viernes, 15 de abril de 2016

Lágrimas de Rimos. Segunda Parte.

XXII.

Dagar, el capitán encargado de ir en busca del príncipe Ovardo y llevarlo de vuelta a Rimos, tenía un problema. Nadie le había avisado que el príncipe era un estropajo inerte incapaz de valerse por sí mismo, de haberlo sabido se hubiesen provisto de un carro o un coche o al menos un caballo extra, pero, por descuido debido al ajetreo que había en el palacio de Rimos o simple humor negro, a él nada le dijeron y al príncipe, no le dejaron más que un criado. Uno de sus hombres debería caminar, lo cual no era nada alentador para nadie, el camino de vuelta a Rimos era largo y empinado y las armaduras poco amigables para el ejercicio, Barros sugirió con humildad, “Si quiere lo podemos llevar sobre Cantinero…”, “¿Quién?” el capitán cortó la sugerencia autoritario, tenía por costumbre quedarse con la mueca de la pregunta pegada en la boca, el trampero continuó, “…nuestro asno, Cantinero, nosotros vamos hacia allá y la verdad estamos acostumbrados a hacer el camino a pie, señor” Cal Desci se preguntó qué era más indigno para un príncipe, que lo llevaran como un bulto cruzado delante del jinete o montado a lomos de un asno cubierto por el olor de animales muertos o el de sus cueros arrancados recientemente. Uno de los soldados pensaba lo mismo, “Use mi caballo señor… yo lo llevaré caminando.”Le dijo a su capitán. Nuevamente tuvieron que espantar a los perros que rodeaban el cuerpo del príncipe para levantar a este del suelo, era un hombre sin fuerzas que difícilmente se mantendría erguido sobre el caballo, sin voluntad para regresar a Rimos o para resistirse a que lo llevaran, un hombre derrotado moralmente. El capitán Dagar reemplazó la piel que lo cubría por su capa, para ocultar parte de su patética figura y emprendieron la marcha, los perros caminaban junto al señor de Rimos, al igual que Cal Desci, quien iba temeroso de que este cayera en cualquier momento, Barros, su hijo y el asno cerraban la triste comitiva.

