viernes, 30 de diciembre de 2016

Autopsia. Segunda parte.

V.

Clarita despertó de golpe e inmediatamente remeció a Elena para que despertara también, “…Apúrate. Gracia dice que alguien viene.” Era muy temprano pero ya había amanecido. Elena se incorporó, algo estaba soñando pero lo olvidó de inmediato. Tardó un poco en asimilar la información y darse cuenta de que quien se acercaba, podía estar buscándola a ella, con lo que se puso de pie de un salto, miró a un lado y a otro sin saber si huir o esconderse. Clarita y su perro ya habían desaparecido. Se sintió atrapada por un segundo, no estaba preparada para afrontar su culpa, ni menos el vendaval condenatorio que le caería encima de parte de las monjas o del padre Benigno o de cualquier otro sacerdote. Ya se sentía lo suficientemente culpable, como para que encima, le pusieran a toda la corte celestial en su contra, cosa que le parecía injusto pero le daba un miedo terrible, pues sentía que la iglesia tenía ese poder. No alcanzó a hacer nada, inopinadamente apareció un hombre en la entrada, un anciano que la miraba como si ella fuera un fantasma, espantado. El viejo, se rascó la cabeza por debajo de su gorra “¡Oh por Dios! Creo que por fin puedo ver a tu hermana, aunque, imaginaba que era más pequeña…” A su lado apareció Clarita riendo suavemente, abrazada a una botella llena de leche “No seas bobo Tata, ella no es Gracia. Ella es…” La niña no recordó el nombre de Elena debido a que ésta no se lo había dicho aún. Gracia tampoco lo sabía y al parecer no le interesaba en absoluto “…es Alguien, necesitaba un lugar donde dormir…” y luego agregó con una sonrisa y en tono confidente “…se estaba comiendo las aceitunas directas desde el árbol” E hizo una graciosa mueca de estar probando algo de muy mal sabor. Elena se sintió como la única persona en el mundo que no sabía cómo se comían las dichosas aceitunas. Clarita continuó dirigiéndose a ésta “Él es Tata…” la niña tampoco conocía el verdadero nombre del viejo, Gracia sí lo sabía, pero tampoco le importaba demasiado. Luego Clarita agregó triunfante “¡Mira! es leche de cabra. Nos ha traído leche de cabra” y su hermana hizo un gesto sarcástico de falso júbilo que nuevamente hizo brotar la risa fácil de la pequeña.

“…El castigo brutal y el dolor de la carne que recibió y soportó por nosotros y nuestros pecados nuestro Señor Jesucristo, siendo Él el más inocente de los hombres, hasta el día de hoy no encuentra parangón alguno en sufrimiento recibido por cualquier otro mortal. Algunos santos han logrado acercarse pálidamente, soportando tormentos realmente espantosos en el santo nombre de Dios y de la Iglesia, como nuestro patrono, San Lorenzo mártir, pero el calvario de nuestro Señor sin duda hace palidecer cualquier muestra de sufrimiento humano…” El padre Benigno daba su sermón con la severidad y vehemencia de siempre, ante su enorme y habitual audiencia de temerosos fieles, que veían en el sacerdote, a un hombre con el poder de condenar sus almas ante el menor descarrilamiento de su conducta, inculcándoles un arrepentimiento inclemente, incluso en los inocuos pecados del pensamiento, que los obligaba a buscar el perdón y consuelo so pena de perderse para siempre del bendito amor de Dios “…Hombres de poca fe, quejumbrosos y débiles de espíritu. Se atribulan con sus pequeños problemas culpando al Padre santo de ellos, olvidándose por completo de que nada son comparados con la terrible corona de espinas incrustadas hasta el hueso en el cráneo. Con la pesada cruz que nuestro Señor fue obligado a cargar, aun teniendo su santo cuerpo cubierto de terribles y dolorosas laceraciones. Con los clavos que atravesaron su carne y rompieron los huesos de sus manos y sus pies. ¿Se olvidan acaso de la lanza que de manera brutal puso fin a su vida y…?” En ese momento interrumpió su sermón, pues se le hizo evidente el dolor de su herida que hasta ese momento había olvidado por completo. Tanto rato de pie y todo su efusivo y aparatoso aspaviento, le había recordado de pronto que la puñalada en su vientre aún era demasiado reciente. Se mantuvo imperturbable, pero se llevó la mano al costado del vientre para presionarse la herida e inmediatamente la sintió húmeda, se dio cuenta de su error y de que a su pesar, su odiosa ama de llaves, nuevamente tenía razón cuando le insistió en que no debía hacer misa, sino que era preferible que se disculpara y guardara reposo, pero ya estaba allí y no se arrepentiría de cumplir con su deber. Dominó el dolor e iba a continuar pero reparó en la cara de Jacinto, su joven y poco alumbrado sacristán, que lo miraba espantado, el cura tenía su mano manchada de sangre y su ropa también, eso le pareció una desagradable contrariedad y hasta se enojó un poco consigo mismo. No le quedaba de otra que dar por terminada la ceremonia cuando vio incrédulo y disgustado, como sus fieles uno a uno se ponían de pie espantados, se persignaban y luego caían al suelo de rodillas venerando al cura como un santo bendecido con una milagrosa herida en su costado, igual a la hecha por la lanza que mató a Cristo, “¿Pero qué creen que están haciendo?” dijo Benigno, más irritado que sorprendido. Se volteó hacia su sacristán pero no lo encontró, éste también estaba postrado en el suelo junto a él con la frente pegada al piso. Enojado y ya al límite de su paciencia, el sacerdote obligó al pobre Jacinto a pararse con tres puntapiés en las costillas y lo mandó a que despachara a toda esa gente a su casa y cerrara la iglesia antes de que él mismo los sacara a todos a patadas.

