sábado, 18 de febrero de 2017

El Circo de Rareza de Cornelio Morris.

XV.

Aun caían las últimas gotas de la que había sido una lluvia espectacular y abundante, la luz del día ya se había ido y los hombres del circo por fin se tomaban un descanso, secándose y secando sus cosas junto a los braseros o a improvisados fuegos encendidos en tarros de lata. Von Hagen sentado en una caja de madera con los pies descalzos, mantenía su único par de zapatos en vilo, secándolos sobre las brasas, en las que también hervía suavemente una tetera. A su lado, Ángel Pardo saboreaba un mate sentado sobre un taburete, un asiento pequeño para sus piernas desproporcionadamente largas, como si fuera un saltamontes sentado sobre una pequeña piedra “No puedo creer que esté muerto…” dijo este, llenando nuevamente de agua el mate, y alcanzándoselo a su compañero, “…No era un mal tipo, solo que no sabía bien cómo lidiar con su trabajo y el resto de nosotros” Horacio asentía en silencio, todo lo relacionado con la muerte de Charlie Conde, le parecía de lo más inverosímil, “…Es cierto. En este sitio te mueres y simplemente desapareces sin que a nadie le importe… ¿sabes? más vale que hablemos de otra cosa” “Cierto…” convino el gigante, recibiendo el mate de vuelta vacío, para volver a llenarlo. La lluvia ya se había detenido completamente cuando apareció Eloísa, se veía radiante, sus ojos brillaban y no dejaba de sonreír “¿Y, qué les parece?; ¿Genial no?” dijo abriendo los brazos y dándose una vuelta para lucir sus alas, como una chica coqueta que desea que le confirmen lo bien que le queda su vestido nuevo. “Ni que lo digas… nos hemos quedado con la boca abierta al verte. Fue alucinante” respondió Pardo ofreciéndole el mate que la chica aceptó gustosa, “Realmente espectacular” agregó Von Hagen. Eloísa se sentía feliz y orgullosa de sí misma y eso era algo muy raro para una atracción del circo de Cornelio Morris, tan inaudito, que era difícil suponer si aquello era algo bueno o malo, sin embargo, ellos eran los primeros que la chica conocía allí y los únicos con los que podía compartir su felicidad, a excepción de Charlie Conde, al que también recordaba “¿Dónde está su amigo? aquel de la enorme joroba en su espalda, lo he estado buscando para agradecerle pero, no lo he visto por ninguna parte” “Está muerto…” respondió Cornelio Morris parado fuera de la tienda. Ese hombre siempre aparecía de la nada, justo en el lugar donde no estabas mirando, “…ven linda, tengo algo para ti” Agregó, tomando suavemente a la muchacha por el hombro, mientras les dirigía una mirada a los dos hombres sentados, que a Von Hagen le pareció amenazante.

Vicente Corona se quitó la chaqueta y se remangó la camisa, luego con sumo cuidado comenzó a desembalar los equipos. Diego Perdiguero, que en ese momento bebía una taza de café, se puso de pie para mirar de cerca el extraño aparato que Vicente armaba, “¿Qué demonios es eso?” el aludido no pudo menos que sonreír, “Esto es el futuro, amigo mío” Los hermanos Corona se tomaban muy en serio su trabajo y además de eso, se podía decir que eran bastante innovadores y visionarios, pues después de muchos intentos, pruebas y ensayos, habían logrado desarrollar un eficiente aunque aparatoso híbrido entre una cámara fotográfica de cajón y un telescopio especialmente acondicionado, que les permitía capturar objetivos a una prudente distancia, algo sumamente útil en su oficio, cuyos detalles técnicos guardaban celosamente, pues no les interesaba en absoluto popularizar su creación. Habían alquilado una pequeña habitación exenta de lujos, pues tenían como regla general, no llamar la atención mientras estaban haciendo un trabajo, sin importarles dormir en el suelo o en su furgoneta o comer cualquier cosa que les quitara el apetito, incluso sus atuendos eran de lo más corrientes. Ya una vez terminado el encargo, podían volver a disfrutar de los lujos que les permitía su pujante y particular oficio. La idea, era tomar la mayor cantidad de fotos posibles para terminar el trabajo en un solo día, pues sabían que si el circo simplemente decidía marcharse, perderían mucho tiempo en volver a localizarlo, para ello solo necesitaban dos cosas, un buen lugar donde instalarse con su cámara y un hermoso día soleado y de lo primero ya se estaba encargando Damián Corona. Lo mejor de todo, era que las fotos que tomaran valdrían oro en el mercado. Enrique Bolaño les había encargado fotografiar la sirena, pero cuando viera esa criatura volando como un mismísimo ángel del cielo, pagaría lo que le pidieran y si se negaba, había muchos más que con seguridad estarían encantados de publicar algo así en sus medios.

