viernes, 18 de agosto de 2017

Del otro lado.

XXIX. 



Cuando recibió la llamada, no se esperaba para nada que el cura le tuviese noticias tan pronto, este, necesitaba de su presencia, pues él no tenía el don de ver y conversar con espíritus. Olivia salió de inmediato para reunirse con él, pero al llegar a la calle señalada, no lo vio por ninguna parte hasta que el sacerdote se le acercó por detrás y la tomó por el brazo, Olivia se quedó sorprendida, aunque lo hubiese visto, probablemente no lo hubiese reconocido, estaba vestido con ropa casual, sencilla, gastada y fuera de moda, lo que lo confundía muy bien con el resto de la gente, aquello no era raro, lo curioso era verlos juntos, el manido vestido de ella, también era propio del siglo pasado, parecían una pareja de provincianos que visitan por primera vez la ciudad, Richard Cortez, que acompañaba al cura en ese momento, lo notó de inmediato, era evidente como encajaban a la perfección uno al lado del otro, como si fueran familiares, o más aun, un matrimonio con varios años de convivencia a cuestas. Se quedó a parte observando mientras la pareja se saludaba y hablaban brevemente con una calidez y un gusto natural, lo cierto es que junto a ellos, cualquiera se podía sentir excluido de la ecuación. Para Olivia, el Chavo no tenía nada que lo delatara como un espíritu ya, era sólo un hombre más, aunque con una increíble historia tras él, que ella no ponía en duda. Richard los llevó a las afueras de la ciudad, donde estaban las instalaciones de la antigua industria textil arruinada hace muchos años, estructuras de cemento, cuadradas y llenas de los agujeros oscuros que antes eran las puertas y las ventanas. Un sitio tétrico, en especial de noche, frecuentado por vagabundos, borrachos o drogadictos, pero también por materializados que al igual que los anteriores, buscaban alejarse de una sociedad que los ignoraba. Un lugar que los tres conocían bien, aunque por diferentes razones. Era de día y el sitio se veía desierto, pero en realidad nunca lo estaba. El interior de los edificios era completamente desagradable y hostil a los sentidos, todo destruido, lleno de basura y con las paredes rayadas, olía a meados, excrementos y descomposición, el Chavo recogió un palo del suelo, el cura y la bruja lo observaron como si pensara golpear a alguien, pero sólo golpeó en el suelo, una vez, luego otra vez, luego dos y después otra vez una, y se quedó expectante. No recibió respuesta. Siguieron avanzando, en algunas habitaciones, la oscuridad era total. Richard repitió la contraseña, nada, pero cuando dieron un par de pasos se escuchó la respuesta a cierta distancia: tres golpes seguidos. Ese era un materializado. El padre José María no vio nada, sólo podía recordar haber visto al Chavo y a Olivia hablando con algo en la penumbra, pero debió esperar a que terminaran para enterarse. Los materializados se van, usan su nueva condición para buscar sitios más acogedores o agradables, para recorrer el mundo sin restricciones, para aislarse en la naturaleza, sólo se quedan los que tienen ataduras emocionales, aquellos que no están listos para desligarse de su vida antes de la muerte. El hombre que buscaban ya no estaba y era posible que ya no regresara en mucho tiempo. Según les explicó el Chavo, se trataba de un hombre de aspecto joven de nombre Joel, que gustaba mucho del mar y que constantemente hablaba de que ese era el lugar que él elegiría para pasar su eternidad. Ya eran varios días que no se le veía por la ciudad, por lo que era de suponer que ya se había marchado a algún punto del planeta cercano al mar o, nada se lo impedía, el mar mismo, “Él fue quien salió del autobús el día del accidente, él le disparó a Laura, aunque conociéndolo, no logro entender por qué lo hizo…” explicó Richard al cura, sabiendo que lo que habían conseguido, no era de gran ayuda, y agregó, “…escuche Padre, si esto es importante, deme algunos días, veré qué más puedo averiguar” El cura le estrechó la mano, “Lo es Richard, gracias” Antes de irse, Olivia decidió ofrecerle su ayuda si algún día tomaba la decisión, “No eres inmortal, hay una manera si algún día decides que… ya estás harto de este mundo”

