martes, 31 de mayo de 2016

La Prisionera y la Reina. Capítulo cuatro.

IV.

Baros desde la muerte de Orám sospechaba cada vez con más fuerza, que la maldición de la mujer maldita, era un embuste, probablemente, diluido y extinguido en las generaciones de mujeres que vivieron antes que Idalia, en las cuales la maldición sí había adquirido celebridad, pero ahora todo aquello perdía fuerza. La maldición era clara y ampliamente conocida: “Si uno de los dos muere, el otro también” y eso no había sucedido con el viejo jefe de guardias, además, la mujer maldita permanecía encerrada y narcotizada solo para evitar que cumpliera su objetivo de quitarse la vida y así eliminar a Rávaro, cosa que, ahora que era libre, nada se lo impedía y de seguro ya había conseguido pero nada había sucedido aun con su supuesta maldición. Baros Salió del castillo de Rávaro acompañado de cuatro soldados con órdenes específicas de matarlo en el acto y sin dudar si intentaba algo extraño y de una pequeña fortuna para negociar con los salvajes la recuperación de la mujer maldita. Pero sus planes eran otros.

El Místico corría y su capacidad para hacerlo era sobrenatural, disminuyendo el peso de su cuerpo al mínimo necesario para mantenerse pegado al suelo, logrando moverlo a una velocidad constante y respetable con poco esfuerzo durante horas. Se dirigía hacia la selva que rodeaba la ciudad Antigua, hacia la entrada que allí había a la verdadera ciudad, una entrada muy conocida y usada por los místicos y solo por ellos, pues no cualquiera tendría la ocurrencia o la osadía de internarse en una selva llena de criaturas peligrosas y gases tóxicos, ni menos pretender entrar a la ciudad Antigua sin ser invitado.

Idalia no podía creer lo que veía, no solo era la oscuridad de la noche que cubría todo hasta donde sus ojos veían, sabiendo que del otro lado del foso, había un sol radiante, sino que era también la ciudad, completamente levantada e iluminada, con sus torres y edificios de piedra, sus calles y puentes, arcos y pilares, todo nuevo, hermoso y finamente ornamentado y el río en el que la mujer aun flotaba, entraba directo en ella. Tan absorta estaba, que no vio la barca que se acercaba silenciosa hacia la ciudad, hasta que esta se detuvo junto a ella, y un farol la iluminó. Era un bote largo y delgado terminado en una punta curvada hacia arriba en ambos extremos y con un cuerpo más ancho y achatado. Dos figuras viajaban en la embarcación, una iba sentada en la proa y sostenía el farol en una mano, la otra iba erguida en la popa, inmóvil como una estatua, se apoyaba en una especie de vara o lanza larga. Ambas se cubrían con túnicas negras de pies a cabeza. Idalia se sobresaltó sin saber bien qué esperar, la figura que llevaba el farol se inclinó completamente para iluminarle el rostro, le habló en un idioma que la mujer no entendió, su voz era inesperadamente juvenil. La mujer trató de explicarse que no entendía lo que le hablaba, pero apenas pronunció dos palabras y la figura del farol se espantó, la otra en cambio, no hacía ningún movimiento. Entonces la vio, quien sostenía el farol era una chiquilla, de bonito rostro, cabello muy corto y unos delicados tatuajes bajo los ojos. Idalia nunca antes había visto tatuajes. La chiquilla, esta vez en el idioma de la mujer, le preguntó si es que acaso había atravesado el foso, y esta, aun en el agua, respondió que sí, lo que dejó pasmada a la muchacha, llevándose una uña a los dientes, eso hasta que Idalia debió sujetarse del bote agotada y la chiquilla por fin le tendió una mano para ayudarla a subir, Idalia dudó ante la amenazante figura erguida en la popa, pero la muchacha la tranquilizó, diciéndole que solo se trataba del barquero, luego se sacó la túnica para dársela a Idalia. Su nombre, era Driana. La barca reinició su marcha.

