viernes, 21 de diciembre de 2018

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.


XXI.

Cornelio, ya no estaba para nada de buen humor, los demonios que mantenían la ilusión a flote y que al mismo tiempo, eran esclavos y amos de él, lo habían obligado durante la noche a largarse de ese pueblo, pues su reino se tambaleaba debido a que había gente tras él, gente que estaba profundamente interesada en socavar la fuente de todo su poder, y aunque deseaba con el alma poder haberlos identificado, no podía, debía hacerlo como cualquier mortal, pues las voces de las sombras, no podían darle ninguna pista al respecto.

Damián dio un sobresalto cuando las puertas traseras de su furgoneta se abrieron de golpe, más aún porque en ese momento comenzaba a haber movimiento en el circo y él trataba de enfocar algo medianamente interesante; era su hermano Vicente que con todo estruendo, lanzaba dentro su carro de basurero, con todo tipo de desperdicios y tierra en su interior, y comenzaba a sacarse, entre saltitos y contorciones, como una serpiente que pretende mudar su piel, su overol polvoriento para lanzarlo a los pies de su hermano, éste lo reprendió alarmado, “¡Pero qué mierda crees que estás haciendo?” Vicente estaba tan acelerado, que apenas le alcanzaba el oxígeno para hablar, “¡Se van! deja eso, hay que guardar todo…” Damián confirmó aquello con su cámara-telescopio, todas las tiendas caían una a una y rápidamente se convertían en bultos que cargaban en fila hacia los camiones, eran sorprendentemente rápidos, como una colonia de hormigas desmantelando un insecto mayor, “¡Mierda!” gruñó, “Tenemos la mitad de nuestras cosas en el cuarto de la pensión” Se pasó al asiento del conductor y prendió un cigarro, su hermano cerró las puertas traseras de un golpe y se instaló a su lado, “Volveremos por nuestras cosas una vez que sepamos exactamente dónde se detendrá el circo. No podemos perderlo de vista ahora… Además, conocí a un tipo allí, una especie de hombre-mono, todo cubierto de pelo. Prometió ayudarnos…” Damián miró a su hermano con una ceja increíblemente levantada, “¿Cuánto dinero te pidió?” Vicente también prendió un cigarro y se relajó con un codo apoyado en la ventanilla, “No quiere dinero, me pidió la foto que le tomé a la sirena. No te lo vas a creer, pero me aseguró que él también salía en una de las fotografías, pero sin todos esos pelos en el cuerpo” Damián no prestó atención a aquello último, “¿Le diste una de nuestras fotos a ese tipo?” Vicente se excusó diciendo que aquella foto no valía para nada, pero Damián pensaba que aquello era una tontería, pues el tipo ese, podía mostrársela a su jefe y delatarlos. Vicente se defendió con que hizo lo que tenía que hacer en el momento, pues él trataba de tomar una foto y el hombre-mono lo sorprendió, y Damián remató reclamando que nada de esto hubiese sucedido si el tonto de Diego Perdiguero hubiese hecho bien su trabajo. La discusión fue acalorada pero se evaporó en la nada cuando Damián, de un vistazo, vio que el terreno donde estaba el circo, estaba vacío. Se puso pálido y durante varios segundos era incapaz de procesar lo que acababa de suceder, no lo podía creer, se bajó del vehículo sólo para dar una vuelta en redondo sobre sí mismo y acabar insultando, golpeando y dándole de patadas en los neumáticos a su pobre furgoneta. Vicente no podía golpear nada, se bajó del vehículo para dar algunos pasos atontados, apretándose la cara con ambas manos y contemplando el horizonte con completa desilusión, tanto, que se dejó caer sobre sus rodillas, como quien encuentra agua tras varios días de vagar por el desierto y luego descubre que sólo es un espejismo. Una pequeña luz de ilusión se encendió cuando descubrieron huellas de los camiones en el camino, pero se apagó pronto cuando llegaron al pavimento, la carretera corría en ambos sentidos y era imposible adivinar qué dirección habían tomado los camiones. “¡Mierda!” volvió a gritar Damián golpeando el volante del coche con las palmas de las manos. El circo se había evaporado delante de sus propias narices y ni siquiera habían visto por dónde se fue.

Cuando Diego Perdiguero despertó, se encontraba en una especie de jaula completamente oscura. Cabía en su interior acostado a lo largo, pero era imposible ponerse de pie sin chocar con el techo a la mitad. Podía sentir con las manos que era una jaula con la mitad inferior de las paredes de madera y la otra mitad con barrotes. Una jaula que, aunque él no tenía cómo adivinarlo, hace poco había albergado al pobre de Braulio Álamos. Algo raro sucedía con su lengua, como si fuera una cosa muerta en su boca que no podía mover. Recordaba haber convencido a Cornelio Morris de que le diera un trabajo en el circo, la chica alada estaba con él en la oficina, era una muchacha simpática y risueña, Cornelio le ofreció un trago de un buen licor, y finalmente acabó firmando un contrato. Sonreía feliz, ese era su plan, eso era exactamente lo que él quería, estar dentro del circo para mantener informados a los hermanos Corona de su ubicación, para que estos tomaran sus fotografías, luego recibir su dinero y simplemente largarse de allí, pero no siempre las cosas salen como uno espera. Luego de poner su rúbrica sobre el papel que tenía enfrente, Diego preguntó confiado que qué era lo que debía hacer ahora y Morris respondió aún más confiado y complacido “Nada por el momento. Cuando debas hacer algo, lo sabrás…” Luego de eso no recordaba mucho, como que se le había nublado la mente o se había dormido durante horas, tal vez el licor que había tomado tenía algo, pero Cornelio había servido los vasos en frente de él y ambos se los bebieron de un trago. No sabía cuánto tiempo había pasado ni por qué estaba dentro de una jaula, pero pronto se enteró. Sentía muy cerca a Cornelio Morris gritando fuera de su jaula con su megáfono, presentando a una nueva atracción, un ser humano único en el mundo, encontrado en una cueva oscura y húmeda de una remota zona montañosa de un pequeño y lejano reino llamado Pravia, dónde se crió completamente solo, “…alimentándose de alimañas y sabandijas, la oscuridad de las cavernas lo habían dejado prácticamente ciego y muy sensible a la luz, y la soledad le había impedido de aprender cualquier tipo de lenguaje humano. Ruego a las buenas almas impresionables, mantengan la precaución en todo momento” Acabó Cornelio y la gran lona que cubría la jaula fue retirada. La luz entró como arena en los ojos de Diego Perdigueo, quien se los cubrió con un grito que sonó similar al de un animal humanoide. El no podía saberlo, pero sus pupilas se habían expandido dramáticamente hasta casi cubrirle todo el ojo, de modo que la luz podía ser tan agresiva para él, como el fuego. Podía ver mucha gente observándolo asombrados por todas partes, aunque apenas podía distinguir manchones de luz y sombra por más que se restregara los ojos, sin embargo, él no podía reconocer a nadie y nadie parecía reconocerlo a él. Entonces sintió pasitos diminutos correteando por el interior de su jaula y toda su atención se volcó a ellos, pequeñas manchas pardas que se movían bordeando las paredes y que hacían un sonido que le parecía de lo más interesante, se le llenó la boca de saliva, se quedó inmóvil y en cuclillas, ya no le importaba la multitud que lo observaba, unos emocionados y otros expectantes, todos sus sentidos estaban en aquellas manchas pardas, hasta que de un manotazo rápido y certero atrapó una, la cogió de un apéndice duro que se le enroscaba en los dedos, la elevó sobre su cabeza, tragó saliva antes de abrir la boca tanto como le era posible y se metió dentro aquella cosa que luchaba inútilmente por no ser engullida. Su sabor, como su textura y el sabor de los fluidos que le brotaban era lo más delicioso que Diego jamás había probado, los pequeños huesos rompiéndose ante la presión de sus muelas era de lo más satisfactorio que había sentido en toda su vida, todo aquello era un placer indescriptible. Apenas tragó y saboreó, inmediatamente se apresto a capturar otra, la gente estaba eufórica, muchos con un asco que no intentaban disimular, pero aun así nadie podía dejar de ver cómo ese hombre devoraba con tal gusto y apetito las ratas vivas que le habían tirado dentro.



León Faras.

domingo, 16 de diciembre de 2018

Autopsia. Tercera parte.


Tercera parte.

I.

Dos días completos, y sus respectivas noches, fue lo que duró el aguacero que cayó. Dos días en los que nadie salió de su casa a menos que fuera completamente necesario, en los que los ríos y canales crecieron y los pozos se llenaron y en los que el padre Benigno, durante el día, se llevó encerrado en su iglesia, en parte, para aprovechar de organizar toda la documentación acumulada y en parte, para no estar todo el santo día encerrado en la casa junto a Guillermina. Cifuentes usó el primer día para estudiar toda la documentación que el sacerdote le había entregado, hacer apuntes y buscar información en sus libros, para el segundo día, si nada ni nadie se lo evitaba, tenía otros planes: hacer una visita.

Aurelio, cubierto con una manta gruesa, sentado frente a un fuego y sobre un empedrado cubierto de pozas de agua y barro que los hombres acarreaban todo el tiempo al entrar y salir, miró al doctor como a un verdadero bicho raro salido de quién sabe qué agujero inundado por la lluvia, traía un paraguas, que le había servido medianamente bien, pero que a los ojos de los guardias y de casi cualquier persona en el pueblo, lo hacía lucir más extravagante aún. El jefe de guardias, con su aspecto de centurión romano, le ofreció un asiento junto al fuego y le alcanzó una botella de aguardiente que el doctor rechazó amablemente, “Vamos doctor, échese un trago para que mate los bichos. Aquí nadie se enferma gracias a esto” le dijo, sin dejar de estirarle la botella, Cifuentes bebió un sorbo y su reacción fue la que todos esperaban, la de un hombre poco acostumbrado a la bebida y menos a la de tan alta graduación. Aurelio rescató la botella de las manos del médico que no podía parar de toser hasta casi tirar los anteojos al suelo y entre risas se la pasó a otro de sus hombres, quien se echó un trago largo como si se tratase de agua fresca y pura de vertiente “Me gustaría hablar con el doctor Ballesteros” logró balbucear el médico aún con el dorso de la mano en la boca, al controlar su ataque de tos y las risas poco a poco se apagaron. “Escuche, doctor…” dijo Aurelio inclinándose hacia delante y poniendo los codos sobre sus rodillas, “…ese hombre no es el mismo doctor que conocimos. Hay hombres que resisten bien la prisión y otros que el encierro los quiebra en su espíritu y en su cordura, Ballesteros es uno de estos… el hombre, nunca tuvo el pellejo para resistir esto” El doctor le echó un vistazo a los demás guardias que lo miraban como un grupo de jugadores de cartas que esperan a que haga su jugada “¿A qué se refiere exactamente?” Aurelio se puso de pie, “Está enloqueciendo…” dijo sin emoción, como un camarero que informa a un cliente sobre cuál es el plato del día, Cifuentes no se sorprendió, más bien sospechaba que aquello venía desde antes. Luego Aurelio agregó, dándole una palmada en el hombro al médico y yéndose del cuarto, “…dígale a uno de los muchachos que lo acompañe, yo necesito ir a mear”

“Doctor Cifuentes, sabía que vendría… no particularmente en un día como hoy, pero, lo estaba esperando”