Manuel Verdugo escuchó atentamente y en silencio toda la historia que Alan le contó sobre su nieta, el asesinato de esta y el motivo por el cual la habían matado. Trató de entender y de imaginar cómo era ser un espíritu, un materializado y qué clase de cosa era un Escolta y sin lograr dimensionar completamente el contexto de la situación y el mundo en el que se desarrollaba, la aceptó como el enfermo que le cree a su médico sin ver ni entender lo que ocurre dentro de su cuerpo ni tener remota idea de cómo son los microbios que le han atacado, sin embargo, y como el supuesto enfermo lo haría, sólo se limitó a preguntar qué era lo que se debía hacer para eliminar a ese microbio aterrador que estaba acechando a su nieta para borrarla del universo, Alan se restregó su áspero mentón, “…es lo que estamos tratando de averiguar…” “Por Dios…” dijo el viejo ciego, apretando su bastón con ambos puños. Iba a agregar algo más, pero en ese momento se sintió abrirse la reja de su casa y las voces y las risas de mujeres que llegaban animadas, cargadas con bolsas y bandejas. Su hija Gloria se le acercó y aun con las manos ocupadas, le dejó caer un sonoro beso en la mejilla a Manuel que todavía no se enteraba de qué sucedía, tras ella, su vieja amiga, Beatriz,  también lo saludaba cariñosamente y le deseaba un feliz cumpleaños, mientras su nieta Lucía tomaba fotografías con su teléfono celular, recién en ese momento el viejo cayó en la cuenta de que era su cumpleaños. Debido a su ceguera y a su edad madura, hacía mucho tiempo que las fechas le eran indiferentes y si por alguna razón debía tomar en cuenta alguna, su hija se encargaba de recordársela con anticipación, salvo ahora que estaba de cumpleaños y lo quisieron sorprender. Las mujeres invadieron su casa y organizaron todo en un santiamén, prepararon la mesa y sentaron a Manuel en la cabecera con una copa de vino en la mano, todo sucedió rápido y con el entusiasmo de sus visitantes, el viejo se olvidó por un segundo, hasta que su nieta Lucía revisando su teléfono lo notó, pero no supo qué era, se lo mostró a su madre: en las primeras dos fotografías que había tomado al llegar, aparecía un hombre de pie junto a Manuel, un hombre que nadie había visto cuando llegaron, un hombre que no estaba ahí o se hubiesen dado cuenta, un hombre que nunca vieron entrar ni salir. El teléfono celular pasó de mano en mano hasta que de pura curiosidad, lo tomó Beatriz, sólo para participar del pequeño revuelo que había causado la imagen con el hombre misterioso, sin embargo, su sonrisa se desvaneció hasta desaparecer tras una mano con la que se cubrió la boca, consternada. Aquello era imposible, pero el hombre de la fotografía era Alan, su marido, el hombre que hace tantos años se había quitado la vida de un tiro en la cabeza tras la muerte de su hijo, y estaba igual a como se le podía ver aquel nefasto día. Las cámaras no olvidaban como las personas, y su imagen había quedado capturada antes de que sigilosamente abandonara el lugar. De los presentes, sólo ella podía reconocerlo y aunque nadie podía corroborárselo, Beatriz no tenía ninguna duda de que Alan, su marido, había estado ahí. La fiesta de cumpleaños se apagó hasta quedarse en silencio, Beatriz tenía los ojos con lágrimas mientras Lucía observaba a su alrededor temerosa de encontrarse con algún fantasma espiándolas desde algún rincón, Manuel secó su copa de vino de un largo trago y se quedó serio, con sus ojos pálidos saltando de un lugar a otro, en el vacío de su oscuridad. Podía imaginar la escena, rememorar todo lo vivido después de la muerte de su amigo, entender lo duro y doloroso que había sido para Beatriz. Estaba seguro de que hablar de él no sería una buena idea, pero aun así lo hizo, “Él siempre te recuerda y está preocupado por ti…” Sabía que en ese momento lo estaban mirando como a un desquiciado que la ceguera, la vejez y la soledad finalmente lo habían hecho hablar con fantasmas, pero no Beatriz, ella seguro lo miraba expectante “…siempre quiso que rehicieras tu vida y que fueras feliz… eso lo hizo feliz a él…” Beatriz sonrió, por un minuto se había olvidado de todo lo que la rodeaba, “¿Hablas con él?” preguntó con un brillo de ternura en los ojos, “A veces… aunque saber que ahora está esa foto, me tranquiliza. No me estoy volviendo loco…” respondió el viejo con una sonrisa torcida, mientras dejaba caer su cabeza sobre su pecho. La velada continuó, aunque con un cariz distinto, pausado pero interesante. Continuaron hablando de Alan, pero sin adentrarse en los escabrosos detalles de su muerte, ni tampoco, nada sobre lo que Manuel había hablado con él de su nieta Laura, eso ya sería demasiado para un solo día.


