viernes, 30 de diciembre de 2016

Autopsia. Segunda parte.

V.

Clarita despertó de golpe e inmediatamente remeció a Elena para que despertara también, “…Apúrate. Gracia dice que alguien viene.” Era muy temprano pero ya había amanecido. Elena se incorporó, algo estaba soñando pero lo olvidó de inmediato. Tardó un poco en asimilar la información y darse cuenta de que quien se acercaba, podía estar buscándola a ella, con lo que se puso de pie de un salto, miró a un lado y a otro sin saber si huir o esconderse. Clarita y su perro ya habían desaparecido. Se sintió atrapada por un segundo, no estaba preparada para afrontar su culpa, ni menos el vendaval condenatorio que le caería encima de parte de las monjas o del padre Benigno o de cualquier otro sacerdote. Ya se sentía lo suficientemente culpable, como para que encima, le pusieran a toda la corte celestial en su contra, cosa que le parecía injusto pero le daba un miedo terrible, pues sentía que la iglesia tenía ese poder. No alcanzó a hacer nada, inopinadamente apareció un hombre en la entrada, un anciano que la miraba como si ella fuera un fantasma, espantado. El viejo, se rascó la cabeza por debajo de su gorra “¡Oh por Dios! Creo que por fin puedo ver a tu hermana, aunque, imaginaba que era más pequeña…” A su lado apareció Clarita riendo suavemente, abrazada a una botella llena de leche “No seas bobo Tata, ella no es Gracia. Ella es…” La niña no recordó el nombre de Elena debido a que ésta no se lo había dicho aún. Gracia tampoco lo sabía y al parecer no le interesaba en absoluto “…es Alguien, necesitaba un lugar donde dormir…” y luego agregó con una sonrisa y en tono confidente “…se estaba comiendo las aceitunas directas desde el árbol” E hizo una graciosa mueca de estar probando algo de muy mal sabor. Elena se sintió como la única persona en el mundo que no sabía cómo se comían las dichosas aceitunas. Clarita continuó dirigiéndose a ésta “Él es Tata…” la niña tampoco conocía el verdadero nombre del viejo, Gracia sí lo sabía, pero tampoco le importaba demasiado. Luego Clarita agregó triunfante “¡Mira! es leche de cabra. Nos ha traído leche de cabra” y su hermana hizo un gesto sarcástico de falso júbilo que nuevamente hizo brotar la risa fácil de la pequeña.

“…El castigo brutal y el dolor de la carne que recibió y soportó por nosotros y nuestros pecados nuestro Señor Jesucristo, siendo Él el más inocente de los hombres, hasta el día de hoy no encuentra parangón alguno en sufrimiento recibido por cualquier otro mortal. Algunos santos han logrado acercarse pálidamente, soportando tormentos realmente espantosos en el santo nombre de Dios y de la Iglesia, como nuestro patrono, San Lorenzo mártir, pero el calvario de nuestro Señor sin duda hace palidecer cualquier muestra de sufrimiento humano…” El padre Benigno daba su sermón con la severidad y vehemencia de siempre, ante su enorme y habitual audiencia de temerosos fieles, que veían en el sacerdote, a un hombre con el poder de condenar sus almas ante el menor descarrilamiento de su conducta, inculcándoles un arrepentimiento inclemente, incluso en los inocuos pecados del pensamiento, que los obligaba a buscar el perdón y consuelo so pena de perderse para siempre del bendito amor de Dios “…Hombres de poca fe, quejumbrosos y débiles de espíritu. Se atribulan con sus pequeños problemas culpando al Padre santo de ellos, olvidándose por completo de que nada son comparados con la terrible corona de espinas incrustadas hasta el hueso en el cráneo. Con la pesada cruz que nuestro Señor fue obligado a cargar, aun teniendo su santo cuerpo cubierto de terribles y dolorosas laceraciones. Con los clavos que atravesaron su carne y rompieron los huesos de sus manos y sus pies. ¿Se olvidan acaso de la lanza que de manera brutal puso fin a su vida y…?” En ese momento interrumpió su sermón, pues se le hizo evidente el dolor de su herida que hasta ese momento había olvidado por completo. Tanto rato de pie y todo su efusivo y aparatoso aspaviento, le había recordado de pronto que la puñalada en su vientre aún era demasiado reciente. Se mantuvo imperturbable, pero se llevó la mano al costado del vientre para presionarse la herida e inmediatamente la sintió húmeda, se dio cuenta de su error y de que a su pesar, su odiosa ama de llaves, nuevamente tenía razón cuando le insistió en que no debía hacer misa, sino que era preferible que se disculpara y guardara reposo, pero ya estaba allí y no se arrepentiría de cumplir con su deber. Dominó el dolor e iba a continuar pero reparó en la cara de Jacinto, su joven y poco alumbrado sacristán, que lo miraba espantado, el cura tenía su mano manchada de sangre y su ropa también, eso le pareció una desagradable contrariedad y hasta se enojó un poco consigo mismo. No le quedaba de otra que dar por terminada la ceremonia cuando vio incrédulo y disgustado, como sus fieles uno a uno se ponían de pie espantados, se persignaban y luego caían al suelo de rodillas venerando al cura como un santo bendecido con una milagrosa herida en su costado, igual a la hecha por la lanza que mató a Cristo, “¿Pero qué creen que están haciendo?” dijo Benigno, más irritado que sorprendido. Se volteó hacia su sacristán pero no lo encontró, éste también estaba postrado en el suelo junto a él con la frente pegada al piso. Enojado y ya al límite de su paciencia, el sacerdote obligó al pobre Jacinto a pararse con tres puntapiés en las costillas y lo mandó a que despachara a toda esa gente a su casa y cerrara la iglesia antes de que él mismo los sacara a todos a patadas.

El doctor Cifuentes reía mientras limpiaba la herida del padre Benigno y escuchaba, de boca de éste, toda la extraña anécdota en la que había acabado su misa, luego de que se abriera su herida justo en medio de su sermón, cosa que para el sacerdote estaba lejos de ser gracioso, sino más bien irritante “La gente necesita creer que existen cosas superiores al ser humano Padre, que existen los milagros, que Dios los toma en cuenta y se manifiesta para ellos, eso los ayuda a creer…” “No lo crea así Doctor, el milagro y poder de Dios se manifiesta todos los días en todas las cosas, pero la gente tarde o temprano termina empeñada en venerar Becerros de Oro…” El médico desenrollaba una venda para ponérsela al cura. Entre ambos se estaba formando curiosamente, una relación de mutuo respeto muy diferente a la que tenía el sacerdote con el antiguo doctor, “No me lo tiene que decir a mí Padre, en mi corta carrera he presenciado verdaderos milagros que la ciencia no puede explicar por más que lo intente, pero la gente común sólo sabe de mitos y tradiciones, necesita de estos sucesos milagrosos, aunque sean falsos, para justificar su fe en medio de sus vidas llenas de precariedades y sufrimientos…” “Es precisamente en la precariedad y el sufrimiento en donde se pone a prueba la verdadera fortaleza de la fe y del amor a Dios, Doctor… Pero estas creencias idólatras e impías, no hacen más que alejar al hombre del verdadero camino, de la verdadera fe y mi obligación es evitar a toda costa que eso suceda.”El doctor Cifuentes se quedó mirándolo con gravedad, luego asintió con la cabeza y dijo sin asomo de sarcasmo “Estoy seguro de que nadie mejor que usted para eso, Padre…” luego de unos segundos de pausa, agregó “…Será mejor que esta vez sí guarde reposo o se le volverá a abrir ese corte…” Benigno comenzó a vestirse, “Eso no será posible, Doctor. Tengo que hacer un viaje ahora mismo, a un pueblo cercano” El cura debía visitar a la hija de Ismael Agüero, como había prometido. Cifuentes se empujó los anteojos hacia arriba y se peinó hacia un lado su flequillo rebelde, contrariado “Es que la herida no le va sanar así, Padre. Si hace un viaje, aunque sea breve, lo más probable es que vuelva a tener problemas con el sangrado” “No se preocupe doctor, usted me va a acompañar” El médico se quedó extrañado “¿Y eso…?” fue todo lo que atinó a preguntar…


Al salir a la calle el sacerdote acompañado del doctor, un hombre joven los detuvo mientras le estiraba la mano al cura para saludarlo, “El Padre Benigno Hopfen, supongo” El sacerdote lo miró de arriba abajo, muy pocas personas usaban su apellido y muchas menos lo pronunciaban correctamente, pero por más que lo observó, no logró reconocerlo “Sí, soy yo…” admitió éste, dándole un apretón fuerte pero breve, como acostumbraba. “Soy Ignacio Ballesteros. Estoy buscando a mi hermana, Elena Ballesteros, seguro la recuerda. Entiendo que usted conoce su paradero y me gustaría contactarla para encargarme de ella como su hermano mayor” Benigno se enderezó y lo miró suspicaz desde lo alto de su imponente figura, no sabía hasta qué punto estaba enterado aquel hombre de los últimos sucesos acontecidos, “Debo entender que usted está al tanto de lo sucedido entre su padre y su hermana, ¿No?” Ignacio se llevó una mano a la frente, “Por supuesto, Padre, y precisamente por eso es que me urge encontrar a Elena. Ella aún tiene familia que la ama y que se preocupa por ella” El rostro del sacerdote parecía esculpido en mármol, “Pues esa familia dejó pasar bastante tiempo antes de recordar que la amaba y que le preocupaba esa muchacha” Ignacio se sintió ofendido, “¿Cómo dice?” Benigno no se andaba con rodeos, “Luego de lo sucedido me vi obligado a enviarla al Convento de las Hermanas de la Resignación para que las monjas se encargaran de su sanación mental y sobre todo espiritual, pero las cosas no salieron lo bien que esperábamos” Ignacio miró a Cifuentes consternado, pero éste no entendía ni media palabra de lo que sucedía, “¿De qué está hablando Padre?; ¿Qué le pasó a mi hermana?” “Las Hermanas de la Resignación me enviaron hace poco un telegrama informándome que habían encontrado muy mal a Elena luego de que ésta se provocara un aborto…” Ignacio se cubrió la boca incrédulo “¿Un aborto?...” El sacerdote lo miró con ruda compasión “Creí que estaba al tanto de los hechos. Su hermana fue embarazada por su propio padre” Ignacio no podía creer lo que oía. Conocía los hechos pero no los detalles, “Dios mío… Imagino cómo debe estar… Necesito ir a verla lo antes posible, Padre. Le agradecería que me dijera dónde está ese convento…” Benigno miró al cielo y respiró hondo por la nariz, aún no le contaba todo, “Apenas recibí ese telegrama fui a verla, la encontré restablecida de salud pero era una muchacha muy diferente a la que era antes…” Ignacio oía atentamente, el sacerdote continuó, “…su fe y su fortaleza espiritual estaban gravemente resquebrajadas, culpando a Dios de todo lo sucedido y renegando de forma muy ofensiva de Él y de su santo nombre. Intenté hacerla entrar en razón, que ese era el peor error que podía cometer, pero, todo acabó en una fuerte discusión y ella salió huyendo… A pesar de esto, creo que lo más probable es que ya haya regresado al convento, no hay mucho adonde ir en los alrededores para una muchacha de su clase. Las Hermanas me enviarían un telegrama para ponerme al tanto pero aún no he recibido noticias” “Entiendo…” respondió Ignacio con la vista pegada en los ojos del sacerdote pero con la mente asimilando la situación “…Esperemos que esté en ese convento o de lo contrario es imprescindible encontrarla lo antes posible.” “Por supuesto.” Convino el cura quien aún sentía algo de culpa por las potenciales consecuencias de su arrebato de ira.