“Oh, un hecho lamentable, al parecer tuvo una discusión con un tipo y este le disparó…” Eloísa se llevó una mano a la boca consternada, “Oh, por Dios…” Cornelio continuó con tono paternalista “…sí, la gente se está volviendo loca. Puedes juzgarlos por sus rostros o por su aspecto, pero no puedes saber qué diablos tienen en la cabeza… Es el mundo en el que nos toca vivir. Pero será mejor que dejemos descansar en paz al pobre Charlie, ven, deja que te muestre lo que tengo para ti…” Cornelio Morris llevó a la muchacha hasta una tienda en perfecto estado, al menos comparada con la de los trabajadores, en la puerta estaba parada la pequeña Sofía, realmente emocionada con las alas nuevas de Eloísa. En el interior de la tienda, Beatriz Blanco se afanaba en los últimos detalles. Ya había repartido o desechado todas las pertenencias del antiguo dueño y trasformado el lugar en un sencillo pero acogedor hogar para la muchacha, algo que Eloísa nunca antes había tenido, apenas Cornelio le informó que era suya, la chica se le lanzó encima y se le quedó pegada en un abrazo largo y emotivo, tan espontáneo para una como inesperado para el otro. La pequeña Sofía rió y aplaudió abrazada a su feo pero querido conejo de trapo, mientras Beatriz observaba incrédula y sorprendida la escena, más aun cuando Cornelio correspondió ese abrazo con una increíblemente afectuosa caricia en la cabeza de la chica, algo que la mujer fue incapaz de descifrar de qué clase de sentimientos o intenciones provenía. “Serás nuestra estrella. Mañana debutarás y estoy seguro de que serás la atracción más grande y maravillosa que estas personas hayan visto y verán en toda su vida…”

Era de madrugada cuando Horacio Von Hagen se levantó de su cama, en la otra litera, Ángel Pardo dormía profundamente, con ambos pies desbordados fuera de las cobijas y uno de sus brazos colgando hasta el suelo. El hombre simio salió de su tienda, observó a todos lados, cogió un palo que había reservado como garrote y se perdió furtivo en la oscuridad de la noche. Se sentía increíblemente asustado, su corazón parecía querer delatarlo con el ruido que hacía y las manos le temblaban. Las aves nocturnas le parecían especialmente grandes y activas esa noche, los ronquidos de los hombres, más ruidosos y sus sueños, más livianos; realmente estaba luchando con todo contra sí mismo y su propia inseguridad y no se sentía para nada vencedor, sino más bien, alguien que resiste a duras penas. Las monedas que encontró, aun estaban escondidas entre las rendijas de las tablas del piso de la jaula de Braulio Álamos, a pesar de que esta había sido limpiada y lavada para quitarle en parte el horroroso hedor que acumuló el “Cometodo” mientras estuvo ahí. Von Hagen siguió caminando buscando las sombras y deteniéndose cada vez que algo crujía bajo el peso de su pie, incluso los crujidos más pequeños, se acercó sigiloso hasta la tienda de Mustafá, se asomó conteniendo el aliento y vio que el hombre que Cornelio había dejado de guardia, dormía plácidamente en un rincón, tirado en el suelo, abrazado a sí mismo y con una manta enrollada bajo la cabeza a modo de almohada, la escopeta del hombre estaba tirada en el suelo junto a él, eso lo alivió en parte, pues honestamente no se sentía capaz de aturdir a un hombre con su garrote. Horacio tomó el arma y la apoyó en una pared fuera del alcance inmediato de aquel hombre que dormía, en caso de que este despertara, luego se plantó frente a la caja de vidrio y cogió una moneda de su bolsillo. Tenía la sensación de que su respiración podía ser oída en todo el campamento. Horacio sabía que Mustafá despertaba con una melodía aguda y desafinada, pero estaba preparado para eso y cubrió la bocina con un pañuelo al momento que echaba la moneda en la ranura con una mano sumamente temblorosa. El lugar estaba pobremente iluminado por un brasero encendido, lo que contribuía a hacer más tétrica la figura del muñeco arábigo que lo observaba expectante a oír su pregunta, “¿Cómo libero a Lidia del estanque de agua sin que ella muera?” Von Hagen se agachó y pegó su oído a la bocina aun cubierta con su pañuelo y oyó una inquietante respiración desde el otro lado, luego una respuesta que ya había oído antes de boca de Román Ibáñez, “Antes debes matar a Cornelio Morris” Horacio esperaba otra cosa, algo más a su alcance, algo de lo que se sintiera más capaz. En ese momento, una voz sonó en su oído como un susurro que por poco lo mata de un infarto, “¿Qué haces?”