El doctor Cifuentes reía mientras limpiaba la herida del padre Benigno y escuchaba, de boca de éste, toda la extraña anécdota en la que había acabado su misa, luego de que se abriera su herida justo en medio de su sermón, cosa que para el sacerdote estaba lejos de ser gracioso, sino más bien irritante “La gente necesita creer que existen cosas superiores al ser humano Padre, que existen los milagros, que Dios los toma en cuenta y se manifiesta para ellos, eso los ayuda a creer…” “No lo crea así Doctor, el milagro y poder de Dios se manifiesta todos los días en todas las cosas, pero la gente tarde o temprano termina empeñada en venerar Becerros de Oro…” El médico desenrollaba una venda para ponérsela al cura. Entre ambos se estaba formando curiosamente, una relación de mutuo respeto muy diferente a la que tenía el sacerdote con el antiguo doctor, “No me lo tiene que decir a mí Padre, en mi corta carrera he presenciado verdaderos milagros que la ciencia no puede explicar por más que lo intente, pero la gente común sólo sabe de mitos y tradiciones, necesita de estos sucesos milagrosos, aunque sean falsos, para justificar su fe en medio de sus vidas llenas de precariedades y sufrimientos…” “Es precisamente en la precariedad y el sufrimiento en donde se pone a prueba la verdadera fortaleza de la fe y del amor a Dios, Doctor… Pero estas creencias idólatras e impías, no hacen más que alejar al hombre del verdadero camino, de la verdadera fe y mi obligación es evitar a toda costa que eso suceda.”El doctor Cifuentes se quedó mirándolo con gravedad, luego asintió con la cabeza y dijo sin asomo de sarcasmo “Estoy seguro de que nadie mejor que usted para eso, Padre…” luego de unos segundos de pausa, agregó “…Será mejor que esta vez sí guarde reposo o se le volverá a abrir ese corte…” Benigno comenzó a vestirse, “Eso no será posible, Doctor. Tengo que hacer un viaje ahora mismo, a un pueblo cercano” El cura debía visitar a la hija de Ismael Agüero, como había prometido. Cifuentes se empujó los anteojos hacia arriba y se peinó hacia un lado su flequillo rebelde, contrariado “Es que la herida no le va sanar así, Padre. Si hace un viaje, aunque sea breve, lo más probable es que vuelva a tener problemas con el sangrado” “No se preocupe doctor, usted me va a acompañar” El médico se quedó extrañado “¿Y eso…?” fue todo lo que atinó a preguntar…


