viernes, 30 de agosto de 2019

La Prisionera y la Reina. Capítulo cinco.


VII.

No era un gran problema para Ascaldari tener que nadar, el gran problema era meterse al agua, a los pollos de Egadari no les gustaba mojarse las plumas, bastaba con verlos bajo la lluvia, cómo perdían toda su gracia y altivez para convertirse en unas criaturas feas y aún más malhumoradas, como si temieran que alguien se burlara de su aspecto, sin embargo, al final tuvo que hacerlo. Lázar le quitó la pechera y las alforjas que eran un peso innecesario en el agua y junto con Idalia, Driana y Cían subieron a la barca y fueron trasladados hasta el último muelle antes del muro; el pollo nadó tras la barcaza sin problemas, aunque no parecía disfrutarlo para nada. La melodía, esa letanía musical insistente, envolvía todo, pero se mantenía oculta en la oscuridad, nada que se pudiera ver delataba su origen o propósito. Tal como Driana lo había dicho, había una angosta escalera hecha del mismo material del muro adherida a éste, que lo ascendía hasta perderse en la altura y la noche. Driana fue primero, la escalera no tenía más de medio metro de ancho, y al no tener pretil la hacía más arriesgada a medida que subían, llevaba bien sujeto y pegado al muro a su hermano Cían, quien también era vigilado de cerca por Idalia que venía justo atrás, Ascaldari fue al último, tirado de las riendas por Lázar que lo guiaba, pues, aunque los pollos eran famosos y confiables por su buena estabilidad sobre dos patas, una escalera era algo muy diferente y no había forma de que el animal viera donde pisaba. Cuando se terminó la escalera, aún faltaba un buen trecho de muro por ascender para alcanzar la cima y el puente, y sólo quedó un angosto pasillo a una altura intimidante que parecía bordear el muro en toda su impresionante envergadura, debía haber alguna subida, ya estaban allí y no era buena idea devolverse, por lo que no tenían más opción que echar a caminar, y eso hicieron, caminar por horas, sin encontrar una sola forma de seguir subiendo, hasta que agotados y frustrados se detuvieron a descansar unos minutos para decidir qué hacer, pues no podían escalar el muro, no tenían cómo, y aunque hubiesen podido, para el pobre Ascaldari hubiese sido una tarea imposible, en ese momento, el joven Cían descubrió que ya no estaban caminando sobre el mismo pasillo de antes, que aquel estaba varios metros más abajo y el puente varios metros más cerca: el pasillo tenía una suave pendiente que cada vez los acercaba más a la cima de una forma casi imperceptible hasta acabar en el puente. De seguro que se podía pensar en otras formas más prácticas e inteligentes de ascender un muro, pero al menos, podían seguir avanzando.

