dos trabajos diferentes pero ambos completamente necesarios. Llegado a un acuerdo ambas partes, Damián estrechó la mano de Bolaño bromeando con que de no existir tal sirena, ellos conocían a una dama que por mucho menos dinero, podía hacer una buena representación de aquel ser mitológico, habitante de los mares para que ellos la fotografiaran gustosamente para él.

Román Ibáñez, luego del encuentro con Cornelio, había debido continuar bebiendo para recuperar en parte el valor que había perdido luego de sentirse tan desvalido ante su jefe y la horrorosa visión que este le había provocado. Poco a poco había ido sintiéndose de nuevo más capaz de desafiar al mundo, de estar por encima y por delante de los demás, de ser el más astuto y el que siempre se salía con la suya. Ya borracho y de noche, había terminado volcando todo su disgusto y rencor junto a la celda de Braulio Álamos, el “Cometodo” hablándole a este sin parar, de forma grosera y ofensiva, soltando toda la rabia y resentimiento que sentía y que el alcohol avivaba con fuerza en ese momento, hasta por fin dormirse allí mismo tirado.


Las primeras luces del alba, el frío matinal y sobre todo, el repugnante olor en la jaula de Braulio Álamos, se confabularon para que el enano se despertara. Inexplicablemente había estado soñando con su madre, lo que le había provocado un repentino desprecio hacia sí mismo y la vida en la que había terminado, se hubiese echado gustoso a esa hora de la mañana un trago de licor para disipar en algo sus desagradables sentimientos, pero su botella yacía volcada a su lado, en el suelo y ya vacía, eso le provocó una desilusión leve, sabía que tenía otra, aunque de momento no recordaba dónde. A medida que despertaba y sus sentidos se aclaraban paulatinamente, notó que algo presionaba su hombro y lo inmovilizaba en parte, se echó un vistazo, pero confuso, no pudo determinar de qué se trataba. Con un poco de esfuerzo se liberó y se puso de pie, cuando se volteó, su cerebro procesó lentamente lo que veía: Un cuerpo calavérico, horrible y desfigurado, consumido hasta el punto de solo ser piel y huesos, envuelto en basura y desperdicios yacía sin vida tirado en el interior de la jaula de Braulio Álamos, uno de sus brazos, extremadamente famélico también, salía por entre los barrotes, para aferrarse a su chaqueta, tal vez, en un último y desesperado grito de auxilio. A Román le costaba pensar en ese momento, se pasó la mano brusca y torpe por la frente y la barba y se acercó dubitativo a la jaula del “Cometodo”, echando uno o dos vistazos en derredor para ver si tenía compañía, pero estaba totalmente solo. De no ser porque había visto engordar a Braulio de forma aberrante y grosera, pensaría que el pobre tipo había muerto de hambre, él mismo lo había alimentado con desperdicios más de una vez y había comprobado con disgusto su insaciable apetito que parecía no tener fin… “…como si no comiera nunca…” pensó Román y se detuvo allí, su cerebro comenzaba a trabajar. El pobre Braulio jamás saciaba su apetito porque en realidad jamás comía, pero él lo había visto comer y engordar, y si lo que había visto no era real, entonces ¿qué era real? En ese momento sintió la voz de Cornelio Morris que se acercaba con algunos de sus trabajadores y el enano tuvo que interrumpir sus cavilaciones y esconderse. Los hombres venían con herramientas y comenzaron de inmediato y en silencio a cavar un foso en ese mismo lugar, Morris se paró a observar cuando algo llamó su atención, la botella vacía de licor, la tomó, la olió y la estrelló furioso contra el piso, los trabajadores se detuvieron sobresaltados, Cornelio comprendió que el enano había estado allí y podía haber visto más de lo que debía, “Quiero esa jaula limpia y todo lo que hay en su interior sepultado bajo tierra y lo quiero ahora” vociferó antes de salir en busca de Román. Lo encontró dentro de uno de los acoplados, durmiendo enrollado en lonas, impregnado de alcohol e inmundicia y con una nueva botella acabada casi por completo a su lado. El enano era astuto, pero Cornelio Morris también y desde ese momento, ambos comprendieron que más temprano que tarde, uno tendría que acabar con el otro.


León Faras.

sábado, 19 de septiembre de 2015

La flor que no se marchita.

