domingo, 28 de mayo de 2017

Autopsia. Segunda parte.

VII.

El viaje de regreso fue eterno, para Rupano era imposible apurar el coche sin sacudir a sus pasajeros con los interminables baches del camino. El doctor Cifuentes presionaba la herida del padre Benigno con un nuevo manojo de vendas que a su vez se empapaba de sangre rápidamente, mientras el cura se veía débil y algo desorientado, en buena parte por la pérdida de sangre, pero más que todo por la perturbadora experiencia, solo él sabía lo que había experimentado al momento de enfrentarse a Úrsula y su bebé y eso había sido algo más que sólo dolor físico. Había sentido una mano invisible que le rasgaba la herida, pero también una sensación de profunda indefensión, como si por un momento hubiera quedado completamente a merced de algo malvado que lo desprecia, había sentido miedo, un miedo ya olvidado hace años, pero tan intenso que ni siquiera pensó en recurrir a su fe, un miedo que lo arrancó de su posición y lo alejó repentinamente de la cercanía que creía tener con Dios, pero por sobre todo había sentido la presencia de algo o de alguien más, que no podía identificar ni describir, pero que se había interpuesto entre él y Úrsula con una autoridad aplastante.

Una vez en la casa del doctor, recostaron al sacerdote en la camilla, Abel se fue en busca de ropa limpia para el cura mientras el médico cortaba las vendas con una tijera. Al lavar la zona, la herida apareció abierta y levemente desgarrada en sus extremos, había crecido por lo menos medio centímetro desde la última vez, que había sido ese mismo día, lo cual no tenía ninguna lógica. Ahora debería coserla, algo que no hubiese sido necesario si el padre hubiese guardado en un principio el debido reposo, pero esa ya era agua pasada. Por su parte, Guillermina ya se había enterado del alboroto en la iglesia, producto de la herida del cura, y se había dedicado toda la mañana a esclarecer lo sucedido y de paso, tratar de ignorantes y supersticiosas a todas sus respetables amigas que aseguraban que el padrecito, era un hombre santo que había recibido los estigmas de Cristo en plena ceremonia eclesiástica, y a preparar su largo discurso sobre las innumerables advertencias que ella le hizo al sacerdote al respecto, las muchas veces que le insistió que reposara y que no anduviera por ahí haciendo misas ni cosas por el estilo y sobre su ciega obstinación por no tomar en cuenta todos sus consejos que no son más que por su propio bien, discurso que le soltó completo y a modo de ensayo, al pobre de Abel Rupano que llegó allí para pedirle la ropa limpia que necesitaba el sacerdote y de paso contarle las nuevas de que la herida del cura, nuevamente le había sangrado y que por segunda vez en un mismo día, el doctor lo estaba atendiendo en su casa. La mujer, por supuesto, no le permitió irse solo y partió tras él.

Sin estar completamente convencida, y más que nada llevada por el inextinguible entusiasmo de Clarita, Elena siguió a la niña hacia la casa de Tata y su mujer, Lina, una pareja de ancianos que parecían disfrutar mucho de la compañía de Clarita y de Gracia, su hermana imaginaria. En un principio, Elena estaba renuente, porque pensaba que irían a un pueblo donde habría gente que al verla se preguntaría quién era y qué hacía por allí o porque imaginaba que la visita de una extraña no sería bien recibida por los abuelos, sin embargo, sus inquietudes se fueron disipando por el camino, pues este no solo se mostraba cada vez más solitario y tranquilo, sino que también de una belleza natural digna de contemplar. El sendero bordeaba lomas suaves y ovaladas cubiertas de hierbas y salpicadas de finas flores silvestres, por las que se podía rodar sin interrupciones desde arriba hasta abajo, los árboles se veían orgullosos y robustos, algunos imponentes, como señores gobernantes de aquellas tierras. Los manchones de rocas por aquí y por allá, formaban fantásticas esculturas, lo mismo que las nubes, que en ese momento aparecían pintadas tras los cerros como por un talentoso acuarelista. Los poblados y la gente, se veían lejanos y ajenos, como un simple detalle parte del paisaje, sin protagonismo alguno, lo que era tranquilizador para Elena.