Al verla de cerca, Antigua era mucho más impresionante, para Gálbatar era un enigma cómo se había construido y con qué material, que parecía único y omnipresente, como una sola enorme roca labrada, a Licandro en cambio, le parecía una pésima idea el turismo en ese lugar y con ese cántico penoso que erizaba los vellos, sólo le interesaba salir de allí lo antes posible, aunque a juzgar por la entrada, ya empezaba a pensar que no lo lograrían. Gíbrida venía al final con su escopeta preparada en los brazos, admiraba la belleza de la ciudad, pero no la disfrutaba para nada, viendo probables enemigos por todas partes. Caminaron un buen trecho antes de encontrar un puente que cruzara sobre uno de los numerosos canales que recorrían la ciudad y por los que se movían los barqueros; en algunos puntos, la ciudad parecía flotar sobre el agua, mientras que en otros parecía más una ciudad anegada, con buena parte de su estructura bajo el agua. El alquimista señaló la parte más alta de la ciudad, la que estaba conectada con el puente que atravesaba el muro, allí se encontraba el “Corazón de Antigua” y allí era donde debían llegar, aquella, por lo que se sabía, era la fuente que mantenía eternamente con vida a toda la ciudad y sus habitantes, y era la fuente de inmortalidad que Rávaro deseaba, pero Licandro estaba cada vez más en desacuerdo, irrumpir en la ciudad, en el salón principal, coger un trozo del Corazón de Antigua y esperar a que los habitantes y guardianes simplemente se crucen de brazos como si nada, era una locura, o peor aún, una estupidez. Gíbrida pensaba algo parecido, si había seres defendiendo la ciudad y eran la mitad de buenos de lo que habían demostrado ser los Mancos, entonces estaban perdidos, Bolo, sin embargo, sólo se lamía los nudillos sanguinolentos despreocupado. No había ningún mapa de Antigua ni nada que les dijera qué camino debían tomar, por lo que sólo se dedicaron a buscar la forma de ascender por pasillos, escaleras y puentes hasta el punto en el que el maldito cántico parecía brotar del interior de sus propias cabezas, y se podía ver las siluetas oscuras de los habitantes de Antigua formados unos junto a otros, Licandro tomó una bocanada de aire y miró su gran martillo meneando la cabeza con decepción; aquellos se veían erguidos, tanto o más altos que él y además muy numerosos, de todas las empresas en las que había acompañado a su jefe y amigo, aquella era sin duda la que tenía peor pinta. Iban a avanzar resignados, cuando una voz les dijo que si pensaban entrar armados al salón del Corazón de Antigua, serían destrozados en segundos, Gíbrida apuntó a la cara del desconocido con su escopeta al instante, más por una reacción nerviosa que por que lo considerara una real amenaza, pero Gálbatar le bajó el arma con la mano hasta dejarla apuntando al suelo, aquel era otro de esos hombres que practicaban aquella falsa ciencia de la magia y la hechicería, saltaba a la vista, podía ser igual o peor que el Místico que habían encontrado antes, lo que lo hacía poco confiable para la muchacha. Al igual que el otro, éste también parecía querer ayudarles, aunque no tenían ni idea de por qué, sin embargo, Madra no traía explicaciones para ellos, sino sólo consejos, y el primero era dejar las armas allí para poder avanzar, nadie las tomaría, pero por si acaso, Gálbatar dejó a Bolo para cuidarlas. Pasaron junto a los enormes habitantes de Antigua que aún interpretaban su cántico, Gíbrida los miró tímidamente de soslayo, no se confiaba ni un pelo, ni de ellos, ni del mago que los guiaba, estaba asustada, y ella no era del tipo de chicas que se asustaba fácilmente, aquellos no eran hombres, más bien parecían estatuas, estatuas que podían moverse, notó que Licandro también se veía intranquilo, deseando tener más ojos de los que tenía. El alquimista quiso saber el porqué de ese cántico persistente, pero Madra nuevamente le aclaró que lo suyo era el consejo y no las respuestas; los magos siempre respondían cosas así, como si ser ambiguos los hiciera más interesantes. El consejo esta vez era, tomar lo que venían a buscar y salir lo antes posible de allí, eso no era necesario que se lo dijeran a Licandro, que cada vez estaba más ansioso por largarse. El salón era un rectángulo oscuro, pulido y enorme con las paredes llenas de ventanas sin cristales, allí, empotrado en el suelo dentro de un anillo metálico, había una especie de huevo gigantesco, de tres o cuatro hombres de altura, el cual, estaba hecho de un material transparente, pero que lenta y paulatinamente estaba siendo cubierto por una costra irregular, con el aspecto y la dureza de una roca. Gíbrida se acercó en primer lugar a mirar el interior del huevo por la superficie que aún era transparente, Madra la observaba fijamente, como esperando su reacción. En el interior pobremente iluminado, luego de una nebulosa pared de grueso cristal, y rodeada de cajas, tuberías, mangueras y artefactos incomprensibles, había una mujer que parecía dormir plácidamente, ella era el Corazón de Antigua, y la coraza que la protegía, se estaba volviendo de roca lenta e inexorablemente hasta que, cuando aquello sucediera, se apagaría su luz y sería el fin de la ciudad, todos lo sabían, aquel era un ciclo y debía terminar para dar paso a otro. El anillo de metal tenía un angosto canal que lo circundaba completamente y en el cual se acumulaba un líquido transparente similar al agua, aquellas eran las lágrimas del Corazón de Antigua, aquella chica, por alguna misteriosa razón, no dejaba nunca de lagrimear sin llanto, lágrimas que según se sabía, otorgaban la inmortalidad a quien las bebía. Madra cogió un pequeño frasco y con él extrajo un poco de las lágrimas y se lo entregó a Gíbrida, aquello era lo que venían a buscar, y ahora más valía que se largaran de allí, cosa en la que todos estaban de acuerdo, pero ninguno estaba muy seguro de poder lograrlo, sin embargo, Madra se ofreció a ayudarles, aunque se guardó sus motivos. No es que se pudiera confiar plenamente en un mago como él, pero dadas las circunstancias, cualquier cosa era mejor que cruzar de nuevo la endiablada entrada del Ladrón.



