viernes, 27 de octubre de 2017

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

XXVIII.

Era difícil encontrar el camino en una noche tan cerrada, pero Nila hacía su mejor esfuerzo aguzando la vista y la memoria para encontrar alguna referencia que le indicara que estaba en la dirección correcta. El agua se agrupaba y corría por todas partes, el bebé estaba empapado y seguramente hambriento también y para empeorarlo aun más, Emmer sentía como si hubiese tragado una brasa de carbón ardiendo, que le estaba quemando las tripas, hasta el punto de hacerlo enrollarse de dolor como una oruga sobre su caballo. Nila se preocupaba, pero él le aseguraba que estaría bien. Por fin apareció en la oscuridad la silueta de aquel árbol que recordaba de su infancia, un gigante de mil años de edad, rajado a la mitad quien sabe si por un rayo o por la furia de algún dios antiguo, permanecía igual, con la mitad de su cuerpo viva y la otra mitad muerta, era una referencia clara de donde estaba y de hacia dónde debía dirigirse. Cerca de ese árbol, encontrarían un pequeño pero robusto muro de rocas apiladas, que descendía por una larga y suave pendiente que Nila recordaba cubierta de hierba y flores pero ahora sólo tenía riachuelos de agua turbia y barro. Luego el cerco se bifurcaría y siguiendo el de la izquierda, en pocos minutos debería aparecer la casa del tío de Nila, Qrima. Emmer trataba de contener el dolor, apretándose el estómago y usando toda su fuerza de voluntad para mantenerse sobre el caballo. La casa apareció cuando ya estaban a pocos metros, oculta entremedio de numerosos árboles ahogados en la intensa oscuridad de la noche, imposible de encontrar para cualquiera que no conociera de su existencia. Nila se bajó del caballo y buscó la puerta mientras Emmer la seguía torpemente debido al dolor. La puerta estaba trancada por dentro, pero al golpear y gritar, se oyó que alguien le abría, en ese momento, Emmer sintió como una fuerza violenta y rápida le atenazaba la pierna, lo derribaba y lo elevaba en el aire hasta dejarlo colgado cabeza abajo y la voz de un anciano que lo apuntaba con su arco, dispuesto a meterle una flecha en el pecho. Dentro de la casa, una mujer joven y de hermoso rostro asustado, protegía tras ella, aferrada a una horqueta en las manos, a un niño de apenas dos años, Nila reaccionó con angustia, anunciando quien era y que sólo buscaban refugio, el viejo Qrima, reconoció a Emmer como un soldado de Rimos, pero también a Nila como su sobrina, y ante el grito de espanto de esta, apuntó al hombre colgado y disparó. La flecha pasó a dos centímetros de la cabeza de Emmer y con exquisita puntería cortó la soga que lo sostenía algunos metros más allá, luego el viejo bajó su arco y sin suavizar su expresión, apuró a todos para que se metieran dentro. Emmer necesitó de una ayuda extra para conseguirlo.

Qrima era un anciano fuerte y con el carácter amargado luego de años viviendo solo, tenía la barba y la cabellera de ermitaño rodeando una enorme calva que casi siempre cubría con un sombrero ancho. Cogió a Emmer por debajo de los brazos y lo recostó en el suelo de la casa, Darlén, la hermosa muchacha que lo acompañaba, se acercó con la mísera lumbre que los iluminaba, todos se espantaron al ver la monstruosa cicatrización en el estómago del Rimoriano, era una gran protuberancia oscura en el abdomen, con amplias ramificaciones, que escupía un líquido blancuzco y de mal olor, “¿¡Qué demonios es esto!?”Exclamó el viejo con mueca de asco. Ninguno de los presentes había visto nunca nada parecido y era imposible imaginar qué hacer para ayudarlo. El dolor torturaba a Emmer con insistencia hasta que la herida vomitó por sí sola una bola dura y negra que rodó por el suelo: era la bala de hierro que le había quedado atrapada en las entrañas, sólo entonces el soldado sintió alivio, la herida cicatrizó, aunque la marca que dejó no era nada agradable de ver y por fin el hombre pudo descansar, Nila preguntó ingenua, si se recuperaría, mientras su tío observaba con curiosidad la bala, preguntándose cómo había llegado hasta allí. Enseguida, Nila y la hermosa Darlén, se preocuparon del bebé, secarlo, darle abrigo y por supuesto, alimentarlo, de esto último se encargó la segunda, ante la mirada de confusión de Brelio, su propio hijo. Emmer, con su herida rápidamente recuperada gracias a su inmortalidad, pudo incorporarse, Qrima, lo miraba con desconfianza desde la mesa, “Deben irse…” dijo sin preámbulos, luego de secar un vaso de vino. Nila deseaba al menos esperar hasta que el aguacero se acabara, pero el viejo insistió, “…no lo entienden. Este no es un lugar seguro para ustedes. Deben irse lo antes posible” Darlén, aun con el bebé aferrado a su pecho, los miraba con infinita compasión, pero su expresión cambió cuando entró a la casa un capitán Cizariano sacándose el yelmo y pasándose la mano por el rostro para quitarse el agua, seguido de seis soldados que igualmente venían empapados hasta los huesos. El capitán Albedo era un hombre de baja estatura y mediana edad, con abundante pelo encanecido en los costados, poseía una gran nariz que se complementaba a una permanente sonrisa cínica. Se detuvo y observó la escena sin perder su desconcertante y fingido buen humor, todo lo contrario de Qrima, que lucía rebosante de fastidio.