El inocuo olor del estiércol de cabras y conejos se paseaba con la brisa sin ofender a nadie, sino más bien estableciendo territorialidad, al fondo apareció una casa aislada que parecía achatada por su propio peso, rodeada de una cerca de madera tosca pero amable y escoltada por tres árboles gigantes. Un respetable número de cabras estaban repartidas por los alrededores, vigiladas por un par de perros cabreros que fueron los primeros en avisar que alguien se acercaba y salir a reconocer quiénes. Uno de ellos era viejo, serio, de poca paciencia; tenía un mostacho largo y duro y cejas pobladas, se llamaba Bruno. Su compañero era joven e irritante, parecía que estarse quieto le provocaba una terrible comezón; era de patas más cortas, orejas puntiagudas y ojos despiertos, su nombre era Satanás. El primero mantuvo la distancia, con una parada erguida y una expresión grave, pero el segundo inmediatamente armó una fiesta junto con Nube, como si hubiesen pasado años sin verse, desentendiéndose del resto del mundo para solo perseguirse, mordisquearse las patas y luego volver a perseguirse. Tata estaba allí, sonreía con su sonrisa de cartón, mientras atizaba un fuego con el que estaba haciendo hervir una olla grande y tiznada con agua. Le había dicho a la niña que le tendría agua caliente y así lo había hecho. Lina estaba sentada en la entrada de la casa, junto a la ventana, con la cara casi empotrada en un trozo de tela que luego alejaba para tirar de una aguja. El interior daba la sensación de que se venía encima, al ser más bajo de lo que se esperaba, aunque estaba sostenido por gruesas vigas milenarias, cuadradas a golpes de hacha. El contraste dentro era muy marcado, la luz entraba con fuerza y encajonada por las ventanas, dejando los rincones a oscuras. Era un sitio acogedor, con pocos muebles de madera sin rastros de pintura, pero con manteles bordados por todas partes. La vieja dejó su trabajo a un lado y se puso de pie, hace tiempo que había perdido buena parte de su vista, pero adivinaba sin problemas quien llegaba, caminó balanceándose de un lado a otro para abrazar a Clarita con el afecto natural de las abuelas y luego a Elena, quien, a pesar de que no sabía bien cómo explicar su presencia ahí, fue recibida por la vieja como un familiar que hace años no ve, “No te aflijas niña, que para un viejo, las visitas son igual que para los niños, las travesuras… ¿Cuándo un niño le va a decir que no a una buena travesura?” Aun era un misterio para Elena el asunto del agua caliente, pero no era nada difícil de entender. Cuándo los viejos conocieron a Clarita, ella se negaba tajantemente a bañarse, pero con el tiempo se enteraron de que lo que realmente la niña odiaba era el agua fría, fuera invierno o verano, la niña no quería saber nada con sumergirse en agua fría, aquello le provocaba un rechazo insoportable. Los abuelos nunca le preguntaron el porqué, tal vez era más sencillo de suponer que de averiguar, en vez de eso, le mostraron a la niña que dentro de un pequeño cuarto de madera negra de humedad, tenían una cuba cortada a la mitad que podían llenar de agua caliente para ella cuando quisiera. La primera vez, Clarita estuvo más de dos horas metida en su tina. Ese era el primer baño de agua caliente de su vida. Elena estaba mucho más acostumbrada, pero ya había pasado un buen tiempo desde la última vez, los baños en el convento habían sido muy diferentes, por lo que no rechazó la invitación de Clarita de meterse al agua juntas. Lina les dejó una barra de jabón hecho con grasa de cabra, aceite de oliva y romero y se fue a registrar sus muebles, segura de que tenía algo limpio para que se vistieran luego, mientras Tata se retiró a continuar su faena atrasada con los quesos que producía. Era extraño como de una forma repentina pero al mismo tiempo natural, las dos muchachas formaban un vínculo fraternal irreprimible tras acciones tan poderosas como comer juntas, dormir juntas y ahora bañarse juntas también, Gracia lo expresó muy bien: “…Las familias, no siempre nacen en un mismo sitio…”

