sábado, 25 de marzo de 2017

La hacedora de vida.

3.

Reni Rochi tenía un amigo mucho más avezado que él en temas robóticos, su nombre era Rudy, un tipo lo suficientemente inteligente y obsesionado con las máquinas como para haberse vuelto un experto en ellas. Tenía una pequeña tienda abarrotada de piezas; engranajes, motores, circuitos y de autómatas desmembrados, colgados por aquí y por allá, como en una tétrica carnicería humana. Nada de lo que se podía ver allí era nuevo, todo aquella inmensa cantidad de chatarra, era el resultado de una necesidad por guardarlo todo, de una veneración por aquellas piezas marcadas por años de valioso servicio, de una certeza en que todo servía de una manera u otra, sino de manera práctica, lo hacía entregando información, conocimiento, tal como el hombre que desentierra huesos para averiguar la historia de ellos. Lo había contactado a su teléfono por una simple razón, el robot que Nora tenía en su váter, al parecer no estaba del todo estropeado como pensaban, y tal vez podía repararse de una forma fácil y no tan cara, para que este pudiera irse por sus propios medio, tal y como había llegado.

Rudy llegó en una motocicleta tan diminuta que ridiculizaba el enorme casco que traía puesto. Rochi lo estaba esperando. El contraste entre este y Rudy era brutal, si Reni era un toro, Rudy sería una lagartija. Se trataba de un tipo sumamente delgado, de ojos grandes y dedos huesudos, consecuencia directa de una vida obsesiva, en la que comer no era tan importante y dormir, una pérdida de tiempo. Apenas vio al robot exclamó “¡Boris, tenías que ser tú!””Boris… tú…” repitió el robot y Rudy se le quedó mirando como si se tratara de un perro que de pronto habla. “¿Se llama Boris?” preguntó Nora, mientras le alcanzaba una taza de algo parecido al café a Rudy, quien tardó varios segundos en reaccionar “…no, en realidad su nombre es BR-15, pero lo llamamos Boris… ¿Acaso repitió su nombre?” “Sí, repite todo lo que dicen” dijo Zardo divertido, pero apenas habló, el robot le borró la sonrisa con una palabra ya memorizada antes, “Idiota” “Entonces…” dijo Rochi señalando al androide, “… ¿Lo conoces?” “Sí…” respondió Rudy dejando su bolso en el suelo, el que sonó igual a un saco de huesos, “…es el robot con más mala suerte que he conocido en mi vida…” y pasó a enumerar la gran cantidad de veces que había debido repararlo, pues Boris había sido atropellado dos veces, cuatro veces había caído desde considerable altura, una vez fue aplastado por una máquina expendedora de gel antiséptico, dos veces se electrocutó  “…y esto no lo van a creer…” continuó Rudy,  “…una vez, una bala recorrió seis kilómetros en la ciudad, entre edificios y transeúntes para terminar alojada en su cuello, fue increíble, y lo más curioso es que no es cosa de falla técnica, yo mismo lo he calibrado al milímetro en sus sensores ambientales, de posición, de movimiento, de fuerza; todo nuevo y en perfecto estado, pero aun así, siempre termina sucediéndole algo…” “Termina… algo” repitió Boris, Nora sonrió “¿Ves? Todo lo repite, como si estuviera aprendiendo a hablar” Rudy abrió su saco de huesos y lo registró en busca de un par de herramientas “Eso es imposible. Los robots no aprenden así, se programan… es distinto. Eso es característico de un ser vivo, ¿No, Boris?” “Boris… vivo…” repitió el robot con su inalterable e inexpresivo rostro perdido en la nada, lo que provocó una risita sin entusiasmo en el rostro del técnico. Con seguridad, había problemas con alguno de sus programas de lenguaje, no se estaba ejecutando correctamente, y eso podía obedecer a varias razones. Rudy le abrió el pecho y comenzó a hacerle pruebas con sus raros instrumentos, “¿Por qué está así?” preguntó al verlo inmóvil del cuello para abajo “Se electrocutó…” respondió Reni Rochi sumando así, uno más a la ya larga lista de accidentes del robot, “Esto es muy raro… no puede ser… Ayúdenme a moverlo” dijo Rudy y entre todos lo inclinaron hacia delante para abrir una tapa en su espalda y comprobar que su fuente de poder estaba completamente muerta, con dos movimientos hábiles y rápidos, Rudy la aflojó y la extrajo completamente, “Esto no sirve, tiene todo quemado… las resistencias…” “Resistencia…” repitió Boris y Rudy se quedó de piedra, era una máquina a la que se le habían extraído las baterías, no podía seguir funcionando de ninguna manera “¿Qué rayos está pasando aquí?” dijo pasmado, sin comprender nada.

