V.
Clarita
despertó de golpe e inmediatamente remeció a Elena para que despertara también,
“…Apúrate. Gracia dice que alguien viene.” Era muy temprano pero ya había
amanecido. Elena se incorporó, algo estaba soñando pero lo olvidó de inmediato.
Tardó un poco en asimilar la información y darse cuenta de que quien se
acercaba, podía estar buscándola a ella, con lo que se puso de pie de un salto,
miró a un lado y a otro sin saber si huir o esconderse. Clarita y su perro ya
habían desaparecido. Se sintió atrapada por un segundo, no estaba preparada
para afrontar su culpa, ni menos el vendaval condenatorio que le caería encima
de parte de las monjas o del padre Benigno o de cualquier otro sacerdote. Ya se
sentía lo suficientemente culpable, como para que encima, le pusieran a toda la
corte celestial en su contra, cosa que le parecía injusto pero le daba un miedo
terrible, pues sentía que la iglesia tenía ese poder. No alcanzó a hacer nada,
inopinadamente apareció un hombre en la entrada, un anciano que la miraba como
si ella fuera un fantasma, espantado. El viejo, se rascó la cabeza por debajo
de su gorra “¡Oh por Dios! Creo que por fin puedo ver a tu hermana, aunque,
imaginaba que era más pequeña…” A su lado apareció Clarita riendo suavemente,
abrazada a una botella llena de leche “No seas bobo Tata, ella no es Gracia.
Ella es…” La niña no recordó el nombre de Elena debido a que ésta no se lo
había dicho aún. Gracia tampoco lo sabía y al parecer no le interesaba en
absoluto “…es Alguien, necesitaba un lugar donde dormir…” y luego agregó con
una sonrisa y en tono confidente “…se estaba comiendo las aceitunas directas
desde el árbol” E hizo una graciosa mueca de estar probando algo de muy mal
sabor. Elena se sintió como la única persona en el mundo que no sabía cómo se
comían las dichosas aceitunas. Clarita continuó dirigiéndose a ésta “Él es
Tata…” la niña tampoco conocía el verdadero nombre del viejo, Gracia sí lo
sabía, pero tampoco le importaba demasiado. Luego Clarita agregó triunfante
“¡Mira! es leche de cabra. Nos ha traído leche de cabra” y su hermana hizo un
gesto sarcástico de falso júbilo que nuevamente hizo brotar la risa fácil de la
pequeña.
“…El
castigo brutal y el dolor de la carne que recibió y soportó por nosotros y
nuestros pecados nuestro Señor Jesucristo, siendo Él el más inocente de los
hombres, hasta el día de hoy no encuentra parangón alguno en sufrimiento
recibido por cualquier otro mortal. Algunos santos han logrado acercarse pálidamente,
soportando tormentos realmente espantosos en el santo nombre de Dios y de la
Iglesia, como nuestro patrono, San Lorenzo mártir, pero el calvario de nuestro
Señor sin duda hace palidecer cualquier muestra de sufrimiento humano…” El
padre Benigno daba su sermón con la severidad y vehemencia de siempre, ante su
enorme y habitual audiencia de temerosos fieles, que veían en el sacerdote, a
un hombre con el poder de condenar sus almas ante el menor descarrilamiento de
su conducta, inculcándoles un arrepentimiento inclemente, incluso en los
inocuos pecados del pensamiento, que los obligaba a buscar el perdón y consuelo
so pena de perderse para siempre del bendito amor de Dios “…Hombres de poca fe,
quejumbrosos y débiles de espíritu. Se atribulan con sus pequeños problemas
culpando al Padre santo de ellos, olvidándose por completo de que nada son
comparados con la terrible corona de espinas incrustadas hasta el hueso en el
cráneo. Con la pesada cruz que nuestro Señor fue obligado a cargar, aun
teniendo su santo cuerpo cubierto de terribles y dolorosas laceraciones. Con
los clavos que atravesaron su carne y rompieron los huesos de sus manos y sus
