lunes, 11 de junio de 2018

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.


XX.

Había amanecido un día radiante, y Cornelio, feliz y entusiasmado a pesar de lo larga de la noche anterior, animaba a sus somnolientos trabajadores a limpiar, ordenar y preparar todo para recibir a la, seguramente, numerosa muchedumbre que se congregaría para admirar a la nueva y fulgurante estrella de su circo: Eloísa, ésta, despierta y sorprendentemente animada pese a lo tarde que se había ido a dormir, hacía limpieza en su tienda canturreando como la más responsable de las dueñas de casa, un poco más allá, en su respectiva tienda, Von Hagen, aun con el ánimo magullado por la resaca, se recortaba el bigote y se emparejaba la barba con una diminuta tijera frente a un trozo de espejo con forma aceptablemente triangular, mientras el gigante Ángel Pardo, doblado su cuerpo en un incómodo ángulo agudo, se lanzaba agua a la cara desde un lavatorio con sus enormes manos, para luego restregársela con energía. Un hombre entró al circo caminando relajado, con las manos en los bolsillos y observando todo con curiosidad como un turista que visita un museo, Cornelio Morris apareció tras él de improviso para advertirle que aquel no era un buen momento para andar husmeando, el hombre, luego de la impresión que le causó la llegada repentina de Cornelio, le dijo con una sonrisa amigable que no husmeaba, sino que se preguntaba si podrían darle algún trabajo en el circo, las cosas no habían andado bien para él y cualquier cosa le serviría, desde hacer limpieza hasta cocinar si era necesario, Morris le respondió que estaba hasta las narices de trabajadores y que no necesitaba a nadie más, pero el hombre insistió. Cualquier cosa le vendría bien. Cornelio lo miró de arriba abajo respirando profunda y sonoramente por la nariz, “¿Cualquier cosa, eh?” murmuró. Aquel hombre se le hacía sumamente sospechoso, como si ocultase algo, no sabía qué, pero olía a cinismo por todos lados y eso a Cornelio lo animaba, le gustaba ver cómo chocaban con la realidad como si se estrellaran contra una muralla, aquellos que pretendían pasarse de listos con él, y este, sin lugar a dudas era uno de esos “…bien…” finalmente aceptó Cornelio “…creo que puedo hacer algo contigo. Deberás firmar un contrato” El hombre asintió satisfecho.

Condujeron por horas sin detenerse y forzando al máximo el motor de su furgoneta, después de todo, esas fotos valían más que su vehículo, pero aun así, los hermanos Corona no pudieron llegar antes de que las increíbles presentaciones de la chica alada y la sirena, hubiesen acabado, sin embargo, el lugar seguía abarrotado de gente, mucha más que el día anterior, y todos se veían absolutamente fascinados con el espectáculo. Damián tomó la furgoneta y se fue a arrendar el mismo cuarto que habían usado el día anterior, descargar las cosas y prepararlo todo, Vicente se quedó ahí, para tratar de averiguar algo sobre la estadía del circo y asegurarse de que no desapareciera, al menos, mientras no encontrara a Diego Perdiguero, pues éste debía estar cerca, había quedado de pegarse al circo y no moverse de ahí hasta que ellos llegaran. Los comentarios de admiración se oían por todos lados, el ángel atado con una cadena había dejado a todos fascinados, sin olvidarse de la asombrosa aparición de la sirena, atrapada dentro de un enorme cubo de cristal. Vicente recorrió el circo preguntándoles a las personas sobre qué habían visto y qué les había parecido, pero sobre todo tratando de averiguar si el circo haría otra presentación en la ciudad al día siguiente. Las risas de unos jovenzuelos haciendo travesuras llamaron su atención: echaban un vistazo tras unas lonas, espiando, en determinado momento, algo los asustaba y los niños salían huyendo. Vicente, luego de mirar a su rededor, se acercó a echar un vistazo él también, abrió la lona tímidamente. Un cristal. Se acercó para ver si podía distinguir algo, pero nada, hasta que de improviso, ¡BUM! apareció la sirena con ambas manos pegadas al vidrio para asustar a los muchachos que hace poco rato estaban espiándola. Ambos, Lidia y Vicente, se quedaron mirando con la misma cara de sorpresa: ella lo reconoció, era el hombre que había visto el día anterior con un carrito, haciéndose pasar por barrendero, porque no sabía qué era, pero no era un barrendero, y él, atónito, veía el rostro de Lidia de cerca y podía asegurar que era la misma mujer de su foto, la misma que en la imagen aparecía encerrada tras las toscas rejas de una especie de gallinero. Vicente retrocedió un paso o dos, hasta que una mano enorme se posó en su hombro: “Disculpe, señor, pero el circo ya está cerrando. Si gusta, puede usted regresar mañana” Vicente se volteó, pero, a pesar de no ser tan bajo, sólo se encontró cara a cara con el estómago de Ángel Pardo. ¡Santo Dios! era un tipo enorme. “Entonces, ¿mañana estarán aquí mismo?” preguntó. Era incómodo hablarle tan de cerca y al mismo tiempo mirarlo a la cara. El gigante asintió. En realidad, Ángel sabía que Cornelio podía tomar su circo y llévaselo a otra parte en el momento que quisiera, pero suponía que se quedarían allí un día más, después de todo, la afluencia de público había estado más que abundante. Cuando Damián se enteró, decidieron pasar la noche dentro de la furgoneta y en las cercanías del lugar, no podían arriesgarse a que el circo se marchara durante la noche sin que nadie estuviera vigilando.

