miércoles, 29 de julio de 2015

Simbiosis. Una visita al Psiquiátrico.

V.

Ulises estaba sentado a la mesa con su plato ya vacío en frente, acababa de enterarse de la noticia de que Estela y Alberto eran hermanos de padre, y junto a la señora Alicia y Edelmira discutían la situación. Los muchachos buscarían irremediablemente de ahora en adelante estar juntos, saber lo más posible del otro y relacionarse como familiares, practicar lo que era la complicidad y unión entre hermanos. Todo aquello había sido un hecho maravilloso para ellos que hasta ese momento no habían conocido el amor incondicional y mutuo entre dos personas unidas por la sangre, la unión ineluctable que esta produce y las ganas de preocuparse y proteger todo aquello, ahora visitar y tratar de ayudar a la madre de Alberto tenía otro significado, era casi como una obligación familiar.

Bernarda llegó a casa en ese momento con una satisfacción en el rostro difícil de disimular que Edelmira, suspicaz como siempre, notó en el acto, radiante, saludó a su padre con un beso y a los demás con una sonrisa que no pasó desapercibida para nadie, luego, y dejando todo su excelente humor vibrando en el aire, se retiró a ver a su hija y a su nieta “¿Y a esta que bicho la picó?” comentó la señora Alicia sin entender nada, mientras Estela y Edelmira se dirigían una mirada divertida y cómplice. Ulises, por su parte, sacaba sus propias conclusiones. “Yo creo que lo que le pasa está bastante claro” dijo Edelmira con picardía, aumentando más la interrogante en el rostro de la señora Alicia quien miraba a todos buscando una explicación lógica, “¿Claro?; ¿Es que no has visto que parecía una chiquilla enamorada…?” dijo como si se tratara de un hecho evidente pero absolutamente improbable, pero en el acto se dio cuenta de que precisamente aquello era lo mismo que todos habían visto, “…pero no puede ser… ¿Enamorada a su edad?; ¿de quién?” agregó la mujer como una pregunta para cualquiera pero dirigiendo la mirada al viejo Ulises sentado a su lado, este respondió encogiéndose de hombros, “Qué sé yo, ni siquiera sabemos si eso es cierto” Edelmira, sin borrar de su rostro su mirada traviesa y su sonrisa astuta, replicó “…si me preguntan a mí, yo digo que las buenas noticias uno siempre desea compartirlas lo antes posible, pero cuando se trata de amor, uno prefiere guardárselo para sí misma, aun sabiendo que se nos nota a una legua de distancia” “Pues de ser así…” dijo Ulises con un leve tono de decepción, “…alguien se va a sentir muy decepcionado” “O extremadamente complacido” finalizó Edelmira. La señora Alicia ya notaba que todos parecían saber algo, menos ella y demandaba información, Ulises daba por sentado que alguien más se le había adelantado al pobre de Octavio y le tocaría a él darle las tristes noticias, mientras Edelmira simplemente apostaba a que el repentino y evidente enamoramiento de Bernarda, era correspondido de la misma forma, a juzgar por la alegría que irradiaba la mujer.

La pequeña Luna leía sentada en la única cama de la habitación, el mismo cuento por tercera vez, era cierto que el libro le gustaba, pero también era cierto que no tenía ningún otro. Vivía junto a su padre en un cuarto arrendado que solo contaba con una mesa pequeña, una silla, un banquillo, una cómoda y la cama, junto a esta, una ventana que daba al patio iluminaba el pequeño cuarto durante el día. Había pasado algunos días enferma pero ya se sentía mejor, gracias a los cuidados de su padre y de la vieja Úrsula, la dueña de casa, una mujer afable, entrada en años que aparte de un hijo sacerdote, no tenía más familia, para ella, Luna era lo más parecido a la nieta que jamás tendría. La niña leía concentrada, cuando una voz aguda y rasposa le interrumpió, “Pss, Pss, niña, ¿te gusta el chocolate?” en la ventana había aparecido un hombrecillo de barba, ojos desorbitados y coronado como un rey que sostenía entre ambas manos una pequeña barra de chocolate, la niña sonrió, “Me gusta mucho, pero papá dice que si como demasiado dañará mis dientes” junto al hombrecillo apareció un dragón verde de panza amarilla, una llamarada de papel salía de su boca, su voz era abombada y profunda “La niña tiene razón, deberías dármelo a mí” la niña lo miró asombrada, el dragón era nuevo, “Tú estás muy gordo, seguro que te la pasas comiendo chocolates” dijo y rió divertida, el rey también rió pero de forma mucho más aparatosa “¡eres una lagartija obesa!” y volvió a reír con más ganas, el dragón en cambio se ofendió y agachó la cabeza entristecido, Luna se sintió mal por él, “No te pongas triste, discúlpame por haber dicho que estabas gordo. Si quieres, podemos compartir el chocolate” el rey pareció extrañarse, “¿Compartir?, ¿y por qué lo quieres compartir si lo puedes tener todo para ti sola?” “Debes compartir con los demás para que luego los demás compartan contigo” respondió la niña de inmediato como recitando una frase muchas veces repetida. “Es cierto…” dijo su padre apareciendo por la ventana para que su brazo, donde estaba el rey, pudiera entrar por la ventana hasta alcanzar a la niña y así esta recibiera el chocolate, luego volvió a esconderse dejando solo a las marionetas, “Pero por esta vez, será solo para ti, disfrútalo…” dijo el rey y luego agregó dirigiéndose al dragón, “…vámonos lagartija, tenemos cosas que hacer” el dragón le siguió, pero antes se despidió de Luna “Adiós niña, y no le digas nada a tu padre o nos regañará” minutos después, Jonás del Arroyo, el titiritero, entraba en la habitación de su hija simulando una gran admiración, esta, había ocultado el chocolate bajo su almohada “No lo vas a creer pequeña, acabo de toparme allá afuera con un rey pequeño, seguido de un dragón de este tamaño, escabulléndose en el jardín. Los he intentado seguir pero han desaparecido…” “Ay padre…” dijo la niña astuta, “…tú siempre andas viendo cosas” “¡Es cierto, lo juro!” rezongó el padre, pero solo recibió de la niña una mirada de cero convencimiento, luego agregó “Bueno, está bien, ¡pero no te miento eh! Hoy me ha venido a ver tu profesora, dice que espera verte pronto y te ha mandado esto” continuó Jonás, sacando un pequeño libro de cuentos de entre sus ropas, su hija lo recibió feliz, luego su padre la besó en la frente, “Te dejaré un momento para que lo leas tranquila…” y antes de cerrar la puerta agregó, “No olvides que lo que se esconde bajo la almohada puede derretirse y estropearse” la niña sonrió, y de inmediato se puso cómoda para disfrutar de los dos regalos recibidos.