El guardia abrió la puerta de la reja de Ballesteros, dejó entrar a Cifuentes y la volvió a cerrar de un golpe fuerte y seco; parecía que esa era la única manera oficial de cerrar las rejas en prisión, luego le volvió a poner la llave y se fue sin decir palabra. Había situaciones en la vida, en la que un hombre sólo podía elegir entre ser juzgado como un cobarde o como un idiota, y en ese momento, el médico comenzaba a sentirse un poco idiota. Cifuentes se sentó en un pequeño y burdo taburete de madera y se puso su bolso en las piernas, pues el suelo era una gran poza de agua sucia, preguntó por qué le estaba esperando. Ballesteros lucía flaco, sucio y con el pelo largo y canoso, parecía hecho de madera pulida y seca, de esa que arroja el río a la orilla a secarse al sol luego de transportarla varios kilómetros “Finalmente Benigno le permitió ver los documentos que escribí ¿Leyó el caso de Isabel Vásquez?” Cifuentes apretaba su bolso de cuero como un jovencito asustado en su primer día de clases, “Sí, doctor Ballesteros, pero no es eso lo que me ha traído hoy aquí” Ballesteros se mostró decepcionado y por un momento pensó que el doctor Cifuentes actuaba como emisario del padre Benigno, pero Cifuentes, armado de un valor prefabricado, se empujó los lentes, hurgueteó en su bolso y sacó un manuscrito escrito y cosido completamente a mano y se lo enseñó: aquello era el diario personal del doctor Horacio Ballesteros. No era más que un montón de papeles garabateados que no se diferenciaba mucho de los otros que había recibido, pero que contenían información muy interesante, “No debió leer eso, doctor, no hay nada allí de su interés…” dijo Ballesteros, cabreado, secándose la frente con el talón de la mano, aquello lo hacía sentir vulnerable, inerme, “Lo sé…” se apresuró a justificarse, Cifuentes, “…sólo pensé que encontraría algún dato médico relevante, pero me encontré con otra cosa. Dígame, doctor ¿Quién, además de usted, escribía en este diario?” Ballesteros lo miraba como a un alumno que pretende saber más que su profesor. Tenía las manos grandes y al estar tan flaco, sus manos se veían enormes, “Ese es mi diario personal. Por supuesto que nadie más escribiría ahí…” Horacio podía palpar el nerviosismo de Cifuentes y además ver que el diario tenía varias hojas marcadas, por lo que agregó, no sin algo de marcado fastidio en la voz, como si le estuvieran haciendo perder el tiempo “…ya que está aquí, ¿Quiere que le responda algo más?” Cifuentes buscó acomodarse en un asiento que ya de por sí, era incómodo, “Doctor Ballesteros… en este diario usted habla de su hija…” Horacio sabía eso, él había escrito ese diario, “…de la violación a su hija…” agregó Cifuentes con toda la precaución que puede tener alguien que camina sobre hielo delgado, “…y lo hace de la forma más repudiablemente obscena y ofensiva que jamás haya oído o leído…” Ballesteros se puso de pie, ofendido. Cifuentes también se levantó, de un salto, abrazado a su bolso como si este pudiera protegerlo y con el manuscrito firmemente en la mano como si se tratara de un arma. Continuó “…pero está escrito con una caligrafía muy diferente a la que usted usa en el resto de sus documentos… como si alguien más hubiese escrito en él” Cifuentes ofreció el diario como si le estuviera dando de comer a un animal salvaje que es imposible saber cómo reaccionará, Ballesteros, en cambio, cogió el diario como una mascota dócil, leyó donde le indicaban y en pocos segundos debió desviar la vista de esas páginas y cerrar el libro, porque eran palabras y expresiones referidas a su hija que dolían en los ojos leerlas. Cifuentes recuperó el manuscrito. Ballesteros lentamente volvió a sentarse, aún con el dolor y la repugnancia reflejados en el rostro, se tiró el pelo, largo y grasoso, hacia atrás con ambas manos, y luego bajó por su cara aplanándose la barba hasta el final. Esa no se parecía en nada a su letra, pero quién más podría haber escrito algo así, si incluso él pensó al principio, al despertar de madrugada, a medio desvestir, con el aliento aún apestando a coñac, que todo había sido un sueño, el más desgraciado sueño, pero no más que eso y que poco a poco los detalles fueron convirtiéndolo en una sospecha que acabó confirmándose en una realidad cuando su hija, la muchacha más buena y pura del mundo, le decía que estaba embarazada sin entender cómo ni de quién. Quién podría haber escrito algo así, si ni su ama de llaves y ni siquiera su hija parecían haberse enterado de algo al día siguiente, todo parecía haber sucedido en un limbo de sueño y alcohol. Algo fácil de ignorar con la esperanza de que el tiempo lo desvaneciera como desvanece todos los sueños. A Cifuentes le pareció un buen momento para agregar algo más, “También hay algunos párrafos dedicados a su mujer…” era innecesario decir lo repulsivo y vejatorio del lenguaje usado “…he podido diferenciar al menos dos tipos más de escritura diferentes a la suya en este diario, ¿Seguro de que no sabe quién más pudo intervenir en él?” Ballesteros negó con la cabeza, Cifuentes asintió, se acercó a la reja para llamar al guardia. “¿Doctor…?” habló Horacio con la mirada oculta tras los mechones de pelo pringoso, “…creo que desde hace un buen tiempo, alguien más está viviendo aquí conmigo, dentro de mi cabeza…” el doctor Cifuentes, no respondió nada, ya se había dado cuenta de eso y se llamaba locura, ahora era muy difícil saber qué cosa era cierto de todo lo que decía y qué cosa se la estaba inventando. Volvió a gritar al guardia quién le respondió cabreado, porque ya había escuchado la primera vez y ya venía caminando, “¿Doctor…?” volvió a hablar Horacio, “…¿Podría usted pedirle al padre Benigno que venga?” Cifuentes aceptó, en prisión se le podía negar cualquier cosa a un hombre, menos la visita de un sacerdote. Ninguno de los presentes lo notó, pero aquella era la primera vez que Horacio llamaba “padre” a Benigno.



León Faras.

viernes, 7 de diciembre de 2018

Del otro lado.


XXXII. 


Cuando Olivia regresó a su casa, se encontró con Alan sentado sobre el peldaño de la entrada principal y apoyado en su puerta, acariciaba un gato color ceniza que parecía muy a gusto recostado sobre sus piernas. Estaba pensativo, había tenido que salir huyendo de la casa de Manuel luego de la llegada sorpresiva de la familia de éste y de Beatriz, había evitado que ésta le viera el rostro, volteando la mirada y cubriéndose con una mano, como aquel que cínicamente se escabulle para evitar saludar a alguien y había salido lo más rápido posible por la parte de atrás de la casa. No quería que Beatriz lo viera si no podría recordarlo, le parecía un poco cruel, insano. Olivia se quedó ahí parada con las manos en la cintura, diciendo, sin decir nada, que aquel le estaba estorbando para entrar a su casa, “Nunca he sido mucho de gatos, ¿sabes?...” dijo Alan, como hablándole al animal, pero en realidad se dirigía a la mujer,“…pero a mi mujer sí le gustaban, alguna vez tuvimos uno y era parecido a este, un cabezón mimado completo color ceniza, yo era más de perros y nunca tuvimos uno, me agradan, aunque ahora los perros me evitan como al baño, no me quieren ni me odian, simplemente se alejan de mí como si estuviera apestado” Olivia metió su llave en la cerradura y la giró, “Eso es porque no hueles… y para un perro, eso no está nada bien” dijo, mientras abría la puerta, lo que provocó que Alan, por poco, cayera de espaldas y que el gato arrancara a meterse bajo el sofá. Eso Alan ya lo sospechaba. Cuando se puso de pie, se olió debajo de la chaqueta y bajo los brazos, como quien no confía para nada en el desodorante nuevo que le han regalado, no olía a nada, ni por mucho que esforzara su nariz, y su nariz no era el problema. Olivia encendió un cigarrillo y preparó té, aún no le había dicho lo que había hablado con su amigo José María, y no sería para nada alentador saber que no había forma, racionalmente viable, de destruir a ese Escolta, pues el arrepentimiento, que era la forma más confiable y efectiva, no valía estando muerto y ni ella, ni el cura, ni nadie que ellos conocieran en todo el mundo, era capaz de invocar la presencia de un ángel ni sus favores. “Mierda…” fue todo lo que respondió Alan, aunque en un tono muy, muy bajo, “Tal vez…” dijo Olivia, tratando de mantener un mínimo de esperanza, “…podamos encontrar a quién lo hizo o averiguar cómo para buscar una forma de revertirlo. Anímate, espíritu, era una chica joven, seguramente aún tenemos mucho tiempo por delante para encontrar una solución” Alan sonrió, aunque fue una sonrisa que requirió de un gran esfuerzo para mantenerse un par de segundos, eso del tiempo era la gran incógnita, la esencia de la condición humana, la base de la mortalidad: nunca, nadie podía saber ni con un mínimo de certeza, cuánto tiempo le quedaba en el mundo, si veinte años o veinte minutos. Acababa de hablar con su amigo Manuel, ¿Cómo le explicaría algo así la próxima vez que lo viera?

Al día siguiente, Richard Cortez salía temprano de su casa, según él, tenía algo importante que hacer. Caminó a buen paso, cosa de la que siempre la Macarena se quejaba cuando tenía que acompañarle a algún lado, hasta una casa en un lugar apartado de la zona urbana de la ciudad, una casa pequeña pero bonita y de buena construcción, aunque no tan nueva, con un buen terreno alrededor cubierto de todo tipo de árboles y arbustos, un sitio tranquilo y agradable donde, durante horas, no se oía nada más que el bullicio de pájaros debatiendo aireadamente sobre sus asuntos. Una mujer de edad mayor, pero lejos aún de la senilidad, sentada en una silla de ruedas, con un amplio sombrero, de esos que acostumbran usar las señoras en la playa, se calentaba al sol de la mañana. Si los datos que le habían dado los otros materializados eran correctos y la dirección era la indicada, aquella mujer debía ser la señora Estela, la viuda de Joel, tal vez ella podía decirle algo interesante sobre el hombre que había matado a Laura, aunque también, probablemente, debía estar cerca su hija Alicia, la razón por la que Joel se había quedado en este mundo hasta materializarse. Habló a la mujer por su nombre, y una vez que tuvo su atención, le inventó un cuento, de que hace bastantes años, había conocido a Joel, se había hecho amigo de él, (eso era cierto, sólo que ambos ya estaban muertos,) y que hoy pasaba por ahí y quería saludarlo. La señora Estela, una mujer muy amable, lo invitó a pasar para decirle con una tristeza ya agotada hace mucho, que su marido había muerto hace más de veinte años, Richard fingió no estar enterado de nada y la señora Estela le contó que su marido había muerto ahogado, luego de que su hija cayera accidentalmente al mar y él se lanzara a rescatarla, se tardó mucho tiempo, pero la encontró, otro hombre lo ayudó a sacar a la niña del agua, pero él nunca logró salir. La niña salió muy mal, prácticamente muerta, era pequeña y había estado mucho tiempo bajo el agua. Ese día fue terrible para ella, por un lado estaba su marido perdido en el mar y por el otro su hija con apenas una remota posibilidad de vivir, debió dejar el mar y la esperanza de que su marido saliera e irse con su hija al hospital. La niña no despertaba y los doctores le advirtieron que si lo lograba, tendría secuelas que hasta el momento eran imposibles de determinar con exactitud, Estela rezó, como siempre lo había hecho y más y esa noche apareció un hombre de pelo claro y largo, con el aspecto, según la mujer, de un Jesucristo de esos idealizados; vestía de negro, y le dijo que su hija estaría bien, así de simple, no como un consuelo sino como una afirmación, y luego se fue. La mujer nunca olvidó el rostro de ese hombre, aunque nunca más lo volvió a ver, sobre todo, después de que a la mañana siguiente su hija despertara y milagrosa e inexplicablemente, se recuperara sin ninguna secuela. Para la señora Estela ese hombre fue un ángel, pero en realidad estaba muy lejos de serlo.