El agua caía por todas partes y se amontonaba y corría en todas direcciones, lo que convertía el campo de batalla en un laberinto oscuro y cubierto de lodo. Un grupo de Rimorianos avanzaba al trote bordeando la ciudad por una callejuela larga y angosta, en su camino, se encontraron con un destacamento de arqueros que en ese momento usaban una escalera para encaramarse a los tejados. El grupo de inmortales se les lanzó encima evitando siquiera que prepararan sus armas, mientras dos jóvenes hermanos Rimorianos, gemelos idénticos, perseguían a los que habían logrado subir. Sus nombres eran Éger y Egan, y sólo se podían diferenciar porque el primero llevaba una espada y un pequeño escudo Rimoriano de metal y el segundo, una alabarda con hoja y gancho. Ambos eran buenos luchadores, pero verlos pelear juntos era completamente distinto, como una pareja de baile que luego de años practicando juntos, casi pueden leer la mente del otro. Éger corrió con su escudo enfrente tras los arqueros que soltaron sus flechas contra él, sabiendo que su hermano estaba pegado a su espalda. Atacó con su espada en un golpe descendente para que al agacharse, la alabarda de Egan pasara por sobre su cabeza e hiriera al enemigo al que acababa de romper su defensa, luego atacaba él con su espada en círculo, dejando su hombro y escudo en línea para que el arma de su hermano se deslizara por ahí, entrando frontalmente o desgarrando con su gancho al retroceder. Sus enemigos, menos preparados para la lucha a corta distancia, cayeron rápidamente, al avanzar por los tejados, vieron desde la altura que el canal que les cortaba el paso, había crecido considerablemente, luego, al reunirse con el resto de su grupo, descubrieron con frustración que el puente que lo cruzaba estaba totalmente destruido, deberían buscar otro sitio por donde pasar, pero en ese momento oyeron los gritos de uno de sus compañeros rezagado, parecía realmente agotado, tal vez, herido. El nombre de este era Cransi, un tipo grande, más bien obeso, que se sujetaba el pelo con un moño en la mollera, ese tipo de personas de las que todos se burlan a pesar de que podría aturdir a cualquiera de un solo golpe si quisiera. Traía la escalera que habían dejado los arqueros Cizarianos, y pasando por el medio de todos, la tendió sobre el canal a manera de puente, luego se les quedó mirando como el perro que, luego de traer el palo que le ha lanzado su amo, se queda esperando su aprobación por el truco que ha hecho. Sus compañeros se miraron entre sí: a ninguno se le había ocurrido, luego rieron y lo felicitaron. Cransi tenía sus momentos.


León Faras.

viernes, 20 de octubre de 2017

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

XXVII.