León Faras.

miércoles, 21 de diciembre de 2016

La Prisionera y la Reina. Capítulo cuatro.

V.

Más de cinco mil personas habitaban la ciudad vertical de los Salvajes, en ella, ya habían pasado cientos de generaciones que habían crecido y prosperado en paz, bajo sus propias leyes y creencias, sobreviviendo de la cacería, la recolección y una agricultura limitada pero aprovechada al máximo. Pero una ciudad que en un principio, había nacido solo como un refugio, un sitio al que fueron arrastrados, obligados a huir. El mundo estaba dividido en dos por el abismo, y aparte de aquellas criaturas dotadas de la capacidad de volar, muy pocos seres podían dar cuenta de lo que había más allá del gran agujero, entre estos los Salvajes. De los primeros que llegaron a habitar las cuevas en los barrancos del abismo, solo quedaban las historias pasadas de generación en generación, las ruinas de una enorme ciudad de piedra y los recuerdos de una batalla en la que habían resultado derrotados. Originalmente, los Salvajes habían construido una ciudad hermosa y colosal totalmente de roca labrada, todo estaba pavimentado, las escaleras eran de piedra, el agua circulaba limpia por los acueductos y las estructuras se sostenían en maravillosos pilares hábilmente tallados. Los hombres criaban animales, tenían fértiles tierras donde prosperaba la agricultura y lujosos festines para celebrar y agradecer a los dioses, todo esto gracias en parte a los Nobora, conocidos como los Hombres-Perro. Estos eran seres de baja estatura, velludos y musculosos, prácticamente incansables, su aspecto era como el de un perro humanizado tal como su inteligencia limitada. Sumamente pendencieros, constantemente tenían disputas entre sí, a menudo violentas y por las causas más variadas y absurdas, esto hacía difícil su auto organización, pero facilitó en buena medida su esclavización, debido a que un Nobora rara vez estaba de acuerdo en algo con otro, a menos que se tratara de la comida o la bebida, por lo tanto era muy improbable que alguna vez se revelaran, sin embargo, eso fue lo que sucedió. Un Hombre-Perro surgió para unificar a todos los Nobora, lo llamaban Ganta, era extrañamente alto para su raza y particularmente inteligente, por lo que consiguió el respeto y admiración necesarios para ser escuchado y obedecido por un grupo de incondicionales que rápidamente se fue multiplicando. Los innumerables clanes, dispersos por todos lados atendieron su llamado, y un día se reunieron para seguir a un solo hombre, algo que ni los más viejos recordaban haber visto antes. La tierra era tan extensa y los Nobora tan disgregados, que el número que se reunió fue totalmente inesperado, incluso para ellos mismos, nadie, nunca, en ninguna parte, había visto tantos Nobora reunidos en un solo lugar y ninguno de los presentes allí siquiera sospechaba que su raza fuera tan abundante. Ese día, los Hombres-Perro comieron, bebieron alcohol e infusiones mágicas y atendieron las palabras de su nuevo líder, Ganta, quien les dijo que aquellos hombres que los esclavizaban no eran dioses, que las tierras que esos hombres ocupaban, eran territorio de los Nobora, que cada uno de ellos había nacido para vivir libre en esas tierras, que debían atacar todos juntos y acabar con el enemigo, arrasar la ciudad que habían sido obligados a levantar y recuperar su territorio y su libertad.

Así fue como los Salvajes perdieron su ciudad y fueron empujados al abismo. Los Nobora atacaron de improviso y en un número totalmente insospechado. Previamente alcoholizados y narcotizados, llegaron como una oleada furiosa e incontrolable que corría en cuatro patas como animales. Los Salvajes se defendieron, pero los Hombres-Perro luchaban como enajenados incontrolables, totalmente inmunes al cansancio o al dolor, el cual solo parecía volverlos más violentos. El fuego que iluminaba la ciudad de los Salvajes, rápidamente se volvió en su contra, incendiándolo todo. Muchos de los habitantes de la ciudad resistieron hasta el final, pero conscientes de que ya estaban perdidos, solo para darles tiempo a un grupo que huía a refugiarse en las cuevas del abismo, estos fueron los únicos sobrevivientes, pues los Nobora los persiguieron, pero por muy furiosos y enloquecidos que estuvieran, seguían temiéndole a algo por sobre todas las cosas, a la altura.

De los participantes en esa batalla, ya no queda ninguno con vida, sin embargo, la tradición todavía sobrevive y ambas razas continúan siendo enemigos ancestrales, los Salvajes aun cazan en las tierras más allá del abismo, pero se cuidan de no adentrarse demasiado, mientras los Hombres-Perro se mantienen alejados del abismo, viviendo en tribus pequeñas que se disgregaron por todas partes. Los Salvajes poco recuerdan de sus tiempos como amos, mientras muchos de los Nobora ya hace rato que han olvidado que alguna vez, todos se unieron para seguir a un solo hombre a la batalla.


Dágaro despertaba, tenía la vista borrosa, la boca seca y le dolían las tripas. Estaba boca abajo sobre la tierra y se sentía muy agotado. No recordaba dónde estaba ni qué le había pasado y ver algunas siluetas a su alrededor de unos hombres pequeños lo confundían aun más. Intentó moverse pero su cuerpo se sentía terriblemente pesado, sin embargo, el solo intento hizo que los hombres pequeños se alejaran casi de un salto. Siguió tirado en el suelo. Al cabo de un rato, recordó que había tomado el cuerpo de un enano de rocas al que por azar le había llegado la piedra de reencarnación. Recordó el combate con la Bestia, a la que él mismo había liberado manipulando como títere a uno de los guardias apostado en el lugar, con la intención de tomar ese cuerpo enorme y poderoso y también recordó que durante la pelea, había logrado ser engullido por esa Bestia y que una vez dentro, él mismo se había desprendido la piedra de reencarnación y la había adherido a las entrañas de la Bestia. No podía verse a sí mismo, pero podía deducir que entonces había logrado su objetivo y se encontraba en el cuerpo del enorme animal peludo, eso explicaba el dolor de tripas y también el tamaño pequeño de los hombres a su rededor. Se sintió tranquilo, complacido y decidió que debía descansar hasta recuperar sus fuerzas, reuniría a sus guardias espectrales y derrocaría a su hermano de una vez y para siempre. En ese momento apareció Rávaro frente a él, el semi-demonio lo reconoció en seguida, traía en su mano algo como una esfera del tamaño de una naranja, aunque Dágaro podía sospechar que no se trataba de una naranja. Rávaro se le acercó, le sonrió, le habló y luego se volvió a poner a prudente distancia para activar el “Quebranta espíritus” que le había instalado. El dolor fue tan intenso en su cerebro y espina dorsal que la Bestia se retorció en el suelo soltando un grito atronador, luego y súbitamente el dolor desapareció por completo y Dágaro se encontró jadeante y tendido esta vez boca arriba, asustado y con menos fuerzas que antes. Entonces Rávaro apareció nuevamente ante sus ojos, nuevamente sonreía complacido, le mostró la esfera en su mano y le dijo que desde ahora le obedecería en todo lo que le ordenara y que de ninguna manera volvería a rebelarse ni a atacar a sus soldados.

León Faras.

domingo, 4 de diciembre de 2016

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

XIV.

Hilario Cruces miraba con rabia y frustración ese maldito pozo seco en el que una vez más había caído uno de sus animales. Las malas noticias nunca venían solas. Su hija Amelia estaba embarazada y no sólo de un Ibáñez, sino que del peor de ellos. Las tierras de los Ibáñez habían crecido enormemente en los últimos años, absorbiendo o haciendo desaparecer a sus vecinos más débiles o empobrecidos, pero Hilario se resistía, unos pocos animales y una pequeña chacra lo mantenían con vida, sin embargo, sus vecinos insistían en mantener ese maldito pozo seco ahí, que solo servía para que, de tanto en tanto, alguno de sus animales o sus crías, cruzaran el cerco, misteriosamente cortado en algún punto, y cayeran dentro malográndose, como si aquello fuera parte de su plan.

