sábado, 25 de junio de 2016

Alma electrónica.

La habilidad de Betty.

El caos reinaba en el pequeño refugio subterráneo, los gatos habían encontrado su escondite y las ratas se desesperaban por salir de allí con vida, dos barcazas aerostáticas les rodeaban e iluminaban todo, aguardando a la llegada de los Aplacadores, estos no tardarían en arribar y una vez que esto sucediera, las posibilidades de sobrevivir prácticamente desaparecían. El líder del grupo era un hombre maduro, experimentado pero también con mucha suerte, su decisión era arriesgada pero ya no les quedaba tiempo, usarían el vehículo para escapar, todos sabían que aquello era casi suicidio, era regalarles a las máquinas un blanco enorme, visible, explosivo y además muy atractivo, las ratas siempre evitaban usar vehículos, lo más óptimo para ellos era el sigilo y la escabullida, pero con un poco de suerte y la habilidad del chofer, tal vez, podrían salir con vida, aunque la real preocupación era otra, tenían una posesión realmente valiosa que debían proteger como fuera, Betty, una adorable robot médico. Los androides cirujanos pertenecían a una especie casi extinta por completo, las máquinas habían puesto particular énfasis en la eliminación de todos ellos, pues dada su labor, tenían una programación innegablemente afín a los humanos, además de un aspecto físico que se esmeraba en emular a la perfección la apariencia humana, una tendencia tan antigua como innecesaria, excepto en los trabajadores sexuales, pero caprichosamente empleada también en algunos otros campos, sin embargo, para las máquinas, todo aquello solo los volvía aliados naturales con las ratas y en consecuencia, enemigos de los gatos. Esta particularidad excluía a Betty de necesitar alguna vez el virus Alma, pero de esa misma manera, la convertía en una pieza de antigüedad cuyas partes estropeadas eran muy difíciles de reemplazar y no sin algunas adaptaciones, por lo tanto, cualquier daño que sufriera siempre era un desastre. El plan era sacarla por otro lado mientras ellos y el vehículo se llevaban toda la atención de las máquinas, luego se reunirían en la mina abandonada que todos conocían, pero alguien debía acompañarla y el líder había elegido a Mandril, un robot guardia infectado hace poco más de un mes con el virus Alma, el mecánico que acompañaba al líder se opuso, “…es demasiado valiosa para enviarla con un robot, ya sabes lo frágil que puede ser la lealtad de un convertido…” le dijo, cuidándose de no ser oído por el androide, pero el líder no contaba con más opciones ni tiempo para considerarlas, él era demasiado viejo, el mecánico debía manejar el vehículo y preocuparse de su hija que aun era demasiado joven y el técnico era el único que entendía el funcionamiento de las máquinas, cómo repararlas y cómo transformarlas, eso sumado a sus escasas habilidades de supervivencia. La idea era mala, desesperada e irresponsable, pero el tiempo se acabó, una nueva barcaza llegaba repleta de Aplacadores y el plan se debía poner en marcha. Se llevaron todas las armas, incluso Betty llevaba una pequeña en la mano. La camioneta cuatro por cuatro, salió a toda velocidad destruyendo una precaria pared de madera y enfrentándose a una potente luz proveniente de una barcaza que los cegó en el acto, el camino era sinuoso, en mal estado y regado de chatarra y escombros, las explosiones no tardaron en llegar, empeorándolo aun más, la primera les dio una buena sacudida que el mecánico logró controlar, dos más muy seguidas lograron sacarlos del camino hacia unos campos llenos hace muchos años solo de malezas. El vehículo y sus integrantes lograban alejarse de la barcaza y mientras eso sucediera, las armas de esta última se hacían menos eficientes, pero una nueva luz cegadora se alzó frente a ellos, de en medio de esa luz salió un disparo invisible que el mecánico solo esquivó por instinto para que no les diera de lleno, llevando su coche con el impulso de la explosión contra un árbol y luego por un pequeño barranco hasta el lecho de un canal con poca agua donde se detuvieron, solo contaban con escasos segundos antes de ser descubiertos por las barcazas o los Aplacadores, el mecánico y su hija lograron salir de inmediato, adoloridos pero enteros, el viejo líder había sacado la peor parte, el impacto contra el árbol lo había dejado malherido, mientras el técnico sangraba profusamente por una herida en la cabeza.