Eloísa, feliz y emocionada como estaba, no había conseguido pegar los ojos, por lo que había salido a estirar sus alas nuevas en la fresca noche. Desde el aire vio a Horacio moverse sigiloso por el campamento y divertida y traviesa, lo había seguido hasta allí. Von Hagen se vio obligado a explicarle todo en un largo e incómodo susurro, pero dejándole muy en claro que estar ahí estaba terminantemente prohibido, que nadie debía saberlo y que no debían hacer ningún ruido para no delatarse. La chica miró a Mustafá poco convencida, luego le pidió una moneda a Von Hagen con una sonrisa como una pequeña que le pide dinero a su padre para comprar sus golosinas favoritas. Horacio le dio una de sus monedas nervioso y resignado “¡Bueno, pero date prisa!” la chica la echó con seguridad y preguntó: “¿Mi padre está muerto, verdad?” Luego oyó la respuesta “No, aun no lo está” Eloísa se levantó y miró a Von Hagen con desilusión “La verdad, no creo que esta cosa funcione…” Horacio se extrañó, por lo que todos sabían, el muñeco jamás se equivocaba, pero debían salir de ahí y hacerlo ya. Lo hizo con extremo sigilo, seguido de cerca por Eloísa, pero cuando se volteó para advertirle a la chica que guardara silencio, esta, ya había desaparecido en el aire.


León Faras.

jueves, 16 de febrero de 2017

Zaida

VI.

Apenas se encontró dentro del templo y tendida en una mesa cubierta de paños y telas, la princesa Viserina se abandonó a sí misma y permitió a su cuerpo relajarse, a su mente consciente desconectarse y a los monjes trabajar. El lugar era amplio, iluminado con numerosas velas, y rodeado de algunos monjes que simplemente oraban en silencio. Missa Yendé trajo con toda solemnidad un cuenco con un poco de líquido soporífero para que la princesa lo bebiera, pero al encontrarla desmayada, se lo dio él mismo, empapando un trozo de tela en el líquido y estrujándoselo en los labios, hasta asegurarse de que la princesa entrara en un sueño profundo. Missa Passel, era el más preparado en el arte de curar personas y animales, conocía desde las oraciones más poderosas para sanar el cuerpo y la mente, hasta las hierbas más beneficiosas en el tratamiento de malestares y heridas. El monje limpió el corte en el hombro de la muchacha minuciosamente hasta asegurarse de que no tuviera rastros de suciedad ni indicios de infección, luego la coció, le puso un emplasto de hierbas y lo vendó todo. Luego continuó con la flecha clavada en el muslo de la princesa, esto era algo complicado, en la zona había arterias capaces de drenar un cuerpo completo en minutos. También la extracción de la flecha era algo que se debía trabajar con precaución, debido a la gran variedad de puntas que existían: Las forma de hoja, de punzones, triangulares, romboides, cola de golondrina, de medialuna, además de esas malditas desmontables que podían soltarse dentro de la carne o de órganos al intentar removerlas. Passel decidió que la forma más fácil y rápida era también la más factible, atravesarla, pues esta había entrado en diagonal y su salida estaba próxima. Así que tomó la flecha firmemente por el astil, sujetó la pierna de la princesa con la ayuda de otro monje, y la empujó hacia dentro hasta hacer brotar la punta por el otro lado, luego cortó la cabeza de hierro y deslizó suavemente el astil hasta extraerlo. Una vez hecho esto, curó la herida de la misma forma que con la anterior.