Al salir a la calle el sacerdote acompañado del doctor, un hombre joven los detuvo mientras le estiraba la mano al cura para saludarlo, “El Padre Benigno Hopfen, supongo” El sacerdote lo miró de arriba abajo, muy pocas personas usaban su apellido y muchas menos lo pronunciaban correctamente, pero por más que lo observó, no logró reconocerlo “Sí, soy yo…” admitió éste, dándole un apretón fuerte pero breve, como acostumbraba. “Soy Ignacio Ballesteros. Estoy buscando a mi hermana, Elena Ballesteros, seguro la recuerda. Entiendo que usted conoce su paradero y me gustaría contactarla para encargarme de ella como su hermano mayor” Benigno se enderezó y lo miró suspicaz desde lo alto de su imponente figura, no sabía hasta qué punto estaba enterado aquel hombre de los últimos sucesos acontecidos, “Debo entender que usted está al tanto de lo sucedido entre su padre y su hermana, ¿No?” Ignacio se llevó una mano a la frente, “Por supuesto, Padre, y precisamente por eso es que me urge encontrar a Elena. Ella aún tiene familia que la ama y que se preocupa por ella” El rostro del sacerdote parecía esculpido en mármol, “Pues esa familia dejó pasar bastante tiempo antes de recordar que la amaba y que le preocupaba esa muchacha” Ignacio se sintió ofendido, “¿Cómo dice?” Benigno no se andaba con rodeos, “Luego de lo sucedido me vi obligado a enviarla al Convento de las Hermanas de la Resignación para que las monjas se encargaran de su sanación mental y sobre todo espiritual, pero las cosas no salieron lo bien que esperábamos” Ignacio miró a Cifuentes consternado, pero éste no entendía ni media palabra de lo que sucedía, “¿De qué está hablando Padre?; ¿Qué le pasó a mi hermana?” “Las Hermanas de la Resignación me enviaron hace poco un telegrama informándome que habían encontrado muy mal a Elena luego de que ésta se provocara un aborto…” Ignacio se cubrió la boca incrédulo “¿Un aborto?...” El sacerdote lo miró con ruda compasión “Creí que estaba al tanto de los hechos. Su hermana fue embarazada por su propio padre” Ignacio no podía creer lo que oía. Conocía los hechos pero no los detalles, “Dios mío… Imagino cómo debe estar… Necesito ir a verla lo antes posible, Padre. Le agradecería que me dijera dónde está ese convento…” Benigno miró al cielo y respiró hondo por la nariz, aún no le contaba todo, “Apenas recibí ese telegrama fui a verla, la encontré restablecida de salud pero era una muchacha muy diferente a la que era antes…” Ignacio oía atentamente, el sacerdote continuó, “…su fe y su fortaleza espiritual estaban gravemente resquebrajadas, culpando a Dios de todo lo sucedido y renegando de forma muy ofensiva de Él y de su santo nombre. Intenté hacerla entrar en razón, que ese era el peor error que podía cometer, pero, todo acabó en una fuerte discusión y ella salió huyendo… A pesar de esto, creo que lo más probable es que ya haya regresado al convento, no hay mucho adonde ir en los alrededores para una muchacha de su clase. Las Hermanas me enviarían un telegrama para ponerme al tanto pero aún no he recibido noticias” “Entiendo…” respondió Ignacio con la vista pegada en los ojos del sacerdote pero con la mente asimilando la situación “…Esperemos que esté en ese convento o de lo contrario es imprescindible encontrarla lo antes posible.” “Por supuesto.” Convino el cura quien aún sentía algo de culpa por las potenciales consecuencias de su arrebato de ira.

León Faras.

miércoles, 21 de diciembre de 2016

La Prisionera y la Reina. Capítulo cuatro.

V.

