sábado, 23 de enero de 2016

El Circo de rarezas de Cornelio Morris.

XII.

Román Ibáñez, desnudo de la cintura para arriba, se lavaba la cara enérgicamente cuando una voz a su espalda lo hizo sobresaltarse, se volteó con los ojos abiertos como platos y las venas de su frente a punto de reventarse. El nerviosismo del enano era más que evidente y Charlie Conde lo notó de inmediato. “¿Es cierto lo que los hombres hablan del pobre de Braulio?” la muerte del “Cometodo” era el tema obligado entre los trabajadores que habían debido sepultar el cadáver y limpiar la jaula. El enano continuó lavándose las axilas, “¡Y qué sé yo!, seguro debe haber muerto de tanto comer basura” “Ah…” respondió Conde con satisfacción poco disimulada “…entonces ya sabes que está muerto…” el enano se dio cuenta de que se había delatado inmediatamente, con resaca era más difícil ser astuto “¡Maldita sea!” murmuró. Cogió una toalla y comenzó a secarse. En el fondo, Charlie Conde no le caía tan mal, en algún momento habían sido casi amigos, solo lo detestaba porque lo consideraba como el “perro faldero” de Cornelio, “Te mandó tu jefe a buscarme, ¿verdad?” Conde hizo una fea mueca que podría interpretarse como suspicacia, “¿Y por qué habría de hacerlo?, ¿Acaso tuviste algo que ver?” Román lanzó la toalla a un lado frustrado, ya comenzaba a sentirse como un idiota que hablaba demás, “No…” respondió escuetamente, Charlie continuó “Los hombres dicen que su cuerpo parecía un esqueleto…” El enano le lanzó una mirada a los ojos, Conde continuó “…pero no es posible que se haya descompuesto tan rápido…” “¿Y por qué me vienes con esto a mí?” preguntó Román, volteándose hacia un sucio espejo para abrocharse la camisa, Conde lo miraba a través de este “Tú estuviste ahí, ¿no? dejaste una botella vacía junto a la jaula de Braulio” El enano ya estaba malhumorado, producto en parte por su resaca y en parte por el interrogatorio, se le acercó francamente cansado de la conversación “¿Quieres saberlo? ese pobre diablo estaba tan famélico como cuando llegó, yo lo vi, y ¿Quieres saber lo que creo? Creo que nunca comió nada ni nunca engordó un gramo, murió más hambriento que cuando llegó. Creo que todo es una mentira, un truco, Mustafá, esa horrible joroba tuya que cargas, la asquerosa obesidad de Braulio, todo. Aunque al parecer solo la muerte tiene el poder de liberarnos…” Charlie Conde se había quedado estupefacto luego de oír aquello, esa era una idea que no se le había pasado por la mente, miraba sin ver, pensando, por primera vez sentía una esperanza remota, una tabla flotando en medio del océano, una oportunidad de volver a ser el hombre que alguna vez fue. Román continuó mientras volvía al espejo para terminar de vestirse, seguro de haber causado una fuerte impresión en su interlocutor “…Ahora ya puedes salir corriendo a contarle a Cornelio lo que pienso, seguro estará muy interesado…” esto último lo dijo en realidad sin esperar que Conde hiciera algo, pero mucho menos pensando que Cornelio Morris aparecería en ese mismo momento tras él, luego de haber escuchado todo “En eso tienes razón