“Un Escolta persiguiendo a Laura…” pensaba Richard mientras regresaba a casa, se preguntaba si realmente estarían seguros de eso y de ser así, cómo habían logrado endosarle un Escolta a un inocente. Él sabía de los Escoltas, aunque en todos sus años de vivo y de muerto, nunca había visto uno, pero sabía que mientras no tuvieras a uno respirando en tu oreja, no se podía imaginar lo aterrador que era. La idea lo acompañó hasta llegar a su departamento, pero allí se encontró con que su mujer, la Macarena, lo esperaba ansiosa, casi eufórica, “¡Por fin llegas! Ven, tengo que mostrarte algo” sobre la mesa había una caja de metal, la mujer le demandó que la abriera él mismo y que mirara dentro con sus propios ojos, el Chavo lo hizo con algo de recelo, como quien sospecha que va a ser víctima de una broma, pero luego su cara cambió, la caja estaba llena de dinero en fajos metidos dentro de bolsas plásticas, “¿Tú no tuviste nada que ver con esto?” preguntó la Macarena con ojos de cachorro abandonado, el Richard negó con la cabeza “¿De dónde sacaste esto?” La mujer le explicó que alguien llamó a su puerta, y que al abrir no había nadie, sólo esa caja de metal en el suelo, creyó que podía tratarse de una broma o de un error, pero la caja tenía una nota encima que decía “Para Lucas” por lo que la tomó, y con toda la desconfianza del mundo, le echó un vistazo dentro “¡Casi se me cayó el pelo!” concluyó la mujer mordiéndose la uña de su dedo meñique. No tenían ninguna idea de quién o por qué les había dado ese dinero, pero no lo iban a rechazar. Julieta sonreía satisfecha, observando la escena desde la penumbra del pasillo, luego se volvió a la habitación de Lucas a contarle lo que había hecho, le hablaba de todo, todo el día, le gustaba pensar que los pequeños gestos que el muchacho realizaba con esfuerzo, eran respuestas para ella, eran muestras de que él podía sentir su presencia, y que la disfrutaba como ella.


León Faras.

jueves, 10 de agosto de 2017

Autopsia. Segunda parte.

VIII.

La ropa que la vieja Lina guardaba en su casa era, en su mayoría, muy antigua, pero como la ropa era un bien escaso, la conservaba lo mejor que podía. Para Clarita, la vieja siempre estaba preocupada de tenerle algún vestido limpio para su próxima visita, pero Elena tuvo que conformarse con un pantalón, camisa y zapatos de hombre, que habían pertenecido al hijo de los abuelos, del cual, desde hace un buen tiempo no tenían noticias. Mientras se bañaban, para Elena fue inevitable notar las cicatrices en la espalda de Clarita, marcas viejas de azotes, que daban una idea de por qué la niña le había dicho que también había decidido huir, pero no dijo nada al respecto, no tenía sentido arruinar el permanente buen humor de la pequeña, la que en ese momento, además, se divertía notoriamente en el agua y al mismo tiempo la hacía olvidar a ella, los desagradables sentimientos que revivía cada vez que recordaba lo que le había sucedido en el último tiempo. Elena nunca en su vida lo había hecho y ni siquiera había imaginado que alguna vez se vería a sí misma vestida con ropa de hombre. Al principio se sintió rara, pero luego hasta le hizo gracia y bromeó con la idea de ser un muchacho, como si un disfraz bastara para cambiar el pasado y el destino de una persona. Los zapatos le quedaban un poco grandes y los sentía increíblemente pesados y toscos para lo que ella estaba acostumbrada, pero no tenía la menor intención de quejarse. Lavaron su ropa y ayudaron a la vieja Lina en la cocina, después de la comida, le enseñarían a Elena a hacer queso y si se quedaban a dormir, por la mañana bien temprano ordeñarían a las cabras. Los viejos eran amables, compartían lo que tenían y lo que hacían y además siempre había una habitación disponible para ellas si querían quedarse, Elena se preguntó por qué la niña no se quedaba permanentemente viviendo con los abuelos, en vez de irse sola con su hermana imaginaria a vivir en una casucha destartalada y a punto de caerse, la respuesta, la sabría pronto y sin necesidad de preguntarla: Clarita le tenía mucho miedo a los lugares pequeños y cerrados, como el dormitorio que les ofrecían los abuelos, la niña alegre, se volvía una niña nerviosa y terriblemente incómoda y cuando por fin se dormía, tenía pesadillas que la despertaban al poco rato y más de una vez en la noche. Gracia se molestaba y le decía que para qué se dormía, si sabía que tendría sueños feos, y Clarita, le reprochaba que para ella, era muy fácil, porque jamás dormía. Al final la niña siempre terminaba yéndose, a veces, a mitad de la noche y sin decirles nada a los abuelos, pues al parecer, sólo en esa chabola con media muralla y parte del techo destruido, podía dormir en paz y toda la noche.