Más de cinco mil personas habitaban la ciudad vertical de los Salvajes, en ella, ya habían pasado cientos de generaciones que habían crecido y prosperado en paz, bajo sus propias leyes y creencias, sobreviviendo de la cacería, la recolección y una agricultura limitada pero aprovechada al máximo. Pero una ciudad que en un principio, había nacido solo como un refugio, un sitio al que fueron arrastrados, obligados a huir. El mundo estaba dividido en dos por el abismo, y aparte de aquellas criaturas dotadas de la capacidad de volar, muy pocos seres podían dar cuenta de lo que había más allá del gran agujero, entre estos los Salvajes. De los primeros que llegaron a habitar las cuevas en los barrancos del abismo, solo quedaban las historias pasadas de generación en generación, las ruinas de una enorme ciudad de piedra y los recuerdos de una batalla en la que habían resultado derrotados. Originalmente, los Salvajes habían construido una ciudad hermosa y colosal totalmente de roca labrada, todo estaba pavimentado, las escaleras eran de piedra, el agua circulaba limpia por los acueductos y las estructuras se sostenían en maravillosos pilares hábilmente tallados. Los hombres criaban animales, tenían fértiles tierras donde prosperaba la agricultura y lujosos festines para celebrar y agradecer a los dioses, todo esto gracias en parte a los Nobora, conocidos como los Hombres-Perro. Estos eran seres de baja estatura, velludos y musculosos, prácticamente incansables, su aspecto era como el de un perro humanizado tal como su inteligencia limitada. Sumamente pendencieros, constantemente tenían disputas entre sí, a menudo violentas y por las causas más variadas y absurdas, esto hacía difícil su auto organización, pero facilitó en buena medida su esclavización, debido a que un Nobora rara vez estaba de acuerdo en algo con otro, a menos que se tratara de la comida o la bebida, por lo tanto era muy improbable que alguna vez se revelaran, sin embargo, eso fue lo que sucedió. Un Hombre-Perro surgió para unificar a todos los Nobora, lo llamaban Ganta, era extrañamente alto para su raza y particularmente inteligente, por lo que consiguió el respeto y admiración necesarios para ser escuchado y obedecido por un grupo de incondicionales que rápidamente se fue multiplicando. Los innumerables clanes, dispersos por todos lados atendieron su llamado, y un día se reunieron para seguir a un solo hombre, algo que ni los más viejos recordaban haber visto antes. La tierra era tan extensa y los Nobora tan disgregados, que el número que se reunió fue totalmente inesperado, incluso para ellos mismos, nadie, nunca, en ninguna parte, había visto tantos Nobora reunidos en un solo lugar y ninguno de los presentes allí siquiera sospechaba que su raza fuera tan abundante. Ese día, los Hombres-Perro comieron, bebieron alcohol e infusiones mágicas y atendieron las palabras de su nuevo líder, Ganta, quien les dijo que aquellos hombres que los esclavizaban no eran dioses, que las tierras que esos hombres ocupaban, eran territorio de los Nobora, que cada uno de ellos había nacido para vivir libre en esas tierras, que debían atacar todos juntos y acabar con el enemigo, arrasar la ciudad que habían sido obligados a levantar y recuperar su territorio y su libertad.

Así fue como los Salvajes perdieron su ciudad y fueron empujados al abismo. Los Nobora atacaron de improviso y en un número totalmente insospechado. Previamente alcoholizados y narcotizados, llegaron como una oleada furiosa e incontrolable que corría en cuatro patas como animales. Los Salvajes se defendieron, pero los Hombres-Perro luchaban como enajenados incontrolables, totalmente inmunes al cansancio o al dolor, el cual solo parecía volverlos más violentos. El fuego que iluminaba la ciudad de los Salvajes, rápidamente se volvió en su contra, incendiándolo todo. Muchos de los habitantes de la ciudad resistieron hasta el final, pero conscientes de que ya estaban perdidos, solo para darles tiempo a un grupo que huía a refugiarse en las cuevas del abismo, estos fueron los únicos sobrevivientes, pues los Nobora los persiguieron, pero por muy furiosos y enloquecidos que estuvieran, seguían temiéndole a algo por sobre todas las cosas, a la altura.