Lucila ya había logrado quitar las manchas de sangre de su piso y se sentaba a la mesa con un té con limón junto a su marido, que calentaba un vaso de vino en la mano, pensativo y preocupado. Ninguno de los dos entendía qué había sucedido, ambos sabían de la herida que había sufrido el cura, Guillermina ya había informado a Ismael con todos los detalles de los que ella disponía, pero todo lo que acababa de suceder era como si hubiesen acuchillado de nuevo al padre Benigno delante de sus narices. No sabían qué pensar ni a quién culpar. Ismael en ese momento se pasó la mano por la frente y se miró con asombro los dedos empapados, a su mujer también se le formaban gotas de sudor rápidamente, estaba haciendo un calor repentino en una casa que por lo general era bastante fresca. Mucho calor. Lucila se puso de pie alarmada para abrir la ventana más próxima, estaban dentro de un horno que se calentaba cada vez más rápido, como si el sol les estuviera cayendo encima, o tal vez las puertas del infierno se estuvieran abriendo bajo sus pies. Revisaron la casa, la mujer por fuera, el hombre por dentro, ambos jadeaban, el oxígeno estaba siendo devorado, en ese momento Ismael vio el humo que salía por debajo de la puerta desde la habitación de Úrsula, era un humo negro que se atascaba en la garganta y apuñalaba los ojos. El hombre cogió la perilla de la puerta pero la soltó de inmediato con un insulto, le había quemado la mano, Lucila no tardó en llegar, entre los dos comenzaron a golpear la puerta con desesperación, a gritar a su hija y a intentar girar la manilla con la ayuda de un trapo. El calor es sofocante y el aire irrespirable. Ismael golpea brutalmente la puerta con su hombro y todo el peso de su enorme masa corporal para abrirla, una vez y luego otra, pero un golpe más violento aun le responde desde dentro, luego se oyen todos los muebles de la habitación de Úrsula caer lanzados al piso al mismo tiempo y después el silencio más desconcertante.


El humo se disipa, la temperatura se normaliza, Ismael trata de abrir la puerta con cierto recelo, pero solo entonces se da cuenta de que ha sido reventada hacia afuera. Luego de varios empellones logra pasarla hacia adentro, pero un bulto tirado en el suelo le impide abrirla, ese bulto es Úrsula. Cuando su hijo llega, no entiende nada, sus padres están agotados y sudados y su hermana tirada en el suelo de la sala, desmayada. El muchacho estaba a pocos metros, pero ni él ni nadie vio humo ni llamas, nadie vio fuego ni quedaron rastros de incendio alguno en ninguna parte, solo los muebles esparramados en el piso del dormitorio de Úrsula con las patas extrañamente quebradas, la puerta del cuarto inutilizada por los golpes y ni rastros del bebé.


León Faras. 

domingo, 14 de mayo de 2017

La Prisionera y la Reina. Capítulo cuatro.

VII.