Mandril aguardó el arranque de la camioneta y salió por el agujero que tenían preparado seguido de cerca de Betty, la oscuridad, la vegetación y una buena cantidad de escombros y cadáveres mecánicos hacían más fácil escabullirse, agazapados, avanzaron varios metros hasta apoyarse contra los restos de un autobús, la ciudad en ruinas estaba cerca, allí sería más fácil esconderse y una vez que todo se calmara, ir a reunirse con el resto del grupo. Mandril murmuró muy despacio, “Hay un aplacador enfrente, tal vez de guardia… espera aquí…” el lenguaje con sonido a la usanza orgánica, era completamente innecesario para transmitir información de un robot a otro, pero Mandril, una unidad contaminada con el virus Alma, estaba completamente convencido de su humanidad y por lo mismo era incapaz de comunicarse de otra manera, se acercó sigiloso al robot que estaba de guardia, mientras de su nudillo brotaba de forma instantánea un aguzado punzón que enterró limpiamente en el cerebro del aplacador, este cayó sin emitir más ruidos que el de los cortocircuitos y las chispas, inmediatamente el atacante se agazapó tras un árbol. Betty en ese mismo momento podía detectar las ondas de radio de varios aplacadores que intercambiaban comandos y códigos entre sí muy cerca de allí, se habían dado cuenta de que uno de sus miembros había dejado de responder y eso los alertaría, estaban rodeados en medio de una patrulla y el más mínimo movimiento en falso los delataría, era inminente que actuaran. Al principio Mandril se negó, pero pronto comprendió que no tenían más opciones, Betty conocía el número de aplacadores cercanos y su posición, gracias a las ondas de radio que detectaba, por lo que podía informar a Mandril de dónde y cómo ubicarse para sorprenderlos, este aceptó, y se retiró sigiloso, dando un amplio círculo para evitar ser detectado, Betty se quedó ahí, pero pronto notó con angustia simulada artificialmente, que los aplacadores se acercaban en busca de su camarada caído. Estos comenzaron a aparecer rápidamente, eran oscuros, altos y estilizados como guerreros africanos, Betty los enfrentó ocultando su pequeña arma, como una niña sorprendida ante las consecuencias de una travesura que ella no ha cometido, su aspecto humano y su rostro angelical podían engañar a más de alguien, pero no a los Aplacadores, ellos sabían perfectamente que era una máquina, esta se identificó con el código de un robot de compañía y satisfacción sexual, totalmente obsoleto e inofensivo, pero servía para justificar su aspecto humano. Mentir era algo que los robot por regla general no sabían ni comprendían cómo se hacía o bajo qué circunstancias, pero con el tiempo y el trato con humanos, muchos habían adquirido y perfeccionado la técnica, obteniendo convincentes resultados, una mentira que los aplacadores no tenían cómo poner en duda. Betty les ofreció información sobre lo que le había sucedido a su compañero, los Aplacadores se la exigieron, ella les dijo que quería acompañarlos, pues había humanos cerca y su aspecto serviría para engañarlos y que confiaran en ella, los Aplacadores le apuntaron con sus armas, no necesitaban su ayuda para aplastar la anodina rebelión orgánica, Betty sintió miedo, pero no un miedo humano, sino un programa en su cerebro impuesto por el fabricante, que la alertaba del peligro inminente y la movía a alejarse o protegerse para evitar sufrir daños, pero no hizo nada que lo demostrara. Entonces se escuchó un disparo y un aplacador cayó con la cabeza destrozada, Betty aprovechó la distracción y sacó su arma logrando darle a uno, los aplacadores abrieron fuego contra ella mientras Mandril los derribaba uno a uno gracias a su exquisita puntería y precisión. Cuando este la encontró, estaba tirada en el suelo totalmente exánime. La tomó y se la echó al hombro, una acción completamente imposible si Mandril hubiese sido un humano de verdad como creía, debido al considerable peso de la androide.