Emmer Ilama corría por los oscuros laberintos de Cízarin en busca del hogar de la familia de Nila, algunos soldados corrían delante de él. Tenía la esperanza de que ella ya hubiera salido de la ciudad, mas, aquella era una esperanza débil y el temor a que aun estuviera allí era más fuerte. Cuando le parecía que iba bien encaminado y sentía que la orientación le funcionaba, aparecía una callejuela cerrada con troncos y púas y los jinetes debían detenerse como podían sobre el abundante y jugoso barro que estaba por todos lados, en algunos casos los esfuerzos eran inútiles, los cascos no lograban agarrarse de nada y la colisión era inevitable y mortal, al menos para el animal. Emmer y otros cuatro hombres, detuvieron su carrera a tiempo sobre un gran charco de barro, advertidos por una sospechosa antorcha en medio del camino, pero esa antorcha no estaba sola, estaba en la mano de un hombre, un hombre viejo atrapado entre las púas de madera, atravesado por al menos media docena de estas y encima rematado por una gran cantidad de flechas, su caballo no lucía mejor. Los jinetes se acercaron, dos de ellos bajaron de sus cabalgaduras, algo no estaba bien, no tenía sentido la forma como se habían ensañado con aquel hombre. El viejo soldado, estaba vivo, como un inmortal de Rimos que era, pero acunado en medio de una exagerada multitud de flechas, muchas de ellas clavadas a su cuerpo y en dirección contraria a las púas que salían de él, la antorcha estaba atada a su mano, de modo que le era imposible desprenderse de ella, mientras que su otra mano había sido inmovilizada, clavándola al tronco donde estaba atrapado, pero lo más extraño era que aquel hombre tenía los ojos vendados y una mordaza en la boca. Los soldados de Rimos lo reconocieron, “¿Gabos?, Pero… ¿Qué demonios te sucedió?” dijo uno mientras le quitaba la venda de los ojos y la mordaza de la boca, Gabos los miró con dificultad para reconocerlos e inmediatamente escudriñó los tejados cercanos “Es una trampa…” habló en un susurro como para sí, pero cuando los arqueros de Cízarin aparecieron sobre los techos cercanos, su susurro se convirtieron en gritos “¡Es una trampa!” Las flechas se dejaron caer como una lluvia empujada por un fuerte viento sobre hombres y animales por igual, Emmer azotó su caballo con premura apenas vio el peligro, no pensaba quedarse ahí, corrió a todo lo que pudo en dirección contraria hasta encontrar otro camino para llegar hasta Nila, sin embargo, las cosas no le estaban resultando bien, su caballo de pronto se hundió en el suelo lanzando a su jinete de punta violentamente, Emmer sintió un fuerte dolor, como si algo le hubiese pinchado directamente contra el hueso, y no estaba errado, tenía dos flechas clavadas en el muslo, una de ellas se había quebrado por la caída y una más que le perforaba un riñón, en su precipitada huída no lo había notado, lo que significaba que menos había notado el triste estado de su caballo. Siete flechas habían terminado por hacer colapsar su organismo y el animal cayó estrepitosamente, perdiendo sus fuerzas de forma súbita, y arrastrando su pesado cuerpo por el suelo hasta detenerse ya sin vida. La callejuela era angosta y oscura y daba en línea recta con uno de los accesos principales de la ciudad, por este se veía un nutrido grupo de soldados de Cízarin acercándose, Emmer no lo sabía pero se trataba de Rianzo y su grupo de soldados que, avisados por la almenara sobre el otero, entraban en la ciudad en tropel cerrando el cerco. Emmer estaba solo, y si lo atrapaban, también estaría perdido, debía escabullirse en la oscuridad, buscar un lugar donde ocultarse, evitar el gran número de jinetes que se aproximaba, pero eso no fue necesario porque estos de pronto se detuvieron, un hombre solo les hacia frente a todo un nutrido grupo de soldados armados y montados, un soldado de Rimos… parecía estar borracho, Emmer no lograba ver quien era pero tampoco le importaba demasiado averiguarlo, aquella distracción le daría tiempo para huir y así lo hizo, con las flechas aun clavadas a su cuerpo.


Para Rianzo y sus hombres lo más extraño en su entrada a la ciudad, era la ausencia de cadáveres humanos, porque animales habían encontrado varios, pero ningún hombre, ningún enemigo, lo cual era a lo menos insólito por no decir imposible. Tanto así que su primer encuentro con un inmortal de Rimos los dejó tan consternados que su impetuosa entrada se diluyó hasta detenerse por completo, un soldado de Rimos que deambulaba con paso torpe y la mirada perdida, además de asquerosas cicatrices en su cuerpo. El vigía que lo había visto entrar en la ciudad lo reconoció en seguida, “¿Qué broma es esta? Ese es el hombre de avanzada que vi pasar solo antes que los demás entraran, pero… ahora se ve diferente” “Parece un completo idiota…” Puntualizó Rianzo bajando de su caballo y desenvainando su espada, luego se acercó al pobre de Ranta para estudiar de cerca sus desagradables cicatrices, otro soldado se apresuró a desmontar también “Cuidado señor, puede ser un truco” dijo sacando un afilado puñal y posándoselo con firmeza en la garganta de Ranta parado detrás de este, por si intentaba pasarse de listo, pero Ranta parecía totalmente ido, ausente, la baba le mojaba el mentón mientras su boca no paraba de balbucear ruidos sin sentido. El hombre del puñal lentamente bajó su arma convencido de la completa ineptitud de aquel pobre infeliz y un pequeño corte apareció en el cuello del inmortal que de inmediato se cerró monstruosamente como el resto de sus heridas. Rianzo y el soldado a su lado se miraron asqueados e incrédulos sin tener respuesta para aquello, entonces, el hermano del rey de Cízarin se dio la vuelta “Acaba con este horrible esperpento” dijo antes de subir a su caballo. El soldado desenvainó su espada y la levantó, Ranta ni se inmutó ante su inminente muerte, o mejor dicho decapitación, porque hablar de muerte ante un inmortal no es lo más adecuado, tampoco su cuerpo se inmutó cuando perdió su cabeza de un mandoble, literalmente hablando, incluso dio un par de pasos antes de desmoronarse. Rianzo y sus hombres no pudieron evitar antes de continuar, ver con repugnancia como la cabeza de Ranta seguía balbuceando como si nada, aun con el mentón húmedo de baba.