Su nombre era Abaragar, un hombre enorme, con una prominente calvicie, a pesar de que aun era joven, que lideraba un buen grupo de soldados Rimorianos. No era un estratega inteligente ni tampoco un espadachín brillante, ni siquiera usaba una espada sino un intimidante martillo que encajaba a la perfección con su respetable musculatura. Los hombres lo seguían porque parecía un loco, un guerrero bárbaro de cien kilos de peso con una maza de hierro en la mano que blandía como si se tratara de una vara de madera: inspiraba miedo en el enemigo y valor en sus compañeros y más aún ahora que era un inmortal. Una vez que la lluvia comenzó, renunciaron a sus caballos y continuaron a pie, debido a la densa oscuridad que se esparció por los estrechos callejones de Cízarin cuando el fuego se vio abatido por el agua, lo que dificultaba aun más el avanzar sin toparte con trampas, con caminos bloqueados o con grupos de arqueros que parecían no acabarse nunca y facilitaba el ocultarse y moverse rápido bajo el amparo de las sombras. De esta manera lograron llegar hasta uno de los puentes laterales en el que un grupo de hombres trabajaba afanosamente terminando con hachas lo que el fuego no había alcanzado a acabar. Era un bonito puente hecho de madera, ancho, como para una carreta, ligeramente convexo para resistir bien el peso con el paso de los años y con gruesas balaustradas a ambos lados que, en uno de sus flancos, se veía destruida casi por completo por el fuego, hacía rato, enfriado por el aguacero; el piso también había sido consumido en buena parte, y parecía haber sido mordido por una gigantesca bestia come-puentes. Era una brecha, y debían tomarla si querían avanzar de la misma manera que los Cizarianos debían defenderla si querían detenerlos: La lluvia parecía caer contagiada de la misma violencia desatada en la ciudad, como si fuera el festejo de algún dios agresivo y despiadado; apagaba el fuego y lavaba la sangre, pero también acumulaba fuerzas para arrasar con todo lo que pudiera. Detrás de Abaragar venía un hombre llamado Rino, era joven, pequeño y fornido, había cogido un elegante escudo Cizariano formado de círculos concéntricos de hierro y madera alternados para protegerse de las flechas. Como él, muchos habían tenido la misma idea tras abandonar sus caballos. Junto a Rino, venía un viejo de largas barbas encanecidas al que todos llamaban Motas, era un hombre maduro que siempre se estaba carcajeando de todo y bebiendo largos sorbos de un pellejo de vino que nunca abandonaba, usaba un pañuelo atado en la cabeza para contener la cabellera y el sudor y manejaba con ambas manos un espadón de hoja ancha y doble filo. Era un gran amigo de Sinaro con el que en más de una ocasión, se había reunido sólo para hablar y beber. Un pequeño grupo de arqueros Cizarianos protegía el paso, la ropa oscura los ocultaba completamente en la oscuridad, llevaban puestos unos sencillos pero eficientes sombreros anchos que les protegían bien la vista de la lluvia. Una oleada de flechas cayó sobre los Rimorianos que asaltaban el puente, algunos lograron cubrirse a tiempo, más por instinto que por ayuda de sus sentidos, otros recibieron flechas que su cuerpo de inmortales resistieron, pero otros ni se enteraron, como Abaragar que avanzó dejando caer su maza sobre un hombre que, para su mala suerte, no alcanzó siquiera a despegar su hacha atascada en la madera del puente. La brecha era estrecha y limitada y la resistencia se volvía cada vez más férrea. Tanto Abaragar, como Motas repartían golpes brutales y violentos para abrir paso a los hombres que les seguían de atrás, pero a ratos, parecía como si solo lanzaran ataques que se perdían estériles en la lluvia. Las flechas seguían cayendo sobre los hombres atascados en el puente roto, pero estos se cubrían con escudos o cadáveres y seguían