Ya era de noche cuando Gálbatar llegó al Valle de las Mellizas, un páramo enorme y pedregoso donde a fuerza, lo único que destacaba, eran las dos rocas enormes que le daban el nombre al lugar. Junto a estas se detuvo el Escorpión, la primera en bajar fue Gíbrida estirando las piernas y haciendo múltiples contorsiones para soltar los agarrotados músculos de su espalda, agobiada por las muchas horas de forzado reposo. Bolo bajó tras ella, murmurando cosas en un lenguaje ininteligible con algo de su tradicional disgusto, preocupado de encender una fogata, comer y descansar, se alejó en busca de leña, una leña que parecía tener cientos de años tirada secándose al sol, en un lugar en el que no podía verse un solo árbol con vida en kilómetros a la redonda. Gálbatar, por su parte, descubrió la preciosidad infinita y majestuosa del cielo nocturno en aquel lugar llano y cogió su telescopio, fabricado por él mismo, para dedicarle algo de tiempo a su afición por investigar las estrellas y tomar apuntes de lo que encontraba. Pero uno para quien ese lugar se asemejaba al mismísimo paraíso, era el Enano de Rocas, este descendió del Escorpión y comenzó a vagar por ahí con la calma de quien visita una exposición de arte, habían rocas por todos lados, de diferentes formas y tamaños, ideales para su propósito de reproducción. Con un embeleso y esmero que le eran imposible de exteriorizar, comenzó a escoger las que le parecían más hermosas o útiles y ha apilarlas en un lugar no muy alejado haciendo una pequeña ruma con ellas, su trabajo era tan meticuloso, que llamó la atención de los demás, Gíbrida y Bolo lo miraban como a un chiflado que de pronto hace cosas cuyo sentido es imposible de descifrar, algo así como “cosas de Enano de Rocas” pero Gálbatar, que lo observaba fascinado, se daba cuenta de que estaba ante un suceso rarísimo, que confirmó una vez que el enano se quitó su ojo y lo depositó ceremoniosamente en el nido de rocas que había formado. El alquimista le informó a su aprendiz que el enano en realidad, se estaba reproduciendo, que estaba propiciando el nacimiento de un nuevo Enano de Rocas, cosa que alarmó a la muchacha, quien pensó que en poco tiempo se iba a llenar el Escorpión con esas criaturas, pero Galbatar la miró con el desencanto del tutor que ve que su alumno no ha aprendido nada. Aquel era un lento y largo proceso mágico que podía tomar muchas décadas en el mejor de los casos. Luego de terminar su trabajo, el enano literalmente se derrumbó junto a su nido formando un cúmulo de piedras similar, mientras los tripulantes del Escorpión retomaban sus tareas. Así se dispusieron a pasar la noche, junto a un buen fuego, amparados por la imponencia del Escorpión y con el universo infinito del desierto sobre ellos. Abrieron una botella de licor y luego otra, de las cuales Bolo dio cuenta de buena gana casi él solo. Exactamente esa era la idea de Gálbatar, pues allí se reunirían con Licandro y la barcaza aerostática, cosa de la que el esclavo, no se enteraría hasta que fuera demasiado tarde. En otra zona cercana a la jungla que rodeaba la ciudad Antigua, otro viajero solitario se disponía a pasar la noche, el Místico, pues adentrarse allí en la oscuridad era una osadía que se pagaba con la vida, incluso para alguien como él.