pies. ¿Se olvidan acaso de la lanza que de manera brutal puso fin a su vida
y…?” En ese momento interrumpió su sermón, pues se le hizo evidente el dolor de
su herida que hasta ese momento había olvidado por completo. Tanto rato de pie
y todo su efusivo y aparatoso aspaviento, le había recordado de pronto que la
puñalada en su vientre aún era demasiado reciente. Se mantuvo imperturbable,
pero se llevó la mano al costado del vientre para presionarse la herida e
inmediatamente la sintió húmeda, se dio cuenta de su error y de que a su pesar,
su odiosa ama de llaves, nuevamente tenía razón cuando le insistió en que no
debía hacer misa, sino que era preferible que se disculpara y guardara reposo,
pero ya estaba allí y no se arrepentiría de cumplir con su deber. Dominó el
dolor e iba a continuar pero reparó en la cara de Jacinto, su joven y poco
alumbrado sacristán, que lo miraba espantado, el cura tenía su mano manchada de
sangre y su ropa también, eso le pareció una desagradable contrariedad y hasta
se enojó un poco consigo mismo. No le quedaba de otra que dar por terminada la ceremonia
cuando vio incrédulo y disgustado, como sus fieles uno a uno se ponían de pie
espantados, se persignaban y luego caían al suelo de rodillas venerando al cura
como un santo bendecido con una milagrosa herida en su costado, igual a la
hecha por la lanza que mató a Cristo, “¿Pero qué creen que están haciendo?”
dijo Benigno, más irritado que sorprendido. Se volteó hacia su sacristán pero
no lo encontró, éste también estaba postrado en el suelo junto a él con la
frente pegada al piso. Enojado y ya al límite de su paciencia, el sacerdote
obligó al pobre Jacinto a pararse con tres puntapiés en las costillas y lo
mandó a que despachara a toda esa gente a su casa y cerrara la iglesia antes de
que él mismo los sacara a todos a patadas.
El
doctor Cifuentes reía mientras limpiaba la herida del padre Benigno y
escuchaba, de boca de éste, toda la extraña anécdota en la que había acabado su
misa, luego de que se abriera su herida justo en medio de su sermón, cosa que
para el sacerdote estaba lejos de ser gracioso, sino más bien irritante “La
gente necesita creer que existen cosas superiores al ser humano Padre, que
existen los milagros, que Dios los toma en cuenta y se manifiesta para ellos,
eso los ayuda a creer…” “No lo crea así Doctor, el milagro y poder de Dios se
manifiesta todos los días en todas las cosas, pero la gente tarde o temprano
termina empeñada en venerar Becerros de Oro…” El médico desenrollaba una venda
para ponérsela al cura. Entre ambos se estaba formando curiosamente, una
relación de mutuo respeto muy diferente a la que tenía el sacerdote con el
antiguo doctor, “No me lo tiene que decir a mí Padre, en mi corta carrera he
presenciado verdaderos milagros que la ciencia no puede explicar por más que lo
intente, pero la gente común sólo sabe de mitos y tradiciones, necesita de estos
sucesos milagrosos, aunque sean falsos, para justificar su fe en medio de sus
vidas llenas de precariedades y sufrimientos…” “Es precisamente en la precariedad
y el sufrimiento en donde se pone a prueba la verdadera fortaleza de la fe y
del amor a Dios, Doctor… Pero estas creencias idólatras e impías, no hacen más
que alejar al hombre del verdadero camino, de la verdadera fe y mi obligación
es evitar a toda costa que eso suceda.”El doctor Cifuentes se quedó mirándolo
con gravedad, luego asintió con la cabeza y dijo sin asomo de sarcasmo “Estoy
seguro de que nadie mejor que usted para eso, Padre…” luego de unos segundos de
pausa, agregó “…Será mejor que esta vez sí guarde reposo o se le volverá a
abrir ese corte…” Benigno comenzó a vestirse, “Eso no será posible, Doctor.