luchando como animales atormentados dentro de una jaula. Rino, con su escudo y su espada, se abría paso en la vanguardia, su combate era mucho más técnico que brutal, pero se defendía bien, a pesar de que el aguacero nublaba los sentidos y tornaba el piso resbaladizo. Un nuevo rayo desgarró el cielo proveyendo a los hombres que se mataban en la tierra de un instante fugaz de luz, suficiente para que un inmortal llamado Lerman, un tipo de cabello rizado, flaco y alto pero de musculatura firme, quien cargaba una lanza enemiga, detectara la posición de los arqueros y derribara a uno atravesándolo con su jabalina. Su sentimiento de triunfo fue breve, las vigas del puente, erosionadas por el fuego y las hachas, cedieron al peso de los hombres en un doloroso crujido que inclinó el suelo en dirección al costado que no tenía baranda. Al menos media docena de soldados de Rimos cayeron al caudaloso canal que pasaba bajo sus pies y cualquier intento por ayudarles fue disuadido con una nueva oleada de flechas, era inminente que pronto colapsaría el resto de la estructura, ante la constante presión del agua y la gravedad, por lo que la urgencia por llegar al otro extremo desató un caos enorme en un reducido espacio de suelo. El general Rodas, alertado por uno de sus hombres, apareció en ese momento acompañado de cincuenta soldados para contener el avance enemigo, pero cada vez más y más Rimorianos cruzaban el puente abriéndose camino frente a una compacta muralla de escudos, espadas y las interminables flechas que les caían encima. En ese momento, y entre todo el ruido de la batalla, Abaragar sintió el inconfundible sonido de la caballería a sus espaldas y se volteó hacia el puente: Rianzo y sus hombres estaban al otro lado, encerrándolos mortalmente, entonces, el enorme líder Rimoriano se plantó desafiante, se quitó con furia una flecha clavada en su pecho y comenzó a descargar mazazos bestiales sobre las tablas del puente que estallaban como si estuvieran hechas de hielo para cortarles el paso, Rianzo se bajó de su caballo seguido de algunos de sus hombres y se lanzaron contra él protegidos con escudos, mientras Rodas ordenaba a sus arqueros que centraran sus ataques en el gigante de la maza de hierro. Los Cizarianos debían utilizar ese puente para apoyar a sus compañeros que resistían al otro lado, pero la figura del gigante Rimoriano y su martillo de hierro, era algo que no se podía tomar a la ligera. En el momento en que Abaragar levantó su maza por sobre su cabeza, Rianzo se acercó con su escudo en alto y su espada al frente logrando herirlo en el vientre, pero la herida fue insignificante y debió retroceder rápido antes de que la maza le cayera encima. El cuerpo de Abaragar lucía numerosas flechas clavadas que parecían enfurecerlo más que debilitarlo. Otro Cizariano intentó aprovechar ese momento para atacar pero fue detenido en el aire por una patada del gigante Rimoriano que le hizo perder el equilibrio y no recuperarlo más, debido a la inclinación del piso. La maza volvió a elevarse y a hacer un amplio ataque horizontal capaz de hacer retroceder a cualquier enemigo para luego elevarse y caer sobre las maderas, volviendo más precaria la resistencia del puente que amenazaba con dejarse arrastrar por la corriente. Rianzo comprendió que no tenía tiempo y volvió a lanzar otro ataque frontal, pero el momento no fue bien calculado y el martillo de Abaragar golpeó violento su escudo, el Cizariano cayó de rodillas con el brazo destrozado, al tiempo que el intimidante martillo se elevaba nuevamente en el aire y caía con furia a escasos centímetros de él, desastillando la última viga que se resistía a ceder, haciendo colapsar toda la estructura que finalmente fue arrastrada por el agua. Rianzo, con una sola mano no pudo sujetarse y su cuerpo desapareció en la corriente.

