IV.
Baros desde la muerte de Orám sospechaba
cada vez con más fuerza, que la maldición de la mujer maldita, era un embuste, probablemente,
diluido y extinguido en las generaciones de mujeres que vivieron antes que
Idalia, en las cuales la maldición sí había adquirido celebridad, pero ahora
todo aquello perdía fuerza. La maldición era clara y ampliamente conocida: “Si
uno de los dos muere, el otro también” y eso no había sucedido con el viejo jefe
de guardias, además, la mujer maldita permanecía encerrada y narcotizada solo
para evitar que cumpliera su objetivo de quitarse la vida y así eliminar a
Rávaro, cosa que, ahora que era libre, nada se lo impedía y de seguro ya había
conseguido pero nada había sucedido aun con su supuesta maldición. Baros Salió
del castillo de Rávaro acompañado de cuatro soldados con órdenes específicas de
matarlo en el acto y sin dudar si intentaba algo extraño y de una pequeña
fortuna para negociar con los salvajes la recuperación de la mujer maldita.
Pero sus planes eran otros.
El Místico corría y su capacidad
para hacerlo era sobrenatural, disminuyendo el peso de su cuerpo al mínimo
necesario para mantenerse pegado al suelo, logrando moverlo a una velocidad
constante y respetable con poco esfuerzo durante horas. Se dirigía hacia la
selva que rodeaba la ciudad Antigua, hacia la entrada que allí había a la
verdadera ciudad, una entrada muy conocida y usada por los místicos y solo por
ellos, pues no cualquiera tendría la ocurrencia o la osadía de internarse en
una selva llena de criaturas peligrosas y gases tóxicos, ni menos pretender
entrar a la ciudad Antigua sin ser invitado.
Idalia no podía creer lo que veía,
no solo era la oscuridad de la noche que cubría todo hasta donde sus ojos
veían, sabiendo que del otro lado del foso, había un sol radiante, sino que era
también la ciudad, completamente levantada e iluminada, con sus torres y
edificios de piedra, sus calles y puentes, arcos y pilares, todo nuevo, hermoso
y finamente ornamentado y el río en el que la mujer aun flotaba, entraba
directo en ella. Tan absorta estaba, que no vio la barca que se acercaba
silenciosa hacia la ciudad, hasta que esta se detuvo junto a ella, y un farol
la iluminó. Era un bote largo y delgado terminado en una punta curvada hacia
arriba en ambos extremos y con un cuerpo más ancho y achatado. Dos figuras
viajaban en la embarcación, una iba sentada en la proa y sostenía el farol en
una mano, la otra iba erguida en la popa, inmóvil como una estatua, se apoyaba
en una especie de vara o lanza larga. Ambas se cubrían con túnicas negras de
pies a cabeza. Idalia se sobresaltó sin saber bien qué esperar, la figura que
llevaba el farol se inclinó completamente para iluminarle el rostro, le habló
en un idioma que la mujer no entendió, su voz era inesperadamente juvenil. La
mujer trató de explicarse que no entendía lo que le hablaba, pero apenas
pronunció dos palabras y la figura del farol se espantó, la otra en cambio, no
hacía ningún movimiento. Entonces la vio, quien sostenía el farol era una
chiquilla, de bonito rostro, cabello muy corto y unos delicados tatuajes bajo
los ojos. Idalia nunca antes había visto tatuajes. La chiquilla, esta vez en el
idioma de la mujer, le preguntó si es que acaso había atravesado el foso, y
esta, aun en el agua, respondió que sí, lo que dejó pasmada a la muchacha,
llevándose una uña a los dientes, eso hasta que Idalia debió sujetarse del bote
agotada y la chiquilla por fin le tendió una mano para ayudarla a subir, Idalia
dudó ante la amenazante figura erguida en la popa, pero la muchacha la
tranquilizó, diciéndole que solo se trataba del barquero, luego se sacó la
túnica para dársela a Idalia. Su nombre, era Driana. La barca reinició su
marcha.
Gálbatar abrió la caja de madera y
se quedó mirando el cúmulo de rocas en su interior, Gíbrida, desde lo alto de
su torreta giratoria se volvió para curiosear, pero su jefe la reprendió para
que volviera la vista hacia dónde iba, sin embargo, el paraje era desértico y
hace rato que, aburrida, la muchacha solo se preocupaba de mantener la
dirección en la brújula. Ella, esperaba ver una generosa fortuna en el interior
de aquella caja, pero al ver el montón de piedras creyó que habían engañado al
alquimista. Sin embargo, cuando las rocas comenzaron a agruparse y formar un
ser que se puso de pie y miró a su alrededor, casi se cayó de su asiento. El
enano de rocas, poco entusiasta por naturaleza, no mostraba interés alguno en
salir de la caja, ni miaja de incomodidad por ser el centro de atención, pues
hasta Bolo había detenido su trabajo unos segundos para observarlo con la
expresión en el rostro que tendría alguien que de pronto ve que su comida se
mueve. Gálbatar comentó la inverosímil historia que Rávaro le había contado
sobre aquel enano y la bestia tirada en el patio del castillo, inverosímil no solo
por la disparatada diferencia entre ambos oponentes, sino que por la naturaleza
pacífica de los enanos de rocas, quienes habían existido miles de años sin que
jamás hubieran tenido la necesidad de enfrentarse con nada ni nadie, ni
competir por alimento, territorio o seguridad. La historia sonaba inasible
desde todo ángulo, sin embargo, el enano despedía un olorcillo poco habitual, agrio
y pertinaz, como a vómito, para ser más exacto, lo que no dejaba de ser
curioso.
Mientras tanto en su castillo,
Rávaro estaba literalmente echado en su trono, un trono que le quedaba grande
físicamente, casi como un niño pequeño sentado en el sillón de su padre. Había
un asunto al que no cesaba de darle vueltas en su mente y era lo que había
dicho su media hermana, Lorna, antes de morir, que su hermano Dágaro tenía una
joya de reencarnación en su poder gracias a ella y que estaba preparándose para
regresar. Pero no era a su hermano al que le temía de forma inmediata, sino al
ejército de soldados espectrales que mantenía fuera de su castillo y de los
cuales no podía asegurar su lealtad, de hecho, estaba seguro, y con toda razón,
de que aquellos seguirían al semi-demonio, si este regresaba y ese sería un
gran problema. Se trataba de criaturas mudas e indolentes con las que no podía
negociar ni por las buenas ni por las malas, y a los que no podía destruir sin
un enfrentamiento que le dejaría numerosas bajas. Tampoco lograría expulsarlos
o desterrarlos, pues su existencia dependía de permanecer cerca del castillo y
los espectros no estarían dispuestos a irse. En todo aquello meditaba cuando un
hombrecillo se presentó ante él, era un viejo que apenas mediría un metro,
nervioso, humilde, de grandes orejas y ojos pequeños, Rávaro lo miró como algo
desagradable que se hubiese quedado pegado a su zapato. Ni siquiera lo conocía.
El viejo, se presentó como Obli, cosa que en Rávaro no despertó ni el más mínimo
interés, luego, extremando al límite su ya intrínseca humildad, agregó que era
el porquero, información que lejos de ser interesante, comenzaba a impacientar
a Rávaro, entonces Obli, viendo que su vida podía correr peligro si seguía
abusando de la tolerancia de su señor, le dio el recado con el que le habían
enviado. La Bestia estaba despertando.
León Faras.