Driana e Idalia llegaron al socavón con la niebla pisándoles los talones. No era que aquella oscuridad densa y anormal pudiera matar a alguien nomás tocarlo, su toxicidad era letal pero lenta, como un envenenamiento paulatino, el problema era que una vez que te envolvía, te privaba de los sentidos, te desorientaba, te dejaba sin salidas y poco a poco te arrebataba la vida, como un hombre en medio del océano que inexorablemente se cansa de luchar. Cuando la niebla se retiraba, el cuerpo aparecía lívido, como si la oscuridad aparte de arrebatar la vida, pudiera también arrebatar el color a sus víctimas. El gran socavón era un agujero cavado por el río bajo la ciudad, un oasis increíble rodeado de paredes de tierra y rocas por donde caían cascadas que alimentaban una laguna pequeña y un río que desaparecía bajo tierra. El suelo estaba cubierto de hierba, arbustos e incluso árboles pero esta era una vegetación verdadera, natural, muy diferente a la que se encontraba en la selva que rodeaba la ciudad, además de una bruma blanca y húmeda, sana, que hacía de delicado velo que se abría gradualmente, todo aquello había crecido y sobrevivido allí, gracias a la luz de día que inundaba todo el lugar, una luz que provenía del Corazón de Antigua, un cristal que sobresalía desde el piso de la ciudad sobre sus cabezas, al ser removida toda la tierra bajo él y quedar expuesto y que aparte de mantener protegido de la oscuridad ese lugar y con vida, había sido fuente de magia y sabiduría durante siglos. Ambas mujeres, luego de recuperarse de la carrera se adentraron en el oasis, Idalia aun no comprendía bien qué sucedía, de una ciudad espectacular, había pasado casi sin darse cuenta a un escenario de una belleza natural de fantasía, iluminado por un pequeño sol artificial que parecía poder tocarse con la mano. Casi al mismo tiempo que un muchacho muy joven corría a abrazar a Driana, feliz de que regresara sana y salva, Idalia se encontró frente a frente con un pollo gigante, un ave enorme, con esos ojos severos y agresivos de las gallinas y esa expresión de deprecio en el pico que parece odiarte solo por el hecho de existir, sin embargo, el pollo tenía bozal y riendas, además de una montura en el lomo y una bonita pechera de metal labrado, tras él, apareció un caballero, un soldado con armadura y espada y un yelmo con plumas en la mollera, usaba una barba larga y negra que le daba cierta solemnidad. Tenía el pomposo nombre de Lázar de Agazar y se le quedó mirando a Idalia largo rato con incredulidad, como si buscara en el rostro de la mujer las facciones de otra persona, tanto que logró ponerla nerviosa, cuando por fin el soldado despejó todas sus dudas, se quitó el yelmo, hincó una rodilla en el piso y le suplicó que le perdonara por haber dudado de ella. Un tercer individuo apareció en ese momento, estaba sentado sobre una roca observando la situación desde un extremo, se acercó a Idalia para observarla también luego de la reacción del soldado. Era un mago, tenía la cabeza rapada, un rostro largo y afilado y sus ojos eran poco amigables, su nombre era Madra y solo un vistazo le bastó para darse cuenta de que el caballero no se confundía. Las dos mujeres se miraron esperando que la otra tuviera alguna respuesta.


En el socavón, todos eran extranjeros pero a diferencia de Idalia, venían de ese lado del foso y todos habían llegado allí por diferentes motivos: Madra, el mago, en busca de magia y sabiduría; Driana, la ladrona y su hermano pequeño Cían, buscando cosas de valor para tener una mejor vida y Lázar, el caballero, este era un caso especial. Se trataba de un comandante que como todo caballero juramentado, vivía para servir a su reina, pero que en su caso, se había enamorado de ella y ella de él. El honor y el deber de uno y las obligaciones e imposiciones de la otra, les había impedido estar juntos más allá de las formalidades de sus respectivos cargos. Un día su reina lo llama para darle una extraña y misteriosa orden, le pide que se vaya solo y que la busque en la ciudad Antigua, un sitio muy peligroso donde ir, pero que solo así estarían juntos, Lázar obedece sin entender pero sin cuestionar. Antes de partir, el caballero se entera de que su reina ha muerto, profundamente consternado, comprende que la orden que le ha dado implicaba la muerte de ambos y que solo así se cumplirían sus anhelos, sin embargo, el caballero sobrevive y llega hasta el socavón, donde se encuentra con Madra, este, luego de escuchar su historia, le suelta una parrafada sobre asuntos místicos y trascendentales en los que el caballero no cree ni le interesan, pero que le dan un vano consuelo, suficiente para mantenerse con vida, es entonces cuando se presenta Idalia, una mujer idéntica a su reina más allá incluso de la apariencia física: Su nombre, su voz, sus lunares, su sonrisa. La mujer, tras enterarse de lo que sucede, le explica que está confundido, que ella no es reina y que jamás ha deseado serlo, el caballero sonríe y le responde que incluso en eso coincidía, pues su reina, tampoco había querido nunca el cargo que le habían dado.