La flor que no se marchita, símbolo de los benditos condenados, regalo de Dios, el más valioso y pesado, tesoro añorado por el que no lo encuentra e irrenunciable para el que lo halla. Única inmarcesible entre tantas flores que mueren incluso antes de nacer en un jardín maldito, anegado con sus raíces, dulces e intransigentes; sanadoras pero asfixiantes.

Nada destruye a la flor que no se marchita, nada la cubre ni la reemplaza jamás, en igual medida puede ser la más cruel de las maldiciones o la suma de todas las bendiciones. Son las dos caras de su misma moneda. Nada crecerá junto a la flor que no se marchita, al igual que todo lo que estaba antes terminará pereciendo irremediablemente, su sola presencia absorbe por completo, llena, arrebata la libertad para siempre, se abandona el individualismo, se deja de ser uno mismo, el corazón se cierra guardándola en su interior.

Para la flor que no se marchita, una vida no es demasiado, su presencia e influencia van más allá de lo material, se arraigan hasta formar parte del ser, participando, justificando, impulsando, sometiendo, quedándose ya indefinidamente, o tal vez solo recuperando su lugar intrínseco y permanente. Es la joya más rara, la máquina más perfecta, la estrella del navegante, el principio y el fin.


Todo lo cambia la flor que no se marchita, nada vuelve a ser lo mismo, todo lo influye, lo altera, lo comanda. Cada paso es medido en función de ella, cada paso solo sirve para alejarse o acercarse a ella, cada paso está a su servicio. Muchas flores pueden pasar por la vida, y tarde o temprano terminarán secas, pero hay una que no se marchita nunca, el tiempo no es capaz de diluirla ni las otras flores de opacarla, es eterna, pura y digna de devoción, su brillo se impone una y otra vez y para siempre, es lo más grande y hermoso, es privilegio solo de algunos, es el amor de verdad.

León Faras.

martes, 1 de septiembre de 2015

Zaida.

II.

Para cuando la niña despertó, la lluvia ya se había terminado. Miró a su alrededor y se encontró sola en el refugio, otra vez sola. Cuando los sueños son tan agradables, la realidad se muestra cruel arrebatándote todo en un santiamén, su hogar, su madre… todo su entorno, nuevamente perdía todo lo que amaba, toda protección, toda pertenencia y su mundo se reducía a la inactividad total de la acción y la palabra, pues a su corta edad era difícil para cualquiera decidir qué hacer o qué decir y solo le quedaba vivir obligada, entregada al despiadado mundo que se le mostraba ante sí. Trató de decidir si aquel anciano amable que la había recogido y llevado en asno, aun existiría o ya se había desvanecido también, y tuvo serias dudas hasta que Badú entró al refugio con un gran manojo de leña, provocando un pequeño atisbo de alegría y alivio en el corazón de la pequeña, el viejo le recordaba a Vendi, su abuelo, aunque el monje era mucho menos efusivo y jamás olía a alcohol. Badú había dormido solo unas pocas horas, pero se había levantado al alba como siempre y con el mismo ánimo y humor, amable, saludó a la pequeña y le dio su último trozo de pan de cebada para que desayunara, había una pequeña aldea de paso hacía el monasterio donde podrían conseguir algo de leche y queso, necesarios para la correcta alimentación de una niña pequeña, era una aldea protegida de la guerra por un importante escollo difícil de sortear, un puente colgante sobre el cual los ejércitos no pueden marchar, pero un anciano y su asno sí.