Rómulo Ibáñez tenía seis hijos, de los cuales uno ya estaba estudiando para ser cura, un tremendo orgullo y prestigio del que pocos podían presumir, tres hijas hermosas, el segundo, al cual bautizó Rómulo Segundo en desmedro de su primogénito y educó como su sucesor y heredero, y su hijo mayor, Román, un enano con fama de bueno para nada, borracho y pendenciero, como casi siempre es el que le sobra el dinero pero le falta todo lo demás, quien precisamente, e Hilario no se explicaba cómo, había embarazado a su hija. A penas Román se había enterado de esto, comunicó a su familia la noticia, la que fue recibida sin entusiasmo pero tampoco con demasiado rechazo. Su madre, Rosa Salamanca sí estaba contenta, aunque solo lo demostró sutilmente, acostumbrada con los años a no marcar demasiado contraste con el humor de su esposo, solo su hermano, Rómulo Segundo, compartió su enorme felicidad, se abrazaron y celebraron como nunca antes Román lo había hecho, con total mesura y educación, y trazaron planes de una vida nueva para el enano, en la que él estaba verdaderamente dispuesto a cambiar, a trabajar, a ser productivo, a dejar la bebida, a formar una familia de bien junto a esa mujer que lo había aceptado y querido y con la que estaba dispuesto a casarse como Dios manda. Sin embargo, los meses de ausencia de Amelia Cruces hacían crecer un mal presentimiento, al ser consultado, Hilario solo respondió que su hija había estado enferma pero que ya se recuperaba, le preguntaron por el embarazo de la muchacha, pero este solo respondió con burla que su hija nunca había estado embarazada, y que pensar aquello era una estupidez. Hilario no soportaba la idea de ver a su hija en la iglesia junto a ese monstruo deforme, las miradas de los vecinos, los comentarios, las risas, pero peor aún, tenía la certeza de que su nieto sería un monstruo igual a su padre, tampoco deseaba a los Ibáñez como parientes, tal como sabía que los Ibáñez no lo querían a él. Con el paso del tiempo, los rumores y sospechas se volvían menos alentadores, algunos afirmaban que la muchacha no estaba preñada sino que se había agarrado una de esas enfermedades raras en que la fiebre era tan intensa que los paños fríos se secaban en la frente como si los pusieran sobre una piedra bajo el sol, las habitaciones de los enfermos se caldeaban, y cualquiera podía contagiarse sin siquiera tocar o mirar directamente al enfermo. Otros, decían que sí estaba preñada, pero que la hija de Hilario, nunca había tenido madera de madre, que su consistencia delgaducha y enfermiza no soportaría lo que significaba un embarazo, condición heredada de su propia madre, quien todos recordaban como una mujer silenciosa y risueña que no alcanzó a soportar tres días luego de parir a su hija bajo un sauce, cuando el alumbramiento se le vino encima mientras lavaba la ropa en el riachuelo. Por otro lado, había quienes aseguraban, que habían visto a ciertas personas rondando la casa de los Cruces, y que lo más probable, era que la muchacha había sido obligada por su padre a hacerse un remedio para perder la criatura, y que de seguro, su prolongada desaparición, se debiera a las nefastas consecuencias de un procedimiento tan inseguro y peligroso como ese. Román estaba desesperado, no tardaría en volver a beber y a comportarse como un patán.

Hilario Cruces miraba con rabia y frustración ese maldito pozo seco en el que una vez más había caído uno de sus animales. El sol ya se ponía y estaba cansado luego de cabalgar todo el día de ida y vuelta hacia el pueblo, cuando se topó con los alambres cortados de su cerco, solo quiso echar un vistazo para confirmar lo que ya sospechaba, pues tenía prisa por volver a su casa, pero no lo hizo, Román estaba allí, aguardándolo pacientemente en compañía de una botella de coñac. La discusión fue acalorada, se insultaron mutuamente, Hilario sostenía el rebenque en la mano con el que azotaba a su animal, mientras el enano apretaba la botella vacía en la suya, la ira y el odio no tardaron en imponerse y la discusión concluyó de la peor manera. Román, quien no tenía posibilidades de luchar, descargó su rabia lanzando la botella vacía, pero la fortuna, buena o mala, quiso que impactara de lleno en la frente de Hilario, quien trastabilló adolorido y cayó dentro del pozo quedando inconsciente, entonces el enano rasguñó la tierra con sus propias manos hasta cubrir por completo el cuerpo del hombre caído dentro, mientras jadeaba incontables insultos y maldiciones, luego lloró, luego volvió a enfurecerse y a gritar amenazas e insultos hasta bien avanzada la noche, finalmente se durmió. Cuando despertó ya casi amanecía y decidió que era una buena idea visitar a Amelia. La encontró en su cama, en la pequeña y deteriorada casa de los Cruces, a su lado estaba Prudencia, la vieja hermana de Hilario, al otro lado, el sacerdote que el mismo Hilario había traído esa misma tarde desde el pueblo, pues su hija se lo había pedido insistentemente. En una esquina estaba sentada una mujer y junto a ella una chiquilla de pie, eran la partera y su hija que aguardaban allí, pues pronto deberían actuar. Román se acercó tímido, Amelia estaba dormida, sudada y evidentemente embarazada, el sacerdote a su lado rezaba inmutable, como si estuviera librando una ardua batalla espiritual por el alma de la muchacha y su criatura. Solo Prudencia Cruces le dirigió la palabra y solo fue un susurro corto y agrio, “A mi hermano no le va a gustar nada encontrarte aquí cuando regrese…” “¿Cómo está?” preguntó el enano con cara de idiota. Nadie le respondió, solo Dominga, la partera le informó después de un rato, “Tal vez si Hilario llega a tiempo con las medicinas que le encargué del pueblo, podamos hacer algo por ella…” Román se quedó allí, mirando a Amelia y deseando que Hilario volviera pronto con esas medicinas, hasta que de pronto recordó, como un hecho lejano o tal vez soñado, confuso, lo que había sucedido entre Hilario y él en el pozo y se asustó horriblemente, palideció tanto y de manera tan abrupta que Dominga se puso de pie para ayudarlo, pero el enano simplemente salió de la casa, horrorizado y echó a correr.

Cuando Román llegó al pozo, encontró a su hermano Rómulo Segundo montado a caballo y a cuatro de sus hombres que ya habían cubierto el pozo casi por completo. Hace ya varios días que habían tomado la decisión de dejar de tener conflictos con su vecino por ese agujero que no le servía a nadie y que solo traía problemas. Román Ibáñez se agarró la cabeza y cayó al suelo de rodillas espantado, los ojos se le llenaron de lágrimas y la desesperación se apoderó de él como si éfuera, el que estaba dentro del pozo. Tanto su hermano como los hombres que le acompañaron no comprendieron nada, se acercaron a él, lo tomaron, le preguntaron qué le sucedía, pero el enano no dijo nada, como si repentinamente hubiese perdido la cordura y se comportara de la forma más absurda sin razón alguna, pero para Román, la culpa en su interior era tan grande, el remordimiento tan doloroso y las consecuencias tan terribles que no se atrevía a confesarlas y no lo haría ante nadie, menos ante su hermano. Ese día y al igual que Hilario, Román desaparecería para siempre y sin dejar rastro ni explicación alguna, como si se los hubiese tragado la tierra, aunque en el caso de Hilario aquella frase adquiría tintes horrorosamente reales.

Fue entonces cuando Román conoció a Cornelio Morris, este se le apareció quién sabe de dónde cómo un amigo que sabía y comprendía inexplicablemente todos los detalles de lo sucedido, le ofreció alcohol y un alivio para su culpa. Él podía traer de vuelta a Hilario, Román le creyó, en parte porque necesitaba más que a nada esa redención y en parte porque aquel hombre tenía algo muy particular y muy poderoso en sus palabras, en su mirada, en todo lo que lo rodeaba, una convicción fuera de lo común que no dejaba dudas en lo que aseguraba. Aquella noche Román firmó el contrato alumbrado por una vela y aferrado a una botella de whisky, y Cornelio le presentó a Mustafá, un horroroso muñeco de aspecto arábigo encerrado en una caja de vidrio que aseguraba tener la capacidad de adivinar cualquier cosa. El cuerpo de Hilario no se podía recuperar así que ese sería su cuerpo de ahora en adelante, su alma estaría allí y el enano se había comprometido a darle vida hasta el final de sus días.


Nunca lo supo Román, pero la historia de la madre de Amelia se repitió con ella. Entre el cura, Prudencia y Dominga con su hija, solo lograron salvar a la criatura, una niña, pequeña y debilucha como su madre, a la que ninguno de los presentes supo cómo bautizar.


León Faras.

domingo, 6 de noviembre de 2016

Zaida.

V.

Ribo estaba tirado en el suelo, asomando apenas los ojos por una saliente de roca. El muchacho tenía un rostro inusual, marcado por una prominente frente y una nariz insignificante, que en ese momento se arrugaba al intentar descifrar lo que sucedía entre Uri y los monjes, que se divisaban a larga distancia abajo, en los pequeños senderos y planos rodeados de riscos y paredes de roca, dónde las cabras del monasterio se buscaban la vida, alimentándose de casi cualquier cosa durante los meses fríos. Junto a Ribo, Paqui empequeñecía los ojos y hacía inútiles muecas con la boca, tratando de distinguir más de lo que su miopía le permitía, “¿De qué crees que estén hablando?” preguntó este último y se sorbió los mocos sonoramente, “Tal vez alguna cabra se ha metido en problemas…” sugirió Gunta cómodamente encaramado en un pequeño árbol cercano desde donde observaba la escena “No…” dijo Ribo sin distraer su atención, “…eso, Uri lo solucionaría sin problemas. Debe de ser algo más…” “Sea lo que sea, seguro es culpa de las cabras.” Aseguró Gunta, seguro de sí mismo y se acomodó aún más sobre la rama que lo sostenía. En ese momento un reducido grupo de soldados enemigos apareció en el camino donde se encontraban los monjes, hablaron con estos sin desmontar de sus caballos, de pronto, uno de los soldados pareció atisbar algo en la altura y señaló con el dedo en dirección a los muchachos, lo que provocó una atolondrada reacción de estos, Gunta saltó del árbol, mientras Ribo se arrastró hacia atrás lo más rápido que pudo, de paso, jalando a Paqui con violenta urgencia, pues este nunca se enteraba de nada. Apenas comenzaban a correr cuando Paqui se detuvo precipitadamente, “¡La niña!” gritó, como si una idea que flotaba en su cabeza, de pronto hubiese tocado el suelo, haciéndose evidente. Gunta se detuvo en el acto, su mente se había quedado tan vacía como un cántaro roto. Ribo miró hacia atrás y vio cómo sus compañeros se habían empantanado hasta detenerse, vio sus rostros y se preguntó qué podía ser más importante que volver lo más rápido posible al patio dónde debían estar, entonces, su cerebro le susurró al oído algo que le había parecido oír hace un rato, pero a lo que no le había prestado importancia alguna, “La niña… ¿Qué niña?... ¡La niña!” entonces todos se miraron con la misma expresión en el rostro, la repentina preocupación de Paqui se había esparcido cómo un virus: Debían cuidar de la pequeña Zaida y la habían perdido. Se tomaron la cabeza, se giraron sobre sí mismos una y otra vez buscando con la mirada, se culparon entre sí y luego a Paqui, se atemorizaron a sí mismos con los peores escenarios posibles y sus correspondientes consecuencias y finalmente se dieron a planear una excusa medianamente creíble con la que nunca dieron, por lo que solo les quedaba una alternativa, “¿Decir la verdad?” preguntó Gunta con espanto en su rostro, “No, tonto…” respondió Ribo con convicción de líder “…Negarlo. Lo negaremos todo. ¿Han entendido?” y las miradas se posaron en Paqui, quien, en ese momento, se apretaba la cabeza con ambas manos, nervioso.