Missa Budara era un hombre físicamente intimidante para quien no le conocía, en especial para la pequeña Zaida que, al verlo por primera vez, se refugió tras la figura protectora de Missa Badú. Tenía una postura erguida y recta que resaltaba su altura superior a la de los demás; su rostro era severo, como la de un juez inflexible y en su cuerpo magro y delgado, con cada movimiento se marcaban los músculos bajo una capa de fina piel. Sin embargo su voz, clara y pausada, acusaba sabiduría y benevolencia pero no daba ningún indicio de su avanzada edad. Missa Badú narró todos los acontecimientos desde que encontró a la niña, hasta su llegada a Missa Pandur, incluyendo las palabras de Missa Samada y la responsabilidad que esta había descargado en él, también el extraño incidente en el puente con aquel hombre que aseguraba servir a una doncella ensangrentada de la cual nadie había oído hablar. Budara observaba a la niña con la rudeza de un oficial al mando de un pelotón de fusilamiento, “Tu responsabilidad es nuestra, Missa Badú” respondió Budara pausado, “…ver más allá de lo natural, no es habilidad para cualquiera, pero comprender que el mundo no termina con la capacidad de nuestros sentidos, es deber de todos. La conciencia de la propia ignorancia, ya es sabiduría en sí. Debemos ser humildes y diligentes, Missa Badú ya que la grandeza y valor de un obsequio depende del que lo recibe y no del obsequio en sí mismo” Badú observó a la pequeña afable y luego a Budara, “Comprendo. Haré todo para ser digno de este obsequio” “Todos lo haremos” concluyó Missa Budara.

“¡Mierda, lo sabía! A veces no entiendo cómo pueden ser tan idiotas… esto está mal. Esto está muy mal y se pondrá peor… ¡Mierda!”

