V.
Ribo
estaba tirado en el suelo, asomando apenas los ojos por una saliente de roca.
El muchacho tenía un rostro inusual, marcado por una prominente frente y una
nariz insignificante, que en ese momento se arrugaba al intentar descifrar lo
que sucedía entre Uri y los monjes, que se divisaban a larga distancia abajo, en
los pequeños senderos y planos rodeados de riscos y paredes de roca, dónde las
cabras del monasterio se buscaban la vida, alimentándose de casi cualquier cosa
durante los meses fríos. Junto a Ribo, Paqui empequeñecía los ojos y hacía
inútiles muecas con la boca, tratando de distinguir más de lo que su miopía le
permitía, “¿De qué crees que estén hablando?” preguntó este último y se sorbió
los mocos sonoramente, “Tal vez alguna cabra se ha metido en problemas…”
sugirió Gunta cómodamente encaramado en un pequeño árbol cercano desde donde
observaba la escena “No…” dijo Ribo sin distraer su atención, “…eso, Uri lo
solucionaría sin problemas. Debe de ser algo más…” “Sea lo que sea, seguro es
culpa de las cabras.” Aseguró Gunta, seguro de sí mismo y se acomodó aún más
sobre la rama que lo sostenía. En ese momento un reducido grupo de soldados
enemigos apareció en el camino donde se encontraban los monjes, hablaron con
estos sin desmontar de sus caballos, de pronto, uno de los soldados pareció
atisbar algo en la altura y señaló con el dedo en dirección a los muchachos, lo
que provocó una atolondrada reacción de estos, Gunta saltó del árbol, mientras
Ribo se arrastró hacia atrás lo más rápido que pudo, de paso, jalando a Paqui
con violenta urgencia, pues este nunca se enteraba de nada. Apenas comenzaban a
correr cuando Paqui se detuvo precipitadamente, “¡La niña!” gritó, como si una
idea que flotaba en su cabeza, de pronto hubiese tocado el suelo, haciéndose
evidente. Gunta se detuvo en el acto, su mente se había quedado tan vacía como
un cántaro roto. Ribo miró hacia atrás y vio cómo sus compañeros se habían
empantanado hasta detenerse, vio sus rostros y se preguntó qué podía ser más
importante que volver lo más rápido posible al patio dónde debían estar,
entonces, su cerebro le susurró al oído algo que le había parecido oír hace un
rato, pero a lo que no le había prestado importancia alguna, “La niña… ¿Qué
niña?... ¡La niña!” entonces todos se miraron con la misma expresión en el
rostro, la repentina preocupación de Paqui se había esparcido cómo un virus:
Debían cuidar de la pequeña Zaida y la habían perdido. Se tomaron la cabeza, se
giraron sobre sí mismos una y otra vez buscando con la mirada, se culparon
entre sí y luego a Paqui, se atemorizaron a sí mismos con los peores escenarios
posibles y sus correspondientes consecuencias y finalmente se dieron a planear
una excusa medianamente creíble con la que nunca dieron, por lo que solo les
quedaba una alternativa, “¿Decir la verdad?” preguntó Gunta con espanto en su
rostro, “No, tonto…” respondió Ribo con convicción de líder “…Negarlo. Lo
negaremos todo. ¿Han entendido?” y las miradas se posaron en Paqui, quien, en
ese momento, se apretaba la cabeza con ambas manos, nervioso.
Los
monjes fueron inflexibles en ese punto, cuidarían de la princesa Viserina y se
encargarían de su protección pero no permitirían la presencia de ningún soldado
en Missa Pandur. La princesa había sido herida en una emboscada mientras era
trasladada a un lugar seguro, muchos de sus guardias personales habían muerto
protegiéndola y los que habían sobrevivido, habían logrado sacarla de allí con
vida, pero no indemne, pues la princesa tenía un corte profundo en su hombro y
una flecha clavada en su muslo. Bardo, un viejo y experimentado soldado, el de
más alto rango de entre los sobrevivientes, decidió llevarla al monasterio
antes de continuar el viaje, aun a sabiendas de que los monjes no le
permitirían quedarse, pues era evidente que la muchacha no sobreviviría sin el
reposo y los cuidados necesarios, pero tampoco la abandonarían, pues solo la
muerte los libraba de su responsabilidad y ellos aun estaban con vida, por lo
que acamparían cerca y esperarían el tiempo que fuese necesario.