enano… muy interesantes conclusiones a las que has llegado…” Román se volteó incrédulo, realmente Charlie Conde no le despertaba ninguna simpatía, pero de ninguna manera se esperaba una jugada tan sucia y desleal como hacerlo hablar mientras su jefe oía todo escondido. Morris continuó, “...y si no fuera por los buenos beneficios que me da Mustafá, ahora mismo te daría el gusto de que comprobaras en carne propia si es cierto que tu muerte te liberaría…” El enano solo pudo sentir en ese momento una rabia contenida por la traición de Conde, la sucia pero astuta jugada de Morris y sobre todo por su propia estupidez de caer en ella, esa rabia lo hacía sentirse capaz y dispuesto a, primero, soportar las consecuencias que se le vendrían, que ni siquiera podía imaginar y segundo, a planear la más cruel y dolorosa venganza, aunque aquello le tomara lo que le quedara de vida, pero por otro lado, ahora sabía que lo que había descubierto era verdadero, que estaba en lo correcto o Morris no se hubiera ni siquiera molestado en prepararle esa encerrona. La muerte de Braulio lo había dejado en evidencia y para Cornelio Morris aquello era riesgoso. Pero de los tres el único sorprendido era Conde, ahora recién comprendía por qué su jefe lo había enviado a sacarle información al enano y no era solo por la constante hostilidad entre ambos, como él había supuesto en un principio, había algo mucho más importante, algo que le había calado profundamente y que le devolvía una fuente de poder tan poderosa como peligrosa que no sentía en años: La esperanza. Román estaba atrapado, y solo le quedaba mostrarse desafiante, firme hasta donde pudiera sin dar pie atrás, “Dije que al parecer solo la muerte podía liberarnos, pero no hablaba de mi muerte…” Cornelio lo miró maravillado, la osadía de ese pequeño hombrecito casi le causaba gracia “¿Es que acaso te refieres a mi muerte?” el enano solo respondió con una mirada cargada de ira, entonces Morris metió una mano bajo su abrigo y sacó de allí un precioso revólver Colt calibre 45 con el que apuntó a Román directo entre los ojos, este retrocedió alarmado y con la mirada bizca en la boca del cañón, pero Cornelio, con un movimiento rápido y hábil, hizo girar el arma ofreciéndosela por el mango, “Solo una bala enano. Te recomiendo el blanco más seguro” el enano dudó, desconfiado e incrédulo, la tomó con toda la precaución del mundo, era pesada y sus manos pequeñas apenas podían sujetarla y alcanzar el gatillo al mismo tiempo, aquello divertía a Cornelio quien abrió los brazos como ofreciéndose para que le disparara, Román tiró el martillo del arma hasta atrás y la levantó apuntándole a la cabeza, trataba de mostrarse seguro aunque los segundos pasaban y no se decidía a disparar, entonces en el último segundo, movió el arma a un lado y le descerrajó un tiro en el pecho a Charlie Conde quien voló un poco más de un metro antes de estrellarse aparatosamente contra el suelo y quedar allí tendido, Cornelio se volvió a mirar sorprendido a este último y luego de vuelta al enano, “Pero… ¿qué has hecho? has desperdiciado tu única bala…”