Mientras estaban allí, montando guardia dentro de su furgoneta, Vicente estudiaba una tras otra, todas las fotos que él había tomado la vez anterior. Volviendo una y otra vez a la foto de aquella mujer enjaulada sin poder entender qué había sucedido, la sirena estaba allí, dentro de su cubo de cristal, la acababa de ver hacía pocas horas. De pronto descubrió algo, algo que le daba vueltas y vueltas en la cabeza, fastidiando como una mosca en verano: un rostro. Un rostro de alguien normal que casualmente había aparecido en una de sus fotos. Parecía ser un trabajador del circo o más seguramente un hombre común y corriente curioseando entre las atracciones, pero ese rostro le sonaba de alguna parte, de alguna parte que no coincidía con la realidad, como un sueño al que no podía ponerle tiempo ni espacio, hasta que lo recordó. Se emocionó tanto que Damián, a su lado, debió preguntarle qué rayos le sucedía: el hombre de la foto, era el gigante. En la imagen no se veía alto, comparado con el resto de las personas a su lado, pero era el rostro de él, Vicente lo había visto a la cara esa misma tarde, era él, sólo que en la foto lucía una estatura normal. Su hermano lo miró como quién mira a un borracho hablando estupideces: era muchísimo más probable que se hubiese confundido, a que un gigante se encogiera o que resultara que tiene un hermano gemelo, pero con estatura normal. Vicente no era tonto, sabía que lo que estaba sugiriendo no tenía patas ni cabeza, pero lo que había sucedido con las fotos, tampoco las tenía. Lo del gigante podía ser una confusión o una suprema estupidez, conforme, pero él, recordaba muy bien el momento en que le tomó la fotografía a la sirena, la gente amontonada y expectante, el dueño del circo y su espectacular presentación, la mujer tras el cristal, mirándolo a los ojos. Todo muy diferente de lo que había captado su cámara.

La noche pasó, y mediante turnos, los hermanos Corona, se aseguraron de mantener vigilado el circo y que este no se fuera durante la noche. Por la mañana temprano, Vicente ya estaba listo con su carro de basura con cámara escondida, comenzaría a merodear antes de que la gente empezara a amontonarse. Tal vez tuviera suerte y podría captar algunas buenas imágenes. Por su parte, Damián, no iría de nuevo al balcón de la viuda de la vez anterior, se quedaría en la furgoneta, ésta estaba bien adaptada para usar la cámara telescópica desde allí, y además, podía moverse libremente para buscar el mejor ángulo.