León Faras.

viernes, 6 de octubre de 2017

Los Condenados.

Odregón.

Primera parte.

Luego de muchos kilómetros de pedregoso desierto, por un camino duro, cubierto de un polvillo fino y blanco como la cal que se introducía por todas partes y se pegaba a la humedad del cuerpo y de los vehículos, al fin aparecía en el trémulo horizonte Odregón, el único oasis de civilización alcanzable por vía terrestre, un sitio animado, con mucha gente pero con calles angostas, franqueadas de edificios rectangulares separados por callejones donde el hacinamiento era muy marcado, sobre todo para el visitante que venía de cruzar un yermo sin fin. Vilma debió reducir la velocidad casi al paso, aunque era un alivio poder quitarse por fin las gafas protectoras, llenas de polvo y los cubre bocas, que les habían permitido respirar medianamente bien. Les habían advertido que Beatrice, al ser un vehículo descapotado, no era lo más apto para las condiciones del camino, pero la máquina era parte del equipo y según su conductora, el carácter femenino de Beatrice, no iba a tomarse nada bien un reemplazo, era fuerte y confiable, pero también celosa, “…no querrán ofenderla…” advirtió Vilma al resto del grupo antes de partir, por supuesto, en una conversación privada, lejos de los “oídos” del vehículo. La ciudad olía a civilización: a humo, fritanga y porquería. El avance era cada vez más dificultoso, ya que, lejos de abrirse el camino, se cerraba aun más, con la presencia de numerosos comercios callejeros a ambos lados y su respectiva clientela, que trataban a los visitantes como si fueran fantasmas invisibles, indiferentes a los amenazantes rugidos de Beatrice, que forzaba su poderoso motor sin apenas conseguir moverse. Llegando a una esquina, tuvieron que detener su, ya de por sí, lento avance. Frente a ellos, dos carretas tiradas por unos bueyes de cuernos enormes y abiertos a los lados, de los que colgaban farolillos, cruzaban con una parsimonia que todo el mundo tomaba con naturalidad. Caín tomó un trago de agua de su botella “¿Adónde nos hemos venido a meter esta vez?”, comentó con el mismo desgano con que se tragó el agua, mientras veía esos vehículos de tracción animal que creía desaparecidos. Marcus venía atrás cómodamente sentado con las piernas estiradas, se había levantado las gafas pero aun se cubría el rostro con un pañuelo, como un bandolero del lejano oeste “¿Ya notaron la cantidad de idiomas que habla esta gente? he escuchado al menos cinco diferentes y algunos sonidos que no sé si pertenezcan a alguna lengua en particular o sólo sean eructos y chillidos” “¿Y por qué crees que no me he bajado a preguntar?” respondió Vilma con su acidez habitual, alimentada aun más por el tedio de no poder moverse con libertad. Cuando por fin pudieron seguir avanzando, la muchacha agregó, “Sólo espero que no nos encontremos con otro vehículo en sentido contrario o yo misma abriré paso a tiros” Luego de casi una hora cubriendo una distancia que no debería tomar más de cinco minutos, llegaron a una especie de plaza amplia donde parecían converger todos los caminos, salvo por la gente y uno que otro vehículo menor, el sitio solo era un descampado circular sin atractivo alguno, polvoriento y caluroso como el desierto que rodeaba toda la ciudad. En aquel lugar debían reunirse con alguien que les serviría como guía, pero por más que miraban no parecía que nadie estuviera ni remotamente interesado en su presencia, hasta que de pronto sintieron los pasos de alguien que se acercaba corriendo, los sintieron, porque eran pasos pesados y duros, como de alguien que carga con un gran peso y que, por consiguiente, es grande y fuerte, o tal vez sólo un robot. Este se detuvo en seco junto al vehículo, Marcus se alejó de un salto, Vilma cogió su pistola. El robot en cambio, hizo una reverencia como un japonés, “Los estaba esperando…” dijo, con una dulce voz femenina que contrastaba con su considerable altura. Tenía dos ojos diminutos y separados que se encendían y apagaban cada cierto tiempo, como si pestañeara y una trompa, que asemejaba un micrófono antiguo incrustado en la cara, por la que hablaba y hacía otros sonidos. Su cuerpo y sus miembros eran delgados y estilizados, pero sin duda poderosos “…mi nombre es Quci, y los guiaré al castillo” “¿Castillo?” repitió Marcus incrédulo, mirando a sus compañeros, “Espera…” dijo Caín, suspicaz, “¿cómo sabes que nos buscas a nosotros?” Era una duda razonable, no se conocían y podía ser todo una confusión, Quci retrocedió un paso y apuntó al vehículo, “Me informaron que el vehículo tenía el nombre Beatrice escrito en un costado, por cierto, interesante caligrafía. Y ustedes deben ser Jaden Caín, Ítalo Marcus y Vilma Gabriel, ¿es eso correcto?" "Lo es..." admitió el calvo líder del grupo, luego agregó mirando a su conductora, “…creo que ya es tarde para arrepentirnos” “Como si pudiéramos” replicó Vilma, haciendo esfuerzos por aliviar la comezón en una zona inalcanzable de su espalda. Quci subió al vehículo con cuidado, como si estuviera subiendo a una balsa a la que teme voltear con su peso, y se sentó graciosamente recta junto a Marcus, “Es por allí” dijo señalando una dirección, “Será mejor que te sujetes” aconsejó el artillero, al tiempo que Vilma giraba el vehículo bruscamente para salir de ahí, “A juzgar por su forma de conducir y por los trazos violentos de la caligrafía pintada en el auto, ambos sugieren que se trata de la misma persona” comentó el androide mientras Vilma aprovechaba los pequeños espacios libres para acelerar, “Genial, un sabelotodo…” murmuró ésta para sí, sin quitar los ojos del camino.