León Faras.

sábado, 2 de abril de 2016

Simbiosis. Una visita al Psiquiátrico.

VII.

Mientras Estela le explicaba a la señora Alicia con toda seriedad y convencimiento que junto a Alberto, habían encontrado a la persona perfecta para que los acompañara a visitar a la madre de este, alguien comenzó a golpear la puerta. Aurora con su hija Matilda en brazos abrió, un hombre gordo, pequeño, cuidadosamente peinado, enfundado en un traje gris en el que apenas cabía y con una sonrisa evidentemente nerviosa, estaba parado allí preguntando por su madre, Bernarda. Para la muchacha, el hombre aquel tenía algo muy familiar, pero por más que lo observaba, no lograba descifrar de dónde era que lo conocía. Eso, hasta que apareció su madre, también peinada cuidadosamente y con un bonito vestido que en más de una ocasión había estado a punto de vender y un abrigo de lana que seguramente dio trabajo para quitarle el olor a guardado. “¡Octavio! ya estoy lista…” El hombre al verla no se guardó los gastados elogios que se le ocurrieron en el momento, pobres aunque sinceros, pero que la mujer recibió más que satisfecha. Aurora se quedó parada allí con la boca abierta, tal y como en ese momento estaba la pequeña Matilda, aunque por causas distintas, solo le faltaba la gota larga de saliva que se le escurría a la pequeña. Bernarda se despidió sonriente pero Aurora solo fue capaz de levantar una mano mientras sostenía a su hija con la otra, y ambas cosas las hacía automáticamente. Alicia y Estela tampoco entendían muy bien qué sucedía, al parecer, nadie estaba enterado de qué estaba ocurriendo, excepto claro, por Edelmira, que en ese momento no estaba, porque sospechosamente se había ofrecido para cuidar a Miguelito y lo había sacado junto con su hijo a tomar chocolate y comer galletas. “¿Ese era Octavio, el señor de la cafetería?” preguntó Aurora apuntando con su pulgar hacia la puerta, aun sin estar completamente segura tras ver a un hombre tan distinto del acostumbrado camarero, pero antes de que la señora Alicia o Estela respondieran, se abrió la puerta nuevamente y entró furtivo Ulises, cerró sin hacer ruido y se quedó espiando como un chiquillo que ha hecho algo malo y teme que lo descubran, “Sabía que ese traje le quedaría ajustado…” murmuró para sí, pasaron algunos segundos antes de que notara la presencia de la señora Alicia, Estela y Aurora, que lo observaban sin entender ni jota de su comportamiento, “¿Entonces era cierto eso de que Bernarda andaba toda como enamorada?” Preguntó la señora Alicia sin medir sus palabras y dejando con la boca abierta a Aurora, “¿Enamorada?” repitió esta incrédula, Ulises iba a responder algo, aunque no estaba muy seguro de qué, cuando la puerta volvió a abrirse y entraron Miguelito, el pequeño Alonso y Edelmira, “Bien, como hablamos…” dijo esta dirigiéndose a los niños “…directo al baño y luego a la cama. Les leeré un cuento” y luego a los demás, en un tono más bajo y travieso, “¿Ya se fue Bernarda? ¿Salió todo bien?” La cara que le pusieron todos fue una respuesta más que satisfactoria para ella “¡Uy! apuesto a que terminan comprometidos” dijo Edelmira con su mejor sonrisa y un brillo desvergonzado en los ojos, francamente entusiasmada. Dejando su pronóstico en el aire, se retiró feliz, rumbo al baño.