Los monjes fueron inflexibles en ese punto, cuidarían de la princesa Viserina y se encargarían de su protección pero no permitirían la presencia de ningún soldado en Missa Pandur. La princesa había sido herida en una emboscada mientras era trasladada a un lugar seguro, muchos de sus guardias personales habían muerto protegiéndola y los que habían sobrevivido, habían logrado sacarla de allí con vida, pero no indemne, pues la princesa tenía un corte profundo en su hombro y una flecha clavada en su muslo. Bardo, un viejo y experimentado soldado, el de más alto rango de entre los sobrevivientes, decidió llevarla al monasterio antes de continuar el viaje, aun a sabiendas de que los monjes no le permitirían quedarse, pues era evidente que la muchacha no sobreviviría sin el reposo y los cuidados necesarios, pero tampoco la abandonarían, pues solo la muerte los libraba de su responsabilidad y ellos aun estaban con vida, por lo que acamparían cerca y esperarían el tiempo que fuese necesario.

Los muchachos llegaron al patio y aun jadeantes por la carrera, se pusieron a barrer con un apremio exagerado y acusador, pero se detuvieron al ver pasar a los monjes tirando de un caballo que, a paso lento y sosegado, cargaba a una mujer joven, que parecía resistirse estoica y digna al dolor y a la debilidad por la pérdida de la sangre que manchaba todo su brazo y buena parte de su ropa. Driba se adelantó y varios monjes más salieron a ayudar a bajar a la princesa del caballo y llevarla dentro del monasterio con cuidado. En ese momento Paqui tuvo la inspiración de mirar a su lado y se encontró con la presencia de Missa Badú que lo observaba afable y sereno parado a escasos dos metros de él, entonces, su precaria estabilidad emocional se perdió, se puso nervioso, y sin ninguna razón lógica comenzó a negar con la cabeza, que era lo único que recordaba que le habían dicho que hiciera. A su lado, Gunta se hurgaba la nariz distraído, observando todo el movimiento provocado por la llegada de la princesa, mientras Ribo gruñía en voz baja, “Este lugar se está llenando de chicas…” Entonces un grito agudo y estridente los alertó, el grito de una niña pequeña.

Cuando los muchachos decidieron ir a espiar lo que sucedía con los monjes que salieron precipitadamente, debieron llevarse a la pequeña Zaida con ellos, por lo que Gunta la cargó trabajosamente para no quedarse atrás y perderse de esa pequeña y deliciosa aventura. Una vez allí, este, decidió subirse a un árbol para tener una mejor vista que nadie y le endosó la responsabilidad a Paqui, quien nunca tenía ánimos de negarse a nada cuando las cosas se las pedían en tono de mando, entonces Paqui, pretendiendo tener cierta autoridad natural sobre la pequeña recién llegada, pensó hacer lo mismo con esta, y le ordenó, con un tono fingidamente serio y adulto, que no se moviera del lugar donde estaba, creyendo ilusamente que la niña simplemente obedecería y tal vez lo hubiese hecho, de no haber sido por la voz que comenzó a llamarla, entre dulces susurros de cuna y conocidas melodías, sonaba como su hogar, como su madre. Zaida caminó y rápidamente la montaña la ocultó de sus distraídos cuidadores, alejándose por un sendero que cada vez se volvió más peligroso, pero que no le despertó temor alguno, porque no era capaz de percibirlo como tal, envuelta en alucinaciones que la llevaban a su mundo extinto, a sus seres queridos que aparentaban real existencia, pero que se mantenían intocables. Siguió así hasta que una voz le ordenó detenerse, una voz parecida a la de Paqui, pero que sí tenía autoridad, una voz que la inmovilizó materialmente a pesar de que la niña, con débiles fuerzas intentaba seguir caminando, una voz a la que también obedecieron sus alucinaciones y se desvanecieron sin luchar, entonces la niña despertó, se vio atrapada por un lazo que la retenía parada al borde de un peligroso risco, el cual, le devolvió la voz en ese momento surgida en forma de un agudo y ensordecedor grito de pánico que duró todo lo que tenía que durar y ni un segundo menos, entonces Zaida volteó hacia el otro extremo de la cuerda que la retenía y vio lo que parecía ser otra alucinación, pero que en realidad solo se trataba del pequeño Pimbo montado en Picca, su carnero. Pimbo, era el más pequeño de los habitantes de Missa Pandur, sin embargo, algo mayor que la niña, su historia era particular, una vez se perdió en la montaña y pasaron seis meses sin que nadie pudiera encontrarlo, luego de que ya todos lo daban por muerto, Pimbo regresó montado en su carnero, cubierto con una piel y con una expresión de hombre grande en el rostro, hablando de los espíritus, de un templo en el que los fuegos ardían en el aire, y de largas oraciones milagrosas que se habían metido en su cabeza por sí solas y que le habían alimentado y abrigado durante días. Aquel templo era conocido y visitado por algunos monjes, pero de los espíritus y los fuegos, solo podía dar fe el niño. Los monjes lo reconocieron como un alma poderosa, y el niño pasó a formar parte de Missa Pandur.


Pimbo desmontó de su carnero y se acercó a la pequeña Zaida con palabras que la tranquilizaron y le dieron confianza, la tomó de la mano y lentamente, sin que el niño dejara de hablarle, comenzaron a caminar de regreso hasta que el peligro pasó, mientras Picca, el carnero, como si pudiera entender perfectamente la situación y su papel en esta, retrocedía gradualmente manteniendo la cuerda tensa. En ese momento apareció Badú acompañado de los descuidados muchachos a quienes les había encargado el cuidado de la niña, estos ya daban por sentado que recibirían algún castigo, sobre todo Gunta que era el principal responsable, pero Missa Badú solo los envió de regreso a sus deberes, pues para él, la experiencia vivida y el susto que se habían llevado, ya de por sí les dejaría la enseñanza que un castigo no reforzaría más, además, no habían malas intensiones, solo la inmadurez propia de los muchachos que solo el tiempo corregiría. La niña regresó al monasterio abrazada al cuello de Picca, quien la cargaba sin problemas tras los pasos de su pequeño amo, Pimbo, quien marchaba rígido y orgulloso como un diminuto coloso de piedra. Badú iba al final, más que nada, para asegurarse de no perder otra vez a la muchacha.

León Faras.

lunes, 19 de septiembre de 2016

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

XXIII.

Tanto Nila como Arlín, Grela, Aura y el resto de mujeres refugiadas en el prostíbulo de Aida veían con incredulidad y asco las horrendas cicatrices de aquellos soldados y cómo se retiraban las flechas del cuerpo sin que este sangrara ni pareciera debilitarse. Solo Nila podía imaginar qué clase de truco era ese, Emmer le había hablado de la fuente de Mermes y la supuesta inmortalidad pero de la que nadie estaba muy convencido. Sin embargo, Nila tenía una preocupación mucho más seria e inmediata, pues, para el rey Nivardo y sus hombres, luego de encontrarse con ella, no se les hizo nada difícil atar los cabos sueltos y deducir quién había puesto sobre aviso a los Cizarianos de su ataque. Ella, en su posición de criada de la princesa Delia, podía haberse enterado fácilmente de los planes del rey de Rimos y evidentemente los había delatado para salvar a su familia. Había sido un torpe descuido de su hijo y su mujer haber permitido que una criada se enterara de todo y otro aun más torpe, haberla dejado salir del reino con esa información. Nila se defendió diciendo que no había hecho nada, que solo había ido hasta allí para estar junto a su familia, pero el rey no le prestó atención “Matadla…” Vanter, quien estaba más cerca de la chica, miró a sus compañeros con ruda preocupación, todos sabían de la relación de Nila con Emmer, su compañero, y tener que matarla era una misión ingrata y desagradable para ellos, pero nadie se negaría a cumplir un mandato del rey, sin embargo, en el momento en que Vanter levantaba su espada, frío y con la mente en blanco para liberar su voluntad de la responsabilidad de ese asesinato que él no quería cargar, el humo, el calor y las llamas comenzaron a hacerse evidentes, el prostíbulo de Aida comenzaba a arder y afuera les aguardaba probablemente, una buena cantidad de enemigos a los que además, deberían enfrentar sin caballos, “Todos afuera…” ordenó el rey, pero obligando a las mujeres a ir delante, quienes se agruparon en torno de los dos hijos de Aura, la hermana de Nila. El humo inundaba toda la planta baja del edificio haciendo difícil el avance y el calor se volvía cada vez más intenso, el grupo avanzó a tientas, entre tosidos y llantos de mujeres hasta la entrada, esta se abrió y el grupo se precipitó hacia afuera en busca del cada vez más difícil de conseguir oxígeno, con las espadas empuñadas y listas y protegidos por el grupo de mujeres como un escudo humano, listos para enfrentarse a sus enemigos, sin embargo, nada sucedió. No había enemigos esperándolos afuera, los arqueros, como había sido ordenado, habían atacado y huido y el fuego había sido encendido por un grupo de sus propios compañeros, quienes simplemente seguían la orden de su rey de quemar todo a su paso, solo encontraron los cadáveres de algunos de sus propios caballos que resultaron demasiado heridos para huir. Las llamas crecían cada vez con más viveza y el calor también, en un callejón estrecho y sin salida, lo que obligó al grupo de soldados y su rey, a alejarse rápidamente para buscar el refugio de la oscuridad y una nueva ruta para continuar. Sólo Nila fue arrastrada con ellos y nada pudieron hacer su madre, su hermana o cualquier otra de las mujeres por evitarlo. El rey Nivardo, pudo ordenar ejecutarla en ese mismo instante, como el trámite rápido y fácil que era antes de continuar, pero la situación le obligaba a actuar con rapidez, a tomar decisiones instantáneas, a dirigir sin asomo de dudas ni titubeos, y lo primero era salir del alcance del fuego y de la vista de los arqueros Cizarianos. La ciudad era un caos espantoso, el fuego se multiplicaba por todas partes, los habitantes corrían, gritaban, lloraban. El ejército de Nivardo se dispersaba cada vez más, sin tener ni idea de lo que sucedía con el resto de los hombres, los callejones oscuros y estrechos ocultaban peligros reales e imaginarios constantemente en cada uno de sus quiebres y recovecos, nadie sabía dónde estaba exactamente ni hacia donde iba, todo el ataque era un completo desastre que solo se mantenía en pie porque los hombres de Rimos no temían por su vida, porque eran inmortales y eso los hacía sentirse poderosos, casi como dioses que pueden enfrentar un ejército por si solos. En ese momento, en el que el rey de Rimos y sus hombres se internan cada vez más profundamente en las venas más periféricas y angostas de la ciudad, la aguda punta de una horqueta de madera atravesó el cuello del soberano sin que ninguno de los hombres de su ejército de inmortales pudiera evitarlo, así, rápido y de improviso, Nivardo murió a manos de un muchacho asustado, parado frente al cadáver de su padre muerto que al igual que él, y antes que él, defendía a su familia que vagaba buscando refugio, luego de que su hogar fuese incendiado, tal como el de sus vecinos y el de innumerables otros habitantes de la ciudad. Nivardo cayó, ahogándose en su propia sangre, pronunciando palabras ininteligibles y enfrentando lo inevitable con desesperada rabia, mientras el muchacho que le había dado muerte, desaparecía en la noche. Los hombres se quedaron ahí, confundidos ante la muerte de su comandante y rey, pero lo cierto, era que solo ellos lo sabían, para todos los demás soldados de Rimos y sus enemigos, el rey seguía vivo, luchando e instándolos a tomar Cízarin, y para ellos sería igual. Debían ponerse en marcha, pero antes, tenían un asunto pendiente, Nila.