Aquella noche, Joel estaba con ella en el hospital, su espíritu. También estaba allí David Romano, el reclutador de espíritus. En el mundo de los espíritus, la moneda de cambio eran los favores, y Romano era un hombre con recursos. Habló primero con Joel, le dijo que la niña estaba mal, que en el mejor de los casos moriría aquella noche, pues el peor de los casos era toda una vida incapacitada física o mentalmente, le dijo que él podía ayudarla, que podía hacer que se recuperara y que llevara una vida normal, Joel, también pensó en un principio que aquel era un ángel, eso, hasta que David le dijo que lo haría a cambio de un favor, que cuándo llegara el momento se lo diría y que si se negaba, no le tocaría ni un pelo a él, sino que haría miserable la vida de su hija. Sería una molestia, pero podía hacerlo. Luego le dijo que si aceptaba, debía hacerlo rápido, pues cada minuto que pasaba, la situación de su hija era más y más complicada. Ambos echaron un vistazo a Estela quien estaba en una de esas incómodas sillas de hospital, doblada a la mitad, con las manos entrelazadas entre su frente y sus rodillas, rezando y llorando por partes iguales. “Si acepto, ¿harás que mi hija se recupere y la dejarás vivir en paz?” preguntó Joel con una mirada inquisidora pero llena de angustia, David en cambio, lucía como el hombre más sereno del mundo, “En este mundo que estás ahora, la palabra es más valiosa que el oro, y yo soy un hombre de palabra. Si tú cumples, yo cumplo” Joel aceptó y David Romano, hizo un gesto de aprobación con la cabeza, se metió las manos en los bolsillos y se fue. Al pasar junto a Estela, le puso una mano en el hombro, le dijo que se tranquilizara, que su hija estaría bien, y se fue de lo más campante.



León Faras.

miércoles, 28 de noviembre de 2018

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.


XXXIV.                             

El capitán Dagar, el mismo que debió ir en busca del príncipe Ovardo al bosque muerto para llevarlo de vuelta a Rimos, había sido enviado con un buen número de hombres por órdenes de Serna, para que custodiaran las inmediaciones, ciertos puntos claves cerca uno del otro, para prestar apoyo y protección a su rey, en caso de que éste se viera obligado a huir o, en el mejor de los casos, evitar a punta de espada la huida de enemigos o desertores. La lluvia que en algún momento pareció apaciguar, retomaba fuerzas y volvía a azotar al suelo y a todo lo que estaba sobre él con una violencia que parecía simple y llano desprecio por el mundo y sus habitantes. Aquel punto era el Cruce, Dagar y sus hombres estaban cubiertos con gruesas capas engrasadas que les protegían del agua y unos curiosos sombreros de metal en forma de plato bajo las capuchas, lo que mantenía el rostro despejado y al mismo tiempo protegido de la lluvia, pero les daba un aspecto espectral o como de sacerdotes de algún culto hereje. La oscuridad allí sería absoluta de no ser por algunas antorchas que ardían protegidas bajo alerones construidos mucho antes para ese propósito. El clima presagiaba una guardia tranquila, y los hombres compartían una bota de licor para abrigarse y para animar una noche poco apta para estar a la intemperie, sin embargo, poco tardó en aparecer un coche en el camino, era un buen carro, cerrado completo, de muy buena fabricación y tirado por dos caballos especialmente bellos y vigorosos, un coche que no le podía pertenecer a algún granjero o comerciante, tal vez a alguien importante o a la familia de alguien importante, Dagar y sus hombres lo detuvieron.

Poco a poco Gabos se fue sintiendo más y más recuperado hasta que pronto ya no necesitó de la ayuda de Nazli para caminar. Pasaron por un callejón donde algunos nobles cadáveres ofrecían sus espadas, arcos, algunas flechas y hasta un par de buenas capas, aunque empapadas, de agua y de sangre, para protegerse del aguacero que no parecía querer acabar. Los cadáveres eran abundantes y estaban por todos lados tiñendo de rojo y espesando los charcos que formaba la lluvia, “Tú no morirás esta noche, chiquilla ¿Me has oído?” Dijo el viejo de pronto, sin ninguna razón aparente, mientras ojeaba una espada recogida del barro, como si estuviera decidiendo una buena compra, Nazli lo miró con una suave sonrisa mientras se cubría la cabeza con la capucha de su capa, “Claro que no. Ninguno de nosotros va a morir, no podemos morir, somos inmortales, ¿recuerdas?” Gabos se miró el muñón grotescamente cicatrizado de su mano amputada, “No te engañes, chiquilla, si logran separar la cabeza de tu cuerpo, no te valdrá de nada la inmortalidad y ellos lo saben perfectamente bien. Es lo que tendrán que hacer con todos nosotros. Yo he peleado demasiadas batallas ya, y en cierto modo, desde hace un buen tiempo estoy buscando mi fin…” “¿Tu fin?...” lo interrumpió la chiquilla con una sonrisa incrédula. El viejo continuó, “…los hombres como yo no sabemos hacer otra cosa, y cuando ya no puedes luchar, te quedas sin nada. He conocido a muchos buenos soldados que han acabado tirados en la calle, buscando permanecer borrachos, sin una familia ni un hogar. No quiero eso para mí. No tendré muchas oportunidades más, tuve que rogarle al rey para que me dejara estar aquí… pero tú, tú tienes mucho camino por delante. Tú no morirás esta noche. Promételo” Nazli no aceptó, “No voy a huir si a eso te refieres…” dijo la muchacha con el ceño apretado y negando con la cabeza. La lluvia los golpeaba con fuerza, parecía que nada más había en el mundo en ese momento que el aguacero, ellos dos y un montón de cadáveres, “No me interesa si huyes o no, a veces la huida es más inteligencia que cobardía. He visto a muchos hombres huir y eso no los ha hecho ni mejores ni peores, sólo les ha alargado la vida un tiempo, y he visto a muchos más que por no huir han muerto inútilmente y sin que nadie siquiera recuerde sus nombres o su coraje. Lo que yo quiero es que me prometas que tú no vas a morir esta noche” la chica lo meditó un rato pero al final asintió, “Está bien…” Gabos insistió “Promételo, ¡Dilo!”, “Prometo no morir esta noche” respondió Nazli, sin mucha convicción, como suena una promesa cuando es obligada, “Bien” dijo el abuelo, conforme. Entonces los gritos se oyeron, el chico de los incisivos enormes había regresado y esta vez acompañado de un pequeño grupo de soldados Cizarianos de verdad, aquellos  jinetes que habían liberado a Nazli antes. “¡Allí están! ¡Esos son, son los enemigo que buscan, ambos!” vociferó el muchacho. Nazli lo miró con desprecio “Ese maldito muchacho, si me lo vuelvo a encontrar te juro que le pondré una flecha justo en medio de sus atributos…” luego miró al viejo, éste había ensartado la espada recién encontrada en el suelo, pegado su espalda a la pared y con las piernas un poco dobladas, se sujetaba firmemente con su mano derecha el muñón de su mano izquierda, ofreciéndola así para que la chica la usara de pisadera para saltar al tejado “… ¿Qué haces?” preguntó la chiquilla con el arco y un par de flechas en la mano “¡Vamos!...” dijo el viejo, “…no hay tiempo que perder. Hay que salir de aquí” Los Cizarianos bajaron de sus caballos y se acercaban con espada en mano. Era un sitio estrecho para maniobrar sobre caballos. Nazli miró a Gabos a los ojos y se decidió, de dos zancadas, una en los brazos y otra en el hombro del viejo, la chica llegó al tejado, se recostó sobre él y le estiró el brazo a su amigo para que éste subiera, pero el viejo en ese momento cogía la espada de nuevo y se preparaba para enfrentarse a aquellos hombres, “Será un buen final, puedes estar segura de eso. Pero no es para ti. ¡Tú vete, y cumple tu promesa!”

“¿Y todos ustedes bebieron de esa fuente endemoniada que ahora no los deja morir? Mierda, sí que están locos…” exclamó Qrima meneando la cabeza, luego se restregó los ojos para quitarse un poco de agua y ver mejor, “…es realmente desagradable de ver y he visto muchas cosas asquerosas en mi vida” agregó, refiriéndose a la cicatrización, “Sí…” admitió Emmer “…y huele peor de lo que se ve” concluyó. Luego algo curioso llamó su atención, “Mira, luces en el Cruce… hay guardias” Era demasiado tarde para desviarse, además, seguramente, ya había sido visto el farolito de aceite que portaba el cochero sobre su cabeza, “Tal vez sea mejor que te bajes del carruaje y te escabullas por fuera hasta el otro lado del puesto de guardia, pueden acusarte de deserción. Yo lo haría” propuso Qrima deteniendo el coche. Emmer lo pensó un rato, luego negó con la cabeza, estaba confiado, conocía a aquellos soldados y seguramente la mayoría eran amigos suyos, además, los guardias podían ser personas muy desagradables cuando estaban cabreados, y en noches así, uno se cabreaba fácilmente, era mejor que se quedara y así asegurarse de que el coche pasara. Qrima se encogió de hombros y se restregó la nariz con la manga “Yo sólo soy un viejo poniendo a resguardo de la guerra a un par de mujeres y niños”

“Es un bonito carruaje el que conduces, abuelo, ¿Es tuyo?” preguntó Dagar mientras sus hombres detenían el coche que conducía Qrima. Éste negó con la cabeza de la forma más amable que pudo, “No… es prestado” Para el capitán Dagar, nadie prestaría un coche así si no era para algo o alguien importante, de otra manera, claramente era robado, “¿Quién viaja ahí dentro?” preguntó, “Sólo mujeres y niños, Señor” respondió el viejo, humilde y complaciente “¡Ábrelo! quiero verlo…” ordenó el capitán. Qrima le echó un decidor vistazo a su compañero de: “no te muevas, pero estate alerta” y bajó del coche, Emmer permanecía con la cabeza gacha, cubierto con la manta y amparado bajo la profunda oscuridad de la noche y el aguacero. El abuelo abrió la puerta del carruaje, el interior era suavemente iluminado por un farolito de aceite, dos mujeres, un niño pequeño y un bebé estaban dentro, una de las mujeres era perfectamente conocida por Dagar: Nila. Qrima, siempre cordial, presenta a ambas mujeres como sobrinas suyas. Dagar era un buen hombre y un buen soldado; un buen amigo para beber y un buen compañero para tener al lado en la batalla, pero ese fervor patriota que lo caracterizaba, ese amor por Rimos sólo por el hecho de haber nacido allí, sumado a ese problema con su rodilla que había acabado definitivamente con cualquier posibilidad de participar de cualquier combate, que no fuera uno de carácter personal, lo había vuelto un hombre quisquilloso. Sacó un puñal de debajo de su capa y sus hombres lo imitaron con sus espadas, “¡Es mejor para todos que me digas qué está sucediendo aquí, viejo!” El carruaje era demasiado fino para un hombre como Qrima y sus supuestas sobrinas, huían tarde en la noche, con un clima engendrado en las pesadillas de un demonio y con apenas lo puesto y además “…la princesa Delia muere y su criada personal, de la que nadie sabía nada, aparece en el Cruce, escapando sospechosamente hacia quién sabe dónde, ¿eh?…” Para Nila y Emmer, ese fue un chaparrón de agua fría más violento que el aguacero que caía en ese momento en toda la faz de la tierra: la princesa Delia, muerta. “Y apostaría a que ese que va ahí, es el sobrino tarado incapaz de luchar, ¿no?…” añadió el capitán, refiriéndose a Emmer. Éste se descubrió la cabeza y bajó del coche, el capitán lo miró con una infinita decepción, “¿Tú?... abandonas a tu rey, huyendo de la batalla y deshonrándonos a todos… por una mujer que probablemente traicionó la confianza de la princesa a quien debía cuidar” Emmer se quiso justificar, que no tenían ni idea de lo de la princesa Delia, que él no pensaba huir, que sólo quería poner a su mujer a salvo, que incluso pensaba regresar, y era verdad, pero el oficial lo silenció con una violenta bofetada de revés, que sorprendió a todos, incluso a sus hombres, entonces, Dagar habló a un soldado a su lado de nombre Cuci, un muchacho flacuchento, calado hasta los huesos y que no podía parar de tiritar de frío, “¿Todavía se castiga la deserción con la muerte, o soy yo que me he quedado anticuado?” Cuci se quedó mirando abrazado a sí mismo, no se le daban nada bien las preguntas capciosas y menos las que provenían de un capitán, “Eh… ¿Sí…? señor” Dagar lo miró como si fuera un perro que le acaba de mear las botas, cada año los soldados nuevos eran más pusilánimes. Cuci retrocedió un paso, temeroso de ser abofeteado igualmente. El capitán volteó la vista hacia Emmer “Y no sólo la deserción, ¿Verdad? También la traición” agregó. Entonces, con un rápido pero elocuente vistazo, Qrima comprendió lo que tenía que hacer, corrió a su puesto en el coche mientras Emmer lanzaba al suelo al capitán Dagar de un codazo en la nariz, luego, de una patada en la entrepierna, dejó tirado en el barro a Cuci retorciéndose de dolor, que era el que estaba más próximo; cerró las puertas del carruaje y animó al viejo para que atizara los caballos, Qrima dudó, esperando que Emmer lograra subir, pero pronto desistió, azotó los caballos con furia y estos emprendieron la carrera enloquecidos. Jamás lograrían huir, si Emmer no se quedaba para contener a Dagar y sus soldados.