Román Ibáñez le hubiese disparado gustoso y sin dudar a Cornelio justo en la cabeza de haber creído que podía, pero era tan evidente que había un truco de por medio, que se negó a caer en él, sin embargo, para Morris el único truco era jugar con las apariencias, con la fanfarronería, como cuando se juega a las cartas y se engaña a los rivales presumiendo una mano mejor que la que se tiene. La bala sí podía haberlo matado y acabar con todo de una vez, pues dentro de todo, Cornelio Morris seguía siendo un hombre, y era precisamente aquello lo que le brindaba la mayor satisfacción, el engaño, ser capaz de apostarlo todo y ganar siempre, solo basado en lo que los demás pensaban de él, en el miedo y respeto que le tenían, confiado en el poder que los demás le daban, no obstante, la muerte de Conde lo había tomado totalmente por sorpresa, pues la mejor jugada de Román era el suicidio, matarse lo liberaba de su contrato, de su condena y de su castigo, pero había elegido quedarse, y había que reconocer que el enano era valiente.


El cuerpo de Charlie Conde era prácticamente irreconocible, no porque hubiera resultado dañado por el disparo, sino que porque era un hombre totalmente normal, su grotesca joroba había desaparecido y su rostro se había liberado de los horribles gestos y cicatrices que lo deformaban. Los hermanos Monje llegaron en ese momento alertados por el disparo, Román aún tenía el arma en su mano y observaba el cadáver con satisfacción, su teoría había sido comprobada, la ilusión se había desvanecido. “Llévenlo con Mustafá, no saldrá de ahí hasta que yo diga” ordenó Cornelio y los mellizos, como si de uno de sus actos se tratara, en menos de un segundo ya habían tomado y desarmado al enano y se lo llevaron colgando como a un muñeco que sonreía. Morris observó el cuerpo de Charlie Conde, casi había olvidado cómo se veía el día en que lo encontró, deseoso de acabar con la vida del hombre que había arruinado la suya y acabado con la de su familia, su propio padre. Cornelio le ayudó, el padre de Charlie agonizó dolorosamente diecisiete días antes de morir, pero antes, le hizo firmar a este un contrato advirtiéndole que cargaría con esa muerte el resto de su vida, Conde pensó que sería en su conciencia, jamás imaginó que sería sobre su espalda. Como fuera, ahora Charlie Conde conseguiría en parte lo que tanto había anhelado, terminar su vida en el mar. La mar estaba alta y los acantilados cerca. Cuando regresaron los hermanos Monje, ellos mismos se encargaron de arrojar su cadáver al océano.

León Faras.

domingo, 3 de enero de 2016

Zaida.

III.

La noche ya estaba bien entrada cuando Badú llegó tirando de su asno hasta un nuevo refugio donde pasar la noche antes de llegar al monasterio, la pequeña Zaida envuelta en su piel, luchaba por no caerse del asno víctima del sueño y el cansancio. El refugio era una pequeña pagoda escoltada por un árbol de madera dura y grisácea que parecía completamente seco, pero que en primavera renacía hermosamente. El lugar estaba destinado igualmente a la oración y el agradecimiento, como para la pernoctación de los pocos viajeros que llegaban hasta allí, estaba ubicado en una saliente de roca sólida terminada en punta y cortada verticalmente, regado constantemente por un hilo de agua que caía siguiendo una ruta milenaria, una bonita y gruesa balaustrada de madera que parecía casi tan vieja como la montaña, evitaba los accidentes mortales. Parado en aquel lugar, se podía apreciar con claridad la infinitud del universo. El monje bajó a la niña y la acomodó en un rincón, luego se arrodilló frente al altar y oró brevemente en silencio, dando gracias y pidiendo bendiciones, una vez terminado esto, volvió a salir a descargar al asno, entrar las provisiones y encender un fuego dentro del templo para calentarse “Voy por agua pequeña Zadí, un poco de té nos caerá bien a los dos en esta noche fría.” Para cuando Badú regresó, la niña ya dormía profundamente. El viejo preparó su té con cuidado y dedicación absoluta, como si se tratara de una labor sumamente delicada, y de la misma forma lo bebió. Mientras saboreaba el amargor de su té, Badú pensaba en las palabras de Missa Samada y en la misión que aquella le había encargado, no dudaba ni por un segundo de estas, pero no estaba seguro de haber comprendido bien a lo que se refería, preparar a la niña para luchar en una guerra siendo que aun la pequeña debía crecer, desarrollarse y hacerse fuerte, era hablar de una guerra muy larga. Luego recordó al hombre del puente, nunca había oído hablar de esa “Doncella ensangrentada” a la cual dijo que servía y no acababa de comprender por qué razón le había ayudado atacando a quien se suponía, era su propio líder.

Con las primeras luces del alba, reanudaron su camino luego de desayunar.

