domingo, 6 de noviembre de 2016

Zaida.

V.

Ribo estaba tirado en el suelo, asomando apenas los ojos por una saliente de roca. El muchacho tenía un rostro inusual, marcado por una prominente frente y una nariz insignificante, que en ese momento se arrugaba al intentar descifrar lo que sucedía entre Uri y los monjes, que se divisaban a larga distancia abajo, en los pequeños senderos y planos rodeados de riscos y paredes de roca, dónde las cabras del monasterio se buscaban la vida, alimentándose de casi cualquier cosa durante los meses fríos. Junto a Ribo, Paqui empequeñecía los ojos y hacía inútiles muecas con la boca, tratando de distinguir más de lo que su miopía le permitía, “¿De qué crees que estén hablando?” preguntó este último y se sorbió los mocos sonoramente, “Tal vez alguna cabra se ha metido en problemas…” sugirió Gunta cómodamente encaramado en un pequeño árbol cercano desde donde observaba la escena “No…” dijo Ribo sin distraer su atención, “…eso, Uri lo solucionaría sin problemas. Debe de ser algo más…” “Sea lo que sea, seguro es culpa de las cabras.” Aseguró Gunta, seguro de sí mismo y se acomodó aún más sobre la rama que lo sostenía. En ese momento un reducido grupo de soldados enemigos apareció en el camino donde se encontraban los monjes, hablaron con estos sin desmontar de sus caballos, de pronto, uno de los soldados pareció atisbar algo en la altura y señaló con el dedo en dirección a los muchachos, lo que provocó una atolondrada reacción de estos, Gunta saltó del árbol, mientras Ribo se arrastró hacia atrás lo más rápido que pudo, de paso, jalando a Paqui con violenta urgencia, pues este nunca se enteraba de nada. Apenas comenzaban a correr cuando Paqui se detuvo precipitadamente, “¡La niña!” gritó, como si una idea que flotaba en su cabeza, de pronto hubiese tocado el suelo, haciéndose evidente. Gunta se detuvo en el acto, su mente se había quedado tan vacía como un cántaro roto. Ribo miró hacia atrás y vio cómo sus compañeros se habían empantanado hasta detenerse, vio sus rostros y se preguntó qué podía ser más importante que volver lo más rápido posible al patio dónde debían estar, entonces, su cerebro le susurró al oído algo que le había parecido oír hace un rato, pero a lo que no le había prestado importancia alguna, “La niña… ¿Qué niña?... ¡La niña!” entonces todos se miraron con la misma expresión en el rostro, la repentina preocupación de Paqui se había esparcido cómo un virus: Debían cuidar de la pequeña Zaida y la habían perdido. Se tomaron la cabeza, se giraron sobre sí mismos una y otra vez buscando con la mirada, se culparon entre sí y luego a Paqui, se atemorizaron a sí mismos con los peores escenarios posibles y sus correspondientes consecuencias y finalmente se dieron a planear una excusa medianamente creíble con la que nunca dieron, por lo que solo les quedaba una alternativa, “¿Decir la verdad?” preguntó Gunta con espanto en su rostro, “No, tonto…” respondió Ribo con convicción de líder “…Negarlo. Lo negaremos todo. ¿Han entendido?” y las miradas se posaron en Paqui, quien, en ese momento, se apretaba la cabeza con ambas manos, nervioso.

Los monjes fueron inflexibles en ese punto, cuidarían de la princesa Viserina y se encargarían de su protección pero no permitirían la presencia de ningún soldado en Missa Pandur. La princesa había sido herida en una emboscada mientras era trasladada a un lugar seguro, muchos de sus guardias personales habían muerto protegiéndola y los que habían sobrevivido, habían logrado sacarla de allí con vida, pero no indemne, pues la princesa tenía un corte profundo en su hombro y una flecha clavada en su muslo. Bardo, un viejo y experimentado soldado, el de más alto rango de entre los sobrevivientes, decidió llevarla al monasterio antes de continuar el viaje, aun a sabiendas de que los monjes no le permitirían quedarse, pues era evidente que la muchacha no sobreviviría sin el reposo y los cuidados necesarios, pero tampoco la abandonarían, pues solo la muerte los libraba de su responsabilidad y ellos aun estaban con vida, por lo que acamparían cerca y esperarían el tiempo que fuese necesario.