Olsen caminaba a buen paso esquivando transeúntes que a su vez lo sorteaban a él. Las estrechas calles siempre estaban llenas de gente que parecía moverse motivadas por un firme e importante propósito, el cual impedía que cualquiera pudiera detenerse, distraerse o siquiera saludar. Pensaba en su hijo, en que si la decisión que había tomado había sido la correcta o había sido la estupidez más grande de su vida producto de la desesperación. Su hijo no era el mismo, lo sabía, él, que pasaba poco tiempo en casa, lo había notado y tanto, que se le hacía un nudo en la garganta y en el estómago al verlo, silencioso, ausente, extraviado. El hombre llegó a su casa en uno de los numerosos edificios donde se amontonaba la población, un departamento pequeño y sombrío como cualquier otro. Todo estaba limpio y ordenado, su mujer ponía la mesa mientras el niño la observaba curioso, sentado en un rincón con un juguete plástico inerte en sus manos. Olsen notó que Lisa, su mujer, se veía tranquila, sus movimientos eran delicados con cada plato o cuchara que ponía en la mesa, con la misma suavidad cogió al niño de la mano y este se dejó llevar dócil a su puesto en la mesa, “Ahora vamos a comer, ¿Sí?” dijo la madre, “Comer…” repitió el niño, mientras le ponían una cuchara en la mano. El hombre se sentó frente a su plato, el niño se veía perdido, sin comprender por qué estaba ahí, ni qué tenía que hacer, Lisa se sentó también, en silencio pero con una leve sonrisa, como quien ha recibido una muy buena noticia que no puede divulgar, a Olsen le pareció forzada, “Lisa, escucha… con respecto a nuestro hijo, yo…” La mujer le tomó la mano y lo silencio suavemente, “No quiero saber lo que hiciste, no necesito que me digas qué pasó. Sé bien lo que nos dijo el médico, pero ahora mi hijo está aquí, conmigo, con nosotros, y eso es todo lo que necesito…” Olsen se sintió aliviado, le besó la mano a su mujer “Estaremos bien…” fue una afirmación, pero no sonó tan convincente. Su mujer sonrió y miró a su hijo que los observaba inexpresivo “Él aprenderá… poco a poco, yo me encargaré de todo, tú ya hiciste lo que tenías que hacer…” El niño no comía, no respiraba, no necesita dormir, su madre ya lo había notado, pero por ahora nada de eso le importaba, sabía que las cosas no volverían a ser como antes, pero eso no necesariamente debía ser algo malo, ya había decidido que no sería así.

“Esto está fuera de mi alcance…” dijo Rudy rascándose la nuca, “…que un robot siga funcionando sin energía, es algo que yo calificaría como más que inusual” Yen Zardo se masajeaba la cara tan confundido como Rudy, mientras Rochi y Nora intercambiaban una mirada de preocupada complicidad. Boris estaba vivo debido al extraño poder de Nora, y ahora, el complejo sistema del androide, de alguna manera se estaba adaptando a su nuevo estado, algo de lo que nadie sabía qué se podía esperar. Debido a su historial de accidentes, nadie se preocuparía demasiado por la desaparición de Boris, aseguró Rudy, por lo que podía quedarse con Nora hasta decidir qué hacer con él, algo que la chica aceptó resignada, pero no sin antes exigir que entre todos movieran al robot de su retrete.


Boris quedó finalmente sentado en su sillón, se podía decir que fascinado con la televisión encendida frente a él, para Nora, cambiar su asiento por su váter no había sido el mejor negocio de su vida, pero sin duda que aquello, era mejor que nada.


León Faras. 

viernes, 17 de marzo de 2017

Del otro lado.

XXVII.