Gálbatar abrió la caja de madera y se quedó mirando el cúmulo de rocas en su interior, Gíbrida, desde lo alto de su torreta giratoria se volvió para curiosear, pero su jefe la reprendió para que volviera la vista hacia dónde iba, sin embargo, el paraje era desértico y hace rato que, aburrida, la muchacha solo se preocupaba de mantener la dirección en la brújula. Ella, esperaba ver una generosa fortuna en el interior de aquella caja, pero al ver el montón de piedras creyó que habían engañado al alquimista. Sin embargo, cuando las rocas comenzaron a agruparse y formar un ser que se puso de pie y miró a su alrededor, casi se cayó de su asiento. El enano de rocas, poco entusiasta por naturaleza, no mostraba interés alguno en salir de la caja, ni miaja de incomodidad por ser el centro de atención, pues hasta Bolo había detenido su trabajo unos segundos para observarlo con la expresión en el rostro que tendría alguien que de pronto ve que su comida se mueve. Gálbatar comentó la inverosímil historia que Rávaro le había contado sobre aquel enano y la bestia tirada en el patio del castillo, inverosímil no solo por la disparatada diferencia entre ambos oponentes, sino que por la naturaleza pacífica de los enanos de rocas, quienes habían existido miles de años sin que jamás hubieran tenido la necesidad de enfrentarse con nada ni nadie, ni competir por alimento, territorio o seguridad. La historia sonaba inasible desde todo ángulo, sin embargo, el enano despedía un olorcillo poco habitual, agrio y pertinaz, como a vómito, para ser más exacto, lo que no dejaba de ser curioso.


Mientras tanto en su castillo, Rávaro estaba literalmente echado en su trono, un trono que le quedaba grande físicamente, casi como un niño pequeño sentado en el sillón de su padre. Había un asunto al que no cesaba de darle vueltas en su mente y era lo que había dicho su media hermana, Lorna, antes de morir, que su hermano Dágaro tenía una joya de reencarnación en su poder gracias a ella y que estaba preparándose para regresar. Pero no era a su hermano al que le temía de forma inmediata, sino al ejército de soldados espectrales que mantenía fuera de su castillo y de los cuales no podía asegurar su lealtad, de hecho, estaba seguro, y con toda razón, de que aquellos seguirían al semi-demonio, si este regresaba y ese sería un gran problema. Se trataba de criaturas mudas e indolentes con las que no podía negociar ni por las buenas ni por las malas, y a los que no podía destruir sin un enfrentamiento que le dejaría numerosas bajas. Tampoco lograría expulsarlos o desterrarlos, pues su existencia dependía de permanecer cerca del castillo y los espectros no estarían dispuestos a irse. En todo aquello meditaba cuando un hombrecillo se presentó ante él, era un viejo que apenas mediría un metro, nervioso, humilde, de grandes orejas y ojos pequeños, Rávaro lo miró como algo desagradable que se hubiese quedado pegado a su zapato. Ni siquiera lo conocía. El viejo, se presentó como Obli, cosa que en Rávaro no despertó ni el más mínimo interés, luego, extremando al límite su ya intrínseca humildad, agregó que era el porquero, información que lejos de ser interesante, comenzaba a impacientar a Rávaro, entonces Obli, viendo que su vida podía correr peligro si seguía abusando de la tolerancia de su señor, le dio el recado con el que le habían enviado. La Bestia estaba despertando.  

León Faras.

domingo, 15 de mayo de 2016

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

XIII.