Cuando Mandril llegó a la mina, encontró a Mecánico vigilando afuera, estaba cubierto de lodo ya seco casi por completo. El robot narró lo sucedido explicando que no había podido salvarla, que ojala le hubiesen disparado a él y que ella estuviera bien para curarlo. Adentro, la hija del mecánico ya había hecho lo mejor posible con la herida del técnico, que se recuperaba apretándose un trapo a la cabeza para contener el sangrado. El líder en cambio, había muerto, se había quedado en la camioneta para enfrentar a los aplacadores y así darles tiempo a los demás para huir, pero los gatos ni siquiera se molestaron en aparecer, simplemente una barcaza hizo volar por los aires envuelto en llamas al vehículo de un único y potente disparo. El arroyo, lodoso y cubierto de vegetación les había sido útil para escabullirse a los demás. El técnico revisó a Betty sin encontrarle ningún daño o señal de disparo, no tenía nada, pero sin embargo, estaba totalmente inerte. Entonces se le ocurrió la idea más sencilla y obvia: Encenderla. Le abrió la mandíbula y buscó en el fondo del paladar de Betty un botón que debía ser hundido y la robot cirujano sencillamente despertó. Todos sus programas se iniciaron y actualizaron, informándole de dónde estaba y cuanto tiempo había pasado, al comprobarlo, se dio cuenta de que su plan había funcionado. Mentir era común en los humanos y eso un médico lo debía saber, con el tiempo, había aprendido a interpretar más que las palabras y hasta a fabricar sus propios engaños. Betty se había hecho la muerta, algo que los Aplacadores jamás comprenderían.


León Faras.

sábado, 18 de junio de 2016

Del otro lado.

XXV. 


El mundo parecía tranquilo otra vez pero Laura ya no se atrevía a mirar los reflejos, tenía miedo y la soledad abismante no ayudaba a que se sintiera mejor. Había algo aterrador rondándola y no sabía qué cosa era, pero sí sabía que eso, la podía ver a través del reflejo tal como ella lo había visto y al parecer sus intenciones eran de atacarla o devorarla. Se quedó sentada en el suelo hasta que el silencio y la tranquilidad del mundo la calmaron un poco, pero ahora se sentía muy desvalida, vulnerable, pues no sabía dónde esconderse, hacía dónde huir o a quién recurrir. Laura se había allegado hasta allá porque pensaba visitar a su familia, verlos en casa, estar con ellos, espiarlos en sus vidas cotidianas, pero ahora esa idea se desvanecía, los reflejos que hasta hace poco la llenaban de ilusión, ahora le asustaban terriblemente. Solo había un lugar al que podía ir y hacía allí encaminó sus pasos, caminando rápido y con la vista pegada al suelo, evitando la tentación de mirar los reflejos de los escaparates o de los vehículos, pero las coincidencias pueden jugar tanto a nuestro favor, como en nuestra contra. Un vistazo le bastó para identificar a su amiga Loreto Erazo, con una pequeña preciosura tomada de su mano, que apenas había comenzado a caminar, ella, su mamá y su hija, estaban paradas frente a una enorme vitrina y hablaban y gesticulaban como en una película muda que Laura podía ver pegada al cristal, pues ella no tenía reflejo ni bloqueaba la luz. Aquella experiencia fue tan alucinante que por largos segundos se olvidó del miedo y la soledad, se sintió contenta y un poco más cerca de esa lejana cotidianeidad que tan abruptamente se la habían arrebatado. Se agachó para ver de cerca a la pequeña hija de Loreto, con las manos pegadas al vidrio, se preguntó cuál sería su nombre, era tan linda y le daban muchas ganas de poder tomarla y tratar de arrancarle una sonrisa, pero fue su mamá quien la tomó y de una forma un poco brusca, Laura se alejó para mirar, su amiga se veía preocupada, y miraba hacia atrás. Un perro vago, grande, negro, viejo y de aspecto humilde ladraba parado en la vereda, estaba muy cerca de la vitrina, por lo que no era fácil de ver su reflejo para Laura, por supuesto que no lo oía, pero el hocico del animal en forma de “o” y sus ojos grandes y lagañosos delataban un ladrido de advertencia, no de ataque, uno de miedo o por lo menos de desconcierto. Laura se le acercó calculando la posición del animal por su reflejo y vio como el perro se alejaba inexplicablemente para los transeúntes que lo observaban y seguía ladrando. Miró hacia la vitrina nuevamente, había gente detenida, otros pasaban mirando al animal como si aquel hubiese perdido su cordura, otros le gritaban para que se callara o se fuera, pero no funcionaba, el animal ladraba y no sabían a qué. Laura observaba la escena y esta le hacía gracia, como si estuviera haciendo una travesura, pero la travesura terminó y también su gracia. Un fuerte e inesperado viento azotó a los habitantes del escaparate, que los obligó a protegerse del polvo levantado y a las mujeres a sujetarse los vestidos, papeles y hojas volaron y hasta el perro dejó de ladrar, pero a Laura no se le movió ni un pelo. La Sombra apareció allí, como una silueta en la neblina, salida, seguramente, de algún trozo de oscuridad donde permanecía oculta observándola, estaba parada tras ella en medio del tráfico, alta y muda, Laura se quedó de piedra frente a la vitrina, se olvidó del mundo y el mundo se olvidó de ella, volvía a estar sola contra la Sombra, Laura se contrajo, se endureció, se apretó todo lo que pudo, puños, dientes, párpados, todo, pero nada sucedió. Abrió un ojo con recelo y la vio, muy cerca, el perro ladraba con más desesperación, pero ella ya no lo veía ni menos lo oía, solo veía esa cosa frente a ella en el reflejo, alta, difusa, oscura, como en un espejo empañado, curvada sobre ella como un depredador silencioso y mortal. La Sombra le lanzó un zarpazo increíblemente violento para una cosa de estructura tan ambigua que pareció capaz de romper la vitrina en mil pedazos de una sola vez, pero Laura no quiso ver si lo conseguía o no, solo respondió apretando los ojos y soltando un grito agudo y estremecedor que hizo huir despavorido al perro, el único que lo percibió, luego la muchacha corrió, literalmente, como alma que lleva el diablo, sin detenerse hasta llegar a la iglesia.