Laura despertó en su cuarto como siempre lo hacía sin importar dónde se durmiera, la única función vital que parecía seguir necesitando aun estando muerta, pero sin sueños e invariablemente abría los ojos junto con la salida del sol. Observó la puerta, el mensaje que Alan le había dejado escrito allí había sido borrado, seguramente por su madre, se preguntó qué habría pensado ella al encontrarse con semejante grafiti escrito con lápiz labial dentro de su propia casa, luego volteó la mirada hacia el espejo de su cuarto, se quedó largo rato mirándolo, en él se reflejaba un pequeño trozo de su habitación, pero no la cama donde estaba ella. Sostenía la mirada con recelo, haciendo uso de todo el valor del que disponía, sintiéndose un poco segura al no estar directamente frente al reflejo. Luego de varios minutos sin que la aterradora Sombra acosadora diera señas de su presencia, Laura se mordió una uña y sonrió traviesa, se le acababa de ocurrir una idea que se le hacía de lo más boba, pero que algo la impulsaba a probar, confiaba en que aquella criatura horrible permanecía del otro lado del reflejo desde donde no podía alcanzarla. Aun sabiendo que estaba muerta, Laura sentía que no podía vivir con permanente miedo, que debía hacerle frente, aunque fuera de una forma ingenua, tal vez un poco ridícula, pero por algo se debía comenzar, además nadie podría juzgarla por ello, por lo que se incorporó de un salto y se bajó por los pies de la cama, agazapándose contra su cómoda, luego se deslizó agachada y sigilosa por debajo del espejo colgado en la pared, como un soldado que en plena batalla, se escabulle evitando ser divisado por el enemigo, entonces se puso de pie y pegó su espalda a la pared, justo al lado del espejo, con sus manos entrelazadas frente a ella, simulando sostener un arma, y con extrema precaución, echó un vistazo en el insondable interior del reflejo, se sintió una especie de agente especial en misión secreta, increíblemente, aquella jugarreta infantil desdibujaba la agobiante situación en la que se encontraba, ridiculizaba la aterradora amenaza de la Sombra y la ponía en un nivel en el que ella podía poner sus reglas y por lo tanto, al menos darle la sensación de enfrentarla. Lo primero que llamó su atención en el espejo, fue su cama, pues estaba perfectamente estirada como si nadie hubiese dormido en ella, pero más sorprendente fue comprobar que ese reflejo modificaba su realidad a medida que lo observaba, pues su cama, de la que acababa de levantarse, se veía ahora intacta también y sin los rastros de su reciente presencia en ella, pero no era lo único modificado, su desorden, su ropa tirada en el suelo, sus cajones a medio abrir, hasta el color de las cortinas, toda su habitación se transformaba de ser su mundo personal a convertirse en el abandonado dormitorio de una muerta que era, donde todo se mantenía en estricto orden, la cama estirada, toda su ropa planchada, doblada y apilada, la superficie de los muebles despejadas, todos sus zapatos formados en pares uno al lado del otro. Un santuario protegido de la intervención humana. Todo su entorno adoptaba la forma que tenía del otro lado del espejo, sin embargo, todo aquello le pareció interesante, porque eran pistas de cómo funcionaba su mundo ahora, se daba cuenta de que al parecer, no intervenía directamente con el mundo real, de que lo que hacía en su mundo no interfería con la realidad de los vivos, o verdaderamente aquello sería una constante y desconcertante locura para estos, intrigada, se animó a hacer un pequeño experimento, de dos zancadas, y sin perder su rol imaginario de agente secreto de una película, cogió las cobijas de su cama impecablemente estirada y las jaló hacia atrás con fuerza, para luego volver a su posición junto al espejo, echó un vistazo fugaz en este y nuevamente la magia se producía restableciendo el orden, era sorprendente pero también divertido, entonces se animó a más. Tenía pensado que mientras la Sombra no apareciera, no había nada de qué preocuparse y si lo hacía, simplemente se ocultaría rápidamente del reflejo, con esa idea, se dirigió a su velador y se paró junto a este y frente al espejo, acercó su mano a la lámpara de porcelana que estaba sobre el pequeño mueble y la tocó, sintió su suave textura en sus dedos, sintió su peso al ejercerle una suave presión, curiosa, la buscó en el reflejo del espejo frente a ella, donde ella misma no existía y la empujó. El estruendo la hizo dar un brinco, pues la lámpara se rompió en pedazos, pero eso no fue lo más increíble, sino que ver claramente en el reflejo cómo aquel objeto se movía solo hasta perder el equilibrio y caerse. Si no fuese porque sabía que ella misma la había tirado al suelo, hubiese sido justo motivo para llevarse un buen susto. De dos saltos regresó junto al espejo y de un vistazo comprobó que tanto aquí como allá, la lámpara estaba irremediablemente rota, de eso, no había dudas, sin embargo, eso le daba otra pista, el reflejo de un espejo parecía ser la conexión entre su mundo de muerta y el mundo de los vivos. Pero su pequeña travesura no terminó ahí, pues en otro vistazo al espejo se dio cuenta de que su madre había llegado a su cuarto evidentemente atraída por el estruendo de la lámpara al caerse, no la podía oír, pero podía ver que hablaba y gesticulaba alarmada por la lámpara inexplicablemente rota en el piso, Laura imaginaba que en ese momento la estaba culpando a ella y eso le daba la cálida sensación de que ambas podían saber que en ese momento las dos estaban en el mismo sitio y al mismo tiempo, imaginaba lo que sentiría ella de estar en su lugar, y tal vez no sería tan agradable, pero para Laura aquello era extraordinario, su hermana también estaba allí, sujetando un escobillón y una pala para recoger el pequeño desastre que había provocado, tan agradable era la sensación de estar integrada con su familia nuevamente, que se olvidó por completo de la precaución de no quedarse tanto rato frente al espejo. Su madre se agachó para recoger los trozos más grandes y tras desaparecer ella del reflejo apareció la Sombra de pie al fondo del cuarto, Laura inmediatamente se pegó a la pared protectora junto al espejo, como un ladrón que por segundos no ha sido descubierto en su fechoría, frente a ella, su habitación volvía a estar vacía y silenciosa, temía por su madre y por su hermana pero podía sospechar que la Sombra no estaba interesada en ellas ni en ningún otro vivo, tenía la tentación de echar un último vistazo, pero sentía que aquella criatura horrenda estaba justo ahí frente al espejo, a escasos centímetros de ella, respirando con su frío aliento sobre su hombro. Pero todo aquello no eran más que imaginaciones suyas, estaba a salvo, no podía tocarla y lo mejor era seguir con su juego, pero eso sí, en otra parte.