Cuando Octavio salió de su cafetería, había dejado a Alamiro y Diógenes afinando los últimos detalles y esperaba de todo corazón no encontrárselos aun allí. No lo hizo, estaban parados afuera, disimulando descaradamente, montando una conversación ficticia y aguardando para verlo llegar con Bernarda. Hasta un formal y frío saludo le dieron al pasar para completar su pantomima. El resultado era por lejos mejor del esperado, habían despejado todo y habían dejado solo dos mesas en medio, una con la cena y otra preparada para los comensales, Alamiro se había preocupado incluso de desconectar la mitad de las luces para crear un ambiente más tenue, resaltando así la luz de las dos velas que ya estaban encendidas desde hace escasos minutos, el mismo tiempo más o menos que llevaba el vino descorchado y la cena reposando. En el tocadiscos sonaba la segunda canción y en el puesto de la dama descansaba un pequeño y delicado ramito de Alelíes, idea de Diógenes, según él, un detalle que nunca debía faltar. “¿Usted hizo todo esto, Octavio?” Preguntó Bernarda gratamente impresionada, sin duda, el hecho de que todo estuviera preparado instantes antes de llegar levantó las suspicacias de la mujer, “Sí…” respondió el hombre con un cierto grado de orgullo culpable, por lo que agregó misterioso, “…aunque algunas manos ocultas me ayudaron” “No sabía que usted tuviera duendes aquí” dijo Bernarda con una sonrisa cómplice, al notar que las velas apenas habían comenzado a consumirse, “Usted ni se imagina” respondió el camarero, sujetando la silla diligentemente para que la mujer se sentara.

Los nervios de Octavio pronto se disiparon, Bernarda se encargó de eso con hábil encanto, pues ella misma también sintió en principio una inseguridad rápidamente aplacada por los detalles y atenciones gastados en su persona, por lo tanto la comodidad entre ambos floreció con la naturalidad de lo inherente. Hablaron, rieron y cenaron como si disfrutaran de una vieja amistad y eso en parte gracias a que ambos estaban alertas a no tocar temas incómodos, por lo menos no en la primera cita. Y una realidad incómoda en particular. Bernarda era una mujer casada, abandonada por su marido sin mayores explicaciones, pero casada, de todos modos, ella estaba preparada para tocar el tema solo en caso de que Octavio se lo preguntara, sin embargo, este había sido fuertemente aleccionado por sus “duendes” sobre que aquella cena era la más importante, y que por ningún motivo debía hacerla sentir incómoda con preguntas inoportunas o innecesariamente graves, menos tocar el tema de su marido, a menos que ella sea quien quisiera hacerlo, ya habría tiempo más adelante para ello, pero eso dependía precisamente de los buenos resultados de esa primera cita. Sin embargo, nada de eso pasó, el humor se mantuvo saludable y la conversación flotó fresca y superficial como la brisa de otoño. A media noche, Octavio acompañó a Bernarda hasta su casa y esta lo recompensó con un beso genuino en la mejilla, muy merecidamente ganado, por lo demás. Pronto volverían a verse, ambos así lo querían.  

Casi era medio día cuando Alberto y Diana llegaron, Estela los esperaba ansiosa y también la señora Alicia, quien deseaba ya conocer a la joven que de la nada había aparecido para acompañar a los muchachos hasta el hospital de San Benito. Debía darle el visto bueno luego de los excelentes antecedentes y el maravilloso retrato que Estela le había hecho de Diana, incluyendo aquello de que le enseñaría a leer a Alberto, demasiado maravilloso para ser verdad. Lo cierto es que Estela, como era su costumbre, no mentía, Diana era una chica tranquila, madura y responsable y con un verdadero interés en hacer de los muchachos mejores personas, causó la mejor impresión en la señora Alicia, pero de todas maneras para cerciorarse, esta la dejó invitada para el día siguiente para merendar.


León Faras.