Darco era un hombre de muy pocas palabras, escaso sentido del humor y difícil de intimidar, esto último, aun antes de saberse un inmortal. Salió del cuartel donde habían intentado encerrarlo con total despreocupación, sosteniendo las dos espadas robadas a sus guardias bajo el brazo, mientras se quitaba los restos de las amarras que le habían puesto en las muñecas, en su espalda, aun conservaba algunas de las flechas que le habían clavado, pero aquellas no afectaban en nada su habilidad para luchar. No encontró ninguna oposición hasta llegar al patio donde se encontraba Siandro, rey de Cízarin, y su guardia personal. Darco no intentó huir ni ocultarse, realmente era un hombre difícil de impresionar, caminó sin prisa a la vista de ellos con una espada en cada mano, dos Pétalo de Laira Cizarianas, mucho más livianas que las que acostumbraba a usar, pero de buen temple. Los guardias salieron a su encuentro, Darco retrocedió para evitar ser rodeado, invitando con el filo de sus espadas a acercarse a los más próximos a él, dos aceptaron la invitación. Siandro observaba en silencio. El estilo de lucha del Rimoriano era muy poco elegante y de baja escuela, con una guardia simiesca, con la espalda curva y los brazos caídos, observando a sus enemigos con su desconcertante bizquera. Las flechas en su espalda se sacudían al ritmo del movimiento de sus hombros, lo que le daba un aspecto inhumano. Uno de los guardias atacó primero, Darco bloqueó con su espada y respondió con un brutal empellón con su hombro, que arrojó violentamente al guardia al suelo, un movimiento poco convencional para un combate de espadas, pero ese guardia de estar solo, probablemente estaría muerto. El otro guardia tuvo menos suerte, su ataque no fue bloqueado, sino que fue respondido por otro ataque de mayor alcance, un ataque certero largamente entrenado, en línea recta, directo a su cuello, que se anticipó al suyo. El guardia golpeado ya se ponía de pie y dos más se acercaban, Darco volvió a retroceder para evitar que los tres le rodearan, rara vez atacaba primero, pero esta vez lo hizo con el que estaba más cerca, haciendo un giro con ambas espadas extendidas, cuyos dos golpes consecutivos desarmaron a su adversario, entonces atacó el otro guardia y cuando el Rimoriano iba a defenderse, fue firmemente atenazado por detrás por el soldado desarmado. La espada de su enemigo atravesó su estómago, Darco le descargó una patada imposible en dichas condiciones, de no tratarse de un inmortal, que alejó a su enemigo y provocó que él y el guardia que lo apresaba, cayeran sobre sus espaldas, uno sobre el otro, quebrando algunas de las flechas en su espalda y haciendo brotar por su pecho otras, entonces, y ante la atónita mirada de todos, el soldado de Rimos cogió con ambas manos la espada enterrada en su cuerpo y la hundió con todas sus fuerzas, reforzadas con un grito temible, atravesándose a sí mismo y matando al hombre que estaba bajo él, luego la retiró por completo y la monstruosa cicatrización cubrió su herida con un horrible enraizado que casi le envolvió el tronco por completo, sin contar las que ya tenía. Luego de un momento en el que nadie hizo nada, Darco se puso de pie con la espada ensangrentada en la mano, se arrancó del pecho las flechas que se habían asomado y volvió a mirar desafiante a sus enemigos, totalmente recuperado. 

Los guardias se prepararon para atacar, pero esta vez, y luego de lo que acababan de ver, en mayor número, pero Siandro los detuvo, estaba impresionado, aunque no de las habilidades para luchar del Rimoriano, sino de su inmortalidad. El rey de Cízarin estaba convencido de que su esgrima era muy superior, pero para desarrollarla bien, necesitaba cierta libertad, se quitó el yelmo y las piezas de su armadura que le estorbaban, dejándose protegidos sólo sus antebrazos, pecho y espalda, luego cogió sus dos espadas y adoptó una elegante postura de fina escuela, con una espada delante y la otra más atrás. El círculo de guardias se cerró y el duelo entre el rey y el inmortal comenzó.



León Faras.

jueves, 7 de julio de 2016

La Hacedora de Vida.

La hacedora de vida.

1.

El aire dentro del departamento, era siempre pesado, viciado, aunque en el resto de la ciudad no era mucho mejor, tanto que ya a nadie le importaba mayormente, pero si el aire era malo, el agua era peor, en su mayoría fabricada y descontaminada químicamente y con un persistente sabor artificial. El espacio dentro era reducido y caluroso, hacinado de objetos y artefactos de uso cotidiano algunos y otros no tanto, que ocultaban casi la totalidad de las paredes, iluminado todo con una innatural luz amarillenta, salvo por el dormitorio donde había una ventana, pequeña y enrejada. Por el cielo y por los rincones del habitáculo corrían tuberías, como venas o intestinos metálicos expuestos a la vista debido a la escasez de espacio, arrastrando y repartiendo sus fluidos o tragando ruidosamente los desechos esterilizados del edificio y sus habitantes, el suelo era de un amarillo pálido, sucio y deteriorado. El ruido de los ventiladores desaparecía en el ambiente por su incansable insistencia y solo se hacían notar cuando, por alguna falla en la energía, se detenían. Nora abrió el refrigerador y sacó una bolsa sellada, era un refrigerador compacto y abombado con unos toscos controles en frente, la exorbitante cantidad de basura había obligado a inclinarse por una tecnología más burda pero resistente, con menos brillos y colores y más ruda eficiencia, lo mismo con la alimentación, la bolsa que Nora sacó, solo tenía información en varios idiomas que nadie leía ya, sin publicidad ni atributos especiales, el alimento de su interior era aceptablemente bueno, pero totalmente sintético, la alimentación natural era simplemente insostenible, su producción era demasiado cara, lenta y dependiente de una infinidad de factores, eso sin contar el espacio que exigía. Insostenible. Las bolitas, duras y lechosas, se acumularon dentro de un pocillo donde Nora las vertió, y las metió dentro de otro aparato parecido a un horno, capaz de dotar mágicamente a esas bolitas de color, sabor y textura, todo a elección dentro de una respetable gama de opciones, distribuidas en tres perillas que giraban y un botón de encendido, bueno, mágicamente es solo un decir, en realidad se trataba de reacciones químicas. Del interior del aparato sacó una sustancia compacta y fría parecida a un flan de un atractivo color fucsia, se la llevaba sin mucho entusiasmo al sillón, arrastrando los pies a cada zancada, cuando sonó el timbre de la puerta.