Los espacios abiertos eran ideales, salió de su casa con buen ánimo, sintiendo que le había ganado la partida a su aterradora perseguidora y que hasta la había burlado, huyendo antes de que pudiera asustarla, además, había obtenido una valiosa recompensa al estar en contacto nuevamente con su familia, tal vez no como antes, pero de igual manera la experiencia había sido genial y aun la disfrutaba. Se sentía tan bien que de pronto le echó de menos a la música, se atrevió a cantar y bailar mientras caminaba por el medio de la calle con total impunidad, disfrutando por primera vez de lo que era en realidad, una libertad sin límites. Corrió, pasó dando saltos por encima de los vehículos estacionados, bailó y cantó tan fuerte como pudo sosteniendo un micrófono imaginario en la mano sobre algunos y haciendo música con las palmas de sus manos sobre el capó de otros, pateó basureros, golpeó puertas con los puños y hasta robó prendas y chucherías baratas que encontró en algunos puestos callejeros, se probó unos anteojos de sol, enormes y extravagantes sintiendo que le quedaban maravillosos sin necesidad de verse, y se fue contenta, satisfecha de su nueva vida de anarquía vana e inocuo vandalismo. Sin real intención, llegó hasta una población que le resultaba familiar, los nombres de las calles, las casas más bien antiguas, las calles deterioradas. Sí la conocía, pero se veía muy diferente sin los viejos árboles en las veredas ni la abundante vegetación que los pobladores, principalmente gente mayor, acumulaban en sus patios delanteros. Laura se quitó los anteojos oscuros y reflejó la calle en ellos para echar solo un breve vistazo, entonces el lugar aparecía tal y como lo recordaba, un lugar apacible, viejo y tranquilo como sus moradores, allí vivía su abuelo Manuel. Al llegar a la casa, la muchacha encontró la puerta de la reja abierta, pero no entró, en el ventanal, que parecía nuevo o muy limpio, se reflejaban dos hombres sentados al sol conversando algo que parecía ser muy serio, Laura no podía oírlos, pero sus rostros, vistos de perfil, denotaban cierta gravedad, uno de ellos era su abuelo, al otro no lo conocía, aunque podía ver que se trataba de un hombre mucho más joven, vestido con ropa formal pero anticuada y lucía peinado y barba de trasnochado. Laura contemplaría la escena solo por algunos segundos, pues sentía mucho cariño por su abuelo pero no quería tentar a la Sombra más de lo necesario, y luego continuaría su camino, pero una cosa llamó su atención, el desconocido se llevó una mano a la frente, como en un gesto de impotencia o de consternación, y la muchacha pudo ver su reloj, un reloj ridícula y absurdamente infantil, el mismo que Alan le había dejado en su tumba junto a la nota y a la calas blancas plásticas. Laura se acercó, aquel hombre debía ser el tal Alan, no podía haber  otro adulto en el mundo con ese reloj, por fin lo conocía, no tenía idea de qué tenía que ver él con su abuelo, pero tampoco se iba a mortificar por eso, al parecer, ese hombre estaba interesado en ayudarla y eso la hacía sentirse agradecida y contenta de conocerle. Pensó en hacerles un truquito como el de la lámpara en su habitación, para que notaran su presencia, pero desistió de esa traviesa idea, simplemente se sentó allí, en una esquina de la banca, se puso los lentes de sol, a pesar de que el sol era incapaz de dañar sus ojos, y se quedó ahí, cómodamente instalada, con los brazos cruzados y los pies estirados, como quien se relaja en el banco de una plaza, solo por hacerles compañía a esos dos hombres, por empatizar con su causa.