León Faras. 

lunes, 8 de mayo de 2017

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

XVI.

La noche era fría y eterna para el pequeño crucificado, las sombras oscuras que siempre le hablaban y se burlaban de él, estaban saciadas de alimentarse y tenían una entretenida velada dentro de los restos del cadáver que se pudría a los pies del atormentado y reseco árbol, ese era su hogar y el desdichado clavado allí, su alimento. Cada vez que la luz aparecía en las alturas, le caía con furia como un chorro en la cara y enceguecía al crucificado que ya sabía lo que tocaba, las sombras, abandonaban su entretenimiento, hambrientas y divertidas, trepaban por el tronco cubierto de heridas, como enredaderas fantasmales, para envolver al hombre y alimentarse de él, incrustarse bajo su piel succionándole el alma mientras las voces se oían en la oscuridad, muchas voces hablando al mismo tiempo, con él, entre ellas o con el exterior, voces agudas, graves e infantiles que lo mismo se oían lejanas que dentro de su cabeza o incluso salían de su boca sin reconocer ya su propia voz entre ellas. El pequeño crucificado sentía como sus huesos eran roídos, su sangre succionada, sus órganos desgarrados y su piel perforada en una tortura interminable. Todo hasta que la luz se apagaba, las voces se alejaban hasta volverse murmullos y las sombras retornaban a su hogar, más robustas y contentas y el pequeño crucificado podía tomar un pequeño descanso que nunca era suficiente, pues siempre había algún curioso dispuesto a arrojar una moneda y despertar a Mustafá para que este saciara sus dudas pueriles a cambio de una cuota de sufrimiento del pequeño y desdichado Román Ibáñez Salamanca.

La furgoneta negra se detuvo frente a una bonita casa de color claro y estructura sólida, tenía tres pisos y en el tercero, un pequeño balcón con una excelente vista hacia el sitio donde estaba el circo. Damián Corona apenas la vio, le pareció perfecta y ya había hecho los trámites necesarios para conseguir esa ubicación el día anterior, no le fue nada difícil hacer el trato con la dueña del lugar, tenía todo lo necesario para ello: Encanto y billetes. Al tocar la puerta, esta se abrió rápido, a pesar de lo temprano que era, la viuda, una dama madura pero atractiva y de ojos coquetos, ya estaba impecablemente vestida y arreglada. Damián cogió sus maletas de madera con sus trastos de fotógrafo e ingresó con una sonrisa en la cara que casi le hacía desaparecer los ojos. Desde ese balcón se encargaría de fotografiar todo lo que pudiera, pero especialmente, la chica alada que habían visto volar el día de la lluvia, mientras que su hermano Vicente y Diego Perdiguero debían prepararse para adentrarse en el circo y fotografiar la sirena que Bolaño les había encargado, y para ello debían valerse de algunos trucos, pues estaban bien advertidos de que el dueño del circo, el tal Cornelio Morris, no estaba de acuerdo con que fotografiaran sus atracciones y al parecer, podía ser un hombre peligroso y por lo mismo es que habían sido contratados. Vicente detuvo la furgoneta en una calle cercana y encendió un cigarrillo, pronto el circo comenzaría a funcionar y debía prepararse. Había traído un equipo que solía usar en espacios públicos para pasar desapercibido: Una cámara fotográfica disimulada en un recolector de basura con ruedas, con su escobillón y todo, además de un sucio y gastado overol y una gorra propia del oficio de recogedor de basura, Perdiguero estaba impresionado pero más aun cuando vio a Vicente Corona coger desperdicios de un contenedor de la calle y echarlos dentro de su carro “¿Qué clase de recolector sería si llevo mi carro limpio?” luego agregó “Ahora date una vuelta por ahí y espera mi señal…” y se alejó empujando su carro y silbando con total parsimonia.

