II.
La casa que usaba el doctor
Ballesteros lucía exactamente igual al día cuando fue abandonada por este,
Guillermina Salas abrió la puerta principal y de inmediato se puso a abrir las ventanas
para ventilar el lugar sin dejar de parlotear sobre la cantidad de polvo y el
olor a matadero que según ella, aun persistía en el espacio confinado del encierro, mientras el padre Benigno le mostraba al nuevo doctor el lugar
que sería su vivienda y lugar de consulta. Rupano en tanto, descargaba las
valijas y las apilaba en la entrada. Luego, el sacerdote se disculpó para
retirarse, pues tenía un asunto muy importante que atender, “Guillermina es mi
ama de llaves, ella lo ayudará a instalarse y en lo que necesite hasta que
encontremos a otra persona que se encargué de las labores de esta casa…” dijo
el cura y luego agregó en un tono más bajo “…aunque pensándolo bien, podría
buscarme otra ama de llaves para mí, y dejarle a Guillermina aquí…” con lo que
se ganó la réplica inmediata de la mujer “¡Ah claro! ¡Como si cualquiera
estuviera dispuesto a soportarle el genio que usted tiene!” Benigno se retiró
fingiendo que no oía a la mujer, pero antes de salir se devolvió con una duda que
hace rato no se decidía a preguntar, “Dígame doctor, ¿existe alguna posibilidad
de que un bebé se desarrolle en el vientre materno sin su cordón umbilical?” el
médico se empujó los anteojos y lo miró extrañado, la pregunta se le antojó de
los más rara e inadecuada, pero no imposible de responder “La Acordia o
ausencia del cordón umbilical es una anomalía que puede darse, sí, aunque es
muy rara y siempre, siempre mortal. No hay forma de que una criatura se
desarrolle en el vientre materno si no recibe el oxígeno y los nutrientes
necesarios desde la placenta de la madre… pero, ¿Por qué me pregunta algo así?”
El sacerdote se esperaba esa respuesta y podía ver en la cara de “Se lo dije”
que tenía Guillermina que también ella se la esperaba “Nada realmente
importante doctor, ya hablaremos más adelante y me gustaría también mostrarle
algo pero, todo a su tiempo…”
La celda del doctor Ballesteros se
abrió y dos hombres entraron a verle, uno de ellos se sorprendió de verlo en
tan lamentables condiciones, su nombre era Ignacio Ballesteros, su hijo mayor,
este había recibido un telegrama de su padre y había acudido lo antes posible.
Luego de saludarlo le presentó al hombre que lo acompañaba, se trataba de un
prestigioso abogado que Horacio rechazó de inmediato, “Te pedí que te
preocuparas de tu hermana, no de mí ¿Qué estás haciendo aquí?” Ignacio siempre
se desenvolvía con propiedad, absolutamente dueño de la situación, a sus anchas
y seguro de sí mismo, “Sí, buscaré a Elena y la traeré para que declare. Te
sacaremos de aquí en un santiamén y haremos pagar caro a los responsables de
que estés en estas condiciones. Seguro que no tienen ningún fundamento para
acusarte de algo tan repudiable, solo buscan desprestigiarte y no permitiremos
que eso ocurra. El señor aquí…” Horacio se puso de pie y tomó a su hijo de los
hombros para que dejara de hablar y le pusiera atención “Escúchame, no harás
nada por mí, ni tú ni tu abogado. Quiero que te vayas, que busques a tu hermana
y que la ayudes en todo lo que puedas, llévatela contigo, que esté bien, que
esté tranquila…” el doctor hizo una pausa y luego agregó, “…y dile que espero
de corazón que algún día pueda perdonarme…” Ignacio no lo podía creer hasta ese
momento, se sacudió las manos de su padre de encima y retrocedió consternado,
“Entonces es cierto…” dijo, Horacio cayó en su litera, su hijo continuó,
“…esperaba que me lo negaras, estaba seguro de que así sería… es que… ¿Cómo
pudiste? Elena te adoraba… ella… ella es la mejor persona del mundo…” Horacio
podía sentir el repudio de su hijo, doloroso e ineludible, “Busca a tu hermana,
encárgate de ella y no regreses nunca más por aquí…” “Puedes estar bien seguro
de eso” sentenció Ignacio antes de largarse
de allí odiándolo, indignado, ni siquiera le dirigió una mirada al abogado que
lo había acompañado, este se quedó parado allí tras su maletín, incómodo y confundido.
Tardó largos segundos en darse cuenta de que su trabajo había terminado antes
de empezar y que debía irse también.
La habitación de Elena Ballesteros
en el Convento de las Hermanas de la Resignación, no era mucho mejor a la celda
que su padre estaba ocupando en ese mismo momento en prisión, era pequeña, sin
ventilación y brutalmente austera. El padre Benigno se sentó recto en un
incómodo taburete que le prestaron y observó con ruda compasión a la muchacha,
su aspecto era muy diferente al de la niña dulce y bien educada que solía ser,
estaba pálida, desaliñada y con un brillo desafiante en la mirada que había
perdido toda su timidez e inocencia. La chica permanecía sentada sobre una
litera dura y estrecha y junto a ella, un velador donde reposaba una comida
servida hace rato, ya fría pero intacta. La razón por la que las hermanas lo
habían mandado llamar, era un acontecimiento terrible e indignante que debía corregir
de inmediato, pero una vez allí, el cura se vio ante una persona muy distinta a
la que esperaba, por lo que pensó en suavizar su actitud, “¿Cómo estás, hija?”