León Faras.

jueves, 8 de noviembre de 2018

La Prisionera y la Reina. Capítulo cinco.


IV.

Rancober y Hanela oían con suma atención, aunque en completo silencio y a una más que prudente distancia, la reunión que estaban llevando a cabo los mayores en una de las cuevas más amplias de las paredes del abismo y una de las más cercanas a la superficie. Rocas labradas burdamente y puestas una sobre otra hacían de pilares, un fuego generoso ardía dentro, aunque se podía encender una hoguera en el interior de la cueva y aún así no sería demasiado. Todos, o la gran mayoría de los Salvajes estaban allí para escuchar lo que los mayores tenían que decir: el día había llegado por fin, la reina que montaría al Débolum para gobernar y esparcir la paz y la equidad por la tierra había aparecido, y debían prepararse para la gran batalla, pues sólo los que lucharan a su lado prevalecerían. El Débolum, por primera vez, de que se tenía memoria, saldría del abismo para limpiar la tierra del mal. Para los muchachos esa era una noticia estupenda, oficialmente, los sacrificios se habían terminado, pero por otro lado, no había nada que celebrar, una gran guerra estaba pronta a desatarse, y los Salvajes llevaban generaciones sin probar su valor en el combate.

El asunto estaba claro, el socavón era sólo un oasis para descansar y recuperarse, pero no un lugar para quedarse demasiado tiempo, sin embargo, Idalia no entendía bien como había llegado hasta allí, y ahora menos sabría cómo salir de ahí o hacia dónde. Lázar no tenía dudas, ella era la reina y debía retomar su lugar, pero Madra, con la expresión conspirativa que siempre parecía mostrar, señalaba que ella no pertenecía a ese lugar, que había venido desde el otro lado y que era allá donde debía cumplir con su destino, fuese éste cual fuese, Driana estaba de acuerdo con él, Idalia había sobrevivido al Débolum y eso significaba, según los Salvajes, que debía cabalgar sobre él fuera del abismo. Idalia insistía en que, que algo como aquello sucediera, era imposible, jamás ella se atrevería a siquiera subirse sobre un monstruo tan enorme y aterrador, Madra no estaba de acuerdo en eso, la gente constantemente terminaba haciendo cosas que, poco tiempo antes, se creía incapaz de hacer, en algunos casos, abominaciones, en otros, auténticos prodigios. Entonces, se dieron cuenta de que Cían, no estaba, el muchacho había subido hasta la parte alta, hasta la entrada al socavón y parecía muy interesado oyendo algo, recién en ese momento los otros también escucharon el sonido que venía desde la ciudad, era como una especie de “Mmm” muy profundo, que llevaba una melodía simple repetida una y otra vez, un sonido que nadie había oído antes, pero que ahora parecía envolverlos. Según Madra, significaba que los habitantes de Antigua habían despertado, pero era incapaz de determinar el porqué, y si aquello era bueno o malo, el mago propuso que tal vez sería mejor quedarse un tiempo más para no interferir en los asuntos de los habitantes de la ciudad, pero a Driana todo aquello le daba muy mala espina y pensaba decididamente, que era mejor largarse de allí lo antes posible, porque podía ponerse más difícil si se quedaban. Idalia decidió seguirla y Lázar, siguió a Idalia, Madra en cambio, se quedó allí, les deseó paz y suerte, pero les recordó que no habían llegado juntos, que no eran un grupo y que no tenían por qué serlo. Lázar le rogó a Idalia que subiera a lomos de Ascaldari junto con el joven Cían, y entonces, se adentraron en las cloacas, el caballero cogió una antorcha y avanzaron por el mismo camino por donde las mujeres habían llegado, de pronto, un sonido muy fuerte, como una detonación los congeló, dentro de esos agujeros estrechos, sólidos y ramificados, era imposible determinar de dónde había venido, pero lo siguió una batahola de rugidos, golpe de metal, chillidos estridentes y gritos y otro par de violentas detonaciones más. Lázar le entregó la antorcha a Idalia y de las alforjas de Ascaldari cogió un respetable puñal, como una espada corta y se la pasó a Driana, luego él sacó su espada del cinto y la puso en frente de sí, no estaba seguro de qué estaba pasando, pero más valía estar preparados.

Las cloacas eran lugares particularmente oscuros, pero aquellas parecían capaces de tragarse la luz del foco de Gálbatar, que intentaba penetrarla, con inusitada voracidad. Bolo continuaba expectante, tratando de detectar algo con su olfato o con su vista, algo que le indique qué hay ahí oculto en la oscuridad. Licandro decide avanzar, con precaución, pero moverse, pues la espera sólo le tensa más los nervios, Bolo se adelanta, dos o tres pasitos rápidos y se vuelve a detener, agazapado contra la pared, no se ve ni se oye nada y no se puede confiar en el instinto de un Nobora narcotizado. Entonces, el alquimista nota junto a él, en la pared, preocupantes marcas como zarpazos capaces de hender la roca, sus compañeros también las ven, pero cualquier comentario estaría de más. En ese momento, parece verse algo, pequeñas lucecitas estáticas en la oscuridad, como ojos que brillan al reflejar la luz. Gíbrida sacó su catalejo y trató de ver algo en la distancia y la oscuridad, pero aparte de esos ojos que brillan como inocentes y puras esferas de cristal, no logra distinguir gran cosa, sólo una tenue silueta, como de un cuerpo que se asoma tímido, desde una cavidad, dibujada cuando la luz no le da de lleno y vuelve a desaparecer cuando la oscuridad la absorbe. Hay algo ahí y no está solo. Gíbrida avanza un par de pasos para ver mejor y es como si hubiese traspasado un límite que no se debía cruzar; algo inicia una carrera desde la profundidad negra del túnel y pegado al cielo de éste, se mueve rápido y sobre cuatro patas, pero son muy difíciles de ver, la potente luz del foco de Gálbatar, inexplicablemente, los hace desaparecer, los oculta a la vista y sólo en la penumbra se distingue una silueta borrosa en vertiginoso movimiento por las paredes o el cielo de igual manera. Gíbrida disparó en dirección al sonido de las garras hiriendo las paredes, pero sólo consiguió dañar más las piedras del muro, retrocedió para ganar espacio y apuntar para su segundo tiro, pero Bolo pasó por enfrente de ella, corriendo de la pared al cielo, lanzándose contra aquella criatura y capturándola en el aire, rodando con ella por la pared como si se tratara del piso y llegando hasta los pies de Licandro, enzarzados en una riña de puños y garras endiabladas que terminó cuando, el Manco, al verse atrapado, soltó un aullido agudo y estridente capaz de hacer arrugar la nariz y esconder las orejas a cualquiera y Licandro, poniéndole el pie sobre la cabeza de aquella… cosa que los atacaba, y descerrajándole un disparo en la frente que dejó a Bolo golpeando con sus puños un cuerpo silente y exangüe. No importa de qué criatura se tratase, el disparo en la cabeza era universalmente efectivo. Del agujero en la cabeza del Manco escurrió un líquido similar al metal derretido, como si de sangre se tratara. Aquel era un ser del tamaño de un hombre pequeño y de contextura delgada, hecho de metal, pero cubierto de alguna clase de goma transparente que le daba una flexibilidad asombrosa y además esa capacidad de mimetizarse en su entorno. Estaba armado con garras y en su espalda cargaba un sable que al menos éste, no había tenido tiempo de usar. Sus piernas estaban perfectamente capacitadas y debidamente articuladas para facilitar el desplazamiento sobre dos o cuatro patas por igual. Su rostro era una máscara con simplemente tres agujeros, sus dos ojos redondos y expresivos, hechos del más puro cristal y un agujero como una “o” en el lugar de la boca y que le daba el aspecto de inocencia de una muñeca infantil. Muchos más ojos en la oscuridad volvieron a aparecer y cuando comenzaban a pensar que estar allí era una mala idea, y de que sería mucho más difícil contener a los Mancos si atacaban en grupo, Bolo se lanzó contra aquellos enemigos con un grito de furia, como un animal poseído por todos los demonios del caos, la ira y la destrucción.


León Faras.

lunes, 29 de octubre de 2018

Del otro lado.


XXXI. 