Von Hagen había pasado una noche terrible, sin poder pegar un ojo mientras su compañero Ángel Pardo roncaba totalmente insensible, rebasando los límites de la cama con sus larguísimas extremidades. Estaba sentado en un taburete, con una manta en los hombros y una taza con un poco de café ya frío en las manos, mirando cómo lentamente, la noche se hacía día. Estaba preocupado por el desconcertante y brutal consejo que Mustafá le había dado para liberar a Lidia de su jaula de cristal, pero más preocupado estaba por que Eloísa no lo delatara, le parecía una buena chica, pero apenas la conocía y Cornelio Morris ya la estaba encantando con halagos y obsequios, cosa que la muchacha recibía feliz, pues de seguro que hasta ahora había llevado una vida bien desprovista de ese tipo de cosas, si hasta le había cedido la tienda del difunto Charlie Conde.

Con la salida del sol comenzó la faena en el circo y todo el mundo se preparaba para recibir al público lo antes posible, Cornelio Morris repartía órdenes con su megáfono, el mismo que usaba para atraer a la gente a ver su espectáculo. Esto último, lo hacía de un modo espectacular y siempre aprovechándose de la credulidad e ignorancia de la gente que creía a ojos cerrados en las historias que contaba y en los lugares inventados que mencionaba, pues luego de ver sus increíbles atracciones, cualquiera pensaba que de seguro provenían de los lugares más recónditos y desconocidos del planeta. De Von Hagen, por ejemplo, decía: “El hombre simio domesticado, encontrado de pequeño por exploradores ingleses en la lejana isla de Catabria, un lugar remoto de los mares escandinavos, donde hombres y mujeres crían pelo en todo el cuerpo para protegerse del frío…” De Lidia, “Nuestra única y maravillosa sirena, capturada viva por navegantes turcos en el Mar Denso, todos ellos sordos, pues para cruzar esas aguas que tiñen los cascos de los barcos y ocultan innumerables criaturas fantásticas, los marineros deben atarse a los mástiles de sus naves para no sucumbir a los embrujos de estas hermosas pero peligrosas criaturas, capaces de hipnotizar con su canto y provocar que los hombres les sigan a las profundidades de donde nunca más regresan, ni vivos ni muertos…” A Ángel Pardo lo presentaba como, “El gigante de los antiguos castillos de Tribalia, zona montañosa del otro lado del océano, donde algunos hombres son criados en una torre alta y estrecha toda su vida, para que alcancen alturas sobrenaturales y de esa manera infundir terror en sus enemigos…” De Mustafá decía “He aquí el gran Mustafá, un muñeco creado hace cientos de años por los enigmáticos habitantes de los desiertos de Arabia como regalo para su grandioso Califa. Dotado de vida propia mediante oscuros y antiguos rituales, es capaz de desvelar cualquier verdad escondida y sacarla a la luz por solo una moneda…” A veces cambiaba algunos datos, a veces cambiaba los lugares, pero daba igual, pues nadie, nunca, en ninguna parte se atrevería a cuestionar o poner en duda lo que él decía. Para Eloísa sería igual, improvisaría una presentación espectacular, cualquier cosa que dijera esa gente la creería al ver una muchacha volar y la niña ya estaba advertida de eso, solo debía actuar como si todo fuera cierto.