El Circo se movía nuevamente en la oscuridad de la noche y como siempre amparados en medio de ese paréntesis temporal que los mellizos provocaban con tanta habilidad. Dejando atrás la pobreza y la muerte de ese pueblo costero sin vida y también a no pocos de sus hombres, un par de trabajadores despeñados por voluntad propia en un risco, que después se supo que era conocido como “El Salto”, al pobre de Braulio, irrazonablemente consumido hasta los huesos, muerto de hambre y de pena, ambas sensaciones ahogadas en un sueño del que apenas despertó para pedirle ayuda a un enano borracho que no lo escuchó, cuando ya la vida se le escapaba inexorablemente y a Charlie Conde, la más rara e inesperada de las muertes, era tan difícil de creer, primero, que Román hubiese tenido un arma en su poder, una Colt 45, nada menos, y segundo, que teniendo a Cornelio Morris en frente haya preferido disparar contra Conde, o eso era lo que se contaba, porque de los protagonista de esa breve historia, ninguno la narraría para deleite de los curiosos, tal vez Román lo hiciera algún día, pero por ahora permanecía entre las garras de Mustafá, ausente, atrapado en el sueño horrible de darle su vida al muñeco adivino, indefenso y sometido. Morris había ordenado no sacarlo de ahí y era bien probable, que aquel castigo durara hasta consumirle toda la vida al enano.

Luego de atravesar un valle cubierto de interminables kilómetros de cultivos, los camiones se detuvieron en medio de un pintoresco pueblo construido a base de piedra y barro, con calles adoquinadas, árboles añosos y hasta una bonita iglesia de dos campanarios. El ritual de descarga de todo lo que recién había sido cargado comenzaba de nuevo, el traslado de pueblo a pueblo se evaporaba volviéndose instantáneo para los hombres del circo, que no recuperaban fuerzas del desarme, cuando ya les tocaba volver a armar todo. A excepción de Lidia encerrada en su acuario, todo el mundo trabajaba, incluso Cornelio, aunque su trabajo era a base de gritos, ya no estaba Conde para organizar todo por él. Ángel Pardo se paró frente a Mustafá para trasladarlo, nunca lo habían hecho con Román literalmente adherido a él por la parte posterior y la imagen de ambos, a pesar de la escasa luz, era escalofriante. El enano parecía un poseso, trémulo, sudoroso y babeante, tenía los ojos blancos y a ratos emitía sonidos ininteligibles como los de aquel que vive una pesadilla en sus sueños. Habían tomado la precaución de atarlo a su sitio. Por su parte Mustafá, lucía tranquilo e inquietante, vivo, casi complacido, sus ojos parecían seguirte a todos lados sin moverse, como los de una fotografía. Podía creerse que el gigante era un hombre fuerte, pero en realidad no era así, no más que cualquiera de los otros hombres del circo, pero más torpe y necesitaría ayuda para trasladar la caja del muñeco, Von Hagen llegó a ayudarlo, ver al enano le resultó doloroso “…y aun no lleva ni un día ahí” ”¿Cuánto tiempo crees que dure?” preguntó Pardo sin especificar si hablaba del castigo o de la vida del enano, estaba curvado completamente para oír mejor la voz baja de Horacio, este se rascó la barba y luego negó con la cabeza “No mucho… sin agua ni comida… morirá sin remedio” Sin embargo, y a pesar de la lástima que le provocaba la situación de Román Ibáñez, ya pensaba en que dicha situación se podía presentar como una oportunidad para él, pues tenía a Mustafá disponible a toda hora y eso le hacía más fácil encontrar el momento adecuado para preguntarle qué hacer para liberar a Lidia, lo cual, desde hace mucho era su plan, claro, considerando que las monedas que había ocultado en la jaula del fallecido Braulio Álamos continuaban allí, luego de la limpieza que le habían hecho y de hacerlo, debería ser lo antes posible, pues nadie podía asegurar cuánto tiempo tardaría la vida del enano en extinguirse por completo.

Al medio día, un hombre llamado Diego Perdiguero caminaba rápido por las adoquinadas calles de Esmeralda, eso que debía disponerse a buscar, había aparecido misteriosamente en su propio pueblo y aquello significaba un gran golpe de suerte, tenía la ventaja y eso significaba dinero fácil y casi directo a su casa, solo necesitaba hacer uso del único teléfono disponible en el pueblo y sería un hecho. “Sí, dame con Damián o Vicente… ¿Vicente?... Soy Perdiguero, les tengo la información que buscan, el circo está aquí, en Esmeralda… Sí, sí, lo acabo de ver, no hay duda. Deben de haber llegado durante la noche… No, no, las atracciones no están disponibles aun para el público, pero te digo que está aquí… Todavía no está funcionando… No, no he visto esa sirena que buscan, pero… Pero es el circo de ese tal Morris… Sí, ese mismo… ¡estoy seguro hombre!… Bien. No olvides el dinero… Sí… sí, sí, aquí estaré.”