No era una mujer asidua a la religión, nunca lo había sido, y ahora se preguntaba si no sería demasiado tarde. Laura corrió a toda la velocidad que pudo y sin detenerse ni un momento, pero al llegar a la iglesia, no sentía nada de cansancio y su respiración, porque respiraba, aunque solo fuera por costumbre, no había perdido su normal y relajada cadencia, de hecho, podría haber seguido corriendo indefinidamente sin ningún problema. Sin embargo, el miedo no se le había pasado, se preguntaba si aquella sombra correría igual tras ella, pero no se la imaginaba dando zancadas, más bien la temía pegada a su cuerpo, como su propia sombra cuando tenía una, y era aterrador pensar que la propia sombra se volviera en contra de uno y encima de una forma tan violenta y atemorizante. Laura entró al templo por un acceso lateral, oyó sus pasos sin la acústica característica de las iglesias, la luz era tenue. Habían pasado muchos años desde la última vez que entraba ahí, pero nada había cambiado. José María, el cura, le caía bien desde una vez que lo oyó decir que la repetitiva tabarra de las celebraciones religiosas, inevitablemente terminaba cansando a la gente, que solo se acercaba a la iglesia al principio y al final de su vida, salvo algunas excepciones, pero no muchas tampoco, le caía bien, pero no lo suficiente como para haberse animado a visitar la iglesia más a menudo, sin embargo ahí estaba ahora, aunque no se sentía segura, demasiados reflejos la incomodaban horriblemente, hasta el suelo inmaculado, reflejaba brillos y sombras difusas que Laura no se atrevía a mirar por mucho rato, mientras que las imágenes de Cristo, la Virgen y otros santos, parecían ignorarla, preocupadas de otros asuntos mucho más importantes que sucedían en alguna parte indefinida del cielo o la tierra. Laura se preguntaba por qué, si estaba muerta, seguía ahí, por qué la habían olvidado, hasta se le ocurrió pensar que no estaba suficientemente muerta todavía, y alguien había enviado esa cosa para terminar el trabajo, sin embargo, algo tan horrible y atemorizante no podía venir desde arriba, y esa idea la angustiaba. Se arrodilló a pedir protección, una ayuda, una luz. Ella no había sido una santa, pero tampoco había sido una mala persona, sus mundanos e inocuos pecados, o por lo menos los que ella era capaz de recordar y reconocer, no podían ser suficientes para condenar a alguien o simplemente toda la humanidad estaría perdida. Al igual que cuando era niña, la oración se le volvía un monólogo sin respuesta que pronto se le acababa y no sabía cómo continuar. Se persignó, se puso de pie y se sintió al menos más tranquila, había recordado el reloj infantil encontrado en el cementerio, la hoja de papel y su cita con ese tal Alan y lo tomó como una inspiración divina, quizá, como la ayuda que pedía. Se fue sintiendo un poco más de valor, de seguridad, pero caminando rápido y procurando no posar la vista en ningún reflejo, pues temía que ese valor se evaporara rápidamente si volvía a enfrentar a la Sombra.