Tengo que hacer un viaje ahora mismo, a un pueblo cercano” El cura debía
visitar a la hija de Ismael Agüero, como había prometido. Cifuentes se empujó
los anteojos hacia arriba y se peinó hacia un lado su flequillo rebelde, contrariado
“Es que la herida no le va sanar así, Padre. Si hace un viaje, aunque sea
breve, lo más probable es que vuelva a tener problemas con el sangrado” “No se
preocupe doctor, usted me va a acompañar” El médico se quedó extrañado “¿Y
eso…?” fue todo lo que atinó a preguntar…
Al
salir a la calle el sacerdote acompañado del doctor, un hombre joven los detuvo
mientras le estiraba la mano al cura para saludarlo, “El Padre Benigno Hopfen,
supongo” El sacerdote lo miró de arriba abajo, muy pocas personas usaban su
apellido y muchas menos lo pronunciaban correctamente, pero por más que lo
observó, no logró reconocerlo “Sí, soy yo…” admitió éste, dándole un apretón
fuerte pero breve, como acostumbraba. “Soy Ignacio Ballesteros. Estoy buscando
a mi hermana, Elena Ballesteros, seguro la recuerda. Entiendo que usted conoce
su paradero y me gustaría contactarla para encargarme de ella como su hermano
mayor” Benigno se enderezó y lo miró suspicaz desde lo alto de su imponente
figura, no sabía hasta qué punto estaba enterado aquel hombre de los últimos
sucesos acontecidos, “Debo entender que usted está al tanto de lo sucedido
entre su padre y su hermana, ¿No?” Ignacio se llevó una mano a la frente, “Por
supuesto, Padre, y precisamente por eso es que me urge encontrar a Elena. Ella
aún tiene familia que la ama y que se preocupa por ella” El rostro del
sacerdote parecía esculpido en mármol, “Pues esa familia dejó pasar bastante
tiempo antes de recordar que la amaba y que le preocupaba esa muchacha” Ignacio
se sintió ofendido, “¿Cómo dice?” Benigno no se andaba con rodeos, “Luego de lo
sucedido me vi obligado a enviarla al Convento de las Hermanas de la Resignación
para que las monjas se encargaran de su sanación mental y sobre todo
espiritual, pero las cosas no salieron lo bien que esperábamos” Ignacio miró a
Cifuentes consternado, pero éste no entendía ni media palabra de lo que sucedía,
“¿De qué está hablando Padre?; ¿Qué le pasó a mi hermana?” “Las Hermanas de la
Resignación me enviaron hace poco un telegrama informándome que habían
encontrado muy mal a Elena luego de que ésta se provocara un aborto…” Ignacio
se cubrió la boca incrédulo “¿Un aborto?...” El sacerdote lo miró con ruda
compasión “Creí que estaba al tanto de los hechos. Su hermana fue embarazada
por su propio padre” Ignacio no podía creer lo que oía. Conocía los hechos pero
no los detalles, “Dios mío… Imagino cómo debe estar… Necesito ir a verla lo antes
posible, Padre. Le agradecería que me dijera dónde está ese convento…” Benigno
miró al cielo y respiró hondo por la nariz, aún no le contaba todo, “Apenas
recibí ese telegrama fui a verla, la encontré restablecida de salud pero era
una muchacha muy diferente a la que era antes…” Ignacio oía atentamente, el
sacerdote continuó, “…su fe y su fortaleza espiritual estaban gravemente
resquebrajadas, culpando a Dios de todo lo sucedido y renegando de forma muy
ofensiva de Él y de su santo nombre. Intenté hacerla entrar en razón, que ese
era el peor error que podía cometer, pero, todo acabó en una fuerte discusión y
ella salió huyendo… A pesar de esto, creo que lo más probable es que ya haya
regresado al convento, no hay mucho adonde ir en los alrededores para una
muchacha de su clase. Las Hermanas me enviarían un telegrama para ponerme al
tanto pero aún no he recibido noticias” “Entiendo…” respondió Ignacio con la
vista pegada en los ojos del sacerdote pero con la mente asimilando la
situación “…Esperemos que esté en ese convento o de lo contrario es
imprescindible encontrarla lo antes posible.” “Por supuesto.” Convino el cura
quien aún sentía algo de culpa por las potenciales consecuencias de su arrebato
de ira.
León Faras.