No fue una idea que le cayera demasiado bien, pero al final, no le quedó al padre Benigno más remedio que aceptar, cuando el doctor le dijo que pasara la noche en su consulta para que no forzara los puntos de sutura recién hechos, eso, bajo amenaza de que Guillermina se quedara toda la noche velándolo como a un muerto, si insistía en irse a su casa. Cuando por fin quedaron solos, el doctor cogió una silla y se sentó al lado de su paciente, “Dígame Padre, ¿Qué fue lo que le sucedió?” el cura sólo levantó la vista, parecía tener tensos todos los músculos de su rostro, luego volvió a bajarla para negar con la cabeza, “Imagine que alguien mete los dedos en su herida y jala de ella…” el médico se quitó los lentes para limpiarlos con su pañuelo. El cura concluyó, “…eso fue lo que pasó” El silencio se prolongó largos segundos, como una conversación sin sentido que no logra prosperar, finalmente el sacerdote volvió a mirar al doctor que se acariciaba el bigotillo, pensativo, “¿Qué opina, doctor?” El médico levantó las cejas y se rascó la cabeza sin tener ni rastros de comezón, “Que no se me ocurre ninguna explicación plausible, pero le creo, eso explica el desgarro en la herida, pero es que… nadie lo tocó, ¿cómo es posible?” el doctor esbozó una sonrisa nerviosa que se diluyó rápidamente, “Siempre he sabido que el demonio existe, doctor, que él y sus numerosos lacayos acechan al hombre para tentarlo de mil maneras y alejarlo del amor de Dios, sin embargo, nunca lo había sentido tan cerca, ni tan presente… y le puedo asegurar que da un miedo terrible” el cura terminó hundiendo su mirada en el piso, como si su última afirmación, lo avergonzara. El doctor Cifuentes se echó atrás en su silla, desarmado, nada podía agregar a una afirmación así, pero cuando lo intentó, se quedó con el aliento en la boca. Alguien comenzó a golpear su puerta con desesperante insistencia.

El hijo de Ismael Agüero entró de sopetón, haciendo espacio para que su padre pudiera entrar con Úrsula en los brazos, totalmente inerte, “Tiene que ayudar a mi hija, doctor. Está mal, está muy mal…” “¿Qué le pasó?” preguntó el doctor mientras la recostaban en una camilla, Ismael sólo pudo responder que al parecer, había recibido un golpe muy fuerte. La chica tenía sangrado nasal, pero ese era el único sangrado que se veía, el médico le revisó las pupilas y las pulsaciones en la muñeca, “¿Cómo se golpeó?” preguntó concentrado en su trabajo pero no recibió respuesta, la expresión en el rostro de Ismael y su hijo eran elocuentes, no era que no lo supieran, más bien que no tenían palabras para expresarlo. En ese momento apareció el padre Benigno desde una habitación contigua donde reposaba, de pie, con una bata y apretándose la herida con una mano “¿Dónde está el niño?” Ismael lo vio, y entonces sintió que a él sí le podía decir lo que no supo decirle al médico, “Padre, ese niño es el demonio…” El doctor Cifuentes dejó la concentración en su trabajo por unos segundos para levantar la vista. Esos hombres hablaban muy en serio, pero no había nada de información útil para él, por lo que tendría que dejar todas las dudas para el final y centrarse en su paciente. Mandó al sacerdote de vuelta a su habitación acompañado de Ismael para que esperara ahí, y al hijo de este último, le pidió que fuera por ropa para su hermana, pues la tendría que revisar por completo y para ello había que cortarle la ropa que traía, para evitar movimientos innecesarios de sus miembros posiblemente dañados.