La jornada fue bastante buena, sobre todo para Cornelio pues el circo se llenó de gente dispuesta a salir de su rural y tranquila rutina para admirarse gratamente con atracciones que jamás antes habían visto y probablemente nunca volverían a ver, sin embargo, no había hombre más contento y satisfecho que Perdiguero tras ver la breve pero increíble aparición de Lidia, comprendió de inmediato la urgencia de los hermanos Corona por encontrar aquel circo y que su pequeño esfuerzo de llamarles por teléfono valía cada centavo prometido. Una vez que ya todo acabó y el último de los curiosos fue evacuado del circo, Von Hagen se quedó sentado en un taburete respaldado en uno de los neumáticos de los camiones comiendo una manzana y observando con infinita desilusión cómo Cornelio Morris había dejado a un hombre armado con una escopeta cuidando a Mustafá de que nadie se le acercara durante la noche, como previniendo sus planes, cosa que para Horacio no era de extrañarse, sino más bien, algo que ya debía haber imaginado. Rumiaba su profundo desencanto cuando la pequeña Sofía llegó a su lado, venía contenta, la niña siempre andaba contenta. Von Hagen se esforzó en sonreír “Hola Sofía, ¿Qué haces?” La niña abrazaba un conejo de tela de aspecto extraño, flaco y de miembros desmesuradamente largos, cabeza pequeña y unas orejotas sinceramente groseras, una auténtica birria. Sofía, en cambio, sonreía encantadora, con esa sonrisa reprimida de quien busca que le pregunten por qué sonríe “Mi mamá me ha dicho que tendré una fiesta de cumpleaños…” luego se puso seria para agregar “…bueno, me ha dicho que lo pensaría. Pero yo espero que sí” Concluyó, recuperando su sonrisa. Von Hagen se mostró artificialmente animado, para dicho acontecimiento faltaban aun dos meses pero comprendía perfectamente la emoción de la niña. Siempre se habían pasado por alto sus cumpleaños, ni un saludo, ni un abrazo, ni un pequeño obsequio, ni siquiera una mención, nada. “Solo quería que lo supieras porque me gustaría que fueras… ¿irás?” “¡Claro!...” respondió Horacio feliz aunque poco convencido, luego agregó como si le hubiese parecido pobre su respuesta “…Ya eres toda una señorita, ¿Cuántos cumplirás? ¿Siete?... ¿Ocho?” Sofía ya se iba, pero antes respondió con naturalidad “No, ya voy a cumplir trece años…” Von Hagen se quedó con cara de idiota mientras la niña se alejaba dando saltitos. Sofía era una niña muy inteligente, eso era evidente, no podía estar tan equivocada, sin embargo, aun ocho años parecían demasiados al verla, trece era, del todo imposible. La niña no crecía. Entonces comenzó a considerar los rumores que circulaban sobre Braulio Álamos y su muerte, que había sido encontrado flaco como una momia y que había muerto de hambre pese a todo lo que parecía comer. Una ilusión, eso era lo que algunos decían, él mismo no tenía recuerdos de haber sido un hombre-simio antes de su llegada al circo, y más de una vez, Ángel Pardo había comentado como anécdota, que durante su adolescencia había sido un muchacho más bien pequeño y debilucho. Todo aquello le daba una idea tan esperanzadora como peligrosa.