 Al llegar al puente debió detenerse, tanto el mal olor como la abundancia de moscas eran intensos y anormales. Dos cuerpos colgaban de un árbol cercano, uno era reciente, el otro ya llevaba varios días y su aspecto era repugnante, Badú observó a la pequeña temiendo que aquello la afectara de alguna forma pero la niña oculta en su piel no demostró ninguna reacción, ni ante el horrible espectáculo ni ante el desagradable hedor. Cinco hombres devoraban un trozo de carne cerca de allí alrededor de una fogata que era más humo que fuego debido a la abundante humedad. Su aspecto era animalesco. Se pusieron de pie limpiándose la boca con el antebrazo, se veían desaseados y de mala calaña y estaban armados con herramientas para trabajar la tierra, uno de ellos no paraba de sonreír absurdamente y menear la cabeza como si tuviera una enfermedad nerviosa. Su líder era un hombre pequeño de bigotes largos que empuñaba un machete viejo y deteriorado como él mismo, al ver que el recién llegado era un monje, hizo una mueca de desagrado y se rascó la oreja, su hijo estaba junto a él, aun masticaba trabajosamente con la boca llena, era más alto y no se le parecía en nada, hablaba, caminaba y reía como un auténtico idiota. Los últimos dos eran un viejo calvo que en ese momento se hurgueteaba el ombligo y otro más joven y fornido con una larga y horrible cicatriz que surcaba su rostro serio e impenetrable. “El puente está cerrado, viejo; nadie pasará sin pagar” dijo el líder apuntando con el machete el otro extremo del risco, Badú no le prestó atención, “¿Por qué han colgado a esos hombres? parecen solo campesinos” “No fuimos nosotros señor, deben haber sido los soldados…” se apresuró a responder el muchacho idiota sacándose una bola de carne a medio moler de la boca para poder hablar, pero su padre lo reprendió de inmediato “¡Cállate estúpido!; no necesitas dar explicaciones a nadie” El muchacho volvió a meterse la bola de carne en la boca y no habló más. Aquello le pareció al monje más asqueroso que el cadáver que colgaba. “Será mejor que te largues por donde viniste, monje. Es seguro que no tienes nada con qué pagar y nadie pasará si no paga” dijo el hombre calvo; a su lado, el líder lo corrigió “Tiene un asno…” “…Y una niña” agregó el que sonreía nervioso. “Pero no pueden cobrar por usar un puente que ni siquiera les pertenece” replicó Badú ingenuo, “Son tiempos difíciles abuelo, con la guerra todo escasea y cada uno debe ganarse la vida como pueda, valiéndose de los talentos y recursos que los dioses proveen…” el hombre calvo hablaba con falsa elegancia y sobrada diplomacia “…El asno será justo pago por llegar a tu destino sano y salvo”; “Ya lo oíste viejo…” agregó el líder fingiendo estar muy atareado y sin tiempo para seguir dialogando “…sigue tu camino y no nos hagas perder más tiempo” concluyó acercándose para tomar al asno pero apuntando al monje a la cara con su machete, entonces Badú comprendió que el diálogo ya no era la mejor solución. Un suave pero certero puntapié a la rodilla del líder, justo cuando esta estaba estirada y a su alcance, hizo que el hombre soltara su arma y cayera al suelo dando alaridos de dolor, el calvo a su lado ni siquiera se percató de lo sucedido, pero su azadón se alzó amenazante, el monje le detuvo el brazo con la palma de la mano por debajo del codo y con su cuerpo le dio un empellón como quien quiere derribar una puerta, aquello fue suficiente para mandar a su rival trastabillando hasta el medio de la fogata donde se quemó las manos y el trasero, aunque esta ya casi no ardía, luego cogió por ambas orejas al hombre que no paraba de sonreír y lo jaló hasta derribarlo. El chico idiota también quiso participar, pero Badú solo necesitó soltarle los pantalones para que todo su coraje y decisión se extinguieran. Entonces el calvo volvió a la carga cogiendo al monje por detrás, mientras el líder, aun cojeando de su rodilla, tomaba a la niña amenazándola con su machete, “Ya estuvo bien viejo, ahora te vas a enterar de…” su frase fue interrumpida por un brutal golpe en la cabeza que lo derribó en el acto y no se movió más, Badú, al igual que todos los demás, no entendía nada, el hombre de la cicatriz en la cara, luego de haber atacado ferozmente a su líder, ayudaba a la niña a ponerse de pie con sumo cuidado. El hombre calvo decidió desistir y alejarse del monje, mientras el tipo de la cicatriz en la cara se acercaba inexpresivo y amenazante, “Soy Duram, mis hermanos y yo servimos con nuestras vidas a la Doncella Ensangrentada y esperamos luchar a su lado cuando nos necesite…” le habló a Badú con una voz átona y dura, luego le dirigió una mirada a los cadáveres que colgaban y agregó, “…mis hermanos bendicen tu misión, te desean buen viaje y aseguran que nos volveremos a ver.” El monje le echó un vistazo dubitativo a los dos colgados y luego sin saber bien qué decir, le agradeció las palabras a Duram, en seguida cogió a la niña, el asno y se retiró en medio del silencio que la sorpresa y lo inesperado suelen provocar, pero antes, vio como Duram hacía una profunda y devota reverencia ante la niña, cuando esta pasó por su lado.