A medida que avanzaban, las calles se veían más despejadas de peatones, aunque igualmente estrechas y franqueadas de viviendas cada vez más aglomeradas y sucias, sin embargo, el vehículo se movía con algo más de libertad, lo que era casi como una válvula de descompresión para su conductora, “Me he dado cuenta de que se hablan numerosos idiomas aquí, ¿no?” dijo Marcus con ánimos de charlar, Quci lo miró un poco insegura de que se dirigiera a ella, luego de unos segundos respondió, “Eso es correcto. En Odregón se hablan hasta 64 lenguas diferentes, de las cuales yo puedo comprender todas, lamentablemente hay algunas que me es imposible pronunciar correctamente” El camino continuó hasta salir de la ciudad y rodearla por sobre un alto y extenso muro, que más que muro, era una meseta artificial sobre la que estaba construida la ciudad. Luego de algunos minutos, apareció en el fondo una colina de roca cortada verticalmente por una de sus caras, y sobre esta, el castillo de Odregón, Vilma detuvo el vehículo en seco sin la menor consideración por sus pasajeros, Marcus tras ella, se puso de pie para verlo mejor, era realmente una fortaleza esplendorosa que sólo en un lugar tan remoto como ese se podía encontrar: estaba rodeada de un muro con sus respectivos adarves y almenas y fortalecido con recios torreones rectangulares, que precedían otra línea de muros más elevada y provista de aspilleras y escaleras. Sobre este, se alzaba una atalaya redonda y robusta que sobresalía por sobre toda la construcción, y detrás de esta, estaban los salones principales, un edificio rectangular gigantesco coronado con una cúpula ovalada como medio huevo acostado, y adornado con un marcado gusto por las finas torres con puntas de lanza que se multiplicaban por todas partes como hongos en un árbol podrido. El acceso era un camino sinuoso y angosto excavado en el suelo, la mitad de su extensión estaba provista de peldaños, y en su totalidad era franqueado de muros para contener la arena y evitar que esta lo cubriera por completo. Desembocaba en una imponente y orgullosa barbacana que recibía a los visitantes con una afilada sonrisa de hierro negro. Para Beatrice, era imposible llegar hasta ahí, por lo que el grupo se dividió: Vilma y Marcus llevaron el vehículo hasta un hangar ubicado en la base del cerro, una gigantesca cueva de roca sólida pero bien provista de luz, herramientas y un piso perfectamente pavimentado, una grata sorpresa para la chica, siempre ansiosa por mimar su vehículo y mantener sus mecanismos a punto, mientras Caín seguía a Quci hasta el castillo, la reja de hierro se alzó con un movimiento suave y bien lubricado, que disimulaba perfectamente su peso real, en el interior, el hombre se vio sorprendido por los soldados que estaban de guardia, eran hombres, pero ataviados con aparatosas armaduras infladas, que los hacía ver mucho más grande de lo que en realidad eran, además, usaban colores vistosos y ceremoniales pero muy poco prácticos. Sus diminutas cabezas se asomaban con expresión grave, manteniendo erguidas a un lado sus hermosas, aunque obsoletas, lanzas de acero. Unos metros más allá cerca del muro, un robot enorme manejado por un hombre descargaba barriles de cerveza de una carreta tirada por caballos, como si aquellos elementos tan dispares pudiesen mezclarse con toda naturalidad. Fue conducido por una empinada escalera hasta un pequeño patio, finamente ornado con mosaicos y esculturas que daban paso al salón principal donde estaba Dugan, señor de Odregón.

Vilma en poco tiempo ya se había olvidado de la misión y de las incomodidades del camino y se había enfrascado en el propósito de quitarle el pringoso polvillo pegado a las entrañas de Beatrice y limpiar sus filtros. Allí habían encontrado a un hombre pequeño de grandes manos que, a pesar de no comprender una palabra de lo que decía, parecía encantado de la visita. Se tambaleaba visiblemente al caminar pero parecía dueño de una gran fuerza y de una energía inagotable, hablaba un idioma rimbombante, con vocales largas y palabras siempre acabadas en consonantes fuertes y sonoras, digno para dar un discurso a las masas. El hombre se puso a escudriñar el interior de Beatrice parado en la punta de los pies y luego se retiró hablando sin parar, soltó una risotada que nadie compartió con él y volvió junto a Vilma con un par de herramientas y un repuesto para intercambiar. Luego se agachó junto a Marcus que estaba en el piso trabajando bajo el vehículo, era gracioso, porque se agachaba como lo haría un niño pequeño, sólo doblando las piernas y sin apoyar ninguna rodilla en el suelo, le señaló algo sonriendo y se fue caminando como un pato hasta un baúl en el que metió la mitad del cuerpo para alcanzar algo, luego regresó con una botella en la mano que le dio al artillero, y con gestos más que evidentes lo invitó a beber, este, luego de oler el contenido de la botella, se la llevó a la boca: era un licor fuerte, con un suave y agradable sabor a miel, luego de probarlo, se lo alcanzó a Vilma que sin escrúpulos, también se echó un largo trago que fue celebrado por el viejo con aplausos y unas carcajadas, entonces llegó Caín, seguido de Quci, su rostro no era del todo tranquilizador, la robot en cambio, lucía igual de indiferente. “¿Y, qué te han dicho?” “¿Qué tenemos que hacer esta vez?” Caín se dejó caer sobre una caja de metal, “Es una locura…” dijo, al tiempo que el viejo le ofrecía su botella con una sospechosa expresión de compasión en el rostro.

