jueves, 22 de octubre de 2015

Autopsia. Segunda parte.

II.

La casa que usaba el doctor Ballesteros lucía exactamente igual al día cuando fue abandonada por este, Guillermina Salas abrió la puerta principal y de inmediato se puso a abrir las ventanas para ventilar el lugar sin dejar de parlotear sobre la cantidad de polvo y el olor a matadero que según ella, aun persistía en el espacio confinado del encierro, mientras el padre Benigno le mostraba al nuevo doctor el lugar que sería su vivienda y lugar de consulta. Rupano en tanto, descargaba las valijas y las apilaba en la entrada. Luego, el sacerdote se disculpó para retirarse, pues tenía un asunto muy importante que atender, “Guillermina es mi ama de llaves, ella lo ayudará a instalarse y en lo que necesite hasta que encontremos a otra persona que se encargué de las labores de esta casa…” dijo el cura y luego agregó en un tono más bajo “…aunque pensándolo bien, podría buscarme otra ama de llaves para mí, y dejarle a Guillermina aquí…” con lo que se ganó la réplica inmediata de la mujer “¡Ah claro! ¡Como si cualquiera estuviera dispuesto a soportarle el genio que usted tiene!” Benigno se retiró fingiendo que no oía a la mujer, pero antes de salir se devolvió con una duda que hace rato no se decidía a preguntar, “Dígame doctor, ¿existe alguna posibilidad de que un bebé se desarrolle en el vientre materno sin su cordón umbilical?” el médico se empujó los anteojos y lo miró extrañado, la pregunta se le antojó de los más rara e inadecuada, pero no imposible de responder “La Acordia o ausencia del cordón umbilical es una anomalía que puede darse, sí, aunque es muy rara y siempre, siempre mortal. No hay forma de que una criatura se desarrolle en el vientre materno si no recibe el oxígeno y los nutrientes necesarios desde la placenta de la madre… pero, ¿Por qué me pregunta algo así?” El sacerdote se esperaba esa respuesta y podía ver en la cara de “Se lo dije” que tenía Guillermina que también ella se la esperaba “Nada realmente importante doctor, ya hablaremos más adelante y me gustaría también mostrarle algo pero, todo a su tiempo…”

La celda del doctor Ballesteros se abrió y dos hombres entraron a verle, uno de ellos se sorprendió de verlo en tan lamentables condiciones, su nombre era Ignacio Ballesteros, su hijo mayor, este había recibido un telegrama de su padre y había acudido lo antes posible. Luego de saludarlo le presentó al hombre que lo acompañaba, se trataba de un prestigioso abogado que Horacio rechazó de inmediato, “Te pedí que te preocuparas de tu hermana, no de mí ¿Qué estás haciendo aquí?” Ignacio siempre se desenvolvía con propiedad, absolutamente dueño de la situación, a sus anchas y seguro de sí mismo, “Sí, buscaré a Elena y la traeré para que declare. Te sacaremos de aquí en un santiamén y haremos pagar caro a los responsables de que estés en estas condiciones. Seguro que no tienen ningún fundamento para acusarte de algo tan repudiable, solo buscan desprestigiarte y no permitiremos que eso ocurra. El señor aquí…” Horacio se puso de pie y tomó a su hijo de los hombros para que dejara de hablar y le pusiera atención “Escúchame, no harás nada por mí, ni tú ni tu abogado. Quiero que te vayas, que busques a tu hermana y que la ayudes en todo lo que puedas, llévatela contigo, que esté bien, que esté tranquila…” el doctor hizo una pausa y luego agregó, “…y dile que espero de corazón que algún día pueda perdonarme…” Ignacio no lo podía creer hasta ese momento, se sacudió las manos de su padre de encima y retrocedió consternado, “Entonces es cierto…” dijo, Horacio cayó en su litera, su hijo continuó, “…esperaba que me lo negaras, estaba seguro de que así sería… es que… ¿Cómo pudiste? Elena te adoraba… ella… ella es la mejor persona del mundo…” Horacio podía sentir el repudio de su hijo, doloroso e ineludible, “Busca a tu hermana, encárgate de ella y no regreses nunca más por aquí…” “Puedes estar bien seguro de eso” sentenció Ignacio antes de  largarse de allí odiándolo, indignado, ni siquiera le dirigió una mirada al abogado que lo había acompañado, este se quedó parado allí tras su maletín, incómodo y confundido. Tardó largos segundos en darse cuenta de que su trabajo había terminado antes de empezar y que debía irse también.


