jueves, 26 de septiembre de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

81.



Nada de eso, Nimir, Si estamos aquí, debemos visitar Jazzabar. Recuerdo un tipo con las mejores fritangas de pescado que te puedas imaginar… Gorman era su nombre. Tal vez todavía…” Hablaba Migas con un excelente humor, aunque la obstinada negativa de su compañero de viaje por quedarse, se lo estaba avinagrando poco a poco. “Pero la batalla ya terminó, deberíamos volver, prepararnos para lo que se viene… además, tu padre no está tranquilo aquí.” Advirtió Nimir con algo de pena en el tono. Migas lo miró como si lo hubiese insultado. Desde cuando el bobo de Nimir podía saber lo que su padre sentía. Ya empezaba a tener fuertes deseos de abofetearlo otra vez, cuando aquel por fin señaló algo que sí fue de su interés. “Y tus lechones… deberíamos encontrarlos y reunirlos con su madre.” ¿Lechones? ¿Pero qué lechones? “No que los mataron a todos y se los comieron.” Alegó Migas, tirando bruscamente de sus caballos para detenerlos. Nimir lo miró como si estuviera siendo, nuevamente, acusado de hacer algo muy grave. “¡Pero si yo nunca dije nada de eso!” Respondió espantado. “Yo estaba tratando de que tu padre comiera algo, cuando sentí a esos bichos moverse… creí que eran ratas y no les di importancia, pero cuando me volteé, ya todos huían por la puerta.” Declaró Nimir, con su mejor rostro de angustia, mientras Migas se preguntaba por qué no le había dicho nada de eso antes, y es que claro, si el pobre apenas hablaba cuando lo encontró. Nimir continuó ante la presión de Migas. “¡Traté de atraparlos! ¡En verdad lo intenté! Pero correr tras ellos por separado era inútil y además estaba oscuro… así que regresé a la cabaña esperando a que volvieran solos con su madre, pero entonces sucedió lo que sucedió con esos hombres y…” Migas en verdad sentía muchas ganas de abofetearlo en ese momento, pero más que nada porque, de habérselo dicho antes, hubiese recuperado todos sus lechones y ahora estarían todos juntos con su madre en su carreta, sin embargo, supo contenerse y solo apretó los labios y respiró hondo. El perro soltó un ladrido breve y sólido como una orden militar, con ese gesto de gravedad en el rostro propio de los cazadores y el viejo asintió mirándolo de reojo, como si estuviera de acuerdo con el criterio de su mascota. “Maldición, Nimir, espero que no sea demasiado tarde.” Dijo, dando media vuelta y azotando sus caballos de regreso a Bosgos.



Ya ha poco del amanecer, Migas hizo lo que juró que nunca haría, poner a Nimir a cargo de las riendas por un par de horas para dormir y así evitar acampar y llegar lo antes posible a su cabaña. Nimir, que ya había dormido, las recibió emocionado como un niño, pero Migas, avinagrado de sueño, le bajó los ánimos de inmediato. “¡Deja de reír como un idiota y solo sigue el maldito camino!” Al alba, Falena salía al camino tirando de su caballo y mordisqueando un trozo de carne seca como desayuno, cuando vio pasar la carreta conducida por el hombre más raro que jamás haya visto, parecía como si no fuera completamente un hombre, pero tampoco era un niño ya. Conducía con las riendas abiertas y en alto como si nunca lo hubiese hecho antes, y además, con una permanente expresión de felicidad en la cara que lo hacía verse idiota. En la parte de atrás viajaban dos viejos cadavéricos, uno sentado inmóvil y con cara de haber muerto hace no mucho, y el otro, con la cara tiznada, cómodamente echado durmiendo con la cabeza apoyada en las nalgas de una cerda que también dormía. Un perro guardián color hígado fue el único que le prestó atención al pasar. Falena ya los había visto antes apenas llegar a Cízarin, y es que, tipos así, una vez vistos eran difíciles de olvidar, pero lo que más recordaba, era que su madre lo había descrito con espanto en la cara, como el hombre sin luz, igual que a Yurba desde su regreso de Bosgos ¿Qué rayos significaba eso?