La mañana siguiente comenzó con gotas de agua que pronto se convirtieron en una lluvia tupida y violenta, un auténtico diluvio cerrado de esos que parecen que no van a terminar nunca, cosa que a Cornelio Morris no le hizo gracia alguna, pero, un acontecimiento cambió por completo su humor: La caja, donde permanecía Eloísa comenzó a proferir extraños ruidos que no provenían de la chica. Algunos sonaban como gatos en celo, otros eran voces de ultratumba pronunciando misteriosos conjuros en un lenguaje ininteligible, luego se producían gritos que parecían producidos a metros de distancia y también un llanto, largo y sosegado, inagotable, torturante. “Sáquenla al aire libre” ordenó Cornelio de inmediato y dos hombres cogieron la caja, no sin antes dudar si aquello era una buena idea, sorpresivamente, la caja pesaba lo mismo que vacía, sin embargo, igual se apresuraron en su tarea, pues los agobiantes ruidos no cesaban. La lluvia caía inclemente empapando en el acto a quien osara oponérsele, pero nadie quería perderse el suceso. El momento había llegado, y al igual que una mujer ya lista para dar a luz, a la caja tampoco se le podía pedir que esperara mejores condiciones climáticas. Todos en el circo se calaban hasta los huesos preguntándose qué iba a salir de la caja, Morris se veía preocupado, Von Hagen, angustiado, en el rostro de los mellizos Monje, en cambio, solo se veía compasión. Los sonidos se volvían apremiantes. Uno de los trabajadores abrió la caja por órdenes de Cornelio y se alejó de un salto, del interior cayó Eloísa agotada al barro sin parafernalia alguna. Su espalda estaba cubierta de grisáceas plumas. La niña respiraba agotada pero sonreía, como una maratonista que acaba de cruzar la meta en primer lugar, Morris se le lanzó encima para recogerla, la muchacha lo miró llena de orgullo por sí misma “Lo hice bien jefe, ¿verdad? esperé…” tomó aire  “…esperé a que vinieras por mí…” tomó aire de nuevo “…sabía que lo harías” Cornelio le tomó la cabeza en sus brazos, “Haz sido la mejor, y ahora tienes tu recompensa, lo que te prometí…” La ayudó a levantarse “…Vuela Eloísa. Vuela y deja a todos estos idiotas con la boca abierta” La muchacha abrió dos alas espectaculares de plumas grises como un ángel que, a pesar de su envergadura, parecían no pesar nada en su espalda. La lluvia seguía cayendo como chuzos de punta, pero una brusca sacudida liberó su bello plumaje del agua que acumulaba, y luego en solo dos movimientos se elevó en línea recta hacia el cielo, como si siempre hubiese sido un ser alado. Ángel Pardo no podía cerrar la boca aunque se lo hubiesen pedido “Hasta yo mismo hubiese pagado lo que fuera por ver esto…” dijo, a su lado, Von Hagen respondió en medio de un suspiro “Lo sé”


A varios metros de allí, había una furgoneta negra estacionada y bajo un árbol, tres hombres observaban con binoculares, a pesar del intenso aguacero, lo que sucedía en el circo “Dios mío, ¿Has visto eso?” preguntó Damián Corona sinceramente consternado, a su lado, su hermano Vicente sonreía sin despegar sus ojos de sus gemelos “Si fotografiamos estas criaturas, vamos a hacernos ricos” Un poco más atrás, Diego Perdiguero sonreía orgulloso, pues ya había conseguido participar del trabajo y su recompensa se había multiplicado considerablemente.

León Faras. 

lunes, 9 de mayo de 2016

Zaida

IV.