preguntó con gravedad, Elena no respondió, solo jugueteaba con algo en las
manos, Benigno notó que era un crucifijo, “Las hermanas me dijeron que te
provocaste un aborto tú misma y que estuviste muy mal a causa de ello, incluso
temieron por tu vida. ¿Es eso cierto?” Elena luego de unos segundos, asintió
con la cabeza sin mirarlo, el cura se restregó los ojos, cansado, como un tutor
frente a un alumno incorregible, “¿Es que no sabes que lo que hiciste está en
contra de la ley de Dios?”; “Y lo que a mí me hicieron, ¿No está en contra de
la ley de Dios también?” dijo la muchacha, clavando su mirada en los ojos del
sacerdote, este se vio sorprendido por el tono osado de la pregunta, pero
debido a las circunstancias, era normal que así fuera, “Por supuesto que sí,
pero no podemos responder al pecado con más pecado, eso es…” “Yo creo que
estamos a mano entonces” dijo Elena interrumpiendo al cura y cortando su respuesta
a la mitad, Benigno lo soportó de mala gana, pero no dijo nada. La muchacha
devolvió su atención al crucifijo, “Dígame Padre, ¿Dios es feliz?; quiero
decir, ¿Ser tan cruel lo divierte?” El cura se irguió en su asiento, sintiendo
como la ira lo embargaba, de todos los pecados capitales, aquel era el único
con el poder suficiente para condenarlo algún día y debía hacer un gran
esfuerzo por controlarse, “Nuestro Dios es un dios de amor, hija, te aconsejo
que tomes recaudo de lo que dices o será tu lengua la que te aleje
definitivamente de su infinito amor.” “Sería mejor que me arrancaran la lengua,
¿verdad?...” dijo Elena citando el evangelio de Mateo que bien conocía una niña
educada como ella, y agregó burlesca, “…eso sí lo complacería mucho, ¿no?” “Solo
la salvación de las almas de cada uno de sus hijos puede complacer a Dios”
replicó el cura de inmediato, cauteloso, aunque su puño apretado y su
respiración forzada, delataban una gran tensión, “Yo solo quería amarle y
servirle, así también como a mi padre…” le reprochó la muchacha sin asomo de
debilidad “…Yo quería agradarles, ser lo que querían que fuese… me sentía tan
afortunada y agradecida que solo pensaba en cómo servir y ayudar a los que no
lo eran… ahora no sabe lo estúpida, sucia y burlada que me siento” Una fisura
se abrió en la siempre impenetrable armadura del sacerdote pero la atajó antes
de que cambiara la expresión de su rostro, siempre hosco y severo, Elena tenía
razón, él lo sabía, la muchacha siempre había sido pura bondad y buen corazón,
no merecía nada de lo que le estaba sucediendo, sin embargo, para Benigno, nada
justificaba una conducta tan ofensiva y herética, pues era precisamente en los
momentos difíciles y de aflicción, en los que se debía demostrar la solidez de
la fe y la incondicionalidad del amor a Dios. El cura señaló el crucifijo que
la chica apretaba en su mano, “Mira, no hay sufrimiento más grande que el
infligido a nuestro señor Jesucristo, sin embargo, él nos enseñó que aun en los
momentos más difíciles y dolorosos, se debe aceptar la voluntad de Dios con
amor y humildad, sabiendo que su sabiduría es ineluctable y que es el único
camino válido hacia la gloria y la vida eterna”
Elena miró el crucifijo y luego miró a los ojos del cura “Pues hubiese
preferido el látigo o un clavo atravesándome la carne a llevar en mi vientre
una criatura engendrada por mi propio padre…” Benigno meneó la cabeza, “No
sabes lo que dices…” Elena calló unos segundos apretando los dientes, pero sus
sentimientos expulsaron con fuerza sus palabras al tiempo que arrojaba el
crucifijo a los pies del cura “¡Su dios es un dios sádico, que se regocija con
el sufrimiento de sus hijos más devotos!…” entonces el sacerdote se vio
superado, en una sola reacción impulsiva y violenta, se puso de pie y abofeteó
a la muchacha con una fuerza brutal, de la cual estaba bien provisto
físicamente, haciéndola caer sobre el velador, esparramando todo lo que había
sobre este, excepto por una cosa. El cura se irguió en todo su largo “Solo la
arrogancia y la necedad del espíritu humano, pueden ser tan grandes como para
culpar al Padre eterno de las desdichas que nos acechan, cuando nos alejamos de
su amor y misericordia…” La muchacha apretaba puños y dientes, el cura continuó
“…es imperioso que enmiendes tu camino ahora, o…” Pero su amenaza quedó
inconclusa, porque Elena se le fue encima, clavándole el cuchillo que le habían
traído para la comida bajo la costilla izquierda, y que providencialmente había quedado justo bajo su
mano al ser abofeteada, sin caer como todo lo demás, luego, la chica retrocedió
asustada, se llevó una mano a la boca incapaz de creer lo que acababa de hacer
y murmurando un “perdóneme padre…” echó a correr del lugar, mientras el sacerdote,
aun con el cuchillo clavado y apretándose la herida con la mano, resbalaba por
la pared hasta quedar sentado en el suelo, incrédulo de ver su propia sangre.
León Faras.