Ribo le dio una patada de frustración a la pared de piedra y luego se dirigió a la escalera, bajó, corrió por el pasillo pobremente iluminado y tomó otra escalera para seguir bajando. Algunos monjes encendían antorchas iluminando el monasterio, agazapado el muchacho, cogió las siguientes escaleras sin que lo vieran y siguió bajando. Ya era el ocaso y no debía andar correteando por ahí. Corrió hacia las habitaciones donde seguramente sus amigos ya se preparaban para acostarse, rogando no encontrarse con Missa Nemir en su camino. Se detuvo, espió por una ventana desde el pasillo y ya más tranquilo y confiado se aprestaba a entrar por ella cuando una mano lo agarró firmemente por el hombro “¿Qué rayos crees que estás haciendo? ¿De dónde vienes?” “¡Eres un idiota Driba! Casi me matas del susto” Ribo respondió con un empujón pero su captor no bromeaba y no lo soltó, “Será mejor que tengas una buena excusa o te quedarás toda la noche limpiando las letrinas” Ribo le descargó un pisotón que obligó a Driba a soltarlo, “Si crees que alguien dormirá esta noche, eres más tonto de lo que pareces” En ese momento apareció Gunta por la ventana “¡Cállense ya! Hasta Uri puede oír sus gritos… ¡Y tú, dónde diablos estabas! Missa Nemir preguntó por ti, le dije que te dolía el estómago, ¡así que es mejor que comiences a enfermarte ya! ¡¿Dónde diablos estabas?!” Ribo saltó por la ventana, Driba lo siguió, más intrigado ahora que enojado por el pie que aun le dolía. Debía admitir que Ribo siempre se enteraba de cosas interesantes. “¿Es que no lo ven?...” dijo Ribo, ya metiéndose a su cama sin siquiera quitarse la ropa, “…tenemos a una princesa enemiga aquí dentro, y un pedazo del ejército invasor allá afuera. ¿Cuánto creen que tardarán los nuestros en aparecer?” Gunta parecía estar haciendo complicadísimos cálculos matemáticos en su mente, a juzgar por la expresión de su rostro, un poco más allá, Paqui dormía con la boca abierta y un pie colgando. Driba comprendía, pero no aceptaba “No se atreverían a llegar hasta aquí. Además, solo cumplimos con la sagrada obligación de ayudar a quien lo necesite y de salvar una vida.” “Ya están aquí, tonto…” Respondió Ribo con forzada resignación “…los vi desde el mirador y les aseguro que vendrán por esa princesa…” “Es un gran botín, ¿no?” reflexionó Gunta con gravedad, “Esto es un monasterio sagrado, no se atreverían a entrar aquí” insistió Driba, pero Ribo no confiaba nada en eso “Piensa lo que quieras, pero yo esta noche dormiré con la ropa puesta…” En ese momento la voz de un monje los interrumpió “¿Por qué dices que dormirás vestido?” Ribo sintió que se le estrangulaban las tripas, se dio la vuelta abrazándose el estómago y con el rostro dramáticamente compungido, era Badú que traía a la pequeña Zaida para asignarle una cama allí, con los muchachos. Ribo se bajó de su cama, curvado, con los músculos apretados y dando pasitos cortos, “Missa Badú, es mi estómago… debo ir a las letrinas” Gunta lo miró sorprendido, pensando en lo bien que fingía estar enfermo, en la entrada apareció Missa Nemir, que hacía su ronda normal para asegurarse de que los jóvenes monjes estuvieran en sus camas, al ver a Ribo, se hizo a un lado de un salto, como si aquel tuviera algo contagioso “¡Por Pandur, Ribo! ¡Qué fue lo que comiste esta vez! ¡Date prisa muchacho!” Gunta se rascaba la cabeza, era increíble, hasta Missa Nemir le creía lo de su repentino malestar.


Los hombres que trajeron a la princesa Viserina, apenas trece en total, se habían refugiado en una pequeña pero amplia caverna que Uri les enseñó y que era usada como refugio para las cabras. El lugar olía a mil diablos, pero al menos estarían a cubierto y podrían encender un fuego que no llamara demasiado la atención, algo imprescindible, dadas las inclemencias del clima. El mismo Uri los proveyó de algo de queso y pan de cebada antes de irse al monasterio. Este era un hombre con el brazo derecho atrofiado, problemas de lenguaje y una inteligencia inferior a la normal, había sido criado por los monjes luego de ser abandonado por su familia y se había dedicado al cuidado de las cabras del monasterio, las que proveían a estos de leche y sus derivados, labor que realizaba con gran eficiencia. Bardo, ya había despachado a dos de sus hombres para avisar de su situación y para pedir refuerzos, y a otros cuatro para que montaran guardia, el resto comían algo y descansaban, para relevar a sus compañeros luego. Uno de los hombres que montaban guardia llegó alarmado, un destacamento enemigo se acercaba hacía el monasterio por enfrente, esto era algo que ya se temían, pues aquellos sabían que la princesa había resultado herida y habían seguido su rastro hasta Missa Pandur, el sitio más obvio para que la princesa recibiera ayuda en aquellas montañas desiertas. El problema era grave, ya que según el guardia, sus enemigos habían logrado reunir más hombres, siendo el destacamento que se acercaba, cercano a cien soldados. Este grupo, ya había sido avistado por Ribo desde el mirador del monasterio. Bardo y sus hombres estaban perdidos, no había forma de que los enfrentaran sin que aquello acabara en una muerte sabidamente inevitable, pero dolorosamente inútil de todos ellos. Entonces llegó Uri, señalando con dos palabras y muchos gestos que alguien lo acompañaba, aquel era Missa Budara, erguido y duro como un árbol se presentó en la caverna, ya había sido avisado del destacamento que se acercaba y venía a advertirles que no podría ayudarles con eso, pero que mantendría su promesa de proteger a la princesa, eso, si estaban de acuerdo con la proposición que les traía. 