Una vez dentro del monasterio, algunos monjes se dedicaban a sus menesteres y cada uno detenía sus labores para dedicarle una respetuosa inclinación a Badú y otra a la pequeña Zadí que solo observaba agarrada con fuerza a la mano del viejo monje. Los interiores del edificio en sí, eran oscuros y más bien fríos, pero antes de llegar allí, se toparon con una llamativa presencia, un niño, ya al límite de sus fuerzas, permanecía en una posición con los pies separados, las rodillas dobladas, los brazos extendidos hacia los lados y cinco pequeños pocillos con agua distribuidos por su cuerpo, incluyendo uno sobre la cabeza, que le impedían perder la incómoda posición sin que más de uno de estos cayera, Badú lo miró con una mezcla de compasión y desilusión pero con poca sorpresa, “Gunta, ¿Qué fue lo que hiciste esta vez?” el niño tenía la misma cara de quien necesita con urgencia usar un baño, “Missa Badú… no fue mi culpa… esa rata me engañó… lo juro…” El monje lo miró severo “¿De quién estás hablando?” Gunta sudaba y le temblaban sus delgaduchos brazos y piernas “De una rata. Se metió a la despensa pero luego no estaba ahí… no fue mi culpa que Missa Yendé se la llevara a la cocina, ni tampoco que Paqui vomitara todo…” Badú intentaba juntar las piezas en su mente, pero por más que lo intentaba no lo conseguía “¿Y por qué Paqui vomitó?” preguntó el monje, pero otra voz mucho más profunda le contestó “Porque estuvo muy cerca de comerse a esa rata… realmente cerca, ¿Verdad Gunta?” este intentó mostrarse firme, pero su cuerpo lo traicionaba con elocuencia “Missa Nemir, yo no hice nada… ¡Esa rata debería estar aquí!” Missa Nemir era un hombre corpulento, severo y marcial, impartía disciplina con mano dura pero justa, “Dijiste que era tuya, por lo tanto también lo es la responsabilidad”. Luego, Nemir se inclinó profundamente para saludar a Badú, “Alabada sea tu presencia Missa Badú, ¿Has tenido un buen viaje?” Badú le narró brevemente los sucesos ocurridos incluyendo los horrores de la guerra que había presenciado y las circunstancias en que había encontrado a la niña, Nemir se mostró afectado “Son tiempos difíciles y dolorosos. Debemos orar por que sean breves” “Debo hablar con Missa Budara, debemos hacer algo por esta pequeña” “Sin duda…” respondió Nemir mientras se ponían a caminar para atravesar el monasterio y luego la pared de la montaña que lo protegía hasta el gran patio de rocas, Gunta al verlos alejarse protestó desesperado “¡Missa Nemir, por favor!...” Este se detuvo para responder “Esta bien Gunta, quítate los pocillos, pero si derramas una sola gota de agua, deberás comenzar de nuevo” Nadie se preocupó de vigilarlo, pero lo cierto es que Gunta, con sumo cuidado y a pesar del cansancio que le hacía temblar inconteniblemente los miembros, tomó los pocillos de sus brazos y se los bebió, luego los de sus muslos y también se los bebió y finalmente el de su cabeza que también se lo bebió y se arrojó al suelo agotado con una expresión en el rostro de un profundo alivio casi narcotizado y todo eso sin dejar caer una sola gota de agua al piso.