El camino era angosto, tanto que dos asnos no cabían en él. Zaida observaba con curiosidad la pendiente a un lado, que a veces era bastante profunda y pronunciada y luego las montañas al otro, imponentes e inmortales, pero aquello no le asustaba, para la niña, todo eso era familiar, conocido, era una extensión del mundo en el que había nacido, lo que sí le sorprendió, fue la aparición súbita del monasterio frente a sus ojos, la construcción humana más grande que jamás ella había visto. Luego de un pequeño, pero sólido puente de roca que saltaba una profunda fractura en la montaña, había un pequeño valle encajonado, con una suave pendiente y cubierto de una tierra dura que en primavera se alfombraba de hierba, en el fondo, pegado a las paredes verticales de la montaña que lo custodiaba y protegía, se erguía el monasterio, un edificio construido sobre una gran plataforma hecha de piedras hábilmente apiladas de forma que fuera una superficie perfectamente angular y nivelada, su forma, era geométricamente simple, pero imponente como una fortaleza y hermoso como una escultura. Era un edificio muy angosto comparado con su altura, que cubría toda la pared de la montaña como si de un gran muro se tratara, en su base se veían numerosas entradas con forma de arco, aparentemente estrechas y separadas por anchos pilares que sostenían el peso de la estructura, en ambos extremos, pegada a la pared se erguía una torrecilla que subía hasta superar la altura del edificio y de las cuales se podía acceder al techo de este, y recorrerlo en todo su largo por un pasillo especialmente construido para ello, al medio, un gran torreón de base cuadrada sobresalía hacia delante y se erguía por sobre todo lo demás, rematado de forma abrupta, en una amplia superficie plana de roca, sin pendiente ni protección de ningún tipo, apta solo para quienes desean entrenar la fe y la confianza en sí mismo y en las divinidades que le protegen, pues el solo hecho de pararse allí, ya era de por sí una experiencia atemorizante, pues hasta la brisa más suave parecía querer impulsarte al vacío. Todo el edificio estaba cubierto de numerosas y diminutas ventanillas, que hacían posible suponer el número de niveles que este tenía y la buena cantidad de habitaciones existentes. “He aquí el Monasterio de Missa Pandur, pequeña Zadí…” dijo Badú dirigiéndole una mirada de satisfacción a la niña, debido al asombro indisimulable con el que esta aun observaba desde sobre el asno, y luego agregó “…está lejos, ¿verdad? Eso es porque se requiere de una verdadera intensión para llegar hasta aquí y vocación para quedarse. Todos pueden venir, pero no todos lo harán.”

197 monjes vivían en Missa Pandur, incluyendo a hombres jóvenes, ancianos y niños, todos ellos eran monjes, con mayor o menor experiencia, pero todos lo eran desde el primer día y lo serían hasta el último de sus vidas. Todos, hasta el más anciano, era un aprendiz y todos, hasta el más novato, era un maestro, pues la sabiduría era universal y estaba en todas las edades y toda sabiduría debía ser bien recibida, pero esto no despojaba al más antiguo de su autoridad sobre el más joven ni le excluía del respeto con el que debía retribuir dicha autoridad.

El día se había abierto espléndidamente y el sol del medio día iluminaba casi por completo el pequeño valle. A un costado, la pendiente se acentuaba, y descendía largamente hasta aterrizar en un plano amplio antes de chocar con el vacío, todo aquel sitio estaba destinado a la producción de cebada, cuyo riego y cuidado era individual, semilla por semilla y planta por planta. En aquel momento, no había monjes trabajando la tierra, pero la niña notó que en medio del huerto había una roca y sobre esta, un hombre joven oraba solitario y abstraído a pleno sol, a ojos foráneos, aquello parecía un castigo, un hombre obligado a permanecer allí para enmendar una falta, como cuando la pequeña hacía algo indebido y su madre la obligaba a quedarse sentada en un rincón, en silencio y quieta, cosa que le era imposible, pues sus píes pronto comenzaban a moverse golpeando las patas del taburete, y de su boca, las palabras parecían salir solas, excusándose o preguntando cuánto tiempo debía permanecer allí, aunque ahora, quedarse quieta y en silencio no le parecía tan difícil. Badú pronto notó su interés, “Él está trabajando en el campo en este momento, pero no con sus manos, pequeña Zadí…” explicó el monje “…sino con su corazón, con su mente y con su espíritu. Su labor es tan importante para la prosperidad del campo, como el agua o el sol.” La niña comprendió las palabras pero no a qué se referían, en aquel momento, el hombre sobre la roca sonreía suavemente, pues en su imaginación el huerto rebosaba de vida, todas las plantas y sus granos crecían hermosos y vigorosos, los monjes los cosechaban entre risas de satisfacción, podía sentirlos entre sus manos, olerlos o incluso saborearlos, y todo aquello lo hacía sentirse feliz y agradecido.

León Faras.