La gente llegó en gran número, la noticia del circo y de sus asombrosas atracciones se había esparcido por todas partes con asombrosa facilidad. Diego Perdiguero se daba vueltas por ahí con las manos en los bolsillos y andar relajado, como el más despreocupado de los seres humanos. Buscó el lugar donde se presentaría la sirena y observó el entorno, estaban los camiones, había lonas y tableros de madera, sería fácil hacer su parte del trabajo. Vicente Corona entró en el circo empujando su carro y buscando no llamar la atención, se apoyó en este y encendió un cigarrillo, como cualquier trabajador que hace una pausa en su jornada para relajarse, de pronto pasó por su lado Ángel Pardo que paseaba por ahí atrayendo público rodeado de una multitud de niños que revoloteaban a su alrededor fascinados, Vicente reventó en tosidos ahogado por su propio humo, no solo era enorme, sino grotescamente desproporcionado, con piernas larguísimas como un ave zancuda, luego de eso sonrió y botó su cigarro. Estaba en el mejor lugar para ponerse a trabajar. Su carro de basura era una pequeña obra de ingeniería, el lente de la cámara estaba ubicado en la parte delantera, mientras el visor y todos los controles, detrás, de forma que podía ocultarse disimuladamente tras su carro para encuadrar y enfocar y en pocos segundos ya tenía una foto. Cuando Cornelio Morris comenzó a agrupar a la gente frente al escenario donde estaba Lidia, se ubicó en una buena posición, aunque apartada y esperó a que la elocuente presentación terminara y se abriera el telón, lo que vio lo dejó tan sorprendido que tardó varios segundos en darle la señal que Diego Perdiguero esperaba. Este se alejó disimuladamente para encender un fuego en uno de los acoplados del circo y luego gritar y dar la alarma, la idea no era quemarlo todo, sino causar el suficiente revuelo para que Vicente pudiera tomar las fotografías que necesitaba sin que nadie lo notara. La sirena era increíble y asombrosamente real, el conato de incendio fue perfecto, Morris se bajó del escenario para movilizar a sus trabajadores, los curiosos se movieron de enfrente para ver lo que sucedía, Vicente pudo enfocar perfectamente a Lidia atrapada en su gran estanque de cristal, en un momento, sus vistas se cruzaron a través del lente de la cámara, la sirena lo había descubierto. Cuando Vicente terminó y las cosas volvieron a la tranquilidad, la mujer tras el cristal aun lo observaba, sorprendida, pero con un brillo suplicante en los ojos que dejó algo perturbado al fotógrafo. Morris lo notó, pero cuando buscó entre la gente aquello que la sirena observaba insistentemente, solo vio a un recolector de basura que se alejaba tranquilo, empujando su carrito.


“Señoras y señores, con gran orgullo les presento, por primera vez en mi circo y por primera vez mostrada ante los ojos del mundo, la criatura que os hará olvidar todo lo que han visto hasta ahora. Una criatura traída de una tierra muy lejana, donde nacen los sueños y son creados los cuentos de hadas. Una criatura imposible, de un mundo imposible, de donde sólo se puede entrar o salir por medios sobrehumanos. Damas y caballeros, les presento ante todos ustedes, por primera y única vez en sus vidas, un auténtico Ángel del Paraíso.” Entonces, apareció Eloísa, quien no podía contener las risas mientras oía su presentación, se volvió completamente seria al caer el telón. Estaba de pie, envuelta en sus alas, que poco a poco comenzó a abrirlas y a extenderlas lentamente y con una belleza sobrecogedora, vestía una túnica improvisada que resaltaba su apariencia de criatura celestial encarnada. La gente retrocedió alarmada, atropellándose unos a otros, cayéndose al suelo sin poder despegar los ojos de esa criatura maravillosa, dos respetables señoras se desmayaron sin que apenas fueran atendidas por sus desconcertados esposos que les abanicaban aire sin despegar los ojos del escenario, pero la presentación apenas había comenzado, Eloísa, con dos aleteos violentos, se elevó a los aires, la gente que apenas se recuperaba de la primera impresión de verla, volvía a retroceder alarmada, por órdenes de Cornelio Morris, la chica estaba anclada al suelo por una larga cadena, no por precaución de nada, sino que sólo para impresionar al público. La muchacha conocía perfectamente su papel y parecía luchar contra la cadena mientras las personas en el suelo gritaban y se desmayaban por igual. A algunos metros de allí, desde su balcón alquilado Damián Corona estaba enloquecido tomando fotografías de aquella cosa, fuera lo que fuera, era impresionante verla y de seguro aquellas fotos costarían una fortuna.


León Faras.