Es curioso como los nombres tienen la facultad de injerir en las propias cualidades humanas de las personas, en su personalidad, en la forma de ser y de comportarse. Los nombres, y a veces también los apodos, condicionan y aunque nunca se había detenido a pensarlo, Pedro Roca, era como su nombre lo decía, un tipo duro de cuero, carácter y de corazón. Por supuesto que lo que lo había hecho así, era la vida que había llevado desde su infancia, no su nombre propiamente tal, pero no dejaba de ser curioso para quienes lo llegaban a conocer. El menor de seis hermanos de una familia desbaratada, tenía que constantemente competir con sus hermanos por lo poco que tenían, incluso por un lugar donde dormir, y casi siempre perdía. Pronto, y al igual que la mayoría de sus hermanos, más temprano que tarde, comenzó a pasar más tiempo en la calle y menos tiempo en su casa, vio muchas cosas que no debería ver un niño y aprendió muchas cosas que no se le deberían enseñar a un niño, pero para él, no sólo todo eso estaba bien y era justo, sino que además, era mucho mejor que lo que vivía antes, porque ahora, él no estaba en el fondo de la cadena alimenticia, ya no era el más pequeño, había otros más abajo que él y tenía posibilidades de seguir subiendo, y estaba dispuesto a hacer lo que fuera para subir. Ya nunca más sería el más débil. Mató a su primer hombre a los once años y lo hizo de una puñalada en el cuello sin titubear y tuvo su primera experiencia sexual tan sólo unos meses después, con una jovencita apenas mayor que él, con iguales ansias de sobrevivir pero mucho menos apta y más temerosa, en ese momento, aquello fue como una especie de prueba que debía cumplir, un reto que lo haría ser considerado de otra forma, pero con el tiempo, se convertiría en su afición y en su negocio, a lo que se dedicaría toda su vida: al negocio de las jovencitas temerosas. Con los años, los sentimientos se fueron volviendo sinónimo de debilidad y poco a poco fueron siendo reprimidos y aplastados hasta quedar atrofiados irremediablemente. Comenzó transportando en condiciones muy precarias, seres humanos de contrabando, a jovencitas compradas a sus familias o familiares o de plano raptadas de sitios muy pobres, para ser llevadas a lugares donde se les encerraba y se les obligaba a ejercer la prostitución. Él se daba el derecho de probarlas también, le gustaban preferentemente las chicas muy jóvenes y sobre todo las que le temían, las fáciles de someter, las que no mostraban mayor resistencia que repetidos ruegos y sollozos. Era listo, a pesar de no tener educación y ambicioso, aunque su origen era de pobreza y abandono, pronto consiguió tener su propio local, y rápidamente consiguió algunos matones de baja calaña y varias jovencitas para comenzar a atraer clientes y también para su propia satisfacción personal. Las chicas vivían encerradas, hacinadas, mal alimentadas, permanentemente intimidadas, siempre expuestas a enfermedades y maltratos, no recibían más que un mínimo de dinero del que generaban. Y cuando se volvían demasiado mayores para el gusto de los clientes, Pedro Roca las vendía a otro tipo de locales nocturnos para obtener algún beneficio o simplemente las hacía desaparecer, eran muchachas que nadie buscaba, por lo que no era conveniente que quedaran libres para contar su historia a alguien. Un cliente en especial se volvió muy buen amigo de él y luego su socio, lo llamaban David Romano, un hombre de pelo largo, liso y rubio, muchísimo más culto y educado que él, y con un curioso parecido a Jesucristo. Se trataba de un hombre extraño, con capacidades poco comunes que nadie comprendía muy bien, hasta que Pedro Roca tuvo, como los llama él mismo, “un accidente programado” tenía varios enemigos y muchas tachas en su expediente de vida: su automóvil, en el que viajaba junto con uno de sus hombres, se quedó sin frenos en la carretera, chocaron y se volcaron algunos metros por una pendiente. Ambos fueron encontrados muertos, pero Pedro Roca despertó un minuto y veintiocho segundos después tomando una bocanada de aire como si estuviera emergiendo desde el fondo del océano, un océano especialmente profundo y oscuro, estaba muy alterado, asustado, era comprensible para todos después del accidente, pero para David Romano, aquello no era sólo la experiencia de haber estado a punto de morir, sino de haber estado muerto y haber visto al Escolta que lo aguardaba del otro lado. Pedro se lo confirmó y David le explicó qué era aquello y por qué lo estaba esperando y lo seguiría esperando a él y sólo a él. Entonces le ofreció el servicio de alguien que él conocía, alguien con muchas generaciones a su espalda, que podía engañar a ese Escolta, ya que era imposible destruirlo, y endosárselo a alguien más mediante un ritual, uno que parecía digno de un curandero africano o un médico brujo, uno que incluía cánticos, oraciones, sangre del interesado y hierbas quemadas en brasas ardientes junto con mechones de pelo y escupitajos, todo muy en contraste con el entorno moderno, los aparatos electrónicos y el ruido incesante del tráfico en la calle. El curandero, una vez que terminó, preparó dos botellitas de líquido, uno claro, transparente y otro turbio y oscuro, este último se lo dieron de beber a Pedro Roca mientras que el primero se lo llevó David Romano. Pedro Roca nunca se enteró, pero lo que acababa de beber y que sabía tan mal, era un poderoso veneno. Para acabar bien con el ritual, debía morir en ese mismo momento si quería evadir al Escolta, David Romano lo sabía, pero no se lo dijo, al fin y al cabo, todo aquello era con el propósito de salvar su espíritu y no su cuerpo, luego salió del cuarto donde un chico de nombre Joel lo aguardaba. David le dio la botellita de líquido transparente e instrucciones de que debía matar a alguien y en el acto meterle el líquido por la boca, no importaba cómo ni a quién, sólo que lo hiciera lo más rápido posible, “Fácil y rápido…” concluyó Romano con una leve sonrisa. Joel cogió el líquido y se marchó, conocía a David Romano, le debía un favor muy grande y sabía que aquel era de los hombres a los que convenía pagarle las deudas.



León Faras.

miércoles, 24 de octubre de 2018

La Prisionera y la Reina. Capítulo cinco.


III.

Poner a dormir a Bolo no era tan sencillo como parecía, pero era necesario, pues debían descender de la barcaza sin que ésta tocara tierra, y Gálbatar quería a su esclavo Nobora cuidándoles las espaldas cuando cruzaran la Entrada del Ladrón. No era fácil, porque Bolo tenía una notable resistencia a las sustancias que pretendían influir en su metabolismo de fierro y porque, literalmente, podía oler a distancia los soporíferos que el alquimista sabía preparar, y negarse a probarlos, sólo el alcohol funcionaba y se lo bebía de buena gana, pero no tenían tanto tiempo como para emborrachar a un hombre-perro y esperar a que se recuperara. Entonces Licandro sacó una botella de líquido y se la enseñó a Gálbatar, era una cocción de flores maceradas en un licor destilado de bayas silvestres al que se le había agregado un polvo extraído de hongos con poderes mágicos, o eso le había señalado el vendedor, lo había encontrado hace unos días en un extraño mercado y de inmediato pensó en su amigo Bolo y su problema con la altura. El mercader le aseguró que el brebaje podía infundir valor a quien lo necesitara al punto de ser capaz de enfrentar su peor pesadilla con arrojo y valentía, y perder completamente la prudencia y el miedo a la muerte, si aquello era necesario; había batallas que se habían decidido gracias a esta bebida, sin embargo, se debía tener mucho cuidado con la cantidad, pues una dosis muy elevada, podía conectar al individuo con otro tipo de realidades, haciéndolo entrar en contacto con mundos gobernados por espíritus, a veces buenos y a veces malos, advirtió el comerciante, y luego vació los bolsillos de Licandro con una amable sonrisa. Mientras preparaban el descenso, Licandro le dio un vaso pequeño a su amigo Bolo, con toda ceremonia y discurso para que éste pensase que se trataba de algo especial y no de una botella de licor ordinaria que debía ser aniquilada lo más rápido posible, sin embargo, el vaso pequeño no pareció surtir efectos en el Nobora, y a éste pareció agradarle, por lo que le dio otro y de paso, se bebió uno él también, después de todo, nunca estaba de sobra un poco de valor. Cuando Licandro salió a la cubierta, Gálbatar miró preocupado la botella con el menjunje, le faltaba más de la mitad, lo que significaba que: o el organismo de Bolo era demasiado resistente o el brebaje era un completo timo. Licandro respondió que tal vez un poco de ambos, pero que finalmente había dado resultado y señaló hacía el cielo con una amplia y forzada sonrisa. En ese momento el Nobora trepaba eufórico por una de las redes de cuerda hasta el globo, donde cualquiera que se atreviera, podía experimentar lo que se sentía viajar sobre una nube. Gíbrida miraba con la boca abierta, realmente se trataba de un brebaje milagroso, se lo arrebató de las manos a Licandro y se echó un trago largo, luego se lo devolvió con la misma rudeza con que se lo quitó. No estaba tan mal.

La entrada de “El Gigante dormido” se refería a un árbol caído de un tamaño descomunal, como un tubo gigante con la altura de cuatro hombres de diámetro, que tenía sus ramas en la jungla, pero luego de cruzar el río en todo su ancho, enterraba las raíces en la ciudad. Parecía sacado de otro planeta, de uno particularmente enorme. El Místico llegó hasta allí para cruzar al otro lado, a la verdadera Antigua, y para eso, debía hacerlo por el interior del Gigante dormido y no por encima. Sus ramas ofrecían angostas entradas por las que un hombre delgado podía arrastrarse como por dentro de una tubería, pero sólo una de esas entradas llevaba sano y salvo al visitante hasta el otro extremo, pues una vez dentro, lo que se encontraba allí, era la entrada a un laberinto que cubría totalmente la circunferencia del interior del túnel, iluminado tenuemente por algunos haces de luz filtrados desde el exterior y por una bandada de insectos luminosos, similares a los que habían en el foso, que se desplazaba por el centro, todos juntos como una nube luminosa. Para los Místicos, sólo había una forma de cruzar el laberinto y era repitiendo una letanía infinita, muy larga, aprendida de memoria y que señalaba el camino que se debía tomar: cinco pasos, izquierda, diez pasos, izquierda, dos pasos, derecha… y así, hasta llegar al final. Es interesante destacar que hay puntos en los que, con sorpresa, se puede ver la luz entrar desde un agujero en el suelo bajo tus pies, como si se estuviera de pie sobre el sol y no bajo él, entonces, y sólo entonces, el visitante nota que está cabeza abajo, pero aquello no afecta en lo más mínimo dentro del Gigante dormido. De esa manera, el visitante cruza el paso hacia la ciudad Antigua, pero el intruso, o tal vez quedaría mejor decir, el insensato, es atrapado en un laberinto infinito y consumido por el Gigante lentamente.

Para cuando lograron que Bolo bajara del globo que sostenía la barcaza aerostática, ya habían preparado las cuerdas para el descenso, el sistema era muy simple, se utilizaban contrapesos que colgaban de la barcaza, pero éstos, sólo frenaban los últimos metros de la caída, por lo que bajar de la barcaza era un verdadero salto al vacío. Gálbatar y los demás, se ataron un pie a la cuerda y luego la sujetaron firme con ambas manos para dejarse caer, Bolo, dentro de su estado de exaltación narcotizada, apenas cogió la cuerda y se lanzó al vacío como un clavadista, dando un brinco espectacular desde la barandilla con un alarido de euforia digno de un Nobora desquiciado y sólo sujeto con sus poderosos puños que, y gracias a algún pequeño resquicio de sensatez dentro de su locura temporal, no soltaron la cuerda hasta posar los pies suavemente sobre el piso firme de la ciudad destruida. La Entrada del Ladrón estaba claramente señalada en el mapa, pero cruzarla, era algo completamente diferente, ninguno de los que estaban ahí lo había hecho antes, y todo lo que se sabía al respecto, eran cuentos y leyendas que tenían las mismas posibilidades de ser falsas o verdaderas. En primer lugar, se decía que debía ser cruzada de día, jamás al ocaso ni mucho menos por la noche. En segundo lugar, había quienes aseguraban que dentro del paso, la oscuridad era total y que era imposible diferenciar el arriba del abajo, también se decía que los Mancos podían ver en la oscuridad y que esa era su principal ventaja, eso, además de ser considerados indolentes y muy buenos guerreros.

Una auténtica ranura para hombres, estrecha, que apenas cabía un hombre corpulento como Licandro, pero incomprensiblemente alta, abierta en una pared que no ofrecía nada más, en medio de lo que, con seguridad, eran las ruinas de una ciudad hermosa. Luego, una escalera aprisionada entre dos paredes, que parecían ansiosas por juntarse una con la otra en cualquier momento. La luz del exterior los acompañaba, sólo hasta donde le era posible llegar, de ahí en adelante, la oscuridad se dejaba caer con toda su indiscutible rotundidad. Gálbatar encendió su foco portátil, Licandro y Gíbrida portaban lámparas. El sitio, una vez acabada la escalera, era un túnel cilíndrico, perfectamente redondo de unos tres metros de diámetro, tal vez un poco más, en cuya base corría agua como por un drenaje subterráneo, aquellas eran, de hecho, las cloacas de Antigua. Licandro levantó su lámpara a todo lo que le dio el brazo, un sonido en el techo señalaba que algo se movía sobre sus cabezas, cogió su pistola por precaución, pero sólo consiguió quedarse mirando incrédulo y con la boca abierta como la misma agua que corría bajo sus pies, también lo hacía por el cielo de roca, como si se tratara de un espejo, pero en el que ellos no se podían reflejar, el hombre se preguntó si aquel líquido que había bebido, no lo estaba haciendo ver cosas que en realidad no existían. Entonces, algo pasó reptando por la pared junto a él, algo enorme que lo hizo dar un salto, Gíbrida alzó su escopeta, Licandro lo apuntó con su pistola y medio segundo antes de apretar el gatillo, pudo ver que se trataba de Bolo, el Nobora, caminaba por la pared y subía hasta quedar cabeza abajo guiado por su olfato y por su instinto. Licandro soltó una retahíla de groserías, palabrotas e insultos dirigidos a Bolo, a sus parientes cercanos y hasta a los mismísimos constructores de aquel agujero maldito y siniestro, mientras se apretaba el pecho con la mano que sostenía el arma, conteniendo su corazón para que no se escapara de su sitio. Bolo no le hizo ni caso, seguramente tampoco le entendió demasiado, pero se mantenía inquietantemente expectante, como el perro que detecta a su presa, aunque no la vea, aunque esté oculta, su olfato y su instinto le aseguraban que estaba ahí, lista para huir o para atacar.