Alamiro escuchaba la historia de Octavio con la boca abierta realmente admirado, mientras Diógenes sorbía su café complacido, “Es que no puedo creer que lo hayas hecho así nada más, y encima te ha dicho que sí. Diógenes, ¿tú sabías algo?” para el viejo aludido no había nada sorprendente en todo eso, “No sabía más que tú, pero tampoco es para que te asombres tanto, era lo que debía hacer, además, fuimos nosotros quienes insistimos en que no perdiera tiempo” y luego, levantando su taza de café como en un brindis, agregó solemne, “…bien por ti amigo y que todo lo que venga ahora sea de dicha y provecho” “Bien dicho, pero brindar con café es de mala suerte. Dame un vaso de vino blanco Octavio, que si no es con vino, las cosas no van bien encaminadas” remató Alamiro dando una palmada al mesón. “No me lo puedo creer” se escuchó en ese momento y todos voltearon hacia la puerta, Ulises estaba parado allí y su cara reflejaba la incredulidad de confirmar que la felicidad del camarero en ese momento, era idéntica a la de su hija.






León Faras.

martes, 7 de julio de 2015

El rumbo de sus pasos.


Las piedras del camino, como cinceles
Esculpen el espíritu del caminante
Engrosando corazas y afilando aceros
Hasta provocar el avance de la pluma.

Como Flor de Invierno la bautizaron
Rara belleza en inhóspito jardín
Que acunó dentro su frío destino
Cuando en manto rojo su familia le dejó

Poca bondad le bastó para crecer
Su sed de venganza necesitó menos
Descendió sin miedo en dignidad
Su belleza fue tan letal como su espada

Uno a uno pagaron por su dolor
Reconociendo tarde en sus ojos la carnada
Tiñendo con su sangre la estela
Indeleble, tras el rumbo de sus pasos.


León Faras.

domingo, 5 de julio de 2015

Del otro lado.

XXII. 


Esa noche, Gastón Huerta se sentía osado y decidido para convertirse en el héroe de su pandilla de vagos y drogadictos, el alcohol y la droga ya consumida, lo ayudaban a eso. Acostumbrados a conseguir dinero haciendo robos ruines dentro del mismo ambiente donde vivían y amedrentados por sus propios familiares y vecinos cansados de las constantes pérdidas de objetos y dinero, habían decidido entrar al mundo delictual desbalijando el hogar de algún desconocido en alguna de esas poblaciones nuevas de casas sólidas y bonitas, recién pintadas, con césped y entrada para vehículo. Ninguno era ladrón experimentado, y su objetivo era conseguir cualquier cosa que tuviera valor, la casa, daba lo mismo, y los dueños de esta también. Eran las dos o tres de la madrugada de un día común y corriente, todo el mundo en todas partes dormía profundamente, a excepción de Huerta, los dos amigos que le acompañaban para esperar fuera y recibir los objetos robados y el dueño de la casa elegida esa noche, Alan Sagredo, un operario recientemente ascendido a supervisor en una fábrica de alimentos, este último, no había conseguido conciliar el sueño aquella noche, a diferencia de su joven esposa, Beatriz, que dormía profunda y gratamente a su lado, su pequeño hijo que aun no cumplía el año había despertado en la habitación contigua y él se había levantado para hacerlo dormir nuevamente, luego de eso se había quedado a oscuras sentado en la cocina con una copa de vino frente a él, pues el insomnio le quitaba el atractivo a su agradable lecho.