León Faras.

miércoles, 8 de febrero de 2017

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

XXIV

Ya estaba bien entrada la noche, pero aparte de los más pequeños, pocos dormían en Rimos, una batalla no era algo que debía tomarse a la ligera, menos una que significara una conquista. Si se ganaba, no ocurría gran cosa, el rey y su familia se volvían más ricos y con más tierras y recursos de los que disponer, mientras los pobladores seguían con sus vidas más o menos iguales; pero si se perdía, entonces sí la situación podía volverse realmente preocupante, porque quedaban a merced de un nuevo gobernante con poder absoluto para expulsarlos de sus casas si lo deseaba, esclavizarlos de por vida o matar a quien fuera de la forma más corriente o de la más extravagante que se le ocurriera, si así lo prefería. Los guardias que vigilaban la entrada a la ciudad, divisaron primero las antorchas y luego los estandartes de Rimos, aun así no se confiaron, eran un contingente pequeño de jinetes los que se acercaban subiendo el cerro a paso calmo y había que asegurarse de no ser sorprendidos. El capitán Yaras, un hombre mayor, experimentado, con una oreja y dos dedos de su mano izquierda mutilados hace tiempo, cogió su caballo y cuatro hombres más le imitaron, al resto le ordenó permanecer atentos mientras él salía a recibir a los visitantes. Se trataba de ocho personas, cuatro caballos y un asno, el capitán Dagar venía al frente. Yaras, no estaba informado, al ver al príncipe Ovardo, le costó trabajo reconocerlo, pero cuando lo hizo, su figura era tan lamentable que Yaras inmediatamente supuso que el ataque a Cízarin había sido un estrepitoso fracaso, pues si el príncipe se veía así de mal y en tan poco tiempo, no se podía esperar menos de los demás soldados. Ambos oficiales hablaron a parte, la noticia de la calamitosa caída del príncipe de Rimos se propagaba rápidamente, y antes del amanecer, toda la ciudad estaría enterada, sin embargo, al príncipe aun le quedaba enterarse de lo peor, lo que sin duda terminaría de destruir lo poco que le quedaba de integridad: La muerte de su mujer, la princesa Delia.

Los callejones y callejuelas de Cízarin, eran inseguros y asfixiantes para los soldados de Rimos, que se veían obligados a huir constantemente sin siquiera poder enfrentarse frente a frente con el enemigo, ahogados por los arqueros Cizarianos que aparecían y desaparecían, acosándolos, las innumerables trampas repartidas por todas partes y las llamas, que creaban a ratos cortinas infranqueables de calor y humo. Nila intentó desesperadamente contener la sangre que brotaba del cuello del soberano de Rimos pero no pudo hacer más que empapar sus manos y su ropa con ella y verlo morir, impotente, cargado de rabia y frustración. Llevaban demasiado tiempo detenidos y esos minutos eternos de aparente tranquilidad, crispaba los nervios de todos, excepto por un muchacho llamado Trego, silencioso y paciente que parecía ser absurdamente inmune a la tensión y al estrés de la batalla, como si toda aquella matanza y destrucción en nada le incumbiera. Se encontraban en un lugar oscuro y estrecho, cuyas salidas desaparecían en recodos que se veían todas iguales, cualquiera fuera la que tomasen. Nadie había deseado matar a Nila antes cuando el rey lo ordenó y nadie querría matarla ahora, pero lo cierto era que abandonarla allí o llevarla con ellos, era igual de malo. De pronto uno de los soldados llamado Jacán, notó un sonido curioso, era distinto a los demás sonidos abundantes en el ambiente de una batalla, pues este era persistente y parecía hacerse más nítido cada vez, los hombres prestaron atención, era algo grande y se acercaba. Los soldados se agruparon y empuñaron sus espadas, algunos comenzaron a retroceder tímidamente, mirando en todas direcciones, incluso arriba, pero nada, entonces Trego se agachó, pegó su oído al suelo por unos segundos y luego miró con un leve dejo de preocupación en los ojos. Para cuando habló, sus compañeros ya sabían de qué se trataba, “Suena como a una estampida…” Los hombres corrieron, tras ellos no tardó en aparecer por lo menos una docena de enormes reses enceguecidas por el miedo y el dolor, algunas de ellas aun con fuego encendido en sus cuerpos, otras parcialmente quemadas, avanzaban a toda velocidad por un callejón estrecho, dándose tumbos y violentos empellones unas con otras. Luego de pasar un quiebre, al fondo del camino apareció una salida hacia una de las calles principales, pero también encontraron un grupo de soldados enemigos apostados allí, armados con espadas y escudos, estos vieron al grupo de Rimorianos corriendo a toda velocidad contra ellos y se prepararon para hacerles frente. El choque fue violento y la escena, absurda, pues casi nadie resultó herido y los hombres que corrían, pasaron como pudieron, a punta de golpes, envites y espadazos a diestra y siniestra, y siguieron su alocada carrera sin detenerse siquiera, sin embargo, lo más ridículo, es que tras ellos pasó corriendo una mujer ensangrentada que gritaba sin parar, parecía perseguirles como una loca enajenada de la cual huían despavoridos un grupo de soldados preparados, adultos y debidamente armados. Solo unos segundos duró la confusión, pues para cuando se dieron cuenta, la violenta estampida de reses estaba tan cerca, que huir era inútil y evadirla, imposible.