La habitación de Elena Ballesteros en el Convento de las Hermanas de la Resignación, no era mucho mejor a la celda que su padre estaba ocupando en ese mismo momento en prisión, era pequeña, sin ventilación y brutalmente austera. El padre Benigno se sentó recto en un incómodo taburete que le prestaron y observó con ruda compasión a la muchacha, su aspecto era muy diferente al de la niña dulce y bien educada que solía ser, estaba pálida, desaliñada y con un brillo desafiante en la mirada que había perdido toda su timidez e inocencia. La chica permanecía sentada sobre una litera dura y estrecha y junto a ella, un velador donde reposaba una comida servida hace rato, ya fría pero intacta. La razón por la que las hermanas lo habían mandado llamar, era un acontecimiento terrible e indignante que debía corregir de inmediato, pero una vez allí, el cura se vio ante una persona muy distinta a la que esperaba, por lo que pensó en suavizar su actitud, “¿Cómo estás, hija?” preguntó con gravedad, Elena no respondió, solo jugueteaba con algo en las manos, Benigno notó que era un crucifijo, “Las hermanas me dijeron que te provocaste un aborto tú misma y que estuviste muy mal a causa de ello, incluso temieron por tu vida. ¿Es eso cierto?” Elena luego de unos segundos, asintió con la cabeza sin mirarlo, el cura se restregó los ojos, cansado, como un tutor frente a un alumno incorregible, “¿Es que no sabes que lo que hiciste está en contra de la ley de Dios?”; “Y lo que a mí me hicieron, ¿No está en contra de la ley de Dios también?” dijo la muchacha, clavando su mirada en los ojos del sacerdote, este se vio sorprendido por el tono osado de la pregunta, pero debido a las circunstancias, era normal que así fuera, “Por supuesto que sí, pero no podemos responder al pecado con más pecado, eso es…” “Yo creo que estamos a mano entonces” dijo Elena interrumpiendo al cura y cortando su respuesta a la mitad, Benigno lo soportó de mala gana, pero no dijo nada. La muchacha devolvió su atención al crucifijo, “Dígame Padre, ¿Dios es feliz?; quiero decir, ¿Ser tan cruel lo divierte?” El cura se irguió en su asiento, sintiendo como la ira lo embargaba, de todos los pecados capitales, aquel era el único con el poder suficiente para condenarlo algún día y debía hacer un gran esfuerzo por controlarse, “Nuestro Dios es un dios de amor, hija, te aconsejo que tomes recaudo de lo que dices o será tu lengua la que te aleje definitivamente de su infinito amor.” “Sería mejor que me arrancaran la lengua, ¿verdad?...” dijo Elena citando el evangelio de Mateo que bien conocía una niña educada como ella, y agregó burlesca, “…eso sí lo complacería mucho, ¿no?” “Solo la salvación de las almas de cada uno de sus hijos puede complacer a Dios” replicó el cura de inmediato, cauteloso, aunque su puño apretado y su respiración forzada, delataban una gran tensión, “Yo solo quería amarle y servirle, así también como a mi padre…” le reprochó la muchacha sin asomo de debilidad “…Yo quería agradarles, ser lo que querían que fuese… me sentía tan afortunada y agradecida que solo pensaba en cómo servir y ayudar a los que no lo eran… ahora no sabe lo estúpida, sucia y burlada que me siento” Una fisura se abrió en la siempre impenetrable armadura del sacerdote pero la atajó antes de que cambiara la expresión de su rostro, siempre hosco y severo, Elena tenía razón, él lo sabía, la muchacha siempre había sido pura bondad y buen corazón, no merecía nada de lo que le estaba sucediendo, sin embargo, para Benigno, nada justificaba una conducta tan ofensiva y herética, pues era precisamente en los momentos difíciles y de aflicción, en los que se debía demostrar la solidez de la fe y la incondicionalidad del amor a Dios. El cura señaló el crucifijo que la chica apretaba en su mano, “Mira, no hay sufrimiento más grande que el infligido a nuestro señor Jesucristo, sin embargo, él nos enseñó que aun en los momentos más difíciles y dolorosos, se debe aceptar la voluntad de Dios con amor y humildad, sabiendo que su sabiduría es ineluctable y que es el único camino válido hacia la gloria y la vida eterna”  Elena miró el crucifijo y luego miró a los ojos del cura “Pues hubiese preferido el látigo o un clavo atravesándome la carne a llevar en mi vientre una criatura engendrada por mi propio padre…” Benigno meneó la cabeza, “No sabes lo que dices…” Elena calló unos segundos apretando los dientes, pero sus sentimientos expulsaron con fuerza sus palabras al tiempo que arrojaba el crucifijo a los pies del cura “¡Su dios es un dios sádico, que se regocija con el sufrimiento de sus hijos más devotos!…” entonces el sacerdote se vio superado, en una sola reacción impulsiva y violenta, se puso de pie y abofeteó a la muchacha con una fuerza brutal, de la cual estaba bien provisto físicamente, haciéndola caer sobre el velador, esparramando todo lo que había sobre este, excepto por una cosa. El cura se irguió en todo su largo “Solo la arrogancia y la necedad del espíritu humano, pueden ser tan grandes como para culpar al Padre eterno de las desdichas que nos acechan, cuando nos alejamos de su amor y misericordia…” La muchacha apretaba puños y dientes, el cura continuó “…es imperioso que enmiendes tu camino ahora, o…” Pero su amenaza quedó inconclusa, porque Elena se le fue encima, clavándole el cuchillo que le habían traído para la comida bajo la costilla izquierda, y que  providencialmente había quedado justo bajo su mano al ser abofeteada, sin caer como todo lo demás, luego, la chica retrocedió asustada, se llevó una mano a la boca incapaz de creer lo que acababa de hacer y murmurando un “perdóneme padre…” echó a correr del lugar, mientras el sacerdote, aun con el cuchillo clavado y apretándose la herida con la mano, resbalaba por la pared hasta quedar sentado en el suelo, incrédulo de ver su propia sangre.