Oyó de inmediato el ruido que hacían los torpes e inexpertos delincuentes al tratar de quitar el seguro al ventanal de la sala con un cuchillo, se asomó y pudo ver tras las cortinas, las siluetas de los desconocidos que intentaban entrar a su casa, instintivamente se agachó y se deslizó hasta el teléfono de la cocina, pensó en llamar a la policía pero finalmente marcó el número de su amigo, Manuel Verdugo, este tenía el teléfono junto a su cama, la conversación fue breve y apenas colgó el teléfono saltó de la cama para vestirse con lo primero que encontró, tenía vehículo y podía llegar rápido. Apenas salió, Silvia, su mujer, llamó a la policía. Alan volvió a echar un vistazo, el ventanal ya estaba abierto y los delincuentes dentro de la sala, en ese momento, el imbécil que robaba descolgaba de la pared un cuadro de relieve en cobre de escaso valor económico, agazapado, Alan se dirigió a su cuarto y sin hacer ruido ni encender la luz despertó a su mujer, luego buscó en la parte alta de su closet el arma que guardaba allí y que nunca había disparado. Beatriz maldijo no tener a su hijo con ella en ese momento como muchas veces antes lo había hecho e inmediatamente quiso ir a la habitación del pequeño, pero su marido la tranquilizó, irían juntos, el llanto del bebé silenciado bruscamente los llenó de angustia. Salieron de su cuarto, Alan llevaba el arma cargada, los delincuentes no se veían ni se oían en ese momento, con cuidado, pero lo más rápido que pudieron fueron en busca de su hijo, la puerta de su dormitorio estaba junta, no se oía nada y la sala se veía vacía, al empujarla suavemente vieron a un tipo que intentaba sacar por la ventana algo que sus compañeros se negaban a recibir. Alan apuntó, sintió que dispararle a un hombre no era cosa fácil, la duda ante lo irreversible, pero si se trata de su familia, de su hijo, no había nada que pensar. Disparó dos veces a la espalda del ladrón que cayó al suelo sin emitir quejido ni soltar el bulto que cargaba, sus compañeros huyeron de inmediato. Beatriz corrió a la cuna de su hijo pero la encontró vacía, su marido, lento y con la angustia dibujada en el rostro se dirigió hacia el hombre abatido, tenía un presentimiento horrible acunado en su pecho que esperaba de todo corazón que no fuera cierto. Dio vuelta el cuerpo sin vida del ladrón al tiempo que Beatriz encendía la luz, bajo este estaba su hijo, las balas también habían atravesado su cuerpo.

Huerta había entrado al cuarto buscando algo de valor sin esperarse que encontraría un bebé dentro, este comenzó a llorar y Gastón asustado e incapaz de pensar con claridad, solo se le ocurrió silenciarlo con una mano torpe y desmesurada. Sintió que si retiraba la mano era el fin de todo, que el bebé alertaría a todo el mundo con su llanto y que tendrían que huir como fuera, por lo que lo sacó de su cuna, indeciso, trataba de pensar en algo, sin dejar de cubrirle la cara con la mano, lo llevó hasta la ventana para que sus compañeros se encargaran mientras él terminaba el robo, pero sus compañeros no lo ayudaron, ninguno quería hacerse cargo de un bebé, solo debía devolverlo y largarse de ahí lo antes posible. Entonces se dieron cuenta de que la criatura no reaccionaba, Huerta no pensaba, lo había asfixiado y no lo comprendía, no sabía si aquella era una oportunidad para huir o para continuar con su robo, confundido, retrocedió un paso o dos, mirando al bebé en sus brazos, su cerebro se esforzaba en procesar lo que estaba sucediendo, pero no alcanzó a darle lucidez, dos balas atravesaron su cuerpo y la vida se le extinguió con la misma incapacidad de comprensión.


Cuando Manuel llegó, cargaba una escopeta de cacería, para, de ser necesario, dar algunos tiros al aire como medida de disuasión contra los delincuentes. Encontró a Beatriz llamando con angustia y desesperación una ambulancia que los auxiliara, su marido se había derrumbado junto a su hijo y ella solo quería derrumbarse junto a él, pero la pesadilla aun no se había terminado, un nuevo disparo los alertó y los hizo temblar, Manuel de dos zancadas llegó a la habitación del bebé y se encontró con lo peor, con la mente fría, contuvo a Beatriz para que no entrara pero no pudo evitar que ella viera el cuerpo de Alan sentado en el suelo, apoyado en la pared, con el cuerpo de su hijo en las piernas y una bala en la sien auto propinada luego del desconsuelo de haber disparado en contra de su propio hijo.


León Faras.