            Nora era una joven delgada y desaliñada pero bonita dentro de lo normal, con una marcada falta de entusiasmo por vivir, por lo general dentro de su departamento vestía solo una playera grande y holgada sobre su ropa interior, debido al constante calor. Vivía sola, aunque ese término no era tan exacto en su caso, aun así, el espacio del lugar reducía considerablemente las posibilidades de llevar compañía permanente. Se acercó a la puerta y miró por el ojo mágico, un hombre estaba parado afuera, solo le veía una gorra deportiva vieja y que llevaba abundante barba, por lo demás, no le pareció para nada conocido. Nora abrió la puerta hasta que la cadena de seguridad de diez centímetros se tensó, y se asomó por ese espacio, el hombre tenía un niño en brazos, un niño que a todas luces parecía muerto. “¿Es usted la hacedora?” El desconocido la miró entre expectante y desilusionado, como si esperara encontrar a alguien con un aspecto diferente, Nora odiaba ese nombre, la hacía ver como si fuera capaz de hacer cualquier cosa, pero ya la habían tildado así y poco se podía hacer al respecto, “¿Qué quiere?” dijo la muchacha sin responder a la pregunta del hombre, “Necesito su ayuda… por favor… ya perdimos a uno, mi mujer no resistirá perder a otro… ella está mal… le pagaré como sea… no tenemos mucho dinero pero haré lo que quiera… por favor…” He ahí un claro ejemplo de lo engañador que podía resultar el nombre que le habían dado. El hombre rogaba, evidentemente desesperado, Nora respondió de manera agria, era la mejor manera de terminar con las vanas esperanzas de aquel tipo “Está usted equivocado, yo no puedo ayudarlo…” El desconocido insistió tratando de evitar que Nora cerrara la puerta pero al final la chica lo consiguió “¡Lo siento mucho, de verdad, pero no puedo ayudarlo!” gritó esta desde dentro, sin saber qué más decir, se restregó la cara con ambas manos y se volvió, temerosa de que el timbre volviera a sonar, pero no lo hizo. Luego de esa experiencia, prefirió un cigarrillo al espurio flan fucsia. Se dejó caer en el sillón y encendió la televisión para despejarse, la estructura de esta era tan tosca a base de tubos de hierro y rejas, que de no ser por el monitor de enfrente, parecería un motor de generador o algo parecido, el control remoto seguía la misma norma, podías aturdir fácilmente a alguien con él, además de eso, realizaba pocas funciones pero de manera eficiente. El cuarto de estar, era reducido como todos los demás, con un gran mueble cubriendo toda la pared, mitad puertas y cajones y mitad repisas llenas de libros, libros que por cierto, hace mucho tiempo que ya no se hacían con árboles. Detrás de Nora estaba el esterilizador, parecía una máquina de esas que venden gaseosas, pero en realidad su función era neutralizar los malos olores y las propiedades contaminantes de los desechos humanos antes de arrojarlos fuera del edificio, toda vivienda debía contar con uno en buen estado y también habían varios en los baños públicos repartidos por la ciudad. Nora cambió de canal, el pestañeo que hizo la televisión, la hizo notar un movimiento, algo se arrastraba saliendo de debajo del mueble frente a ella, un birrioso gato obeso de color negro, pero no un gato de verdad, sino un muñeco de tela, un muñeco vivo. Sus delgados miembros, flácidos y sin articulaciones y que además acababan en manos y pies desproporcionadamente grandes, eran lastres inútiles a la hora de mover su cuerpo gordo y su enorme cabeza sonriente, había algo de milagro y algo de espanto en ese muñeco, por un lado, la vida anidada en un objeto inerte, el movimiento de este, la voluntad y autonomía para desplazarse, aunque muy trabajosamente, de un lugar a otro, pero por otro, la horrorosa existencia de un ser vivo en un cuerpo inútil, una vida sin sentido, una cosa de la que no se podía siquiera saber hasta qué punto podía sentir su entorno o comprender su estado o su realidad, era como despertar un día convertido en una roca y sin poder saber si quiera que eres una roca. Nora lo recogió y lo miró con una mezcla de rechazo y compasión, como si uno mirara a alguien a quien quiere mucho pero que de pronto huele horrible, el gato miraba hacia un punto indeterminado del espacio con unos ojos plásticos enormes, gastados por andar arrastrando la cara por el suelo, tan inservibles para mirar como lo era su diminuta nariz adherida con pegamento para respirar y le sonreía sin sonreír, con una boca enorme de dientes imposibles. Le recordaba a Nora la versión más trágica y triste del payaso y su sonrisa falsa pintada en la cara. Pero ese esperpento tenía vida, y lo peor o más triste era que nadie sabía cómo quitársela, porque nada sustentaba esa vida, simplemente Nora se la había dado, ese era su don y a veces no era para nada genial. Había pensado muchas veces en deshacerse de él, del gato, no de su don, incluso en tirarlo dentro del esterilizador, pero al final nunca se atrevía a hacer nada y siempre terminaba abriendo la puerta de algún mueble y arrojándolo dentro, la que le parecía, la menos cruel de las opciones.

            De pronto sintió deseos de ir al baño, esa era una contrariedad, pues no podía usar el retrete aun, había sucedido un pequeño incidente, un accidente imprevisto y mientras no lo solucionara debía conseguirse el baño con los vecinos o derechamente hacer sus necesidades en un tiesto, cosa que esta vez no haría, por lo engorroso y desagradable que resultaba meter su propia caca dentro del esterilizador, por lo que se puso una falda y salió de su departamento, en el pasillo, estrecho, sucio y con rayados en las murallas, se encontró al hombre sentado en el suelo con el pequeño en brazos. Nora de verdad había pensado que este se había ido, pero ahí estaba, el hombre se puso de pie de un salto bloqueándole la pasada, el pasillo era angosto, las luces funcionaban a intervalos iluminando todo a medias y encima Nora necesitaba cada vez con más urgencia usar un baño. El hombre insistió con vehemencia, que la muchacha contrarrestó con razón “Escúcheme, lo que usted me pide, es imposible. Usted tiene un cuerpo sin vida y yo puedo darle vida, sí, pero no puedo devolverle a su hijo, su hijo ya se fue y nada hará que regrese… ¿Me está escuchando?” El hombre solo miraba a su muchacho y sollozaba “…por favor, haré lo que sea… por favor” Nora podía seguir explicándole que ella no podía devolverle la vida a nadie, que dotar de vida un cuerpo muerto no era lo mismo que resucitarlo, que la vida que ella daba era otra, diferente a la que el niño tenía antes de morir y que irremediablemente el tiempo convertiría en un monstruo al pequeño, del que luego querrían deshacerse y no sabrían cómo. Pero tenía tantas ganas de usar un baño, que se ahorró la tabarra y aceptó, “Está bien, usted gana. Pero déjeme pasar de una vez, por favor” Y de un empujón se abrió paso hasta alcanzar la escalera que bajó a toda prisa. Ni siquiera miró al niño, ni siquiera lo tocó, no pronunció conjuros misteriosos ni hizo pases mágicos, pero el niño abrió los ojos, y su padre lo estrechó llorando. Así era su don y así lo ejercía, sin aspavientos ni parafernalia.


            Con respecto a su váter, este estaba en perfecto estado, el problema era otro, en realidad se trataba de un huésped inesperado. Todo fue culpa del torpe de Yen Zardo y de su amigo Reni Rochi, quienes pensaron que sería muy gracioso ponerle un desestabilizador al androide mensajero que visitó el edificio, y en realidad ver a un robot tambaleándose como un borracho y esforzándose por hablar coherentemente es bastante gracioso, el problema es que el mensajero, de estructura tosca y tecnología bastante básica, traía un mensaje muy importante para Nora, quien al abrir su puerta, se encontró de golpe con la máquina que se le vino encima porque, en su afán por mantener el equilibrio, estaba afirmado en la puerta, solo de suerte no la aplastó, pero para recuperarse botó el dispensador de agua, luego casi se cae él por intentar recogerlo mientras se esforzaba por dar su mensaje en un lenguaje lento y sumamente enredado, cambiándole aleatoriamente las sílabas a las palabras y el orden de las mismas. Nora mantenía la distancia, porque intentar sostener una máquina así, era una locura debido a su peso, mientras trataba de entender algo del galimatías que el robot pronunciaba, sin éxito por cierto. La broma terminó, cuando un nuevo tambaleo hizo que el robot se apoyara en el panel eléctrico electrocutándose él y dejando sin luz a la mitad del edificio y deteniendo los ventiladores. Yen Zardo, parado en la puerta, se rascaba la cabeza mientras sonreía forzadamente, era apuesto y simpático, pero tan superficial como un charco, a su lado, Reni Rochi se había dado sendo frentazo en la pared por lo mal que había terminado la broma, este era un tipo gordo y grande, con personalidad, por lo general serio y sensato y más inteligente que su compañero, aunque eso no lo excluía de cometer una que otra estupidez de vez en cuando. Nora, los miraba como a un par de niños que en vez de comerse la comida, se la han aventado encima. No tuvo tiempo de regañarlos como deseaba, porque la gente del edificio comenzó a preguntarse qué había pasado con la electricidad, por lo que los muchachos se apresuraron a tomar al robot y esconderlo, y en un departamento tan pequeño solo podía hacerse aquello o en el dormitorio o en el baño, por lo que el robot quedó inconsciente sentado en su váter, desde donde Nora no había podido moverlo aun, debido a su considerable peso. Sin embargo, la cosa no había terminado ahí, pues Nora también había cometido una tontería en su afán y urgencia por oír el mensaje, en un acto desesperado le había infundido vida, aunque, al ser esta una máquina compuesta de piezas, el don se vio limitado solo a la cabeza del robot, así que el trasto sentado en su retrete, electrocutado del cuello para abajo, no dejaba de mover la cabeza y de tratar de balbucear sonidos durante todo el día y la noche.  


León Faras. 

viernes, 1 de julio de 2016

Décimas de amor.

III.

Quererte es mi única salida
mi comezón más persistente
la visión más permanente
una constante en mi vida.
Tierna pasión sin huída
que me atraviesa como sable
de tamaño inimaginable
con la que vivo noche y día.
De quererte más, estallaría
por este amor inalienable.

Tú estás en mi imaginación 
en mi despertar de cada día
en la semilla de mi alegría
en la raíz de mi pasión.
Tú estás en mi corazón
en mi carne y en mis huesos
en mi sangre y en mis sesos
en mis ganas de vivir,
en todo lo que me hace sentir
el sabor intenso de tus besos.

Ya no quiero amarte menos
tampoco puedo amarte más
solo quiero amarte en paz
sin desconfianzas ni recelos.
Sin reemplazos ni relevos
ni sin querer cambiarte nada
ni en tu cuerpo ni en tu cara
ni menos en tu corazón
pues tú eres la razón
de toditas mis desveladas.

Yo quiero todo de usted
sus disgustos y su amor
el perfume y el sabor
de su completa desnudez.
Quiero su aliento al amanecer
quiero el caramelo de su boca
quiero lo que mira y lo que toca
y lo que a nadie le quiere dar.
Yo quiero en usted despertar
el deseo que en mí provoca.

El amor señero que tenemos
y que nadie nos podrá birlar
como no se puede separar
al devoto de su credo.
Es amor puro y sincero
ineludible por naturaleza
que en todo suspiro se expresa
con orgullo y claridad
reafirmando que es verdad
lo que en estos versos se reza.


León Faras.

sábado, 25 de junio de 2016

Alma electrónica.

La habilidad de Betty.