León Faras.

martes, 13 de octubre de 2015

La Prisionera y la Reina. Capítulo cuatro.

II.

Cuando Gálbatar llegó a los comedores de los soldados luego de haber acordado el trabajo para Rávaro, encontró a Gíbrida y Bolo sentados en una mesa en un rincón del salón bebiéndose una botella de licor. El alquimista no lucía satisfecho, más bien cabreado, cuando supo lo que Rávaro le pediría, planeó pedir una cantidad realmente exagerada como recompensa con la esperanza de que fuera rechazado, pero Rávaro aceptó sin ni siquiera regatear y su estrategia para librarse de tan complejo encargo fue un desastre. Para Gálbatar, lo que Rávaro le había pedido era aquello que todo hombre necio e ignorante anhelaba más que cualquier otra cosa en el mundo, y no se trataba de sabiduría, como Gíbrida supuso en un primer momento, sino que era nada menos que inmortalidad, Rávaro temía mucho por su vida últimamente que se había deshecho de su hermano y disfrutaba ampliamente de todo el poder y riqueza para él solo, pero sobre todo desde que la mujer maldita había desaparecido, aquello lo estaba volviéndo paranoico, cada pequeña jaqueca, cada cansancio anormal, cada problema de sueño o falta de apetito lo hacía preocuparse de sobremanera y buscar ungüentos y pócimas que de una u otra manera alargaran su vida, pero ahora estaba detrás de una solución radical y definitiva, la eternidad y para conseguirla, necesitaba de una magia más poderosa, una magia que muy pocos sabían donde conseguir y menos cómo llegar a ese lugar, la Ciudad Antigua y era allí donde Gálbatar debía ir. Un ave voló liberada en el momento que ambos hombres llegaron a un acuerdo y terminaron su discusión y al mismo tiempo, pero a muchos kilómetros de allí, en la profundidad del bosque, Rodana, la hechicera de las jaulas despertaba de su trance cansada y preocupada, Dendé le acercó una taza de té rojo amargo, notó en su ama la angustia y supo en el acto que lo que esta acababa de descubrir no era nada bueno.