La aldea a la que Badú y la pequeña llegaron, era una de las pocas que aun se mantenía intacta, sus casas, hechas de piedra y barro, se agrupaban en un óvalo encajonado de extensas lomas que en primavera se teñían de verde, donde las cabras podían comer a sus anchas, enmarcado todo por montañas enormes y siempre nevadas que proveían constantemente del agua más pura y fría. Badú llegó a la aldea al medio día, con su andar pausado y su rostro cordial, la niña sobre el asno, se mantenía oculta dentro de su coraza de piel, observando todo con recelo y curiosidad desde su interior. Los pobladores, saludaron al monje con reverencias de profundo respeto, lo llamaban Missa Badú, que era la forma común de dirigirse a las personas más honorables, el viejo respondía los saludos posando suavemente su mano sobre sus cabezas inclinadas, como bendiciéndolos. Les habló de la niña que traía, les dijo que era una huérfana de la última aldea al pie de las montañas, la cual había sido arrasada, sin que quedaran más sobrevivientes que la pequeña, tal vez podría ser criada allí. La respuesta ya la sabía, debía consultar a Missa Samada. El viejo llegó tirando del asno que cargaba a la niña, a una casa igual a cualquier otra de las existentes en aquella aldea, entró, pues la puerta ancha y alta siempre estaba abierta, e hizo una profunda reverencia “Alabada sea tu presencia, Missa Samada” y no se irguió hasta que sintió una mano posarse sobre su cabeza. Esta era una mujer joven y alegre que apenas tendría un poco más de treinta años, de estatura baja y atractivo rostro, su madre, una mujer considerada por todos como afortunada y bendecida, servía en ese mismo momento dos pocillos de té y uno de leche para sus visitantes. Samada desde niña demostró que tenía una sabiduría sobrenatural para su edad, pudiendo narrar con naturalidad y detalles, hechos sucedidos muchos años atrás en vidas pasadas, siendo aun muy pequeña, se calculó provisoriamente su existencia en no menos de trescientos años, a la fecha ha llegado a estimarse en mil doscientos. Ella era lo que se consideraba un alma antigua, tenía el don de navegar por su existencia como cualquier hombre lo haría por un río calmo, y también con frecuencia, lo podía hacer por la vida de los demás, ella guardaba secretos de todos, pero nadie guardaba secretos para ella. Para el monje, Missa Samada era espiritualmente superior. Badú se sentó a beber té y conversar mientras la pequeña se mantenía inmóvil sobre el asno, contó todo lo sucedido detalladamente y luego explicó que la niña necesitaba un nuevo hogar y que tal vez aquella aldea era el lugar más adecuado. Missa Samada se acercó a la niña, su sonrisa era dulce, lentamente, logró que la pequeña le mostrara su rostro, sin dejar de sonreír, la acarició en la mejilla y la dejó, para que la niña volviera a cubrirse. “Aunque se quedara aquí, no podría continuar con una vida similar a la que llevaba” dijo la mujer, mientras se volvía a sentar, luego continuó, “Hay, mucha muerte en su vida… y hedor, como en la de todos los nacidos en estas tierras y en estos tiempos, algunos tendrán el tiempo para sanar y hasta olvidar, otros no, pero en su caso, la muerte y el hedor volverán con insistencia, se buscarán y vendrán acompañados de algo más: Gloria. Ahora tu camino y el de ella se han cruzado y bien sabes que no ha sido por azar, tú tienes una misión, deberás ser su mentor Missa Badú, enseñarle la compasión, el perdón, el respeto a la vida, ella necesitará equilibrar su corazón para que pueda aprender a luchar de la forma correcta y por las razones correctas” El viejo miró a la pequeña y luego de nuevo a la mujer, se veía confundido, incluso afligido “¿A luchar? ¿De qué clase de lucha hablas?” La mujer respondió inexpresiva “Hablo de la guerra, Missa Badú. La niña ha nacido en un terreno fértil que la hará crecer grande y fuerte, lamentablemente, ese terreno está abonado con cadáveres y regado con sangre y no hay nada que podamos hacer contra eso, sin embargo, y como bien sabes, sea cual sea el camino que nos toque seguir serán muy diferentes si somos guiados por el amor o por el miedo. Edúcala Missa Badú, pues la pequeña Zaida tiene un largo y duro camino por delante.”


Para el monje fue una sorpresa oír el nombre de la niña, aunque jamás llegaría a saber si aquel nombre se lo habían dado sus padres o la propia Missa Samada.


León Faras.