Al caer la noche, Laura ya llevaba buen rato en el cementerio, la oscuridad la protegía de los reflejos en buena medida y eso la apartaba de la sombra que parecía seguirla, su mundo volvía a ser silencioso y carente de vida y con el pasar de las horas, aquello le brindaba seguridad. Había notado, por supuesto, que la Sombra no podía hacerle daño estando del otro lado del reflejo, que estaba impedida de entrar en su mundo, sin embargo, no tenía idea de qué cosa era, de por qué estaba tras ella, o si en algún momento podría alcanzarla con uno de sus violentos ataques. En un momento determinado, una luminosidad que no había notado, la atrajo, al acercarse se encontró con una especie de ritual que llevaban a cabo cerca de su tumba, con varias velas encendidas, un espejo, un tiesto con algo parecido a agua, y un sospechoso círculo blanco que Laura evitó pisar. Pensó que el tal Alan no era un tipo normal como creía. Llevada por la curiosidad, se armó de valor para echar un rápido vistazo al reflejo del espejo, quería saber qué aspecto tenía el hombre que pretendía ayudarla, pero en su lugar vio a una mujer que, a la luz de las velas, parecía sostener un pocillo frente a su cara, al cual le oraba concentrada. No vio a nadie más ni quiso seguir mirando el espejo. Laura pensó en alejarse, todo aquello le daba mala espina, un ritual, a media noche en un cementerio, de seguro no era para nada algo normal, pero por otro lado, su situación tampoco era de lo más corriente y necesitaba que alguien la ayudara o la orientara, por lo que prefirió quedarse allí. Laura no sabía bien como actuar en estos casos, por lo que se sentó en el suelo a esperar. De pronto, una manta que estaba tirada en el suelo comenzó a desprender un humo denso y azulado sin motivo aparente, pues no había fuego en ella ni nada parecido, pero no era un humo común y corriente, pues no ascendía ni se dispersaba, sino que se agrupaba, se amontonaba allí como si estuviera llenando un recipiente invisible, un recipiente del tamaño de una persona. Laura se puso de pie un poco asustada, pues tenía miedo de que la Sombra hubiese encontrado la manera de entrar en su mundo y se estuviera materializando de alguna manera, pero no, dentro de esa masa de humo que se movía manteniendo su forma iluminada tenuemente por las velas, apareció una mujer, la misma que había visto antes a través del espejo, “Ya puedo verte…” dijo esta sonriendo, como si una imagen holográfica fuera, su voz sonaba más lejana de lo que se veía, pero audible para Laura que creía estar viendo un fantasma “¿Quién eres?” preguntó esta, acercando tímidamente una mano, pero sin que pudiera tocar nada, “Me llamo Olivia, quiero ayudarte, hay gente preocupada por ti… Alan está aquí también” agregó la mujer suponiendo que Laura lo conocía, “Quiero preguntarles algo, necesito saber…” Laura se apresuró para que le dijeran algo sobre esa sombra horrible que la seguía, pero Olivia la interrumpió, “Nosotros también queremos preguntarte algo, pero no puedo permanecer mucho tiempo así. Te haré visible a ti por unos minutos” Laura asintió nerviosa pero dispuesta, Olivia le ordenó que se parara en el círculo blanco que había hecho en el suelo y empezó a recitar un conjuro concentrada, el agua del pocillo que estaba sobre la manta comenzó a hervir, Laura vio como se empañaba rápidamente el espejo, eliminando su capacidad de reflejar, entonces, el círculo blanco estalló repentinamente, lo suficiente para que Laura diera un respingo, y todo su rededor se llenó de un humo blanco que comenzó a pegársele al cuerpo como si este lo atrajera. Olivia observó cómo su conjuro funcionaba, pero antes de desaparecer vio surgir de las sombras un Escolta, algo que no estaba para nada en sus planes. El Escolta atacó con furia el cuerpo de humo de Laura, rasgándolo y devorándolo en segundos, engañado al creer que su víctima ya le era alcanzable.


Cuando Laura notó lo que había sucedido ya no quedaba nada del contacto que había hecho, Olivia había desaparecido y también el humo blanco que había cubierto su cuerpo inmaterial por breves segundos, solo quedaban los bártulos de la hechicera esparcidos en el suelo y el resto era solo el silencio y la soledad acostumbrados. Comprendió, frustrada, que la sesión había terminado, pero supuso que Olivia había visto la Sombra también, y que tal vez podría ayudarla. Eso le dio una idea, se acercó al espejo empañado y dejó un escueto mensaje, de hecho, solo una palabra: Ayuda.