De los participantes en esa batalla, ya no queda ninguno con vida, sin embargo, la tradición todavía sobrevive y ambas razas continúan siendo enemigos ancestrales, los Salvajes aun cazan en las tierras más allá del abismo, pero se cuidan de no adentrarse demasiado, mientras los Hombres-Perro se mantienen alejados del abismo, viviendo en tribus pequeñas que se disgregaron por todas partes. Los Salvajes poco recuerdan de sus tiempos como amos, mientras muchos de los Nobora ya hace rato que han olvidado que alguna vez, todos se unieron para seguir a un solo hombre a la batalla.


Dágaro despertaba, tenía la vista borrosa, la boca seca y le dolían las tripas. Estaba boca abajo sobre la tierra y se sentía muy agotado. No recordaba dónde estaba ni qué le había pasado y ver algunas siluetas a su alrededor de unos hombres pequeños lo confundían aun más. Intentó moverse pero su cuerpo se sentía terriblemente pesado, sin embargo, el solo intento hizo que los hombres pequeños se alejaran casi de un salto. Siguió tirado en el suelo. Al cabo de un rato, recordó que había tomado el cuerpo de un enano de rocas al que por azar le había llegado la piedra de reencarnación. Recordó el combate con la Bestia, a la que él mismo había liberado manipulando como títere a uno de los guardias apostado en el lugar, con la intención de tomar ese cuerpo enorme y poderoso y también recordó que durante la pelea, había logrado ser engullido por esa Bestia y que una vez dentro, él mismo se había desprendido la piedra de reencarnación y la había adherido a las entrañas de la Bestia. No podía verse a sí mismo, pero podía deducir que entonces había logrado su objetivo y se encontraba en el cuerpo del enorme animal peludo, eso explicaba el dolor de tripas y también el tamaño pequeño de los hombres a su rededor. Se sintió tranquilo, complacido y decidió que debía descansar hasta recuperar sus fuerzas, reuniría a sus guardias espectrales y derrocaría a su hermano de una vez y para siempre. En ese momento apareció Rávaro frente a él, el semi-demonio lo reconoció en seguida, traía en su mano algo como una esfera del tamaño de una naranja, aunque Dágaro podía sospechar que no se trataba de una naranja. Rávaro se le acercó, le sonrió, le habló y luego se volvió a poner a prudente distancia para activar el “Quebranta espíritus” que le había instalado. El dolor fue tan intenso en su cerebro y espina dorsal que la Bestia se retorció en el suelo soltando un grito atronador, luego y súbitamente el dolor desapareció por completo y Dágaro se encontró jadeante y tendido esta vez boca arriba, asustado y con menos fuerzas que antes. Entonces Rávaro apareció nuevamente ante sus ojos, nuevamente sonreía complacido, le mostró la esfera en su mano y le dijo que desde ahora le obedecería en todo lo que le ordenara y que de ninguna manera volvería a rebelarse ni a atacar a sus soldados.

León Faras.

domingo, 4 de diciembre de 2016

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

XIV.

Hilario Cruces miraba con rabia y frustración ese maldito pozo seco en el que una vez más había caído uno de sus animales. Las malas noticias nunca venían solas. Su hija Amelia estaba embarazada y no sólo de un Ibáñez, sino que del peor de ellos. Las tierras de los Ibáñez habían crecido enormemente en los últimos años, absorbiendo o haciendo desaparecer a sus vecinos más débiles o empobrecidos, pero Hilario se resistía, unos pocos animales y una pequeña chacra lo mantenían con vida, sin embargo, sus vecinos insistían en mantener ese maldito pozo seco ahí, que solo servía para que, de tanto en tanto, alguno de sus animales o sus crías, cruzaran el cerco, misteriosamente cortado en algún punto, y cayeran dentro malográndose, como si aquello fuera parte de su plan.