El caos reinaba en el pequeño refugio subterráneo, los gatos habían encontrado su escondite y las ratas se desesperaban por salir de allí con vida, dos barcazas aerostáticas les rodeaban e iluminaban todo, aguardando a la llegada de los Aplacadores, estos no tardarían en arribar y una vez que esto sucediera, las posibilidades de sobrevivir prácticamente desaparecían. El líder del grupo era un hombre maduro, experimentado pero también con mucha suerte, su decisión era arriesgada pero ya no les quedaba tiempo, usarían el vehículo para escapar, todos sabían que aquello era casi suicidio, era regalarles a las máquinas un blanco enorme, visible, explosivo y además muy atractivo, las ratas siempre evitaban usar vehículos, lo más óptimo para ellos era el sigilo y la escabullida, pero con un poco de suerte y la habilidad del chofer, tal vez, podrían salir con vida, aunque la real preocupación era otra, tenían una posesión realmente valiosa que debían proteger como fuera, Betty, una adorable robot médico. Los androides cirujanos pertenecían a una especie casi extinta por completo, las máquinas habían puesto particular énfasis en la eliminación de todos ellos, pues dada su labor, tenían una programación innegablemente afín a los humanos, además de un aspecto físico que se esmeraba en emular a la perfección la apariencia humana, una tendencia tan antigua como innecesaria, excepto en los trabajadores sexuales, pero caprichosamente empleada también en algunos otros campos, sin embargo, para las máquinas, todo aquello solo los volvía aliados naturales con las ratas y en consecuencia, enemigos de los gatos. Esta particularidad excluía a Betty de necesitar alguna vez el virus Alma, pero de esa misma manera, la convertía en una pieza de antigüedad cuyas partes estropeadas eran muy difíciles de reemplazar y no sin algunas adaptaciones, por lo tanto, cualquier daño que sufriera siempre era un desastre. El plan era sacarla por otro lado mientras ellos y el vehículo se llevaban toda la atención de las máquinas, luego se reunirían en la mina abandonada que todos conocían, pero alguien debía acompañarla y el líder había elegido a Mandril, un robot guardia infectado hace poco más de un mes con el virus Alma, el mecánico que acompañaba al líder se opuso, “…es demasiado valiosa para enviarla con un robot, ya sabes lo frágil que puede ser la lealtad de un convertido…” le dijo, cuidándose de no ser oído por el androide, pero el líder no contaba con más opciones ni tiempo para considerarlas, él era demasiado viejo, el mecánico debía manejar el vehículo y preocuparse de su hija que aun era demasiado joven y el técnico era el único que entendía el funcionamiento de las máquinas, cómo repararlas y cómo transformarlas, eso sumado a sus escasas habilidades de supervivencia. La idea era mala, desesperada e irresponsable, pero el tiempo se acabó, una nueva barcaza llegaba repleta de Aplacadores y el plan se debía poner en marcha. Se llevaron todas las armas, incluso Betty llevaba una pequeña en la mano. La camioneta cuatro por cuatro, salió a toda velocidad destruyendo una precaria pared de madera y enfrentándose a una potente luz proveniente de una barcaza que los cegó en el acto, el camino era sinuoso, en mal estado y regado de chatarra y escombros, las explosiones no tardaron en llegar, empeorándolo aun más, la primera les dio una buena sacudida que el mecánico logró controlar, dos más muy seguidas lograron sacarlos del camino hacia unos campos llenos hace muchos años solo de malezas. El vehículo y sus integrantes lograban alejarse de la barcaza y mientras eso sucediera, las armas de esta última se hacían menos eficientes, pero una nueva luz cegadora se alzó frente a ellos, de en medio de esa luz salió un disparo invisible que el mecánico solo esquivó por instinto para que no les diera de lleno, llevando su coche con el impulso de la explosión contra un árbol y luego por un pequeño barranco hasta el lecho de un canal con poca agua donde se detuvieron, solo contaban con escasos segundos antes de ser descubiertos por las barcazas o los Aplacadores, el mecánico y su hija lograron salir de inmediato, adoloridos pero enteros, el viejo líder había sacado la peor parte, el impacto contra el árbol lo había dejado malherido, mientras el técnico sangraba profusamente por una herida en la cabeza.

Mandril aguardó el arranque de la camioneta y salió por el agujero que tenían preparado seguido de cerca de Betty, la oscuridad, la vegetación y una buena cantidad de escombros y cadáveres mecánicos hacían más fácil escabullirse, agazapados, avanzaron varios metros hasta apoyarse contra los restos de un autobús, la ciudad en ruinas estaba cerca, allí sería más fácil esconderse y una vez que todo se calmara, ir a reunirse con el resto del grupo. Mandril murmuró muy despacio, “Hay un aplacador enfrente, tal vez de guardia… espera aquí…” el lenguaje con sonido a la usanza orgánica, era completamente innecesario para transmitir información de un robot a otro, pero Mandril, una unidad contaminada con el virus Alma, estaba completamente convencido de su humanidad y por lo mismo era incapaz de comunicarse de otra manera, se acercó sigiloso al robot que estaba de guardia, mientras de su nudillo brotaba de forma instantánea un aguzado punzón que enterró limpiamente en el cerebro del aplacador, este cayó sin emitir más ruidos que el de los cortocircuitos y las chispas, inmediatamente el atacante se agazapó tras un árbol. Betty en ese mismo momento podía detectar las ondas de radio de varios aplacadores que intercambiaban comandos y códigos entre sí muy cerca de allí, se habían dado cuenta de que uno de sus miembros había dejado de responder y eso los alertaría, estaban rodeados en medio de una patrulla y el más mínimo movimiento en falso los delataría, era inminente que actuaran. Al principio Mandril se negó, pero pronto comprendió que no tenían más opciones, Betty conocía el número de aplacadores cercanos y su posición, gracias a las ondas de radio que detectaba, por lo que podía informar a Mandril de dónde y cómo ubicarse para sorprenderlos, este aceptó, y se retiró sigiloso, dando un amplio círculo para evitar ser detectado, Betty se quedó ahí, pero pronto notó con angustia simulada artificialmente, que los aplacadores se acercaban en busca de su camarada caído. Estos comenzaron a aparecer rápidamente, eran oscuros, altos y estilizados como guerreros africanos, Betty los enfrentó ocultando su pequeña arma, como una niña sorprendida ante las consecuencias de una travesura que ella no ha cometido, su aspecto humano y su rostro angelical podían engañar a más de alguien, pero no a los Aplacadores, ellos sabían perfectamente que era una máquina, esta se identificó con el código de un robot de compañía y satisfacción sexual, totalmente obsoleto e inofensivo, pero servía para justificar su aspecto humano. Mentir era algo que los robot por regla general no sabían ni comprendían cómo se hacía o bajo qué circunstancias, pero con el tiempo y el trato con humanos, muchos habían adquirido y perfeccionado la técnica, obteniendo convincentes resultados, una mentira que los aplacadores no tenían cómo poner en duda. Betty les ofreció información sobre lo que le había sucedido a su compañero, los Aplacadores se la exigieron, ella les dijo que quería acompañarlos, pues había humanos cerca y su aspecto serviría para engañarlos y que confiaran en ella, los Aplacadores le apuntaron con sus armas, no necesitaban su ayuda para aplastar la anodina rebelión orgánica, Betty sintió miedo, pero no un miedo humano, sino un programa en su cerebro impuesto por el fabricante, que la alertaba del peligro inminente y la movía a alejarse o protegerse para evitar sufrir daños, pero no hizo nada que lo demostrara. Entonces se escuchó un disparo y un aplacador cayó con la cabeza destrozada, Betty aprovechó la distracción y sacó su arma logrando darle a uno, los aplacadores abrieron fuego contra ella mientras Mandril los derribaba uno a uno gracias a su exquisita puntería y precisión. Cuando este la encontró, estaba tirada en el suelo totalmente exánime. La tomó y se la echó al hombro, una acción completamente imposible si Mandril hubiese sido un humano de verdad como creía, debido al considerable peso de la androide.


Cuando Mandril llegó a la mina, encontró a Mecánico vigilando afuera, estaba cubierto de lodo ya seco casi por completo. El robot narró lo sucedido explicando que no había podido salvarla, que ojala le hubiesen disparado a él y que ella estuviera bien para curarlo. Adentro, la hija del mecánico ya había hecho lo mejor posible con la herida del técnico, que se recuperaba apretándose un trapo a la cabeza para contener el sangrado. El líder en cambio, había muerto, se había quedado en la camioneta para enfrentar a los aplacadores y así darles tiempo a los demás para huir, pero los gatos ni siquiera se molestaron en aparecer, simplemente una barcaza hizo volar por los aires envuelto en llamas al vehículo de un único y potente disparo. El arroyo, lodoso y cubierto de vegetación les había sido útil para escabullirse a los demás. El técnico revisó a Betty sin encontrarle ningún daño o señal de disparo, no tenía nada, pero sin embargo, estaba totalmente inerte. Entonces se le ocurrió la idea más sencilla y obvia: Encenderla. Le abrió la mandíbula y buscó en el fondo del paladar de Betty un botón que debía ser hundido y la robot cirujano sencillamente despertó. Todos sus programas se iniciaron y actualizaron, informándole de dónde estaba y cuanto tiempo había pasado, al comprobarlo, se dio cuenta de que su plan había funcionado. Mentir era común en los humanos y eso un médico lo debía saber, con el tiempo, había aprendido a interpretar más que las palabras y hasta a fabricar sus propios engaños. Betty se había hecho la muerta, algo que los Aplacadores jamás comprenderían.


León Faras.

sábado, 18 de junio de 2016

Del otro lado.

XXV. 