León Faras.

domingo, 12 de marzo de 2017

Autopsia. Segunda parte.

VI.

            Elena y Clarita se asearon para desayunar mientras el viejo Tata se sentaba en un rincón, del bolsillo de su chaqueta sacó una rodaja de pan envuelta en un pañuelo, “Solo traje uno, pero lo pueden compartir…” luego se dirigió a Elena, “Tú no eres de por aquí…” la muchacha miró al viejo sorprendida y luego hacia el suelo, “…tranquila, solo lo digo por el vestido que tienes, ¿Es del convento, verdad?” Elena no respondía nada, pero su silencio era más que elocuente, “Yo escapé de la justicia una vez… hace muchos años. Estuve viviendo en el monte casi dos meses, huyendo a pie, sin caballo ni perros que me acompañaran… cuando regresé, ni mi madre me reconoció…” Tata rió suavemente, era una risa grata, de anciano de corazón blando “…flaco como perro lebrero, cubierto de tierra y con los zapatos rotos. Lo mejor de todo era que ni siquiera me estaban buscando” y Tata soltó una risa que contagió a Elena y Clarita, Gracia en cambió solo meneó la cabeza. “Es bueno enfrentar los problemas, solo así desaparecen…” continuó el viejo “…pero a veces, escapar es necesario, a veces escapar evita que las cosas empeoren…” Luego Tata se puso de pie, se acomodó la gorra y se dirigió a la salida “…bueno, ya me voy, tengo mucho que hacer hoy. Tu abuela te ha echado de menos, y a Gracia, dice que la vayan a ver. Tú también puedes venir… si quieres” dijo, dirigiéndose a Elena, “…le encanta que la visiten y a ti te caerá bien, ella es buena haciendo que las cosas malas se vean menos malas…” “Iremos Tata…” dijo Clarita con la boca llena de pan, “Bien, tendré agua caliente” concluyó el viejo.

Casas Viejas era un poblado tranquilo y acogedor, de casas de barro, grandes pero humildes y chacras rebosantes de cultivos robustos, rodeado todo de terrenos donde el pasto, la maleza y la mora crecían sin restricción y los animales pastaban a sus anchas. Abel Rupano detuvo el coche junto a un pequeño grupo de pobladores que lo aguardaban, entre estos, Ismael Agüero y su hijo. Los dos hombres descendieron del coche, el sacerdote era una figura erguida, imponente y negra de pies a cabeza, a su lado el doctor se veía disminuido, delgado y vestido de ropa clara, ambos cargaban maletines con los bártulos propios de sus diferentes oficios. Apenas bajaron, se formó un raro silencio. Una mujer, joven y atractiva aun, con la cabeza cubierta con un velo, se arrodilló frente a él impulsivamente, “Bendígame Padre, por favor” todos estaban ya enterados de lo sucedido durante la misa de la mañana, el doctor Cifuentes dio un paso atrás, incómodo, Benigno lo reprendió con una mirada, como si se tratara de un delator desvergonzado, luego le dio dos palmadas suaves en la frente a la mujer para que se pusiera de pie, pues sabía que de darle en el gusto, tendría que soportar a quien sabe cuántas más que creían que él era una especie de santo milagroso, pero que no se atrevían a mostrarlo, “¡Ponte de pie, mujer!  Si tanto necesitas esa bendición, te espero mañana en la iglesia, para que te confieses antes…” Eso desanimaría a las demás, luego se dirigió a Ismael “¿Dónde está Úrsula?” El hombre y su hijo se apresuraron a guiarlo a su casa, mientras el médico, aun incómodo, se despedía del grupo con un ligero ademán con su sombrero y se apresuraba a seguirlos. Rupano en cambio, se acomodó en el coche para esperarlos.