Aunque Gíbrida se mostró entusiasmada con la misión y la recompensa y Bolo dispuesto como siempre, Gálbatar lucía contrariado, encontrar la Ciudad Antigua nunca era fácil, además de que se trataba de un lugar potencialmente peligroso e impredecible, antaño poderosos en magia y tecnología y en la mezcla de ambas, que con el tiempo se había silenciado aunque no extinguido. El alquimista tenía una enorme curiosidad profesional por conocer y dominar algunos de los secretos de los antiguos habitantes de la ciudad Antigua, pero ante todo era un hombre sensato, y la sensatez decía que ninguna recompensa, por grande que esta fuera, valía la pena si se perdía la vida por conseguirla. Sin embargo nada de eso importaba ya, el trato ya estaba cerrado y él, ante todo, era un hombre de palabra, la misión ya estaba en marcha y partirían lo antes posible. Un hombre pasó junto a su mesa y Gálbatar le llamó para preguntarle qué tan buenos eran los hombres de aquel lugar para hacer apuestas, el hombre respondió que de los mejores y el alquimista se puso de pie haciendo sonar una respetable bolsa de oro y proclamando que se la llevaría el que apostara al vencedor de la pelea entre el mejor de los soldados contra su esclavo Bolo, quien permanecía sentado, controlando con dificultad la ansia, enardecida por el alcohol, que le provocaba saber que una buena pelea se avecinaba, la misma ansiedad, si se puede decir, que sentiría un hombre que ve aproximarse al amor de su vida. Los soldados no dudaron ni un minuto en aceptar la propuesta, tenían al hombre perfecto para enfrentar al pequeño y musculoso perro de Gálbartar, lo llamaban Ferroso y no se trataba de un soldado sino de un herrero, este era un hombre en la plenitud de su vida a pesar de que lucía prematuramente abundantes canas, usaba la barba larga, y tenía las manos grandes y la espalda ancha. Era un boxeador nato, tanto física como vocacionalmente y con frecuencia sacaba buenos beneficios económicos de su habilidad pugilística, era resistente y golpeaba fuerte. Cuando vio a Bolo, juzgó de inmediato que no sería fácil de derrotar, pero tampoco era un rival con el que debiera tener demasiada precaución de salir dañado, aquel era musculoso, pero liviano; duro, pero pequeño. Gíbrida organizó las apuestas, de entrada, Bolo recibió de lleno un puñetazo en el mentón que lo hizo girar y caer al suelo en el acto, pero de inmediato se puso de pie, Gálbatar sonrió confiado, su perro parecía lento para cubrirse mientras su rival bailaba a su alrededor dejándole caer golpes potentes que con frecuencia alcanzaban su objetivo, sin embargo, para Bolo el momento de atacar parecía no llegar nunca, obstinado, se prestaba para que Ferroso lo golpeara y lo hiciera trastabillar, pero continuaba, lento, torpe y duro como un árbol, hasta que en el momento menos esperado, Bolo esquivó un golpe con una habilidad impredecible y sorprendente y ambos hombres quedaron pegados, entonces Ferroso se vio atenazado e inmovilizado de los brazos con una fuerza inesperada, podía quitárselo de encima usando el resto de su cuerpo, pero antes de que lo hiciera, recibió un cabezazo brutal en la frente que lo aturdió levemente, y luego otro, y otro, hasta quedar totalmente aturdido y desorientado como un borracho que se esfuerza en concentrarse en algo y mantenerse en pie al mismo tiempo. En ese estado fue sorprendente que resistiera no uno, sino tres de los potentes puñetazos de Bolo antes de desplomarse y quedarse allí. Gíbrida feliz y sonriente cobró lo que habían ganado, mientras Gálbatar le daba de beber un trago a su perro y preguntaba con naturalidad si había alguien más dispuesto a pelear.