León Faras.

miércoles, 8 de junio de 2016

Autopsia. Segunda parte.

IV.

“Yo soy Clarita, este es Nube…” señaló a su perro “…y esa de allá, es mi hermana, Gracia” dijo la niña ofreciéndole a Elena un plato de latón viejo, con un trozo de manzana, algunas bayas silvestres, y un trozo de pan desmigado en varios trocitos, con el fin de conseguir a fin de cuentas, dos porciones minuciosamente equitativas para las dos comensales. “No te preocupes por ella, nunca quiere comer lo que yo le doy” dijo, señalando un punto vacío de la habitación y rió, como si su hermana inexistente le hubiese replicado algo. Elena no sabía bien qué estaba pasando, no sabía si la niña le tomaba el pelo con un juego infantil o tenía algún tipo de problema psiquiátrico que realmente la hacía creer que la acompañaba una hermana invisible. Mientras comía, notó la mirada larga y expectante de Clarita, tanto que debió detener el trozo de manzana que iba hacia su boca para preguntar qué era lo que le miraba, “¿Es cierto lo que dice Gracia…?” preguntó la niña, pero Elena no tenía ni siquiera una pálida idea de lo que la supuesta Gracia había dicho, entonces, Clarita se vio forzada a repetir lo que su hermana había dicho, pero con gesto de estar haciendo algo absolutamente innecesario “…que te escapaste del convento y ahora te están buscando” Elena le echó un vistazo al perro echado a su lado, aun sabiendo que este no le diría nada nuevo “¿Cómo sabes que me están buscando?” preguntó preocupada, “Gracia los vio, pero no te preocupes, ella sabe esconderse bien y no la vieron a ella…” De eso último Elena podía estar bien segura, luego Clarita agregó “… ¿te hicieron algo malo o tú hiciste algo malo?” Elena dejó su plato en el suelo para que Nube devorara los últimos trocitos de pan “Yo hice algo malo, y ahora no puedo volver allí…” Clarita sonrió con un dejo de tristeza, “Igual que nosotras, también tuvimos que huir… era lo mejor…” la niña miró hacia un rincón y luego volvió la vista hacia Elena “…me culparon a mí, pero no me importa yo sé que ella lo hizo por defenderme… a ella no le gusta hablar de esto…” “¿Quién…” preguntó Elena “¿Quién te defendió?” La niña se encogió de hombros para responder “Gracia…”

Antes de que anocheciera completamente, Elena y la niña decidieron que no encenderían fuego esa noche, se acurrucaron junto a Nube sobre el montón de paja y aguardaron en silencio hasta que oscureció completamente. Las colchas olían a sudor, humo y a perro mojado, pero eso no importaba nada en ese momento, Elena estaba mucho más a gusto allí que en el convento y aunque podía sentirse algo insegura por el lugar ajeno y desconocido, el amplio silencio de la noche la tranquilizaba, “Puedes dormir tranquila, nadie viene por aquí…” susurró Clarita “…y si alguien se acerca, Gracia y Nube nos avisarán en seguida…” luego agregó con una sonrisa traviesa “…ella nunca duerme” Al poco rato, Clarita dormía plácidamente y Nube también, “Solo quedamos Gracia y yo…” pensó Elena, siguiendo el juego de la niña y luego sonrió con ternura. Elena pensaba que la soledad y abandono de Clarita debían de ser muy extensos ya, como para haberse inventado una hermana ficticia. Le hubiese gustado haberla conocido antes, cuando tal vez, hubiese podido hacer algo por ella, ahora, escasamente podía ofrecerle su compañía, pues era ella la que necesitaba la ayuda de la pequeña, y estar ahí en cierto modo la tranquilizaba, sabía que había hecho cosas horribles de las que nunca se hubiera imaginado siquiera capaz, pero también lo que le habían hecho a ella había sido terrible, y estar allí, durmiendo en esa choza media derruida y acurrucada en un lecho rústico y de mal olor, la sacaba de todo lo que había sucedido, la alejaba incluso de lo mal que se sentía. Las monjas no recorrerían los campos de noche buscándola, tal vez, alguna de las hermanas velaría durante la noche a la espera de que regresara sola, pero era poco probable que alguna se aventurara hasta allí. Tal vez, por la mañana.