La casa de Ismael se veía igual a todas las otras casas del pueblo, amplia y chata. Tejas de barro en un techo con muy poca pendiente y pilares de madera en el frontis, todas las paredes pintadas de un blanco opaco y viejo. Un parrón daba sombra a una mesa y sus bancas, en el patio de la entrada. Dos perros salieron a recibirlos como todos los perros del mundo cuando ven llegar al dueño de casa, pero se detuvieron lloriqueando a varios metros de la vivienda, eso llamó la atención tanto del cura como del médico, “Antes había que sacarlos a escobazos de adentro, ahora no se acercan ni para comer…” dijo Ismael mirando preocupado a sus perros que parecían estar parados nerviosos, tras un obstáculo invisible e infranqueable, “…yo no sé qué les pasa, pero todos saben que un perro asustado, no es nada bueno.” Benigno miró al doctor y luego a los perros. Uno de ellos desistía y se iba a echar a una sombra más alejada, el otro, ladraba y gimoteaba como insistiendo en tratar de advertir algo, “¿Desde cuándo se comportan así?” preguntó el doctor, Ismael no estaba seguro, pero su hijo respondió por él “Desde que la Úrsula trajo a ese chiquillo…” “Cuidado con la cabeza” advirtió Ismael al entrar a la casa, agachándose levemente al pasar por la puerta, pues esta y toda la casa había sido construida por su suegro y el padre de este hace incontables años, y no habían considerado para nada la altura del actual dueño de casa, ni menos la del padre Benigno. El interior era oscuro y fresco como una cueva, Lucila, la esposa de Ismael, una mujer pequeña y laboriosa, dejó sus quehaceres en la cocina para saludar al padre y al médico con extrema amabilidad “Ay Padre, que bueno que vino, ya no sabemos qué hacer con esta niñita, ¡usted tiene que hablar con ella!” “Por supuesto mujer, seguro no hay nada de qué alarmarse. Me acompaña el doctor Cifuentes, él la revisará también para que te quedes tranquila. ¿Dónde está?”

La muchacha, apareció de pie en el fondo del oscuro pasillo central de la casa, justo afuera de su cuarto, no se podía precisar si recién había salido o llevaba allí parada desde hacía rato. Tenía un bebé en los brazos. Benigno, confiado y autoritario, se acercó a ella para hablar, su tono intentaba ser paternal, pero sonaba inevitablemente severo “Hola Úrsula, tus padres están preocupados, cuéntame ¿cómo estás?” La muchacha negó con la cabeza y retrocedió un par de pasos, estaba sumamente nerviosa, casi asustada, “Tranquila muchacha, solo quiero saber cómo te sientes” dijo el cura avanzando un par de pasos a su vez, Úrsula negaba con más énfasis haciendo gestos con su mano para que el sacerdote no siguiera acercándose. El bebé comenzó a llorar suavemente y ella se esmeró en calmarlo, como si ese llanto fuera algo muy malo. El sacerdote se detuvo. Tanto el médico como la familia de la muchacha observaban la escena desde atrás. “Úrsula por favor, deja ese niño unos minutos para que podamos hablar” La muchacha reaccionó como si le hubiesen propuesto deshacerse de una pierna, abriendo los ojos y negando asustada. El cura dio un paso más y el llanto del niño se intensificó, Úrsula lo intentaba calmar con desesperación y de igual manera, pero sin palabras, trataba de hacerle entender al cura que no siguiera avanzando. Benigno dio otro paso, pero entonces debió detenerse. El sacerdote se dobló a la mitad como si hubiese sido apuñalado otra vez, se llevó la mano a su herida y la sintió húmeda y tibia, miró a la muchacha, esta lo observaba asustada. El bebé dejó de llorar. Entonces el cura soltó un grito de dolor, muy fuerte e inesperado y cayó al suelo de rodillas, apretándose la herida con la mano que en ese momento la sentía como si alguien le estuviese introduciendo los dedos y tirando de ella para desgarrarle la carne. Cifuentes se le acercó alarmado para asistirlo y ayudarlo a ponerse de pie, pero el sacerdote estaba totalmente derrotado e inmovilizado por el dolor. El médico levantó la vista para mirar a la muchacha y esta se veía aterrada, el bebé en cambio, estaba tranquilo y feliz, chupándose los dedos con una ternura desbordante. Úrsula no resistió más, “¡Lárguense de mi casa! ¡Fuera, fuera de aquí! ¡Lárguense!” gritó histérica, mientras se metía a su cuarto y se encerraba dando un portazo, solo entonces el médico pudo ayudar al cura y ponerlo de pie, con ayuda de Ismael lo acomodaron en un sillón y el doctor le abrió la ropa, la venda estaba empapada de sangre como si la herida hubiese sido recién hecha, “Oh por Dios…” dijo el doctor restregándose la frente, mientras Lucila se persignaba una y otra vez. El médico abrió su maletín y cogió un nuevo rollo de vendas y se las puso encima de las otras para contener el sangrado “…ayúdeme a llevarlo al coche. En mi casa podré tratar esa herida correctamente”

            Fuera de la casa, las personas que lo habían estado esperando al llegar, aguardaban con un cotilleo insistente que se silenció abruptamente al ver salir al cura agarrado del hombro de Ismael y con la otra mano en la herida cubierta de sangre “¡Ay pero por Dios Padre, ¿qué le pasó?” mientras el doctor abría paso “Por favor señoras, déjenos pasar. Este no es momento para aclarar sus dudas” Benigno no decía nada, estaba demasiado consternado, incluso, para regañar la insana curiosidad de los pueblerinos.