Luego de más de una hora, el médico entró en la habitación donde reposaba el cura, abotonándose las mangas de la camisa, Ismael ya había tenido tiempo suficiente para contarle al sacerdote todo lo sucedido en su casa, incluida la desaparición del bebé. El viejo campesino se puso de pie de un salto, “¿Cómo está mi hija, doctor?” El doctor Cifuentes traía la expresión en el rostro de haber visto algo desagradable, ese tipo de cosas que se atragantan y te arruinan el día. En su corta carrera, había atendido muchos casos, unos más complejos que otros, pero sin duda, los más desagradables para él, eran las víctimas de violencia, sobre todo mujeres y niños que no habían podido huir ni defenderse de sus agresores, casos que tenían el agravante de sólo ser el fruto de la voluntad torcida de algún desquiciado, que se sentía con el derecho y la facultad de imponerse a punta de golpes sobre los más débiles a los que debería proteger, eso indignaba al doctor y en vez de sentir la satisfacción de ayudar a alguien, aliviando su malestar, se sentía como si estuviera limpiando la mierda de otro. Así se sentía el médico cuando llegó a la habitación donde estaba el padre Benigno e Ismael. Úrsula estaba inconsciente aun, aunque fuera de peligro de muerte, sin embargo, su cuerpo estaba muy maltratado, la muchacha tenía hematomas por todas partes, sobre todo en la espalda y en los brazos, en estos últimos, eran marcas claras de haber sido agarrada con brutalidad y por alguien con mucha fuerza física, “He visto esto muchas veces antes y siempre es lo mismo…” “¿A qué se refiere, doctor?” preguntó el cura, con la voz ronca y tendido en su cama, “Usted lo sabe Padre: hombres que se desquitan a golpes con sus mujeres por culpa del alcohol o por puro gusto. Padres que educan a sus hijos de manera brutal y violenta, gente que abusa de los más débiles sólo porque tienen el poder de hacerlo…” Ismael se acercó al doctor con una expresión sumamente grave en su rostro, pero no amenazante, “Yo sé exactamente de lo que está hablando, doctor. Mi padre, era un hombre amable y tranquilo, pero sólo cuando estaba sobrio, cuando bebía se convertía en un hombre humillador y violento que golpeó muchas veces a mi madre, y a mí, cuando traté de defenderla. Era un hombre bruto sin respeto por nada ni por nadie. Muchas veces tuve que huir con mis hermanos porque quería quemarlos, quemar toda la casa, acabar con todo de una vez. Pero al otro día, lloraba como un niño de arrepentimiento, prometiendo esto y aquello, aferrado a las faldas de mi madre, sin recordar nada de lo que había hecho y lo que había dicho… Pero yo sí lo recordaba y lo recuerdo todavía. Si piensa que yo he maltratado a mis hijos alguna vez, está muy equivocado, doctor” El doctor Cifuentes se restregó el bigote y con la misma mano, le dio una palmada de empatía en el hombro a Ismael, “No Ismael, créame que no quise insinuar eso, yo únicamente digo lo que es evidente. Su hija fue agredida de manera brutal, y hay que encontrar al responsable para evitar que esto continúe” Entonces Ismael le dio una mirada de preocupación al cura y este la redirigió de vuelta al médico, quien comprendió de inmediato que había algo que no sabía. En ese momento volvieron a golpear su puerta.


“Doctor Cifuentes, ¿verdad? Tengo entendido que el padre Benigno está aquí. Sé que estas no son horas para hacer visitas, pero me urge hablar con él. Es sobre mi hermana, Elena Ballesteros.”

León Faras.

jueves, 3 de agosto de 2017

La Prisionera y la Reina. Capítulo cuatro.

VIII.