El patio de rocas, era un amplio cuadrado pavimentado con gruesos bloques esculpidos de piedra volcánica, que se utilizaba desde hacía tiempos remotos en el entrenamiento de los monjes y su preparación física. Allí se encontraban varios monjes jóvenes barriendo, uno de ellos era Driba, el más fiel ejemplo de la vocación, un muchacho que realmente había nacido para ser monje, que lo había deseado desde siempre y que se esforzaba por ser el mejor hasta el punto de ser desagradable e irritante para sus compañeros en similar situación, particularmente para Gunta, su perfecto antagonista. También estaba Paqui, un chico tímido y manipulable, con un talento natural para personarse con frecuencia en el momento y lugar equivocados. Nemir y Badú le preguntaron a éste por Budara pero resultó que el monje no estaba allí, entonces apareció Gunta, estirando los músculos de sus brazos y torciendo la espalda en busca de alivio para su cuerpo adolorido, venía a continuar con sus quehaceres cuando oyó lo que se hablaba “Uri lo vino a buscar…” dijo y los monjes lo miraron como si se tratara de un insecto que de pronto se ponía de pie y hablaba, en tanto, Gunta los miraba como si sus palabras hubiesen expresado una idea sumamente compleja que necesitaban de un tiempo para que se digirieran. “¿Y tú cómo sabes eso?” preguntó Nemir inclinándose hacia delante para mirarlo a los ojos, Gunta se curvó un poco hacia atrás, intimidado “Porque Missa Budara estaba a punto de quitarme el castigo cuando Uri llegó y se lo llevó” Nemir lo iba a regañar, porque no era correcto rogar indulgencia a otros monjes, pero se contuvo. A su lado, Driba señaló serio “¿Le habrá sucedido algo a las cabras?” “Será mejor averiguarlo…” dijo Badú y agregó dirigiéndose a Gunta, “…por favor, hazte cargo de esta pequeña un momento, ha tenido días muy difíciles pese a su corta edad…” Luego ambos monjes se fueron llevándose a Driba con ellos. Gunta se quedó pasmado, miró a la pequeña Zaida como si se tratara de algo asquerosamente sucio que debía limpiar, y luego a los monjes que se alejaban con Driba, “Yo fui el de la idea…” dijo dirigiéndose a Paqui que se aferraba a su escoba como un soldado se aferra a su fusil en una trinchera, “…pero ellos siempre prefieren llevarse al estúpido de Driba y a mí me dejan cuidando una niña” “Creo que le caes bien…” dijo Paqui con inocente honestidad, pero ante la mirada de mosqueado de Gunta se apresuró a seguir barriendo, sin embargo, la idea de Paqui no era nada errada, a la pequeña Zaida le había agradado desde el primer momento la presencia de Gunta, no había una razón específica para ello, tal vez era esa caprichosa tendencia de los niños a darse fácilmente con algunas personas y con otras no, o tal vez era simplemente que Gunta no le daba miedo. En ese momento se acercó otro de los muchachos, Ribo, un chico astuto, rara vez se metía en problemas porque sabía callar y obedecer sin rechistar, pero cuando ninguno de los monjes mayores estaba cerca, se volvía fanfarrón y haragán. Sacó de entre sus ropas un trozo de queso a medio comer y le dio una mascada, luego se lo lanzó a Paqui “No te lo acabes todo, no es una rata…” y se lanzó a reír tapándose la boca para no escupir el queso que aún masticaba, luego se lo ofrecieron a Gunta, “… ¿Y esta quién es?” preguntó mirando a la niña con el ceño exageradamente apretado, Gunta le dio una mascada al queso, “Y yo que sé…”dijo mirando a la niña que permanecía inmóvil a su lado, Paqui respondió, “Missa Badú la dejó aquí y dijo que la cuidara” “Menudo par de espantapájaros…” dijo Ribo arrebatándole el queso de las manos a Gunta, luego agregó “…Yo sólo, cuidaba de mis cinco hermanos pequeños” “¿No eran solo dos?” “Cállate Paqui” gruñó Ribo y Paqui se calló. Luego tomó un trocito de queso y se lo ofreció a la niña como si se tratara de un animalito salvaje con el que se quiere entablar amistad, llevándoselo a la boca primero, para mostrar que se trataba de un alimento y luego acercándoselo a la cara de la niña con su mejor sonrisa, Gunta le dio una palmada en la cabeza, “¡Eres un tonto Ribo!, ¿Acaso crees que se trata de un perro?”Lo regañó quitándole el queso y se lo dio a la pequeña Zaida en la mano, Ribo se enderezó sobándose la cabeza disgustado, pero luego soltó una risa de lo más boba “¡Miren, se lo está comiendo! ahora ya puede ser un miembro de nuestro grupo” “¿Y por qué crees que se va a quedar?” preguntó Gunta limpiándose la boca con el dorso de la mano, Ribo se puso repentinamente serio, “¿No han visto las humaredas que aparecen aquí y allá?... son aldeas, aldeas arrasadas completas… destruidas por los ejércitos” su rostro reflejaba una gran preocupación que contagió a los demás “…Sí se va a quedar.” Sentenció asintiendo con la cabeza. Paqui de pronto tuvo una ocurrencia “Al menos, ahora podré mandar a alguien…” “Cállate Paqui” dijo Gunta, luego escupió al suelo con fuerza y también con amargura. Y Paqui se calló. 

León Faras.