León Faras.

viernes, 12 de octubre de 2018

La Prisionera y la Reina. Capítulo cinco.


II

Las caravanas, han sido una buena forma de ganarse la vida desde siempre, porque desde siempre ha habido productos que necesitan ser llevados de un sitio a otro; telas, especias, arcillas y si eres nuevo en el negocio, siempre es bienvenido un novato para trasladar metal desde los yacimientos de chatarra de Arenas Blancas a los hornos sepultados de Damn, pero incluso para ser novato, era necesario contar con un capital para comprar un carro y los búfalos escamados que tiraran de él a través del desierto. Baros tenía ese capital: el oro que consiguió al huir del bosque, y lo utilizó en iniciar su pequeño negocio. El oro, un metal poco visto en el comercio popular. Cuando le preguntaron en el asentamiento de Arenas Blancas, de dónde lo había sacado, respondió que se lo había arrebatado a los Grelos, los cuales, a su vez, habían matado y se lo habían quitado a un grupo de soldados. Nadie le creyó, ¿Y cómo le iban a creer? si era una locura enfrentarse solo a una oleada de Grelos o más aún, entrar a su campamento a robarles oro, ¡Oro! ¡Si era más fácil robarles una de sus hembras, que el oro! aunque, no más atractivo. Baros se quedó tratando de justificarse, haciéndose escuchar por encima de las risotadas de los hombres que le oían, especialmente uno pequeño, de nariz ganchuda que mientras más fuerte reía, más grande abría los ojos, sentado convenientemente junto a su socio, un hombre enorme de piel de oliva, cuyos brazos parecían capaces de estrangular a un búfalo y su risa, era como la que haría el mismo búfalo, si pudiera reír a carcajadas. Entonces, un hombre llamado Bomas le habló, era un viejo de orejas perforadas muy alargadas, como si hubiese cargado rocas con ellas, y una sola aglomeración de pelo pringoso y aglutinado que le salía del cráneo como un tentáculo gordo y gris colgando en su espalda; le dijo que le importaba un carajo de dónde había obtenido el oro, que él lo aceptaba si lo que quería era un buen carro con toldo de oruga para las tormentas y ruedas areneras y, si quería, le podía ofrecer dos búfalos escamados de mediana edad, a mitad de precio, pero que aún podían trabajar un par de años con total facilidad, antes de vendérselos a los destazadores. Baros no sólo aceptó, luego de ver el carro y los búfalos, por supuesto, sino que también se unió a la caravana del viejo, era lógico, un caravanero solo, no era un caravanero. También eran parte de la caravana, el pequeño de la nariz ganchuda, Gago, y su gigante compañero oliváceo, Nilson.

Las arenas de los desiertos, forman olas, como las del mar, aunque se les llamen dunas. Estas olas también tienen movimiento y se desplazan como las del océano, aunque, por supuesto, de manera mucho más lenta y pesada. Este movimiento de las dunas, fue el que hizo emerger un día, desde sus entrañas, un pequeño trozo de metal, el ápice de un tubo de hierro de doscientos metros que llamó la atención de los hombres, quienes, en ese momento, fueron incapaces de cavar lo suficiente para descubrirlo por completo, pero, gracias a eso, un año después descubrirían el descomunal yacimiento de chatarra de Arenas Blancas, un sitio atractivo a su modo, que ofrecía la prosperidad y la muerte a partes iguales. Se trataba de un cráter de proporciones apocalípticas, cavado por incontables hombres que habían pasado por allí durante muchos años, en cuyo interior, bullía la actividad propia de una ciudad siempre sobre poblada, hecha casi en su totalidad de postes, toldos y lonas y donde se podía encontrar casi de todo, desde carne de pescado, traída quién sabe desde donde, hasta una más que aceptable cantidad y variedad de prostitutas. El yacimiento pertenecía a tres hombres que se lo habían dividido como una torta y cualquier hombre podía trabajar allí, pagando un porcentaje de sus ganancias. Nadie parecía interesarse por saber quién había depositado toda esa chatarra allí o en qué era utilizado todo ese metal antes de que fuera acumulado como basura, simplemente estaba allí, como un regalo de los dioses, y todos podían sacar provecho de él. Bomas, comenzó trabajando allí, como excavador, cuando aún era muy joven, un chiquillo. Había estado a punto de morir dos veces en ese sitio, dos veces, en serio. La primera: en una trampa de arena. Las excavaciones avanzaban en cualquier dirección y sin ningún control, por lo que había zonas donde el desierto estaba socavado y la arena se escurría lentamente, pero sin que nadie lo pudiera notar, perdiendo su densidad y convirtiéndose en una trampa traga-hombres. Bomas fue tragado por la arena hasta la cintura de una sola engullida, y luego lentamente, como una serpiente se traga una presa demasiado grande. Sobrevivió gracias a que alguien lo escuchó pedir ayuda y lograron llevarle una viga para que se sostuviera. Sólo andaba buscando un lugar apartado donde evacuar. La segunda vez fue en el gran derrumbe, algo cedió y toneladas de chatarra se vinieron abajo rodando o volando por los aires, una gigantesca pared que parecía inamovible como los muros de Jericó, perdió su estabilidad y comenzó a derrumbarse como un castillo de naipes, pero de naipes de hierro que pesaban toneladas. Fue una tragedia y fue la única vez que se recuerda que los trabajos se detuvieron por varias semanas para sacar los cuerpos de los muertos y de los heridos. Bomas sólo corrió lo más rápido que pudo y sin mirar atrás, cuando vio que todos los demás gritaban y corrían. No supo qué tan cerca estuvo de morir ese día, pero sospecha que se salvó por muy poco. Sin embargo, siguió trabajando en el yacimiento de Arenas Blancas por varios años más, hasta que tuvo su oportunidad y se convirtió en caravanero, desde entonces, no ha parado un solo día de su vida.

Las ciénagas, eran un lugar al que los soldados no lograban acostumbrarse. Todo lo que comían o bebían sabía horrible, el olor a putrefacción era constante y en algunos días, insoportable. Fico era un soldado de guardia en el muro exterior, se distraía aquel día observando cómo, algunos hombres subidos en improvisadas torres de madera, ataban al lomo de la bestia, no sin el máximo de precaución y un miedo palpable, una estructura de madera de aspecto simple, a la cual poder adherir un pomposo asiento con sombrilla en el que Rávaro pudiera viajar cómodamente montado sobre una criatura de cinco metros de altura. Éste observaba la maniobra con una expresión de satisfacción perversa, pues obviamente tenía en la mano el mando del amenazante Quebranta-espíritus, al que la bestia había aprendido a respetar y temer rápida e inteligentemente. Fico observaba esto totalmente relajado, con un codo apoyado en la baranda y un pie cruzado, mordisqueando de mala gana una fruta que sabía a lodo, cuando alguien gritó: un hombre llegaba, un soldado que se veía agotado y hambriento, dijo que había sido enviado junto con Baros rumbo a la ciudad del abismo, pero que éste los había atacado y huido hacía los bosques, donde fueron asaltados por Grelos, quienes, al descubrir que llevaban oro, les habían perseguido y cazado uno por uno. Él, de milagro había logrado escapar, gracias a la velocidad de su caballo y a que había desperdigado el oro que llevaba de manera que eso le diera tiempo para escapar, aquella última parte no le agradó para nada a Rávaro. Fico se dio vuelta hacia la Ciénaga para no ver como aquel pobre tipo era incinerado de dentro hacia fuera, se limpió la nariz con el dorso de la mano donde tenía la fruta, y asqueado, lanzó ésta lejos fuera. Entonces, lo notó, algo raro había, algo que le estaba llamando la atención desde hace rato, pero que no lograba identificar: Siempre que él y los otros soldados terminaban de comer algo sobre el muro, lanzaban los restos hacía afuera intentando darles en la cabeza, a uno de los guardias espectrales de Dágaro que permanecían rodeando el castillo, formados e inmóviles como estatuas o como armaduras vacías de decoración, pero esta vez, al lanzar la fruta, se dio cuenta de que no había ningún soldado espectral, los buscó con la vista, a todo lo que ésta le alcanzaba desde donde estaba, pero no pudo divisar ni uno solo. Pensó en que debía dar aviso, pero en ese momento vio como retiraban los restos del soldado que hace poco había llegado con malas noticias para su jefe y como éstos se desarmaban con sólo intentar moverlos. Fico se rascó el cuello y volvió a restregarse la nariz con el dorso de la mano, le quedaba una hora de guardia, con algo de suerte los soldaos espectrales regresaban a su lugar o a alguien más le tocaba informar de su desaparición.



León Faras.

lunes, 1 de octubre de 2018

Autopsia. Segunda parte.


XVII.

Elena, luego de lavarse la cara y las manos, estaba sentada a la mesa frente al viejo Tata y al lado de Lina para aclarar un poco lo que había sucedido: ese señor que había aparecido en su casa, hace un rato, no era ningún agente de la justicia, era un hombre claramente acaudalado, de buena familia y situación, que actuaba por sus propios medios “…y que andaba buscando a su hermana, una señorita de nombre Elena, ¿Es usted, verdad?” preguntó Tata, Elena asintió, el viejo continuó, rascándose detrás de la oreja, “Mire, no es que queramos que usted se vaya, ¿Verdad Lina?...” Lina asintió con la cabeza y le tomó las manos a la muchacha, el viejo continuó, “…más bien, todo lo contrario, estamos muy contentos de que usted y Clarita nos acompañen, pero, si usted es la hermana de ese señor, entonces usted también tiene una buena situación económica, ¿No estaría mejor, más cómoda y segura, junto a su familia?” Elena, explicó que cuando llegó a vivir junto a su padre, lo hizo con la idea de alejarse de su círculo familiar y de la vida que llevaban, una vida de lujos ridículos y vacíos, de costumbres monótonas e innecesarias y dónde ella, como mujer, era una completa inútil que apenas, y si se esforzaba mucho, podría encontrar algún día, un marido rico que le diera “la vida que se merecía”, y si tenía mucha suerte, joven y apuesto también, para que ella pudiera seguir manteniendo su nivel de vida y sus amistades, “…pues todo eso, no digo que esté mal…” continuó Elena, aún tomada de la mano con Lina, “…sólo digo que para mí no estaba bien. Sí, vengo de una familia con buena situación económica, pero yo no tengo dinero, ni tampoco me prepararon de ninguna manera para obtener algo de dinero, la vida que llevaba era como estar dentro de una jaula, y salirse de esa jaula estaba prohibido. Yo quería una vida junto a la gente de pueblo, donde las costumbres son sencillas y donde es casi imposible sentirse un inútil. Yo quería ayudar, servir, incluso alguna vez pensé en ser monja, pero mi padre se escandalizó y se negó rotundamente, no quería nada que tuviera que ver con la iglesia…” Lina se atrevió a preguntar, algo que hace rato le daba vueltas sin decidirse, “¿Su padre es el que era doctor, verdad? lo digo porque no hay muchos Ballesteros por aquí” Elena miró a la vieja que preguntaba con toda ternura y asintió sin decir palabra. La noticia de que el médico se había ido preso, no había pasado inadvertida para nadie en el pueblo y en todos sus alrededores, tanto el médico, como el cura, eran personas importantes y reconocidos, sin embargo, la razón por la que se lo llevó la justicia, se multiplicó en media docena de versiones distintas, pero a los viejos, aquello no les interesaba, “¿Y su mamá, no estará preocupada por usted?” preguntó Lina con toda la humildad del mundo, Elena negó con la cabeza, “Ella murió hace muchos años…” No era necesario dar más detalles, pero lo cierto, era que su madre había enloquecido, le habían diagnosticado personalidades múltiples, a veces, recuerda Elena, era como si otras personas completamente distintas y opuestas, se apropiaran de su mente. Al final había terminado suicidándose. “Bien…” dijo Tata, poniéndose de pie, “…no se habla más del asunto, usted puede quedarse aquí el tiempo que quiera. Se nota de lejos que usted es una buena persona y las buenas personas son bienvenidas en todos lados” En ese mismo momento comenzaron a caer los primeros goterones de lo que sería una generosa lluvia. 