Los muchachos llegaron al patio y aun jadeantes por la carrera, se pusieron a barrer con un apremio exagerado y acusador, pero se detuvieron al ver pasar a los monjes tirando de un caballo que, a paso lento y sosegado, cargaba a una mujer joven, que parecía resistirse estoica y digna al dolor y a la debilidad por la pérdida de la sangre que manchaba todo su brazo y buena parte de su ropa. Driba se adelantó y varios monjes más salieron a ayudar a bajar a la princesa del caballo y llevarla dentro del monasterio con cuidado. En ese momento Paqui tuvo la inspiración de mirar a su lado y se encontró con la presencia de Missa Badú que lo observaba afable y sereno parado a escasos dos metros de él, entonces, su precaria estabilidad emocional se perdió, se puso nervioso, y sin ninguna razón lógica comenzó a negar con la cabeza, que era lo único que recordaba que le habían dicho que hiciera. A su lado, Gunta se hurgaba la nariz distraído, observando todo el movimiento provocado por la llegada de la princesa, mientras Ribo gruñía en voz baja, “Este lugar se está llenando de chicas…” Entonces un grito agudo y estridente los alertó, el grito de una niña pequeña.

Cuando los muchachos decidieron ir a espiar lo que sucedía con los monjes que salieron precipitadamente, debieron llevarse a la pequeña Zaida con ellos, por lo que Gunta la cargó trabajosamente para no quedarse atrás y perderse de esa pequeña y deliciosa aventura. Una vez allí, este, decidió subirse a un árbol para tener una mejor vista que nadie y le endosó la responsabilidad a Paqui, quien nunca tenía ánimos de negarse a nada cuando las cosas se las pedían en tono de mando, entonces Paqui, pretendiendo tener cierta autoridad natural sobre la pequeña recién llegada, pensó hacer lo mismo con esta, y le ordenó, con un tono fingidamente serio y adulto, que no se moviera del lugar donde estaba, creyendo ilusamente que la niña simplemente obedecería y tal vez lo hubiese hecho, de no haber sido por la voz que comenzó a llamarla, entre dulces susurros de cuna y conocidas melodías, sonaba como su hogar, como su madre. Zaida caminó y rápidamente la montaña la ocultó de sus distraídos cuidadores, alejándose por un sendero que cada vez se volvió más peligroso, pero que no le despertó temor alguno, porque no era capaz de percibirlo como tal, envuelta en alucinaciones que la llevaban a su mundo extinto, a sus seres queridos que aparentaban real existencia, pero que se mantenían intocables. Siguió así hasta que una voz le ordenó detenerse, una voz parecida a la de Paqui, pero que sí tenía autoridad, una voz que la inmovilizó materialmente a pesar de que la niña, con débiles fuerzas intentaba seguir caminando, una voz a la que también obedecieron sus alucinaciones y se desvanecieron sin luchar, entonces la niña despertó, se vio atrapada por un lazo que la retenía parada al borde de un peligroso risco, el cual, le devolvió la voz en ese momento surgida en forma de un agudo y ensordecedor grito de pánico que duró todo lo que tenía que durar y ni un segundo menos, entonces Zaida volteó hacia el otro extremo de la cuerda que la retenía y vio lo que parecía ser otra alucinación, pero que en realidad solo se trataba del pequeño Pimbo montado en Picca, su carnero. Pimbo, era el más pequeño de los habitantes de Missa Pandur, sin embargo, algo mayor que la niña, su historia era particular, una vez se perdió en la montaña y pasaron seis meses sin que nadie pudiera encontrarlo, luego de que ya todos lo daban por muerto, Pimbo regresó montado en su carnero, cubierto con una piel y con una expresión de hombre grande en el rostro, hablando de los espíritus, de un templo en el que los fuegos ardían en el aire, y de largas oraciones milagrosas que se habían metido en su cabeza por sí solas y que le habían alimentado y abrigado durante días. Aquel templo era conocido y visitado por algunos monjes, pero de los espíritus y los fuegos, solo podía dar fe el niño. Los monjes lo reconocieron como un alma poderosa, y el niño pasó a formar parte de Missa Pandur.


Pimbo desmontó de su carnero y se acercó a la pequeña Zaida con palabras que la tranquilizaron y le dieron confianza, la tomó de la mano y lentamente, sin que el niño dejara de hablarle, comenzaron a caminar de regreso hasta que el peligro pasó, mientras Picca, el carnero, como si pudiera entender perfectamente la situación y su papel en esta, retrocedía gradualmente manteniendo la cuerda tensa. En ese momento apareció Badú acompañado de los descuidados muchachos a quienes les había encargado el cuidado de la niña, estos ya daban por sentado que recibirían algún castigo, sobre todo Gunta que era el principal responsable, pero Missa Badú solo los envió de regreso a sus deberes, pues para él, la experiencia vivida y el susto que se habían llevado, ya de por sí les dejaría la enseñanza que un castigo no reforzaría más, además, no habían malas intensiones, solo la inmadurez propia de los muchachos que solo el tiempo corregiría. La niña regresó al monasterio abrazada al cuello de Picca, quien la cargaba sin problemas tras los pasos de su pequeño amo, Pimbo, quien marchaba rígido y orgulloso como un diminuto coloso de piedra. Badú iba al final, más que nada, para asegurarse de no perder otra vez a la muchacha.

León Faras.