Las alas que Rancober había construido para desafiar al abismo ya estaban terminadas, pero los detalles eran desesperantemente inagotables y se debía ser muy cuidadoso con ellos, ya que una madera en mal estado o una cuerda mal atada, eran formas muy tontas de morir. El muchacho ajustaba las amarras de un lado y de inmediato debía corregir las demás para que el aparato no perdiera su valiosa estabilidad. En eso estaba, afanado, cuando Hanela le trajo comida: carne asada envuelta en una tortilla, el muchacho tomó el rollo hambriento y lo apresó entre los dientes con una voz de agradecimiento pronunciada con dificultad, mientras ocupaba las manos apretando un nudo en un extremo. La muchacha se sentó en el suelo junto a él a comer también. La tortilla sabía muy bien, la carne estaba exquisita, el fuego entibiaba la cueva, el estar juntos les alegraba el corazón, todo era perfecto en ese momento, sin embargo, sabían que pronto terminarían hablando de lo mismo de siempre, de por qué tenían que morir, de por qué no podían alargar ese momento de satisfacción hasta una vida extensa, juntos, sin el constante temor de que el tiempo se acababa y el Débolum aguardaba por la vida de uno. Pero ninguno de los dos habló de eso esa noche, es más, ni siquiera habían acabado con su comida cuando la primera mariposa negra se posó en la barandilla, otras dos fueron más osadas y se acercaron a revolotear junto al fuego. Hanela se puso de pie de un salto y salió corriendo, cuando regresó con los hombres, Ranc sonreía como un bobo, una centena de mariposas negras invadían todo el lugar como una plaga bíblica: los hombres del abismo habían llegado y solicitaban una reunión. La plataforma descendió hasta la saliente más profunda y luego los hombres continuaron a pie, descendiendo aun más por el sendero estrecho hasta la última cueva explorada por los salvajes, un lugar oscuro y frío como nadie se podría imaginar, allí se introdujeron. La costumbre demandaba que dejaran las antorchas en la entrada, ese era un acto de buena educación, pues los hombres del abismo no toleraban bien la luz. Sus grandes ojos de hermoso color rosado aparecieron en la oscuridad. Para la mayoría de los hombres, estos eran conocidos como los subterráneos, criaturas de leyenda, altos, delgados, con la piel rugosa y dura como raíces de árbol, pocos los habían visto, porque poco se dejaban ver. Para los salvajes, estos eran los habitantes del abismo, seres pacíficos y sabios, se respetaban mutuamente aunque, rara vez se encontraban como ahora. Cinco subterráneos podían verse en la tenue luz que llegaba desde las lejanas antorchas, uno de ellos, luego de saludar, indicó que Rodana, la bruja de las jaulas, los acompañaba. A pesar de lo difícil de creer que resultaba que esa mujer se encontrara en ese lugar, los salvajes la buscaron con la mirada hasta que se les informó que uno de los subterráneos, amablemente, había cedido su cuerpo para que a través de él, la bruja estuviera presente. Rodana tenía un informante dentro del castillo de Rávaro, el hermano de su querida sirvienta, por medio de él se había enterado de la existencia de Idalia, la mujer maldita, también, que Rávaro había enviado hombres hacia la ciudad vertical para recuperarla, pues su vida estaba atada a la de él. Ellos querían saber si la mujer aun estaba en la ciudad. Los salvajes, luego de comprender de quien hablaban, señalaron sin pena ni orgullo, que la mujer estaba muerta, que había sido entregada al Débolum y que este la había devorado, esto último, había sido visto por sus propios ojos. Entonces, Rodana y los hombres del abismo, comprendieron que la mujer maldita había sobrevivido al vientre del Débolum, y que ahora sólo podía encontrarse en un lugar. Antes de despedirse, la bruja les sugirió a los hombres de la ciudad vertical, que detuvieran los sacrificios, pues era posible que ya hubiesen encontrado a la mujer que buscaban, la reina que cabalgará sobre el Débolum.