León Faras. 

viernes, 3 de marzo de 2017

La Prisionera y la Reina. Capítulo cuatro.

VI.

Baros no tenía ninguna intención de negociar nada con los Salvajes, para él, la maldición era falsa y la mujer maldita, seguramente muerta, además, tampoco era que fueras a vivir tanto en el mundo así como estaba, por lo que no se preocuparía más por la supuesta maldición. Ahora tenía una oportunidad, había sido liberado por Rávaro y no pensaba regresar, ni recibir más órdenes de ese desquiciado ni de ningún otro. Estaba desarmado y custodiado por cuatro soldados de Rávaro, pero había decidido huir y enfrentar lo que fuera necesario enfrentar para conseguirlo. Por lo que decidió aprovechar el bosque que cruzaban, espoloneó brusco y de improviso su caballo y corrió a todo lo que daba el animal, internándose entre los árboles hasta perder a sus custodios. Lo que no esperaba, era que los soldados que le acompañaban, ni siquiera se molestaron en perseguirlo, solo se detuvieron y lo observaron confundidos, como quien ve a un desconocido corriendo desnudo por la calle. Ellos tampoco pensaban regresar al castillo de Rávaro, ni menos entregarle el pequeño tesoro que llevaban a los Salvajes de la ciudad vertical, sino repartírselo y largarse lejos, y si Baros les ponía alguna objeción, lo matarían, pero la huida de este simplemente no estaba en sus planes, aunque tampoco los afectaba demasiado. Los cuatro soldados, luego de un par de minutos, continuaron su camino, llevaban provisiones, estaban armados y tenían el oro, solo debían buscar un lugar donde pasar la noche y continuar al día siguiente. Esos bosques húmedos no eran para nada seguros.

Idalia contemplaba la ciudad Antigua cada vez más atónita, a medida que la barca se acercaba y entraba en ella. Los arcos y pilares que la recibían eran gigantescos; las torres que sobresalían, imponentes y hermosas; las numerosas escaleras y sus muchos puentes, elegantes y llamativos; las viviendas, uniformes y estilizadas; inclusive los muros y caminos eran perfectamente planos y angulares como Idalia no había visto nunca, pues nada parecía estar hecho de piezas o bloques de piedra o de cualquier otro material natural conocido, sino que la ciudad entera era una gran escultura hecha de un solo material, único y omnipresente, que Idalia no podría nunca identificar. La oscuridad era completa, pero toda la ciudad estaba iluminada por una multitud de faroles repartidos por todas partes, que brindaban una luz cálida y pacífica, además de un paisaje sobrecogedoramente hermoso. En un extremo, podía verse la silueta de lo que parecía ser un árbol, parecía ser, porque era extraordinariamente grande para serlo. La barca se orilló en un muelle al que Driana subió de un salto, y ayudó a subir a Idalia quien seguía totalmente maravillada, lo que para la muchacha era extraño, pues todos sabían que del otro lado del foso, la ciudad Antigua debía permanecer viva, libre y seguramente, más hermosa aun, y que la mujer debería haberla contemplado en todo su esplendor antes de llegar allí o tal vez, hasta había vivido en ella, sin embargo, cuando Idalia le dijo que del otro lado solo había visto ruinas consumidas por la selva, la muchacha se mostró perturbada, pero pronto Driana se compuso, tenían algo mucho más acuciante de qué preocuparse, estaban en permanente oscuridad, pero la noche, la oscuridad total, se acercaba y debían refugiarse pronto. Ambas mujeres echaron a correr, la ciudad se veía desierta salvo por algunas siluetas estáticas que a Idalia le pareció ver, como estatuas, similares tal vez, a la criatura que había visto sobre el muro y en el puente antes de caer al foso, sin embargo, nada se movía, y el silencio era inquietante. Se metieron por un callejón y luego bajaron por una escalera, larga y angosta. Driana corría sin parar echando un vistazo de vez en cuando a Idalia que la seguía sin saber a dónde iba. Una vez abajo, la ciudad perdía su elegancia y belleza, el agua corría por una especie de acueducto subterráneo, sucio y frío, iluminado escasamente por antorchas distantes e improvisadas. Idalia no podía imaginar qué clase de lugar era ese, pues no había ciudad en el mundo que ella conociera que tuviera cloacas así. Cruzaron el canal que corría, por encima de un tablón a modo de puente y se introdujeron por otro túnel, más pequeño, largo y completamente oscuro. Idalia continuaba siguiendo el sonido que hacían los pasos de Driana al golpear contra el agua y esta no paraba de hablarle para comprobar si seguía tras ella y para que no se le despegara. El túnel desembocó en una gran cámara rectangular en la que convergían varios túneles similares y la que estaba completamente destruida en un extremo, toda el agua que llegaba allí caía varios metros abajo en un enorme socavón. Idalia no pudo evitar echar un vistazo, pues toda esa gigantesca cavidad, estaba iluminada como por la luz del día.