Los
muchachos llegaron al patio y aun jadeantes por la carrera, se pusieron a
barrer con un apremio exagerado y acusador, pero se detuvieron al ver pasar a
los monjes tirando de un caballo que, a paso lento y sosegado, cargaba a una mujer
joven, que parecía resistirse estoica y digna al dolor y a la debilidad por la
pérdida de la sangre que manchaba todo su brazo y buena parte de su ropa. Driba
se adelantó y varios monjes más salieron a ayudar a bajar a la princesa del
caballo y llevarla dentro del monasterio con cuidado. En ese momento Paqui tuvo
la inspiración de mirar a su lado y se encontró con la presencia de Missa Badú
que lo observaba afable y sereno parado a escasos dos metros de él, entonces,
su precaria estabilidad emocional se perdió, se puso nervioso, y sin ninguna
razón lógica comenzó a negar con la cabeza, que era lo único que recordaba que
le habían dicho que hiciera. A su lado, Gunta se hurgaba la nariz distraído,
observando todo el movimiento provocado por la llegada de la princesa, mientras
Ribo gruñía en voz baja, “Este lugar se está llenando de chicas…” Entonces un
grito agudo y estridente los alertó, el grito de una niña pequeña.
Cuando
los muchachos decidieron ir a espiar lo que sucedía con los monjes que salieron
precipitadamente, debieron llevarse a la pequeña Zaida con ellos, por lo que
Gunta la cargó trabajosamente para no quedarse atrás y perderse de esa pequeña
y deliciosa aventura. Una vez allí, este, decidió subirse a un árbol para tener
una mejor vista que nadie y le endosó la responsabilidad a Paqui, quien nunca
tenía ánimos de negarse a nada cuando las cosas se las pedían en tono de mando,
entonces Paqui, pretendiendo tener cierta autoridad natural sobre la pequeña
recién llegada, pensó hacer lo mismo con esta, y le ordenó, con un tono
fingidamente serio y adulto, que no se moviera del lugar donde estaba, creyendo
ilusamente que la niña simplemente obedecería y tal vez lo hubiese hecho, de no
haber sido por la voz que comenzó a llamarla, entre dulces susurros de cuna y
conocidas melodías, sonaba como su hogar, como su madre. Zaida caminó y
rápidamente la montaña la ocultó de sus distraídos cuidadores, alejándose por
un sendero que cada vez se volvió más peligroso, pero que no le despertó temor
alguno, porque no era capaz de percibirlo como tal, envuelta en alucinaciones
que la llevaban a su mundo extinto, a sus seres queridos que aparentaban real
existencia, pero que se mantenían intocables. Siguió así hasta que una voz le
ordenó detenerse, una voz parecida a la de Paqui, pero que sí tenía autoridad,
una voz que la inmovilizó materialmente a pesar de que la niña, con débiles
fuerzas intentaba seguir caminando, una voz a la que también obedecieron sus
alucinaciones y se desvanecieron sin luchar, entonces la niña despertó, se vio atrapada
por un lazo que la retenía parada al borde de un peligroso risco, el cual, le
devolvió la voz en ese momento surgida en forma de un agudo y ensordecedor
grito de pánico que duró todo lo que tenía que durar y ni un segundo menos,
entonces Zaida volteó hacia el otro extremo de la cuerda que la retenía y vio
lo que parecía ser otra alucinación, pero que en realidad solo se trataba del
pequeño Pimbo montado en Picca, su carnero. Pimbo, era el más pequeño de los
habitantes de Missa Pandur, sin embargo, algo mayor que la niña, su historia
era particular, una vez se perdió en la montaña y pasaron seis meses sin que
nadie pudiera encontrarlo, luego de que ya todos lo daban por muerto, Pimbo
regresó montado en su carnero, cubierto con una piel y con una expresión de
hombre grande en el rostro, hablando de los espíritus, de un templo en el que
los fuegos ardían en el aire, y de largas oraciones milagrosas que se habían
metido en su cabeza por sí solas y que le habían alimentado y abrigado durante
días. Aquel templo era conocido y visitado por algunos monjes, pero de los
espíritus y los fuegos, solo podía dar fe el niño. Los monjes lo reconocieron
como un alma poderosa, y el niño pasó a formar parte de Missa Pandur.
Pimbo
desmontó de su carnero y se acercó a la pequeña Zaida con palabras que la
tranquilizaron y le dieron confianza, la tomó de la mano y lentamente, sin que
el niño dejara de hablarle, comenzaron a caminar de regreso hasta que el
peligro pasó, mientras Picca, el carnero, como si pudiera entender perfectamente
la situación y su papel en esta, retrocedía gradualmente manteniendo la cuerda
tensa. En ese momento apareció Badú acompañado de los descuidados muchachos a
quienes les había encargado el cuidado de la niña, estos ya daban por sentado
que recibirían algún castigo, sobre todo Gunta que era el principal
responsable, pero Missa Badú solo los envió de regreso a sus deberes, pues para
él, la experiencia vivida y el susto que se habían llevado, ya de por sí les
dejaría la enseñanza que un castigo no reforzaría más, además, no habían malas
intensiones, solo la inmadurez propia de los muchachos que solo el tiempo
corregiría. La niña regresó al monasterio abrazada al cuello de Picca, quien la
cargaba sin problemas tras los pasos de su pequeño amo, Pimbo, quien marchaba
rígido y orgulloso como un diminuto coloso de piedra. Badú iba al final, más
que nada, para asegurarse de no perder otra vez a la muchacha.
León Faras.