Rómulo Ibáñez tenía seis hijos, de los cuales uno ya estaba estudiando para ser cura, un tremendo orgullo y prestigio del que pocos podían presumir, tres hijas hermosas, el segundo, al cual bautizó Rómulo Segundo en desmedro de su primogénito y educó como su sucesor y heredero, y su hijo mayor, Román, un enano con fama de bueno para nada, borracho y pendenciero, como casi siempre es el que le sobra el dinero pero le falta todo lo demás, quien precisamente, e Hilario no se explicaba cómo, había embarazado a su hija. A penas Román se había enterado de esto, comunicó a su familia la noticia, la que fue recibida sin entusiasmo pero tampoco con demasiado rechazo. Su madre, Rosa Salamanca sí estaba contenta, aunque solo lo demostró sutilmente, acostumbrada con los años a no marcar demasiado contraste con el humor de su esposo, solo su hermano, Rómulo Segundo, compartió su enorme felicidad, se abrazaron y celebraron como nunca antes Román lo había hecho, con total mesura y educación, y trazaron planes de una vida nueva para el enano, en la que él estaba verdaderamente dispuesto a cambiar, a trabajar, a ser productivo, a dejar la bebida, a formar una familia de bien junto a esa mujer que lo había aceptado y querido y con la que estaba dispuesto a casarse como Dios manda. Sin embargo, los meses de ausencia de Amelia Cruces hacían crecer un mal presentimiento, al ser consultado, Hilario solo respondió que su hija había estado enferma pero que ya se recuperaba, le preguntaron por el embarazo de la muchacha, pero este solo respondió con burla que su hija nunca había estado embarazada, y que pensar aquello era una estupidez. Hilario no soportaba la idea de ver a su hija en la iglesia junto a ese monstruo deforme, las miradas de los vecinos, los comentarios, las risas, pero peor aún, tenía la certeza de que su nieto sería un monstruo igual a su padre, tampoco deseaba a los Ibáñez como parientes, tal como sabía que los Ibáñez no lo querían a él. Con el paso del tiempo, los rumores y sospechas se volvían menos alentadores, algunos afirmaban que la muchacha no estaba preñada sino que se había agarrado una de esas enfermedades raras en que la fiebre era tan intensa que los paños fríos se secaban en la frente como si los pusieran sobre una piedra bajo el sol, las habitaciones de los enfermos se caldeaban, y cualquiera podía contagiarse sin siquiera tocar o mirar directamente al enfermo. Otros, decían que sí estaba preñada, pero que la hija de Hilario, nunca había tenido madera de madre, que su consistencia delgaducha y enfermiza no soportaría lo que significaba un embarazo, condición heredada de su propia madre, quien todos recordaban como una mujer silenciosa y risueña que no alcanzó a soportar tres días luego de parir a su hija bajo un sauce, cuando el alumbramiento se le vino encima mientras lavaba la ropa en el riachuelo. Por otro lado, había quienes aseguraban, que habían visto a ciertas personas rondando la casa de los Cruces, y que lo más probable, era que la muchacha había sido obligada por su padre a hacerse un remedio para perder la criatura, y que de seguro, su prolongada desaparición, se debiera a las nefastas consecuencias de un procedimiento tan inseguro y peligroso como ese. Román estaba desesperado, no tardaría en volver a beber y a comportarse como un patán.