Idalia caminó sobre el puente en la única dirección disponible para hacerlo, hacia el muro, este no era un muro macizo, sino hecho a base de pilares y arcos que partían altos y robustos en la base y se volvían más pequeños y estilizados mientras más arriba, abriendo paso a una gran entrada en la parte donde el puente desembocaba, igualmente formada de dos columnas y un arco, sobre el cual se podía ver posada una figura, como una escultura de piedra deteriorada por el clima y la selva y media colonizada por esta. Era una criatura alada de cuerpo largo, delgado y curvo como un insecto, terminado en una cola recta y tubular, su diseño era basto y minimalista, sin detalles ni adornos, salvo por algunas enredaderas capaces de llegar hasta allí y sujetarse sin caer. El puente se acababa casi apenas pasado el muro, rompiéndose en el vacío, a varios metros abajo, la selva le abría un generoso espacio al paso del río, manso y salvaje, en medio de este y bajo el muro, una mancha oscura de gran tamaño denunciaba la existencia de un gran foso cubierto por el agua. Era extraño, pero en la selva reinaba un silencio anormal y una paz inquietante, nada parecía vivir allí más allá de la vegetación, ni siquiera aves. Entonces Idalia sintió algo, no podría precisar qué, si un leve susurro o una brisa apenas perceptible, tal vez solo un presentimiento que la hizo voltearse y encontrarse cara a cara con la escultura que antes estaba sobre ella, posada en lo alto del dintel, esta no era de roca, sino de metal, un material trabajado burdamente y deteriorado por el uso, el tiempo y la intemperie, sus ojos eran dos rendijas horizontales en cuyo interior, la mujer vio claramente otras dos líneas verticales que se movieron para observarla, ni siquiera la sintió llegar allí, sorprendida, Idalia tomó una bocanada de aire y dio un paso atrás inconscientemente, pero su pie no encontró apoyo y la mujer cayó al río bajo la atenta e impasible mirada de la escultura de metal.


León Faras.

sábado, 10 de octubre de 2015

Las Termópilas.

Las Termópilas.

(Historia escrita a partir de una consigna. Si algún griego o algún persa lee esto, le ofrezco de antemano sinceras disculpas)


En el año 480 a. C. se desarrolló en Grecia, una de las batallas más impresionantes de que se tenga memoria. Durante las segundas guerras Médicas (de “medos”, persa.), el imperio Persa, el más grande y poderoso de su tiempo, cansado de la resistencia que ofrecían un pequeño grupo de islas por ser conquistadas, decidió enviar un ejército descomunal de 500.000 hombres para doblegar a los griegos, los cuales se ubicaron en un estrecho pasaje con un reducido contingente decididos a contenerlos, y así, darle tiempo al resto de su ejército para prepararse. “Esta es la verdadera historia:”