En casa de Ismael, éste preparaba un lecho para él en el cuarto de su hijo, la cama de Úrsula estaba destrozada y su dormitorio aún con vestigios desagradables en los muros y en los recuerdos de la muchacha, por lo que ésta dormiría junto a su madre. Comenzó la lluvia a anunciarse y la ropa de Úrsula que se había lavado durante el día con agua hirviendo, terminó colgando en su cuarto vacío en improvisados tendederos. Una hora después y poco antes de que el día se terminara, se desató el aguacero, el doctor Cifuentes leía los papeles que le había dado el cura sentado en el mismo escritorio donde Ballesteros los había escrito tiempo atrás, la misma lámpara lo iluminaba, y también a los fetos, que a ratos parecían moverse dentro de sus frascos y cobrar vida, con el efecto de sombras que provocaba la trémula llama que los iluminaba. El caso de Isabel Vásquez le pareció particularmente interesante, los sucesos que describía eran increíbles, sobre todo los inexplicables síntomas padecidos por el paciente que, el doctor Ballesteros describió como pertenecientes a una enfermedad rara y sin precedentes. La narración de la autopsia realizada al cadáver, carecía de toda credibilidad, un bebé engendrado bajo tierra, era una locura, pero había algo que, estaba ahí, y que no podía ignorar: el feto sin rastros de su cordón umbilical; era real, tangible, pero al mismo tiempo imposible de que existiera. El doctor Cifuentes se restregó los ojos por debajo de las gafas, estaba cansado, tenía hambre y afuera la lluvia caía como si se hubiese roto el cielo.

Fin de la Segunda parte.



León Faras.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Autopsia. Segunda parte.


XVI.

Gracia no apareció, sino, hasta pasado el mediodía. Clarita estaba muy intranquila, como quien ha perdido algo muy valioso, nunca su hermana la dejaba sola tantas horas y ahora no la había vuelto a ver desde que se durmió por la noche. Hasta temía que le hubiese pasado algo, temor que nadie parecía tomarse en serio. El desayuno había estado, fabuloso, sobre todo para Elena, quien, en toda su vida, nunca había probado una leche tan fresca, que aún viniera tibia del cuerpo del animal, acompañada de un trozo de queso derretido en el fuego antes de esparcirse y pegotearse en una hogaza de pan, grande y gorda que no cabía en la boca. Aprendió de la vieja Lina como era que la harina, ese polvo pálido e insípido, se convertía en una crujiente y apetitosa hogaza de pan caliente, cosa que de niña, ya había visto hacer a las empleadas de su casa, pero a lo que jamás le permitieron acercarse, pues era una labor que, supuestamente, jamás necesitaría aprender en toda su vida. Aprendió de Clarita, a ordeñar las cabras y del viejo Tata, los misteriosos secretos para convertir las horrorosamente amargas aceitunas del árbol, en los deliciosos frutos que luego llegaban a la mesa usando, principalmente, ceniza y agua caliente; Elena se preguntaba, a quién se le hubiese ocurrido semejante idea. Recorrieron, junto con Clarita, los bellos parajes cercanos, acompañadas de Nube y Satanás, quienes no dejaban de mordisquearse y perseguirse ni un minuto del día. Allí estaban, junto al arrollo inagotable que descendía de la montaña, cuando Gracia apareció. Clarita, saltó de alegría, pero luego se puso muy seria y la regañó, como una madre preocupada por un hijo que la ha hecho pasar un buen susto, por desaparecerse tantas horas sin avisarle nada. Elena estaba tomando agua con una mano, miró a Clarita cómo peleaba con su hermana invisible, sonrió y siguió en lo suyo, ya se comenzaba a acostumbrar al extraño comportamiento de la niña. En ese momento, Clarita aspiró una bocanada de aire, abrió bien los ojos y la miró con cara de espanto. A Elena se le caía el agua que tenía acunada en la mano esperando una explicación, “No oíste nada de lo que dijo Gracia, ¿verdad?” dijo la niña, con complicidad, Elena negó con la cabeza, “Dice que en nuestra casa…” refiriéndose a la casucha destartalada en el campo de olivos, “…hubieron hombres montados a caballo buscándote esta mañana” Elena se puso de pie despacio, oteando los alrededores, “¿Estás segura?” Clarita asintió mordiéndose los labios, “Sí, dice que se fueron, pero que luego regresaron con perros…” Elena estaba asustada, de seguro la habían denunciado por la puñalada al cura y ahora la justicia estaba tras sus pasos, ahora además, era una delincuente prófuga, ¿O una asesina? ¿Cómo estaría el padre Benigno? ¿Estaría muerto? De un minuto a otro, toda su tranquilidad se desmoronaba, “Ajá, y si los perros son buenos, puede que lleguen hasta aquí” Concluyó la niña, repitiendo lo que su hermana decía. Elena, estaba angustiada, “¡Ay Dios mío, y qué voy a hacer yo ahora?” dijo la muchacha llevándose una mano a la frente, como si se estuviera revisando la temperatura, Clarita la tomó por la otra mano y se la llevó de vuelta a la casa, “Ven, vamos a contarle todo a Lina, ella sabrá qué hacer”

La vieja Lina bordaba una tela a menos de diez centímetros de distancia de sus ojos, cuando Clarita entró corriendo trayendo casi a la rastra a Elena que, más que angustiada, ahora se veía agotada. Lina escuchó la atropellada historia de Clarita, y comprendió poco más que lo esencial, “¿Y tú necesitas que no te encuentren, verdad?” Elena, respondió que sólo quería un par de cosas, que echaría a correr hacia la montaña y que allí buscaría un lugar donde esconderse, pero la vieja desechó su idea como si se tratara de la cosa más estúpida del mundo “Nada de eso, niña. La montaña es tan hermosa como peligrosa, además, Dios te ampare si te pierdes y se te oscurece ahí arriba, te perderías, y las noches allá arriba son las más largas del mundo” “Además, los perros pueden seguirte hasta allá arriba, ¿verdad, Lina?” agregó Clarita levantando las cejas. Llamaron al viejo Tata y este dio su veredicto, “Bueno, podemos cavar un hoyo y meterla dentro, si quieren…” Las tres, de la más vieja a la más pequeña, se quedaron con la boca abierta y una ceja un poco más arriba que la otra, hasta que el viejo rió y agregó, “…es decir, puedes meterte bajo una cama o subirte arriba hasta el tejado, no importa, ningún escondite es completamente seguro, pero en mi experiencia, el mejor escondite de todos, es a plena vista…” las tres se miraron, ¿Qué clase de escondite era ese? Tata continuó “…como aquel hombre que se disfrazaba de mendigo y borracho; galante y zalamero, se paseaba por delante de los hombres más poderosos, y estos incluso le daban limosnas. Solo que, aquellos hombres poderosos, pagaban una fortuna por la cabeza de aquel hombre, y éste, al final le devolvió todas las monedas que le habían dado, para mostrarles todas las veces que lo tuvieron en frente y nunca lo reconocieron para capturarlo” “Pero es que yo no puedo disfrazarme de borracho…” protestó Elena, el viejo la miró de arriba abajo, la muchacha todavía estaba vestida de hombre, “Mírate, sólo necesitas cortarte un poco el cabello, yo te prestaré un sombrero y necesitarás un poco de tierra en la cara y en las manos. El resto sólo será mantener la boca cerrada y la cabeza gacha” Elena casi prefería meterse bajo una cama, pero al final aceptó, “Pero ¿Y los perros?” insistió Clarita, el viejo Tata le acarició la cabeza, “Por eso, no te preocupes, las cabras se encargarán de eso…” y luego agregó mientras se iba, “…las condenadas tienen un olor más fuerte que el orgullo”

Efectivamente, aquel día por la tarde, se acercó Ignacio Ballesteros, acompañado de uno de sus hombres, a la casa del viejo Tata. El resto del grupo, estaba desperdigado por la zona, tratando de cubrir el mayor terreno posible antes de que cayera la noche. Los perros habían encontrado un rastro, pero ese rastro iba y venía, y el problema eran precisamente las cabras, su olor, sobre todo el de sus orines, era de constante dominio, y no se necesitaba ser un sabueso para notarlo. Bruno ya había alertado de su presencia a lo lejos, y Satanás junto a Nube, no esperaron para acercarse lo más posible a los caballos para ladrarles con toda elocuencia, a las patas de éstos. La vieja Lina y Clarita estaban dentro de la casa, junto a la ventana, desgranando habas. La niña se asomó a la puerta. El hombre que acompañaba a Ignacio se bajó de su caballo, “Clarita, aquí estabas ¿Cómo has estado?” Ante la nula respuesta de la niña, el hombre se volteó hacia Ignacio, “Esta es la niña que vive en la casucha que encontramos…” Ignacio también bajó de su caballo, saludó a la vieja Lina que también se había parado en la puerta de su casa, y se presentó como el acongojado hermano de la tristemente desaparecida Elena Ballesteros. Clarita miró a la vieja Lina y la vieja Lina miró a Clarita, “Ni yo ni mi hermana, hemos visto a nadie por aquí” Ignacio la miró como si hubiese sido insultado “¡Dices que esta señora es tu hermana?” Clarita lo miró como si se tratara de un idiota, “¡Ésta, es mi hermana!” dijo, apuntando un espacio vacío a su lado. El hombre, con una mirada, le recordó a Ignacio que ya le habían advertido que esa niña estaba un poco mal de la cabeza, “¿Y el viejo Tata, dónde está?” preguntó el hombre sonriendo amistoso.