León Faras.

miércoles, 14 de agosto de 2019

Autopsia. Tercera parte.


V.

Para Úrsula y su familia, la idea de quedarse en la casa del padre Benigno, en un cuarto junto al de Guillermina, había sido un suceso sumamente afortunado, debido a las condiciones en las que había quedado su habitación, y sobre todo sus muebles, que aún no se habían podido recuperar todos. Llegó por la tarde, Guillermina la atendió como dueña de casa, con propiedad y algo de su inofensiva pedantería. El padre Benigno estaba en su despacho hablando con Ignacio Ballesteros. Allí llevó a la muchacha Guillermina, para anunciar su llegada y advertir que comenzaría a trabajar por la mañana temprano. Traía un peinado sencillo que le sentaba bien, un abrigo rojo de lana que resaltaba su figura y una maleta en la mano, “Me alegro de verla recuperada, señorita…” dijo Ignacio, sin demostrar alegría en absoluto. El hombre, había llegado hacía muy poco rato con la intención de avisar al sacerdote que se estaba quedando sin dinero y que debería ausentarse unos días para conseguir más con su familia, porque no pensaba simplemente abandonar a su hermana y esperar a que ella le buscara, por otro lado, le pidió al cura, con toda gravedad y circunspección en su tono y expresión, que cualquier información que supiera sobre su hermana, se la hiciera llegar a la brevedad. El padre Benigno aceptó, tampoco podía negarse por muy poco que le agradara aquel muchacho, y quiso además, darle la impresión que le había quedado de la visita que le hizo a su padre en prisión, estaba, en cierto modo, preocupado por él. Ignacio fue realmente intolerante, “Por mí que se pudra donde está, ese infeliz” Se puso de pie, cogió sus cosas y justo antes de salir por la puerta, hizo una pausa para despedirse con toda seriedad del sacerdote, por alguna razón, parecía estar forzándose a sí mismo a ser cortés con el cura o al menos, no sonar tan insolente. Por la noche, con Úrsula ya acomodada en su cuarto, y cenando en la cocina junto a Guillermina, que no paraba de darle consejos y recomendaciones sobre lo que debía y no debía hacer en su trabajo, incluyendo aquello de “no meterse donde no la llaman a una…” y con la muchacha absorbiendo todo eso con avidez, como la información más valiosa, más incluso que los nutrientes de la comida que estaba ingiriendo, el sacerdote se reunió con el doctor Cifuentes para cenar juntos, y luego conversar en el despacho del cura, como se les había hecho costumbre. El tema obligado, era el doctor Ballesteros, al cura le había parecido un hombre completamente diferente, un hombre arrepentido y acongojado pero lo que más llamó su atención, fue que se culpabilizara, aunque de forma indirecta, del suicidio de un hombre, estando encerrado en una celda. Al doctor Cifuentes también le pareció todo eso, cuando menos curioso, porque aquello era digno de un hombre capaz de manipular a otros a voluntad, “…¿No lo ve, padre? por un lado parece un hombre arrepentido y acongojado, pero por otro, es uno con agallas suficiente como para convencer, sólo con palabras, a un guardia de su prisión de que se quite la vida él mismo y con su propio cuchillo, y no cualquier guardia, padre, sino uno que no pesaba menos de cien kilos y que era conocido por ser un hombre poco tolerante” “No cree que lo haya hecho, ¿Verdad?…” preguntó el cura, aun sabiendo la respuesta; el médico negó con la cabeza, “Pero creo que él cree que sí lo hizo. Habría que consultar a un especialista, pero si me lo pregunta, yo creo que el doctor Ballesteros está perdiendo la cordura” El sacerdote se cruzó de brazos asintiendo en silencio, se centró por unos segundos sólo en sus pensamientos, “Perdiendo la cordura… igual como lo hizo Diana, su mujer” Cifuentes sabía algo de eso, se empujó los lentes y se acarició el bigotillo, sorprendido, cómo podían tener ambos una misma enfermedad que no se contagia. Para algunos el destino podía ser cruel, para otros, hasta poético. De todas maneras, el sacerdote pensaba sostener lo que le había dicho a Ballesteros, que iría a verlo para que se confesara y oraran por sus pecados.