El general ateniense, Leónidas, tomó la drástica decisión de ubicarse junto con 300 de sus hombres en un estrecho, que era pasaje obligado del ejército persa hacia Atenas, llamado Las Termópilas o “puertas calientes”, nombre derivado del motivo explícitamente sexual con el que habían sido decoradas dichas puertas, por artesanos y artistas traídos de la India. Consientes de que nadie sobreviviría, se hizo acompañar de un sabio griego de nombre Ariscócteles, famoso por los profundos conocimientos que tenía sobre todo tipo de brebajes, este sabio antes de la batalla, les dio de beber a todos de un líquido misterioso que aseguraría el mejor desempeño de los guerreros durante la batalla. Los griegos, luego de ingerir la bebida, comenzaron a sufrir espasmos, su piel se volvió grisácea, se le abrieron inexplicables y malolientes llagas, incontenibles temblores los hicieron caer al suelo, las órbitas de sus ojos se oscurecieron, y algunos tuvieron una importante pérdida de cabello, uno a uno los guerreros atenienses cayeron inertes al piso, hasta que solo quedó de pie Ariscócteles, este, algo preocupado y con serias dudas sobre si había preparado bien el brebaje, se acercó al general y le dio un tímido puntapié, con la esperanza de que reaccionara. Pero nada, el viejo, echando un vistazo a sus espaldas, vio a los persas que se aproximaban, esto lo inquietó aún más, por lo que le dio al general otro puntapié, esta vez bastante fuerte, pero fue como patear un saco de papas. Nada, Ariscócteles volvió a mirar nerviosamente al ejército persa que continuaba acercándose, involuntariamente comenzó a sudar, tomo al general como pudo y lo zarandeó violentamente sin resultados, los persas continuaban aproximándose, ya con desesperación, el sabio, comenzó a abofetear a Leónidas al tiempo que lo agitaba como a una de sus cocteleras, pero el general continuaba sin reaccionar, desesperado y preso del miedo, Ariscócteles finalmente se dio por vencido y levantándose la sotana echó a correr ante la inminente llegada del poderoso ejército persa. Fue en ese momento, en que Leónidas abrió los ojos con la violencia de quien patea una puerta para abrirla y no sin algo de trabajo se puso de pie, sus vértebras se quejaron ruidosamente al acomodarse, sentía mucha hambre, al ver al enemigo en frente, una maquiavélica sonrisa se dibujó en su rostro ante tanta comida disponible. Dos de sus incisivos se habían desprendido. Sus guerreros reaccionaron de la misma manera poniéndose de pie y preparándose más para cenar que para la batalla. Lo que sucedió a continuación, es más digno de imaginar que de narrar, lo que sí puedo decir, es que los atenienses perdieron cuando se les acabó el apetito y los persas finalmente atravesaron las Termópilas rumbo a Atenas donde se libró otra memorable batalla. Pero esa es otra historia. 


León Faras.

La barra de la Ferrocarril.

La barra de la Ferrocarril.

(Advierto que este es un relato liviano y que lo escribí para una consigna literaria con la intención de cumplir y divertirme en su escritura.)