Vicente se paseó por todos lados fingiendo recoger basura por aquí y por allá, hasta que de pronto, la suerte le sonrió: las cortinas de una tienda se abrieron y apareció Eloísa, la chica alada, sacudiendo cojines y aseando su espacio con un canturreo feliz. Vicente se quitó su gorra de basurero, se rascó la cabeza y se la volvió a poner. Esa chica realmente tenía un par de alas pegadas a la espalda. Debía tomarle una foto, pero el interior de la tienda era demasiado oscuro e intentarlo, sólo sería una pérdida de material. Sólo tenía que esperar. Echó un vistazo alrededor y se puso a ajustar el lente de su cámara, la luz de la mañana aun era tenue, tal vez podía buscar otro sitio mejor iluminado. En eso estaba, cuando se dio cuenta de que alguien lo observaba sólo a un par de metros detrás, era Von Hagen, con un lavatorio en las manos, dispuesto a botar el agua tras su tienda, con la que se había lavado la cara y parte de su velludo cuerpo. Horacio no entendió bien, pero por lo que había visto, algo raro pasaba con ese barrendero, era seguro que al menos, no andaba recogiendo basura entre las tiendas del circo, “¿Qué crees que haces?... ya te he visto antes husmeando por aquí…” Von Hagen lo tomó como un simple fisgón, pero Vicente se sintió identificado, una peligrosa condición para alguien cuyo trabajo dependía de pasar desapercibido. Se vio obligado a confesarle lo que hacía y a rogarle que no lo delatara, Horacio, aun con el lavatorio con agua en las manos, no parecía convencido, es más, se sentía un poco como un pez al que le están abriendo el hocico a la fuerza para meterle el anzuelo dentro, “Mira…” dijo Vicente metiéndose la mano al bolsillo de su camisa, “…esta foto la tomamos aquí mismo hace un par de días, pero algo muy raro sucedió, no aparecen las que se supone, son las atracciones de este circo…” Von Hagen bajó el lavatorio al suelo para coger la foto. Efectivamente en la imagen aparecía Ángel Pardo, pero sin ser el gigante desproporcionado que era, sino, sólo uno más de la multitud esperando la aparición de la sirena. Frente a la cámara y de espaldas a ésta, había un hombre parado de manos en los bolsillos, tenía la camisa arremangada y se veían sus brazos muy blancos, el cabello era de un rubio-rojizo encendido, Horacio no lo podía creer, “Oh, por Dios… ¿ese soy yo?” Sí, lo dijo en tono de pregunta, aunque nadie podía estar más seguro que él. Era él, pero sin el vello que le cubría todo el cuerpo. De pronto, tuvo una inspiración, “¿Fotografiaste a Lidia?” preguntó, casi ansioso, “¿Quién es Lidia?...” contrarrestó Vicente, “¡la Sirena!…” aclaró Von Hagen. La imagen de Lidia metida en el gallinero hizo que sus ojos se llenaran de lágrimas, no entendía bien qué era lo que sucedía, pero más que nunca quería liberarla. “Si me ayudas, puedo darte dinero…” sugirió Vicente, Horacio negó nervioso, “No, no, no… dinero no. La foto, quiero la foto y te ayudaré” Vicente aceptó, después de todo, Bolaños no le pagaría nada por ninguna de ellas.

En eso, la voz de Cornelio comenzó a tronar que todo el mundo se pusiera a trabajar recogiendo todas las cosas, porque el circo se iba, no habría más presentaciones en esa ciudad. Él sabía por qué hacía lo que hacía y nadie tenía el derecho ni la intención de cuestionarlo. Vicente dijo que seguirían hablando en el próximo lugar a donde fueran, que podía seguir los camiones en una furgoneta, pero Horacio le dijo que no, que no los podría seguir. Vicente no quedó muy convencido de eso, su furgoneta no era tan rápida, pero seguro podía seguirles el paso a un par de camiones con acoplados, de todas formas, igual anotó un número en el reverso de la foto. Era el número del turco Emre, el teléfono con el que se comunicaban con Diego Perdiguero. Para Horacio, eso no era mejor, nunca había hablado por teléfono, pero era mejor que nada.


León Faras.