Por la mañana, muy temprano, el doctor Cifuentes fue despertado por un ajetreo poco común en su casa hasta ese momento. Guillermina había acompañado a Úrsula a su primer día de trabajo, para darle las últimas indicaciones y cerciorarse de que hiciera las cosas tal como ella se las había dicho, que era, sin lugar a dudas, la mejor forma de hacerlas, como si ella fuese responsable del desempeño de la muchacha. Cuando el doctor salió de su cuarto, la vieja ama de llaves se presentó ante él, como un soldado ante su capitán para informarle, larga y detalladamente, que se había preocupado personalmente, de que la nueva muchacha hiciera su trabajo tal y como ella misma lo haría, que era la mejor forma de hacerlo, forjada en años y años de experiencia. Una vez terminada su exposición, la mujer se disculpó porque ya debía irse, alegando que el carácter arisco del padre Benigno, empeoraba aún más cuando no le daban su desayuno a la hora, no sin antes recordarle a Úrsula que si hacía las cosas, como ella se lo había dicho, tenía su trabajo asegurado.

El sonido estridente del golpe del hierro con el hierro, despertó a Elena por la mañana. Clarita no estaba. Su ropa de hombre, a la que ya le estaba tomando cierto cariño, le era mucho más cómoda ahí, no sólo porque la ayudara a pasar desapercibida a las miradas circunstanciales con las que se podía encontrar, sino también para las labores que estaba aprendiendo a hacer; era mágico poder hacer que la leche se transformara en queso o lograr convertir las amargas aceitunas en el delicioso fruto al que es difícil resistirse, cosas que jamás hubiese aprendido ni por asomo en su completa y estricta educación. El golpeteo sobre el hierro la llevó a la parte trasera de la casa, más atrás del granero, a un cuartucho teñido de negro por el hollín de muchos años, Tata estaba allí, moldeando a martillazos un trozo de hierro casi blanco por la temperatura que había alcanzado, cogió un poco de aserrín de un tiesto a su lado y se lo dejó caer encima, luego, cuando aquello comenzó a arder al contacto con el metal incandescente, lo golpeó varias veces más y lo volvió a meter a la fragua, entonces notó que la muchacha estaba ahí, observando aquello como si se tratara de algo increíble y asombroso, de inmediato, el viejo, viendo el interés de la muchacha, le pidió que manejara el fuelle y el fuego respondió ardiendo con más ganas. Pronto la hoja de una guadaña para segar la maleza y el pasto, tomaba forma a fuerza de violentos pero precisos golpes de martillo, lo que para Elena resultaba fascinante. Luego de eso, se fue en busca de Clarita, quien había salido al campo temprano sin siquiera desayunar, según Tata, buscaba a su hermana. Elena, luego de un rato, la encontró sin problemas, gracias al escándalo que Nube y Satanás armaban persiguiendo a algún conejo o rata que, fuese lo que fuese, parecía más listo que ambos. La niña estaba sentada bajo la pobre sombra de un atormentado y retorcido árbol crecido sobre una loma, que las cabras también aprovechaban de vez en cuando, cuando el sol se volvía molesto, observaba el bonito paisaje sin ver nada en realidad, estaba absorta, “Gracia se volvió a ir, y no me dijo nada. No me gusta cuando me deja sola…” dijo la niña con el rostro preocupado, acongojado casi. Elena se sentó a su lado, “Tal vez tenía algo importante que hacer y volverá pronto, además, tampoco estás sola…” La niña estaba seria, muy diferente a la chiquilla alegre de siempre, parecía como si hubiese madurado de pronto, “No es sólo por mí, me preocupa ella… que se la lleven. Que le pase algo malo” Se abrazó a Elena, ésta no sabía muy bien qué decir, porque, qué le podía pasar a Gracia, si no era más que una invención de la imaginación de Clarita, sin embargo, para la niña su hermana era tan real como cualquiera.