Guillermina estuvo a punto de botar al suelo la bandeja con el desayuno del padre de la pura impresión cuando vio aparecer a este completamente vestido y en su cocina, “Deshazte de esto…” le dijo a la mujer con su tono adusto característico, estirándole un manojo con sus ropas rotas y ensangrentadas “…y ahórrate la tabarra sobre el reposo. Tomaré el café en mi escritorio” luego se retiró rígido, como un general que pasa revista a su tropa. El sacerdote había dormido poco y mal, lo que acentuaba aun más su carácter hosco. Había actuado mal con Elena al perder la paciencia y reaccionar violentamente, lo sabía, pero eso no le disipaba en lo más mínimo la irritación que aun sentía al rememorar las palabras de esta en contra de Dios, eso era lo que lo exasperaba, pues la puñalada solo la veía como una forma providencial y justa de resarcir su bien asumido pecado de ira, una consecuencia por la cual, no culparía a nadie ni mucho menos intentaría apaciguar la molestia física que la herida le causaba guardando reposo ni nada parecido, sino que por el contrario, la soportaría sin quejas y en silencio como le correspondía y realizando su trabajo lo mejor que la herida le permitiera. Lo otro que le preocupaba enormemente era que al momento de venirse desde el convento, Elena aun estaba desaparecida y ella era una chica que, debido a su crianza y educación, era incapaz de arreglárselas sola en el mundo, aunque fuera solo una noche. Confiaba en que la oscuridad y el hambre la hubiesen llevado ya de regreso al convento, porque si algo malo le sucedía a la muchacha, necesitaría más que una puñalada para aliviar la culpa.


            Al medio día apareció Ismael Agüero nuevamente buscando al padre, era un hombre maduro y delgado, con la piel muy castigada por el sol. Entró al despacho del sacerdote con el sombrero en las manos y el rostro preocupado, Guillermina le seguía de cerca, con la intención de cerciorarse de que le decía lo mismo al padre que le había dicho a ella el día anterior. Benigno lo invitó a hablar. “Es la Úrsula, Padre…” dijo Ismael mirándolo a los ojos, estaba alterado, ansioso “…tiene que ir a verla, ella no está bien… sufre, Padre y yo ya no sé cómo ayudarla…” Benigno no entendía nada, le echó una mirada severa a Guillermina que oía expectante, pero no le dijo nada “¿De qué clase de sufrimiento hablas, Ismael? sé más claro” Ismael era un hombre parco y de muy pocas palabras y ser más claro, no le resultaba de lo más sencillo “No lo sé Padre… está rara. A veces parece que es el niño el que la domina, no sé, no es la misma Úrsula de siempre…” Guillermina le hizo un gesto al cura para acentuar ese punto referente al niño, Benigno se puso de pie para aliviar la molestia de su herida, Ismael tenía casi su misma estatura “¿De qué niño hablas?...” Guillermina casi sintió que le preguntaban a ella y no soportó seguir en silencio “El que le contaba ayer pues Padre, el que la Úrsula se encontró…” y luego agregó mirando a Ismael en tono persuasivo “¿No es cierto Ismael?” este asintió vigorosamente, “Ese mismo Padre. La Úrsula se encontró a ese chiquillo pero nadie sabe de dónde lo sacó o cómo lo encontró…” Guillermina asentía atrás como si ella hubiese visto los hechos con sus propios ojos, Ismael continuó “…Tiene que ayudarnos, Padre, la pobre… ahora come como un animal muerto de hambre… ella, que siempre ha comido como un pajarito…”  El sacerdote lo tranquilizó con un fuerte apretón en el brazo, “Quédate tranquilo hombre, mañana iré a ver a tu hija y le pediré al nuevo doctor que me acompañe… ya verás cómo todo se soluciona con la gracia de Dios.” Ismael le estrechó la mano “Gracias Padre, lo esperamos mañana entonces…” “Si Dios quiere” concluyó el sacerdote e Ismael se retiró satisfecho. Luego el cura se dejó caer en su asiento llevándose una mano a la herida y conteniendo una mueca de dolor. Ismael era un buen hombre pero más supersticioso de lo que él creía, en vez de buscarlo, debería haber llevado a su hija al médico directamente, era claro que la muchacha estaba enferma, y el doctor Cifuentes se encargaría de eso. Él por su parte, tendría que averiguar el origen de ese niño, no podía haber salido de la nada y alguien debía de saber algo.

León Faras.