Bolo despertó con la boca seca y la lengua traposa, se enderezó y se sentó en la litera, junto a él había una jarra de cerveza, el hombre-perro la cogió con el entusiasmo de quien encuentra dinero tirado en el suelo y luego de olfatearla, se la llevó a la boca con avidez. Parte del líquido le corría por el cuello hasta el pecho, mientras tragaba todo lo que podía, luego hizo una pausa para soltar con toda la satisfacción del mundo el aire contenido y volver a tomarlo para expulsar un imponente eructo que alargó hasta quedarse sin aire nuevamente. Su rostro era de total felicidad, sin aguardar demasiado, se aprestó a acabar con el reconfortante contenido de la jarra, pero en ese momento su gozo se apagó de a poco. La jarra de cerveza se quedó estancada a exactos diez centímetros de su gran boca, mientras sus ojos inspeccionaban su entorno, el lugar le resultaba familiar, pero su cerebro, poco hábil de por sí, y encima confundido por la resaca y el sueño, no lograba identificarlo con exactitud, sin embargo, pudo dar con la última ubicación conocida: estaban en el valle de las Mellizas, al aire libre, junto al Escorpión y con una agradable fogata encendida, allí se había dormido, luego de beberse él solo, una botella de licor y más de la mitad de la otra, luego de eso no recordaba nada más. Dejó la jarra a un lado cuando poco a poco comenzó a reconocer el lugar y las sospechas de su cerebro, no le gustaron nada, se puso de pie, sí, todo se confirmaba, salió del cuarto y subió la escalerilla que salía al exterior, sobre su cabeza, vio la gigantesca nube artificial de tela que con innumerable sogas mantenía en el aire a la barcaza de Licandro. Bolo entró en pánico, sin hablar ni mirar a nadie se abalanzó contra la barandilla para salir de ahí, pero ya era demasiado tarde, la altura a la que se encontraba lo paralizó de miedo, se mareó terriblemente, su estómago se revolvió como si de pronto se hubiese olvidado de hacia adonde circulaba la gravedad, se sintió sumergido en un océano de pavor, cuando en ese momento, dos brazos poderosos lo atenazaron, lo elevaron del suelo y lo llevaron de vuelta a la seguridad de los camarotes. Los brazos pertenecían a Licandro, un hombre enorme, no solo alto sino también robusto, siempre con su gran sonrisa y su enorme estómago. Un gran bebedor y apostador, carente de toda vergüenza pero por sobre todo, confiable. Bolo lo apreciaba como a un hermano, pero siempre que estuvieran fuera de esa endiablada barcaza. Licandro cogió la jarra que le había dejado a su amigo para volver a llenarla, pero al ver que aun tenía cerveza, se la acabó él mismo de una sentada. Luego tranquilizó al hombre-perro, sería un viaje corto, no tendría que salir a la cubierta si no quería y además, tenía dos barriles de cerveza casi sólo para ellos. Bolo ya respiraba más tranquilo. El Escorpión, se quedó en tierra, en estado de hibernación, con la panza pegada al piso y las patas plegadas hacia sí mismo. El valle de las mellizas era un lugar seguro, no había sitios habitados cerca y sólo los caravaneros pasaban por ahí de vez en cuando, cuando transportaban sus productos de asentamiento en asentamiento, pero difícilmente éstos tendrían la tecnología necesaria para violar la coraza del Escorpión. 


La jungla era un lugar tan hermoso que era difícil de dimensionar lo poco hospitalaria que podía ser, en cierto sentido, pensó el Místico, se parecía a la Criatura, cuya belleza solo podía compararse con su letalidad. Los árboles tenían los troncos blancos y lisos, como si hubiesen sido desollados, se enroscaban y trenzaban asemejando a un monstruoso nudo de culebras que brotaba desde la tierra y se elevaba hasta el cielo, cubierto casi por completo por el follaje. En el suelo, la vegetación era asombrosa, con hojas y flores enormes de formas y colores llamativos, que se pasaban la vida liberando esporas, algunas venenosas, la mayoría, alucinógenas. Esta era su arma más peligrosa y todo el ecosistema trabajaba junto para alimentarse. Alucinaciones que un místico debía aprender a identificar para no ser engañado por su propia mente y terminar como una estatua de piel cristalizada, que era lo único que la jungla dejaba de ti como advertencia a los intrusos. Estatuas hermosas, detalladas y frágiles, de hombres o mujeres congelados en su último aliento, que casi siempre reflejaban el pánico más paralizante o el regocijo de ver cumplido el deseo más anhelado. Esculturas que podían durar siglos si nadie las tocaba o destruirse en un millón de pedazos al más mínimo roce. Tal era el lugar en el que el Místico se internaba.


Fin del capítulo cuarto.


León Faras.