Cuando Clarita nació y se quedó huérfana de inmediato, fue cuidada por una piadosa mujer que estuvo dispuesta a alimentarla, vestirla y asearla sin tener ningún lazo con la pequeña. Al poco tiempo, la mujer consideró que era justo buscarle familia a la niña, y como por el lado de la madre, no había mucho que buscar, decidió investigar por el lado del padre, así le encontró a Clarita su primer y último pariente: su tío Óscar, el carnicero. Éste, no estaba para nada de acuerdo con que se le endosara una niña que no había visto en su vida y encima, de un sobrino del que no sabía siquiera que estaba muerto, pero la mujer insistió, lo piadosa no le podía durar para siempre, pues ella apenas contaba con recursos, y además, la niña ni siquiera era pariente suya, hasta que finalmente Óscar aceptó con un desagradable “…espero que al menos pueda trabajar…” Clarita ya iba a cumplir cinco años. El carnicero era un hombre temible, sobre todo para una niña pequeña, siempre con el mismo delantal sucio, los antebrazos con los vellos pegados por la sangre, las entrañas y partes de animales por todas partes y la multitud de cuchillos que eran su adoración, pues además de carnicero, Óscar era un matarife eficiente, y era con aquellos, con lo único que él demostraba todo su afecto y esmero: sus cuchillos siempre estaban limpios, afilados y ordenados, todo lo demás quedaba relegado a un muy lejano segundo lugar, ”…Óscar no se preocupaba de darle de comer a mi hermana, simplemente le tiraba lo que no le apetecía de su plato, la hacía trabajar sin parar, la castigaba sin motivo ni propósito con un cordón de cuero trenzado y cuando no tenía ganas de golpearla, la obligaba a meterse al pozo de agua que tenía en la parte de atrás, si no quería que él mismo la arrojara dentro. Una vez mi hermana se escondió allí para huir de un castigo y a Óscar le pareció una idea genial dejarla allí, desde ese momento lo usó como castigo, durante horas, incluso noches enteras…” Elena no entendía muy bien todo eso que la niña le contaba, le parecía una Clarita tan diferente que quiso separársela del pecho para mirarla a los ojos y confirmarlo, pero la niña no se lo permitió, estaba aferrada a ella, “…Esa noche llegó borracho y se puso a dormir casi de inmediato, entonces decidí que era el momento. Ella limpiaba la sangre seca del piso, una y otra vez y como siempre. Yo até los cordones de los zapatos de Óscar entre ellos, de modo que no pudiera caminar, luego tiré la bandeja de cuchillos al piso. Mi hermana me rogó que no lo hiciera, si algo fallaba, sólo ella acabaría golpeada y pasando la noche en el pozo de agua fría, pero nada falló. Óscar se levantó de un salto ante el estruendo de sus amados cuchillos, aún estaba mareado, se le notaba, vociferó insultos, mi hermana corrió a esconderse, ella no sabía que los cordones de Óscar estaban atados. El maldito cayó, y yo lo estaba esperando con el más bonito y grande de sus cuchillos, empinado en el suelo, la punta le salió por su espalda. Era un hombre fuerte, todo el resto de noche se estuvo quejando con el cuchillo ensartado en el pecho, hasta que dejó de lloriquear y de respirar al amanecer. Es mi hermana, y no permitiré que nadie más le haga daño…” Elena se sentía como quien recibe una bofetada sin aviso ni razón, incluso había dejado de abrazar a la niña temiendo tener en el regazo a un desconocido, pero de pronto Clarita abrió los ojos y se enderezó en un arrebato de alegría, “¡Mira, ahí está Gracia!” Corrió algunos pasos y se detuvo de nuevo, con las manos en la cintura, como una madre que desea corregir una mala actitud de su hijo “Ya te he dicho muchas veces que no me gusta que te vayas sin decirme nada…” aguardó un par de segundos como esperando una respuesta y luego rió alegremente, “¡Tonta! ¡Claro que te eché de menos!”


León Faras.