Una hora después, estaban instalados en sus habitaciones, amplias cajas cuadradas sin ventanas, de gruesas paredes de piedra y poderosas vigas de madera en el cielo, todo muy anticuado salvo por la iluminación, que era artificial. Junto a estas, había una amplia sala de baños, con una pileta de nueve metros cuadrados llena de agua caliente para que se asearan y se quitaran por fin el abundante polvillo del viaje, Quci, diligente, le ofreció a Vilma que podía guiarla a otro baño para ella sola, pero la chica la miró enojada “¿Acaso te crees que tengo sarna?” la robot se quedó anulada, algunos humanos eran incomprensibles más allá del idioma que hablaran, “…lo que quiso decir es que no será necesario…” le aclaró Marcus cordial, Quci le agradeció aquella “correcta interpretación” con una reverencia, pero seguía sin entender cómo una cosa podía significar otra completamente distinta. Lo cierto era que para Vilma, ser mujer, hacía tiempo que no hacía ninguna diferencia, ni en su comportamiento, ni en su trabajo, ni en lo que podía o no podía hacer, menos aun tenía remilgos con su desnudez o la de sus compañeros, eran tan incómodos e inadecuados para el tipo de vida que llevaba como ponerse tacones.


Compartieron el baño y luego la comida, al cabo de un rato, los tres estaban reunidos con una botella de alcohol para enterarse de los detalles de la misión: tras el castillo de Odregón y la colina que lo albergaba, el paisaje se escarpaba abruptamente, las rocas eran enormes monumentos al poder de la naturaleza, la arena se endurecía y formaba colinas y montes cada vez más grandes con formas afiladas y hostiles, al adentrarse lo suficiente en ellos, se puede llegar hasta una gruta, una cueva más bien, estrecha y prolongada en la que los sacerdotes y sus ayudantes se introducían en busca de los “huevos de dragón” que alimentan la ciudad de energía durante una generación completa, Vilma se apresuró en tragar el licor que acababa de echarse a la boca, “¿Huevos de dragón? ¿Bromeas…?” Caín se encogió de hombros, “…es lo que me dijeron…” y continuó diciendo que los últimos sacerdotes en ir, no habían regresado y sin esos supuestos huevos, todo Odregón estaba destinado a la extinción. Marcus se masajeaba la barba pensativo, por lo que sabían, en Odregón había soldados, vehículos, incluso robot, “¿Por qué no han enviado parte de su flamante ejército a investigar qué sucede?” “Lo mismo pregunté yo…” respondió Caín, y luego de secar su vaso, agregó “…Superstición: se trata de un sitio sagrado que le ha dado vida a esta ciudad desde su nacimiento, ningún Odregonés se atrevería a profanarlo so pena de tener que abandonar este lugar para siempre…”, “Eso es estúpido” gruñó Vilma, restregándose los ojos hasta dejárselos medio adoloridos. Estaba cansada, “Las creencias nunca son estúpidas, sólo son edificios dispuestos a permanecer en pie una eternidad o a derrumbarse de un tirón, para de inmediato edificar uno nuevo en su lugar” comentó Marcus observando su vaso como si le hablara a él. “Qué mordaz…” replicó Vilma, sin mostrarse demasiado impresionada, luego se giró hacia Caín para que terminara lo que tenía que decir, este continuó “…el caso es que deben ser extranjeros los que vayan a investigar qué sucede. Por eso estamos aquí.”


León Faras.