Eran más o menos las tres de la mañana cuando los dueños del bar “la Calavera” se cansaron de soportar el irreverente escándalo que mantenían los enfiestados hinchas del glorioso club deportivo “Ferrocarril” y los corrieron a todos con viento fresco. La chica Gabi, la única mujer que era miembro oficial de la barra, iba indignadísima, se suponía que iban a olvidar la paliza recibida esa tarde a manos de sus archirrivales de “Agua Turbia”, sin embargo, la cosa degeneró en borrachera y una vez más pasaba las mil y una vergüenzas por culpa de sus compañeros de tablón. Caminaba muy rápido llevando del brazo y casi a tirones al “negro” Verdejo, no porque fueran novios o algo así, sino porque el “negro” era ciego, además de debilucho y casi tan bajo como ella, y este, a su vez, llevaba casi estrangulado a su perro, el Tomi, un animal de raza indefinida o única que sin ninguna clase de entrenamiento hacia como podía las veces de lazarillo. Más atrás venían el gordo Belisario y Manolito Troncoso, este último que era flaco y desmesuradamente alto, hacía esfuerzos sublimes por llevar al gordo, no tanto por el peso, sino porque Manolito era tan alto que debía doblarse casi a la mitad para poder tomar a Belisario del hombro, quien iba al borde del coma etílico y para colmo, acordándose cada dos minutos de besarlo y decirle que lo quería y que eran amigos. De pronto la chica Gabi se detuvo en seco cediendo a los ruegos de Manolito, quien no podía seguirle el paso, por supuesto, tal detenimiento fue sin avisarle nada al ciego ni a su perro, quienes debieron esperar el tirón para detenerse. “…pero Gabi espérame, ¿qué culpa tengo yo de que el Belisario le haya tocado el trasero a la niña que nos atendía?”, “¡Estoy harta!...”, alegaba la Gabi, “…siempre con ustedes es lo mismo. El Belisario no sólo le agarró el poto una vez, sino tres y tú le esparramaste el vaso a este otro en los pantalones y ahora parece que anduviera meado” remató la Gabi apuntando la entrepierna del negro que lucía húmeda hasta más abajo de las rodillas, “si no es para tanto Chica…” el negro quiso bajarle el perfil al suceso pero la Gabi lo paró en seco, “¡Cállate tú!, mira que tu mugre de perro se hizo caca debajo de la mesa…”, el negro Verdejo le obedeció resignado, ya que en casos como ese, dependía completamente de ella para llegar a su casa. En ese momento, el gordo comenzó a rezongar en un idioma bien poco legible, “Essos innorants, no me pueen echar así como así, poque yo soy bombero. Si se ls quema la cochiná de local que tenen ¿quén va a apagrselo?, yoooo poh…”, Manolito por su parte trataba de tranquilizarlo “ya Beli, si quieres compramos unas cervezas y las tomamos en mi casa”, “¡Nooo!...”, se negó Belisario, “…si en tu casa no se puee estar, parece invernadero…” y era cierto, porque la señora de Manuel Troncoso hacía y vendía plantas, y por lo tanto, tenía en su casa plantas por doquier, “…ya, pero podemos ir a la casa del negro, ¿no es cierto negro?”, insistió Manolito, con la esperanza de apaciguar al gordo, Verdejo iba a contestar pero la Gabi se adelantó “Déjate de hablar leseras, ¿Cómo van a seguir tomando?, además que este en su casa tiene puros diarios, se sienta encima de los diarios, come encima de los diarios, duerme encima de los diarios, está bien que sea suplementero, pero en su casa no hay ni un solo mueble, lo único que hay son diarios, diarios y más diarios”, en ese momento la Gabi se dio un palmazo en la frente recordando algo importante, “¡la bolsa!…”, “¿qué bolsa?” preguntó el ciego, “…”La bolsa. Había comprado dos paquetes de azúcar para las mermeladas de mañana, y ahora no sé donde la dejé”, “ya tranquila…”, dijo Manuel, “…mañana te regalo la azúcar, pero acompáñame a dejar al Beli”. 

Los cuatro se fueron soportando al Belisario, que en su borrachera a ratos reía y a ratos le daban ganas de llorar, hasta la casa de este último. Al llegar, un labrador dorado miró fijamente al Tomi, el perro de Verdejo, y el Tomi luego de acercarse y olfatearlo como comúnmente hacen los perros, comenzó a mover la cola. Resultó que el labrador, que era el perro del gordo, no era perro, sino perra, y surgió una química inesperada e instantánea entre el Tomi y la perra del Belisario, la cual, apenas este abrió la puerta de la reja, salió disparada, y el Tomi dándole un tirón a su correa también se liberó del negro Verdejo, quien no entendía nada de lo que estaba pasando, y ambos perros escaparon juntos hasta perderse. Luego de mucho esfuerzo, y después de dejar al Belisario en su casa, lograron tranquilizar al negro Verdejo por la pérdida del Tomi, argumentando que no era para tanto y que el Tomi seguro regresaba luego de satisfacer sus instintos.

Al día siguiente, la chica Gabi y Manolito se enteraron que el Tomi se había colgado con su propia correa de una reja, al contemplar cómo la perra del Belisario había preferido a otro perro más roñoso y de menos pedigrí que él, para una relación amorosa. Por supuesto acordaron no decirle nada al negro, quien era demasiado sentimental, sino mejor buscarle otro perro lo más pronto posible para que reemplazara al Tomi.


León Faras.