“El simio y la serpiente” sería una buena forma de describir lo que era el combate entre Darco el Rimoriano y Siandro, rey de Cízarin. El primero luchaba con las espadas caídas, casi tocando el suelo, colgadas de sus brazos inertes, la espalda se mantenía curva protegiendo así la garganta, el torso y el vientre, la mirada no era directa, no estaba en ningún punto en especial sino en todos a la vez, se movía lento pero amenazante. El segundo en cambio era elegante, recto y en guardia lateral, con las espadas en frente, manteniendo al enemigo a distancia, la vista fija, la expresión confiada, los movimientos suaves y armoniosos. Para todos los que presenciaron el combate, fue un verdadero espectáculo de destreza de dos estilos de esgrima completamente opuestos, los ataques eran hábilmente desviados o esquivados y seguidos de contraataques violentos que con la misma destreza eran anulados. El simio saltaba de un lugar a otro y rodaba por el suelo tanto para atacar como para evadir, mientras que la serpiente, avanzaba y retrocedía con gracia y rapidez, girando sobre sí mismo cuando su rival se le venía encima, el inmortal mantenía la distancia y se defendía atacando, el rey en cambio, anticipaba los ataques de su enemigo antes de que estos cogieran fuerza, los anulaba en el aire y contraatacaba en el acto. La batalla se prolongaba por largos minutos, muchos más de los que Siandro esperaba, pero finalmente logró inclinar la balanza a su favor cuando en un furioso ataque de Darco, lo esquivó cayendo sobre su rodilla y atacando con una de sus espadas la pierna del Rimoriano, y luego, mientras se ponía de pie con un elegante giro, descargó un brutal golpe en la espalda de su enemigo, haciendo que este cayera al suelo. El rey de Cízarin se quedó parado, orgulloso de sí mismo, dejándose admirar por sus soldados, luego, con gesto pedante, caminó hasta ponerse en frente de su rival, quien lentamente se incorporaba sobre sus rodillas, para darle el golpe de gracia para gusto y deleite de sus espectadores, sin embargo, cometió un error, olvidar que el soldado de Rimos era un inmortal. Apenas lo tuvo en frente, y cuando Siandro se aprestaba a decapitarlo, Darco le descargó un golpe feroz con su puño en la entrepierna y se abalanzó sobre el rey derribándolo y estrangulándolo, hasta que los guardias que observaban el combate intervinieron y se lo quitaron de encima a su soberano. Así terminó el combate, Siandro con el cuello y los testículos magullados y sintiendo que había aprendido una valiosa lección y con el cuerpo del Rimoriano horrorosamente inutilizado y su cabeza finalmente separada de él.

León Faras.