El mundo parecía tranquilo otra vez pero Laura ya no se atrevía a mirar los reflejos, tenía miedo y la soledad abismante no ayudaba a que se sintiera mejor. Había algo aterrador rondándola y no sabía qué cosa era, pero sí sabía que eso, la podía ver a través del reflejo tal como ella lo había visto y al parecer sus intenciones eran de atacarla o devorarla. Se quedó sentada en el suelo hasta que el silencio y la tranquilidad del mundo la calmaron un poco, pero ahora se sentía muy desvalida, vulnerable, pues no sabía dónde esconderse, hacía dónde huir o a quién recurrir. Laura se había allegado hasta allá porque pensaba visitar a su familia, verlos en casa, estar con ellos, espiarlos en sus vidas cotidianas, pero ahora esa idea se desvanecía, los reflejos que hasta hace poco la llenaban de ilusión, ahora le asustaban terriblemente. Solo había un lugar al que podía ir y hacía allí encaminó sus pasos, caminando rápido y con la vista pegada al suelo, evitando la tentación de mirar los reflejos de los escaparates o de los vehículos, pero las coincidencias pueden jugar tanto a nuestro favor, como en nuestra contra. Un vistazo le bastó para identificar a su amiga Loreto Erazo, con una pequeña preciosura tomada de su mano, que apenas había comenzado a caminar, ella, su mamá y su hija, estaban paradas frente a una enorme vitrina y hablaban y gesticulaban como en una película muda que Laura podía ver pegada al cristal, pues ella no tenía reflejo ni bloqueaba la luz. Aquella experiencia fue tan alucinante que por largos segundos se olvidó del miedo y la soledad, se sintió contenta y un poco más cerca de esa lejana cotidianeidad que tan abruptamente se la habían arrebatado. Se agachó para ver de cerca a la pequeña hija de Loreto, con las manos pegadas al vidrio, se preguntó cuál sería su nombre, era tan linda y le daban muchas ganas de poder tomarla y tratar de arrancarle una sonrisa, pero fue su mamá quien la tomó y de una forma un poco brusca, Laura se alejó para mirar, su amiga se veía preocupada, y miraba hacia atrás. Un perro vago, grande, negro, viejo y de aspecto humilde ladraba parado en la vereda, estaba muy cerca de la vitrina, por lo que no era fácil de ver su reflejo para Laura, por supuesto que no lo oía, pero el hocico del animal en forma de “o” y sus ojos grandes y lagañosos delataban un ladrido de advertencia, no de ataque, uno de miedo o por lo menos de desconcierto. Laura se le acercó calculando la posición del animal por su reflejo y vio como el perro se alejaba inexplicablemente para los transeúntes que lo observaban y seguía ladrando. Miró hacia la vitrina nuevamente, había gente detenida, otros pasaban mirando al animal como si aquel hubiese perdido su cordura, otros le gritaban para que se callara o se fuera, pero no funcionaba, el animal ladraba y no sabían a qué. Laura observaba la escena y esta le hacía gracia, como si estuviera haciendo una travesura, pero la travesura terminó y también su gracia. Un fuerte e inesperado viento azotó a los habitantes del escaparate, que los obligó a protegerse del polvo levantado y a las mujeres a sujetarse los vestidos, papeles y hojas volaron y hasta el perro dejó de ladrar, pero a Laura no se le movió ni un pelo. La Sombra apareció allí, como una silueta en la neblina, salida, seguramente, de algún trozo de oscuridad donde permanecía oculta observándola, estaba parada tras ella en medio del tráfico, alta y muda, Laura se quedó de piedra frente a la vitrina, se olvidó del mundo y el mundo se olvidó de ella, volvía a estar sola contra la Sombra, Laura se contrajo, se endureció, se apretó todo lo que pudo, puños, dientes, párpados, todo, pero nada sucedió. Abrió un ojo con recelo y la vio, muy cerca, el perro ladraba con más desesperación, pero ella ya no lo veía ni menos lo oía, solo veía esa cosa frente a ella en el reflejo, alta, difusa, oscura, como en un espejo empañado, curvada sobre ella como un depredador silencioso y mortal. La Sombra le lanzó un zarpazo increíblemente violento para una cosa de estructura tan ambigua que pareció capaz de romper la vitrina en mil pedazos de una sola vez, pero Laura no quiso ver si lo conseguía o no, solo respondió apretando los ojos y soltando un grito agudo y estremecedor que hizo huir despavorido al perro, el único que lo percibió, luego la muchacha corrió, literalmente, como alma que lleva el diablo, sin detenerse hasta llegar a la iglesia.

No era una mujer asidua a la religión, nunca lo había sido, y ahora se preguntaba si no sería demasiado tarde. Laura corrió a toda la velocidad que pudo y sin detenerse ni un momento, pero al llegar a la iglesia, no sentía nada de cansancio y su respiración, porque respiraba, aunque solo fuera por costumbre, no había perdido su normal y relajada cadencia, de hecho, podría haber seguido corriendo indefinidamente sin ningún problema. Sin embargo, el miedo no se le había pasado, se preguntaba si aquella sombra correría igual tras ella, pero no se la imaginaba dando zancadas, más bien la temía pegada a su cuerpo, como su propia sombra cuando tenía una, y era aterrador pensar que la propia sombra se volviera en contra de uno y encima de una forma tan violenta y atemorizante. Laura entró al templo por un acceso lateral, oyó sus pasos sin la acústica característica de las iglesias, la luz era tenue. Habían pasado muchos años desde la última vez que entraba ahí, pero nada había cambiado. José María, el cura, le caía bien desde una vez que lo oyó decir que la repetitiva tabarra de las celebraciones religiosas, inevitablemente terminaba cansando a la gente, que solo se acercaba a la iglesia al principio y al final de su vida, salvo algunas excepciones, pero no muchas tampoco, le caía bien, pero no lo suficiente como para haberse animado a visitar la iglesia más a menudo, sin embargo ahí estaba ahora, aunque no se sentía segura, demasiados reflejos la incomodaban horriblemente, hasta el suelo inmaculado, reflejaba brillos y sombras difusas que Laura no se atrevía a mirar por mucho rato, mientras que las imágenes de Cristo, la Virgen y otros santos, parecían ignorarla, preocupadas de otros asuntos mucho más importantes que sucedían en alguna parte indefinida del cielo o la tierra. Laura se preguntaba por qué, si estaba muerta, seguía ahí, por qué la habían olvidado, hasta se le ocurrió pensar que no estaba suficientemente muerta todavía, y alguien había enviado esa cosa para terminar el trabajo, sin embargo, algo tan horrible y atemorizante no podía venir desde arriba, y esa idea la angustiaba. Se arrodilló a pedir protección, una ayuda, una luz. Ella no había sido una santa, pero tampoco había sido una mala persona, sus mundanos e inocuos pecados, o por lo menos los que ella era capaz de recordar y reconocer, no podían ser suficientes para condenar a alguien o simplemente toda la humanidad estaría perdida. Al igual que cuando era niña, la oración se le volvía un monólogo sin respuesta que pronto se le acababa y no sabía cómo continuar. Se persignó, se puso de pie y se sintió al menos más tranquila, había recordado el reloj infantil encontrado en el cementerio, la hoja de papel y su cita con ese tal Alan y lo tomó como una inspiración divina, quizá, como la ayuda que pedía. Se fue sintiendo un poco más de valor, de seguridad, pero caminando rápido y procurando no posar la vista en ningún reflejo, pues temía que ese valor se evaporara rápidamente si volvía a enfrentar a la Sombra.

Al caer la noche, Laura ya llevaba buen rato en el cementerio, la oscuridad la protegía de los reflejos en buena medida y eso la apartaba de la sombra que parecía seguirla, su mundo volvía a ser silencioso y carente de vida y con el pasar de las horas, aquello le brindaba seguridad. Había notado, por supuesto, que la Sombra no podía hacerle daño estando del otro lado del reflejo, que estaba impedida de entrar en su mundo, sin embargo, no tenía idea de qué cosa era, de por qué estaba tras ella, o si en algún momento podría alcanzarla con uno de sus violentos ataques. En un momento determinado, una luminosidad que no había notado, la atrajo, al acercarse se encontró con una especie de ritual que llevaban a cabo cerca de su tumba, con varias velas encendidas, un espejo, un tiesto con algo parecido a agua, y un sospechoso círculo blanco que Laura evitó pisar. Pensó que el tal Alan no era un tipo normal como creía. Llevada por la curiosidad, se armó de valor para echar un rápido vistazo al reflejo del espejo, quería saber qué aspecto tenía el hombre que pretendía ayudarla, pero en su lugar vio a una mujer que, a la luz de las velas, parecía sostener un pocillo frente a su cara, al cual le oraba concentrada. No vio a nadie más ni quiso seguir mirando el espejo. Laura pensó en alejarse, todo aquello le daba mala espina, un ritual, a media noche en un cementerio, de seguro no era para nada algo normal, pero por otro lado, su situación tampoco era de lo más corriente y necesitaba que alguien la ayudara o la orientara, por lo que prefirió quedarse allí. Laura no sabía bien como actuar en estos casos, por lo que se sentó en el suelo a esperar. De pronto, una manta que estaba tirada en el suelo comenzó a desprender un humo denso y azulado sin motivo aparente, pues no había fuego en ella ni nada parecido, pero no era un humo común y corriente, pues no ascendía ni se dispersaba, sino que se agrupaba, se amontonaba allí como si estuviera llenando un recipiente invisible, un recipiente del tamaño de una persona. Laura se puso de pie un poco asustada, pues tenía miedo de que la Sombra hubiese encontrado la manera de entrar en su mundo y se estuviera materializando de alguna manera, pero no, dentro de esa masa de humo que se movía manteniendo su forma iluminada tenuemente por las velas, apareció una mujer, la misma que había visto antes a través del espejo, “Ya puedo verte…” dijo esta sonriendo, como si una imagen holográfica fuera, su voz sonaba más lejana de lo que se veía, pero audible para Laura que creía estar viendo un fantasma “¿Quién eres?” preguntó esta, acercando tímidamente una mano, pero sin que pudiera tocar nada, “Me llamo Olivia, quiero ayudarte, hay gente preocupada por ti… Alan está aquí también” agregó la mujer suponiendo que Laura lo conocía, “Quiero preguntarles algo, necesito saber…” Laura se apresuró para que le dijeran algo sobre esa sombra horrible que la seguía, pero Olivia la interrumpió, “Nosotros también queremos preguntarte algo, pero no puedo permanecer mucho tiempo así. Te haré visible a ti por unos minutos” Laura asintió nerviosa pero dispuesta, Olivia le ordenó que se parara en el círculo blanco que había hecho en el suelo y empezó a recitar un conjuro concentrada, el agua del pocillo que estaba sobre la manta comenzó a hervir, Laura vio como se empañaba rápidamente el espejo, eliminando su capacidad de reflejar, entonces, el círculo blanco estalló repentinamente, lo suficiente para que Laura diera un respingo, y todo su rededor se llenó de un humo blanco que comenzó a pegársele al cuerpo como si este lo atrajera. Olivia observó cómo su conjuro funcionaba, pero antes de desaparecer vio surgir de las sombras un Escolta, algo que no estaba para nada en sus planes. El Escolta atacó con furia el cuerpo de humo de Laura, rasgándolo y devorándolo en segundos, engañado al creer que su víctima ya le era alcanzable.


Cuando Laura notó lo que había sucedido ya no quedaba nada del contacto que había hecho, Olivia había desaparecido y también el humo blanco que había cubierto su cuerpo inmaterial por breves segundos, solo quedaban los bártulos de la hechicera esparcidos en el suelo y el resto era solo el silencio y la soledad acostumbrados. Comprendió, frustrada, que la sesión había terminado, pero supuso que Olivia había visto la Sombra también, y que tal vez podría ayudarla. Eso le dio una idea, se acercó al espejo empañado y dejó un escueto mensaje, de hecho, solo una palabra: Ayuda.

León Faras.