La noche entró como una bruma desde la selva, como un vapor negro y denso que se tragó todo rastro de luminosidad en la ciudad Antigua. Corría por el suelo como un manto de fina seda, adhiriéndose a las paredes y subiendo por ellas, sofocando todos los faroles, escurriendo por las escaleras, escalando las torres e inundando las cloacas hasta cubrirlo todo con un grueso manto de impenetrable oscuridad, todo menos el socavón, pues allí la bruma llegaba debilitada, desprendiéndose por los túneles como una tela que se desintegra con el inexorable paso del tiempo y desapareciendo antes de tocar el suelo, totalmente derrotada por la luz que iluminaba el lugar.


Baros se internó en el bosque a todo lo que daba su caballo, cuando echó un vistazo atrás y vio que nadie lo seguía, se detuvo cabreado. Esperaba que lo siguieran, escabullirse, lograr separar a uno, emboscarlo, conseguir una espada, coger algo del oro, pero irse así sin nada, no estaba para nada en sus planes. De pronto notó algo en el aire y se preocupó, un hedor esparcido y persistente, miró en todas direcciones pero no se veía ni oía nada, sin embargo, sabía que debía salir de ahí lo antes posible, estaba en territorio de los Grelos, su nauseabundo olor era inconfundible y el ocaso era su hora favorita para salir de cacería. Entonces surgieron los aullidos, agudos y estridentes, aunque lejanos, seguramente los soldados de Rávaro que le acompañaban estaban siendo atacados, pensó en ayudarlos, aliarse con ellos para salir de ahí pero inmediatamente se dijo que aquello era una estupidez, ni siquiera tenía una espada para defenderse él, de ninguna manera podría enfrentar a una banda de Grelos. El galope de un caballo, se acercaba a la velocidad del miedo a morir, Baros desmontó y se movió sigiloso entre los árboles, uno de los hombres seguramente intentaba huir, pero no era así, solo era el animal sin su jinete, Baros pensó que aun podía llevar oro en las alforjas, su entusiasmo no duró nada, los aullidos le sonaron encima, tan cerca que su propio caballo echó a correr espantado, mientras el otro caía con cuatro flechas clavadas en el cuello. Los Grelos podían ser muy poco inteligentes, feísimos y oler horrible, pero tenían una habilidad con las flechas realmente exquisita. Baros se quedó petrificado tras un árbol, los Grelos chillaron tan cerca que se le heló la sangre, pero luego pasaron por encima de él cabalgando sobre sus ranas tras la alocada carrera de su caballo, dos se quedaron ahí, y bajaron hasta el suelo, donde estaba el cuerpo del caballo muerto. Solo una cosa podía gustarles más a los Grelos que la carne cruda: El oro. No sabían para qué servía ni cómo usarlo, pero su color y brillo les encantaba, los embobaba con el amor más fuerte. Los dos Grelos tomaron el oro con ternura, sonriendo complacidos, luego olfatearon el aire con suspicacia, montaron en sus ranas y se fueron. Baros buscó el camino para salir del bosque, y lo siguió durante toda la noche, no quiso buscar supervivientes entre los soldados de Rávaro atacados por los Grelos ni tampoco perder el tiempo buscando si estos habían dejado algo del oro tirado por ahí, estaba con vida y eso debía bastar por el momento. Cuando por fin llegó al río, se dejó caer sediento a beber agua, y luego se tendió de espaldas a descansar, no se movió hasta que sintió unos pasos sobre el agua poco caudalosa. No lo podía creer, era el caballo de uno de los hombres que venía con él, también calmaba la sed en el río, ensillado y con sus alforjas intactas, una con provisiones, carne seca, queso, pan de cebada y una increíble y maravillosa botella de vino. La otra alforja tenía una porción del oro, no demasiado pero suficiente, su felicidad estaba completa.


León Faras.