Hilario Cruces miraba con rabia y frustración ese maldito pozo seco en el que una vez más había caído uno de sus animales. El sol ya se ponía y estaba cansado luego de cabalgar todo el día de ida y vuelta hacia el pueblo, cuando se topó con los alambres cortados de su cerco, solo quiso echar un vistazo para confirmar lo que ya sospechaba, pues tenía prisa por volver a su casa, pero no lo hizo, Román estaba allí, aguardándolo pacientemente en compañía de una botella de coñac. La discusión fue acalorada, se insultaron mutuamente, Hilario sostenía el rebenque en la mano con el que azotaba a su animal, mientras el enano apretaba la botella vacía en la suya, la ira y el odio no tardaron en imponerse y la discusión concluyó de la peor manera. Román, quien no tenía posibilidades de luchar, descargó su rabia lanzando la botella vacía, pero la fortuna, buena o mala, quiso que impactara de lleno en la frente de Hilario, quien trastabilló adolorido y cayó dentro del pozo quedando inconsciente, entonces el enano rasguñó la tierra con sus propias manos hasta cubrir por completo el cuerpo del hombre caído dentro, mientras jadeaba incontables insultos y maldiciones, luego lloró, luego volvió a enfurecerse y a gritar amenazas e insultos hasta bien avanzada la noche, finalmente se durmió. Cuando despertó ya casi amanecía y decidió que era una buena idea visitar a Amelia. La encontró en su cama, en la pequeña y deteriorada casa de los Cruces, a su lado estaba Prudencia, la vieja hermana de Hilario, al otro lado, el sacerdote que el mismo Hilario había traído esa misma tarde desde el pueblo, pues su hija se lo había pedido insistentemente. En una esquina estaba sentada una mujer y junto a ella una chiquilla de pie, eran la partera y su hija que aguardaban allí, pues pronto deberían actuar. Román se acercó tímido, Amelia estaba dormida, sudada y evidentemente embarazada, el sacerdote a su lado rezaba inmutable, como si estuviera librando una ardua batalla espiritual por el alma de la muchacha y su criatura. Solo Prudencia Cruces le dirigió la palabra y solo fue un susurro corto y agrio, “A mi hermano no le va a gustar nada encontrarte aquí cuando regrese…” “¿Cómo está?” preguntó el enano con cara de idiota. Nadie le respondió, solo Dominga, la partera le informó después de un rato, “Tal vez si Hilario llega a tiempo con las medicinas que le encargué del pueblo, podamos hacer algo por ella…” Román se quedó allí, mirando a Amelia y deseando que Hilario volviera pronto con esas medicinas, hasta que de pronto recordó, como un hecho lejano o tal vez soñado, confuso, lo que había sucedido entre Hilario y él en el pozo y se asustó horriblemente, palideció tanto y de manera tan abrupta que Dominga se puso de pie para ayudarlo, pero el enano simplemente salió de la casa, horrorizado y echó a correr.

Cuando Román llegó al pozo, encontró a su hermano Rómulo Segundo montado a caballo y a cuatro de sus hombres que ya habían cubierto el pozo casi por completo. Hace ya varios días que habían tomado la decisión de dejar de tener conflictos con su vecino por ese agujero que no le servía a nadie y que solo traía problemas. Román Ibáñez se agarró la cabeza y cayó al suelo de rodillas espantado, los ojos se le llenaron de lágrimas y la desesperación se apoderó de él como si éfuera, el que estaba dentro del pozo. Tanto su hermano como los hombres que le acompañaron no comprendieron nada, se acercaron a él, lo tomaron, le preguntaron qué le sucedía, pero el enano no dijo nada, como si repentinamente hubiese perdido la cordura y se comportara de la forma más absurda sin razón alguna, pero para Román, la culpa en su interior era tan grande, el remordimiento tan doloroso y las consecuencias tan terribles que no se atrevía a confesarlas y no lo haría ante nadie, menos ante su hermano. Ese día y al igual que Hilario, Román desaparecería para siempre y sin dejar rastro ni explicación alguna, como si se los hubiese tragado la tierra, aunque en el caso de Hilario aquella frase adquiría tintes horrorosamente reales.

Fue entonces cuando Román conoció a Cornelio Morris, este se le apareció quién sabe de dónde cómo un amigo que sabía y comprendía inexplicablemente todos los detalles de lo sucedido, le ofreció alcohol y un alivio para su culpa. Él podía traer de vuelta a Hilario, Román le creyó, en parte porque necesitaba más que a nada esa redención y en parte porque aquel hombre tenía algo muy particular y muy poderoso en sus palabras, en su mirada, en todo lo que lo rodeaba, una convicción fuera de lo común que no dejaba dudas en lo que aseguraba. Aquella noche Román firmó el contrato alumbrado por una vela y aferrado a una botella de whisky, y Cornelio le presentó a Mustafá, un horroroso muñeco de aspecto arábigo encerrado en una caja de vidrio que aseguraba tener la capacidad de adivinar cualquier cosa. El cuerpo de Hilario no se podía recuperar así que ese sería su cuerpo de ahora en adelante, su alma estaría allí y el enano se había comprometido a darle vida hasta el final de sus días.


Nunca lo supo Román, pero la historia de la madre de Amelia se repitió con ella. Entre el cura, Prudencia y Dominga con su hija, solo lograron salvar a la criatura, una niña, pequeña y debilucha como su madre, a la que ninguno de los presentes supo cómo bautizar.


León Faras.