Elena se había cortado el pelo como un chico, se había puesto un viejo sombrero de Tata y había cogido una horqueta para apilar el forraje que se almacenaba para dar de comer a las cabras en el invierno, dentro de un pequeño granero tras la casa. El viejo le había aconsejado mantener la cabeza gacha, el ceño apretado y que usara el dorso de la mano para limpiarse la nariz o secarse la frente. Que se amarrara un pañuelo en el cuello, como lo hacían los hombres en el campo y que se ensuciara un poco las manos y las uñas, pues un chico que trabajara, jamás tenía las uñas limpias. De esa manera Elena pasó a llamarse Joaquín, un nombre que eligió Tata por ser el nombre de su hermano menor, muerto hace años. El hombre llegó hasta allí saludando a Tata como a un viejo amigo, Tata esperaba a agentes de la justicia y le pareció inesperado ver al hombre, pero éste le explicó que un forastero les pagaba bien por buscar a una muchacha desaparecida “…Y tú sabes bien, que para mí, que me paguen por pasear a caballo, es como que me paguen por comer…” explicó, sonriendo complacido, “Oye, ¿Y quién es el muchacho ese, es pariente tuyo?” preguntó, refiriéndose a Elena, Tata respondió que no, que no era ningún pariente, pero la costumbre lo obligaba a nombrar la procedencia del muchacho, el viejo dijo lo primero que se le vino a la mente, “Es Joaquín. Él es el hijo de Rubén…” El hombre miró a Elena, curioso. Elena se limpió la nariz con el dorso de la mano y siguió trabajando, “¿Del finado? Éste no lo conocía, y eso que yo he ido a esa casa varias veces a comprar y vender animales…” dijo el hombre, asumiendo de quién se hablaba. Tata, inteligente, simplemente le siguió la corriente, se le acercó al oído para hablarle muy despacio “con otra mujer… o por lo menos, eso es lo que se dice…” El hombre asintió con un “Ah…” bastante largo, y la cosa quedó ahí. Entonces llegó Ignacio Ballesteros “¿Alguna novedad sobre mi hermana?” preguntó desde las alturas de su caballo, Elena lo reconoció enseguida, y su primer impulso fue acercarse, aliviada de que no fuera la justicia quien la buscaba, pero se detuvo, bajó la cabeza y siguió trabajando, Tata notó aquello, la muchacha sabía que su hermano, no se encargaría de ella por mucho tiempo, que más temprano que tarde, la dejaría en casa de sus refinadas y alarmistas tías, o de su quejosa madrina con toda su prole de vagos, y se desentendería de ella como se desentiende de uno de sus acaudalados e hipocondriacos pacientes, a los que suele atender, para continuar con su vida, una vida en la que su hermana, definitivamente, no encajaba. “¿Hermana?” repitió Tata. El hombre lo cogió por el brazo, “La señorita de la que te hablé que está desaparecida, es la hermana del señor” explicó, y luego se dirigió a Ballesteros, “No jefe, acá los caballeros, no han visto a ninguna señorita perdida…” Ignacio miró a Elena, pero no vio ni rastro de su hermana en el desaliñado y mugriento muchacho que trabajaba, “Bien…” dijo Ignacio, con algo de irritación en las fosas nasales, “…vamos a continuar antes de que se acabe el día” El hombre se despidió de Tata con unas amigables palmadas en la espalda y siguió a su jefe “Vamos, tengo el presentimiento de que estamos cerca” dijo, no sin algo de sarcasmo en su tono.

León Faras.

sábado, 15 de septiembre de 2018

Autopsia. Segunda parte.


XV.

Ya era pasado el mediodía, cuando llegaron con Úrsula a su casa; las labores de limpieza aún estaban muy lejos de terminarse. Lucila preparaba el almuerzo, mientras Ismael y su hijo hervían fondos de agua con ropa  y raspaban polvo negro de las paredes y el cielo. La muchacha fue recibida por su madre, quien la abrazó con cariño a penas bajó del coche y por los perros, que también le dieron su aprobación, definitivamente, Úrsula se veía más recuperada, con ánimo y más tranquila. Mucho más recuperada sin la agobiante y absorbente presencia de ese niño, del que, a propósito, no se tenía ninguna noticia aún. Luego, Rupano los llevó a ambos de vuelta a la casa del médico, ya que el sacerdote quería evitar la presencia de su indiscreta ama de llaves y sobre todo la de Berta. El doctor sirvió dos tazas de té y se sentaron a conversar. Hace algún tiempo, contaba el cura, un hombre llegó a la iglesia a verme, un hombre muy conocido por todos en el pueblo. Venía muy sucio y oliendo mal, como si no se hubiese aseado ni lo más mínimo en varios días. Estaba muy alterado, angustiado, incluso asustado. Hablaba con insistencia que necesitaba ser perdonado por algo muy malo que había hecho y algo muy malo que estaba a punto de hacer. El hombre, entre llantos y balbuceos, repetía que no sabía cómo ni por qué lo había hecho, pero que no había tenido más alternativa, que lo que había hecho y lo que haría, era por pura desesperación. Dios nos ha abandonado, es lo que repetía una y otra vez. Había perdido la paz y la cordura completamente y prácticamente de un día para otro. Me fue imposible que se tranquilizara y aunque le repetí que sólo podía ayudarlo si se calmaba y me explicaba paso a paso qué era aquello que lo atormentaba, no lo conseguí. Es justo admitir que yo tampoco fui el sacerdote acogedor y tolerante que ese hombre necesitaba en ese momento. Se fue del templo tan angustiado como llegó y cumplió lo que había dicho, sí había algo muy malo que estaba a punto de hacer: esa misma noche se colgó de un árbol. Ese hombre se llamaba Rubén Hurieta y era el hombre que hace algunos días, se había ofrecido gustoso para llevarse a María Cruces, la hermana de Berta y antigua ama de llaves del doctor Ballesteros, a casa de su familia, cuando ésta se quedó sin trabajo momentáneamente. El suceso pasó como el caso de un pobre hombre que se había vuelto loco de una forma que nadie, ni siquiera su familia, se podía explicar sin recurrir a supersticiones o falsas creencias, por supuesto, y que había acabado de la peor manera. Sí, ahora sabemos que María nunca llegó a casa de su hermana y que, lo que fuera que sucedió en ese viaje, hizo desaparecer a la mujer y enloqueció a Rubén. Varios días después, apareció la tumba de la Sin nombre, aunque, es imposible saber exactamente cuándo, porque tenía una cruz puesta que pertenecía a otro difunto y nadie lo había notado. Lo que había ahí, podía ser cualquier cosa, pero según mis registros, nada que tuviera las exequias eclesiásticas de mi parte, “¿Y qué había ahí, o mejor dicho… quién?” preguntó el doctor, quien aún no había bebido ni un sorbo de su té. El sacerdote continuó: decidimos excavar la tumba, pensamos que habría un animal, tal vez un objeto o mejor aún, esperábamos que estuviera vacía, que no era más que una tonta broma de alguien, pero había un cuerpo metido dentro de un saco, que llevaba varios días ahí, muy maltratado, con varios huesos… evidentemente rotos, quebrados a la mitad y que pertenecía a una mujer, sólo eso pudimos averiguar. El doctor le dio un sorbo a su té, uno muy pequeño, casi un beso, “¿No había algo que la pudiera identificar, la ropa, algún objeto, alguna característica de su rostro?” El cura se llevó el puño a la boca con la vista fija en el suelo, aunque no miraba nada en específico. No era nada agradable la imagen que se le venía a la mente en ese momento “Era un cuerpo deteriorado por la muerte, desnudo y…” El padre Benigno tomó aire “…decapitado. La cabeza nunca la encontramos” El doctor, se puso de pie para procesar la historia con un pequeño paseo por la habitación, “¿Está sugiriendo que esa mujer, la sin nombre, pudo ser María?” “Puede ser… o puede que no ¿Cómo saberlo? Tiene casi un año sepultada. En estos momentos es sumamente irresponsable asegurarlo o desmentirlo” respondió el cura con un cierto aire indefenso en la voz. Cifuentes continuo, “Y la historia de ese hombre… ¿Cómo se llamaba… Rubén? ¿Es porque usted piensa que él pudo ser el responsable?” El cura asintió pensativo, pero luego se apresuró a negar con la cabeza, “Sólo Dios lo sabe. Pero, ahora que sabemos que María nunca llegó donde su hermana… no lo sé, parece obvio, ¿no? Pero déjeme decirle una cosa, doctor, el Rubén que todos conocimos y el que llegó a la iglesia aquel día, eran dos hombres completamente diferentes. Créame, de no ser por esa última visita a la iglesia, dudaría incluso que hubiese sido capaz de colgarse él mismo. Por lo mismo, es que accedí a darle cristiana sepultura, a pesar de su execrable decisión final” el sacerdote le dirigió una mirada al médico como si fuera su propia inocencia la que estaba siendo puesta en duda, Cifuentes, sin embargo, se guardó para sí sus pensamientos. “Bueno, doctor, acompáñeme, quiero mostrarle algo, pero será después de comer, Guillermina debe tener lista la comida” dijo Benigno, poniéndose de pie y llevándose al médico a su casa.

Benigno, comía tres veces al día, y por lo general, lo hacía solo en su despacho, rara vez tenía alguna visita  para comer y nunca se sentaba a la misma mesa junto con Guillermina, para él, el acto de comer, era un momento de mesura, de silencio, de austeridad; para ella, por el contrario, las comidas eran momento de reunión, de compartir, de disfrutar. Ella, no soportaba comer sola, eso le apretaba el estómago, le robaba el apetito, le extinguía toda motivación por alimentarse, a él le pasaba exactamente lo mismo con las multitudes, los banquetes, las mesas atiborradas de comida. Su estómago se asustaba, se empequeñecía, se cerraba hasta no dejar pasar nada más que café o algún que otro bocadillo. Esa gravedad para comer, Cifuentes la comprendió rápido y bien, su padre, era muy similar: la hora de la comida era el único momento del día en el que, los cinco hermanos, los cinco, varones, se quedaban quietos y guardaban silencio en un mismo lugar y al mismo tiempo, gracias a la disciplina del padre. Guillermina, por su lado, estaba más que conforme, pues tenía a Berta y Rupano para acompañar su almuerzo. Después de comer, les sirvió café y les anunció que ella saldría por unos momentos, pues ella y Rupano iban a dejar a Berta a la estación. Parada en la puerta estaba esta última para despedirse del cura, “Muchas gracias por todo, Padre, no me voy muy tranquila, pero al menos sé, que cualquier cosa que sepan sobre mi hermana, me la harán saber…” Guillermina, a su lado, asentía circunspecta. Berta, continuó, “…rece por mi hermana Padre, se lo ruego, donde quiera que esté, para que Diosito la proteja y podamos encontrarnos pronto. Hasta luego Padre, y muchas gracias por todo” Benigno despidió a las mujeres con prudente amabilidad, esa amabilidad incómoda de quien no está acostumbrado a las muestras de afecto, y se quedó solo con el doctor, lo que le acomodaba mucho para mostrarle lo que le quería mostrar. De su gabinete sacó dos frascos y los puso sobre el escritorio, “¿Qué ve aquí, doctor?” Cifuentes dejó su café sobre la mesa y se acercó, “Dos fetos humanos, de unos cuatro meses, aproximadamente, uno gravemente dañado por… fuego, me parece. ¿Por qué los tiene aquí, Padre?” Benigno estaba de pie junto a él, recto y con las manos atrás, como un maestro que espera que, su alumno aventajado, conozca las respuestas sin necesidad de que él se las diga, “¿Nota algo especial en ellos?” Cifuentes se acomodó los anteojos y observó de cerca el feto mejor conservado. Y sí, lo notó en seguida, “Esto no es posible… no hay rastros de ombligo ni de cordón umbilical ¿De dónde los sacó?” Benigno cogió el frasco y lo dejó sobre el escritorio, luego se dejó caer en la silla tras éste, “Los tenía su antecesor, Horacio Ballesteros. Su historia para explicar de dónde los sacó, es sencillamente inverosímil…” “Ah sí, lo conocí esta mañana en la prisión. El jefe de los guardias me advirtió que estaría ahí. Un hombre impertinente, me pareció a mí, aunque supongo que la prisión tiene mucho que ver en eso” respondió Cifuentes con honestidad, Benigno se complació de que, el doctor, no compatibilizara con Ballesteros. “Tengo una cosa más para usted…” dijo el cura poniéndose de pie y hurgando la parte baja de otro de sus muebles. Sacó de ahí una gruesa porción de papeles atados con un cordón, que levantaron polvo al caer sobre el escritorio “… ¿algo de literatura para antes de dormir, doctor?” agregó el sacerdote. Era imposible asegurar si aquello pretendía ser gracioso o era completamente en serio. Aquellos papeles eran las anotaciones del doctor Ballesteros, en ellos, el médico había anotado paso a paso el extraño caso de Isabel Vásquez y muchos otros detalles e ideas que consideró dignas de reseñar, como en una especie de bitácora o diario personal. El cura, continuó “…yo sólo lo hojeé, pero no leí nada de eso, no lo consideré pertinente en su momento, además, me temo que mucho de ese lenguaje no lo hubiese comprendido debidamente. Pero usted sí, quién sabe, tal vez descubra algo interesante.” Concluyó el sacerdote.



León Faras.