Bosgos se ponía de pie rápido, la gente movía los escombros e improvisaba paredes por aquí y toldos por allá y los mercadillos comenzaban a funcionar de nuevo vendiendo de todo, desde fruta fresca hasta ratas asadas. Abundante y barata carne de los caballos caídos en la batalla junto con un buen número de botas y guantes con poco uso; aparejos y monturas, todo a precios muy convenientes. También espadas, armaduras y elaborados yelmos cizarianos que nadie necesitaba pero que muchos se ilusionaban con solo probárselos por unos segundos y luego vendérselos a los rimorianos, cuya voracidad por el metal no tenían límites. Los lisiados y heridos estaban todos amontonados en una calle que en poco tiempo ya apestaba desde lejos a letrina e infección. Muchas mujeres ayudaban en lo que podían allí, pero Falena no vio por ningún lado a la bruja bonita que ella buscaba. No, al menos, hasta que los gritos de una vieja la hicieron moverse del camino que estaba obstruyendo. Era una mujer pálida, vestida de negro de pies a cabeza y con una dentadura demasiado impecable para su arrugado rostro. Esta sí que tenía todo el aspecto de una bruja como debía de ser, no como la otra, joven, amable y además hermosa. Conducía una carreta sentada junto a una cabra negra y blanca a partes iguales, y en la parte de atrás, además de un montón de barriles con agua, viajaba un muchacho que Falena reconoció de inmediato. Ese era Brelio, sin embargo, el chico no podía serle de utilidad. “La verdad es que no sabría decirte exactamente dónde está mi madre… ella ha estado ocupada.” Se excusó el muchacho, incapaz de ayudar, pero de inmediato tuvo una idea. “Pero mi tía Gilda puede aconsejarte, ella ha sido casi como la mentora de mi madre.” “Lo que tu madre es no tiene nada que ver conmigo, hijo, pero si puedo ayudar, lo haré.” Dijo la vieja, plantándose en frente de la muchacha a la que parecía intimidar con su sola presencia. Falena contó su historia y Gilda la escuchó con atención hasta que algo la obligó a interrumpirle. “¿Una mujer con cara de cabra, dices?” Falena asintió, pero con poca convicción. “Sí, aunque puede que haya visto cosas por el veneno que inhaló… o tal vez estaba un poco borracho… ¡pero la cicatriz en su pecho es bastante real!” Aseguró al final con los ojos bien abiertos. Tanto la vieja como el muchacho compartieron miradas al oír hablar de Circe. Gilda continuó. “Y dices que la cicatriz en su pecho apareció de la nada.” La chica asintió con entusiasmo. “De un día para el otro. Así sin más.” Aseguró. La vieja resopló como si tuviera malas noticias. “Puedes buscar a todas las brujas que quieras y todas te dirán lo mismo: no hay nada que hacer porque no hay cura para la muerte. Solo vuelve con tu amigo y dile que no tiene nada de qué preocuparse. Estará bien. Tal vez, como dices, no es nada y solo estaba un poco borracho esa noche.” Luego de eso, se quejó del mal olor imperante, pregonó lo difícil que era sanar bajo tales condiciones y volvió a subir a su carreta dejando al chico y a la muchacha allí.


León Faras.

viernes, 13 de septiembre de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

80.



Falena pasó la noche en un campamento a la orilla del camino, de estos que los viajeros acondicionan con refugios improvisados para resguardarse de la intemperie, un sitio para la fogata y hasta algunos ganchos colgados de los árboles para proteger sus pertenencias de las alimañas oportunistas, eran sitios amplios que crecían cada año un poco más con el uso y que solían albergar a más de un viajero cada vez. Esa noche, pernoctaba allí una pareja de viejos, eran viejos, pero no tanto como el señor Sagistán, además de que se veían bastante fuertes todavía. Le devolvieron el saludo con sequedad y siguieron con sus asuntos, aunque la mujer tuvo la amabilidad de acercarle un poco de su fuego ya encendido para evitarle el trabajo de tener que encender el suyo, lo cual, siempre era de agradecer, en especial, en una noche en la que la presencia de la luna era más bien esquiva. Falena comenzó a calentar un poco de queso en su fuego, mientras veía con algo de curiosidad cuál era la cena de los viejos, al parecer, lo que pretendían comer eran tripas, o tal vez alguna especie rara de serpiente despellejada, pero no, a simple vista parecían tripas de res, y tenían muy buen olor, entonces se oyó el crepitar de algunas hojas secas al ser pisadas en la oscuridad del bosquecillo que los rodeaba, seguramente solo se trataba de alguna alimaña atraída por el aroma, pero entonces uno de los caballos de los viejos comenzó a impacientarse, y el nerviosismo era algo contagioso. El tenue crujir de una rama hizo que el caballo de Falena también se pusiera intranquilo, pero no había nada que sus ojos pudieran ver allí. El hombre se puso de pie y le exigió a viva voz una respuesta a la negrura del bosque y esta le respondió con un torpe y raudo sacudir de hojas en el suelo. Eso no era una alimaña, pensó Falena, y los animales salvajes más grandes no acostumbraban acercarse a los asentamientos humanos, ella nunca había visto uno. Seguramente se trataba de un perro. La chica pensó en coger un palo y acercarse a mirar, pero casi se le cae la mandíbula cuando vio al hombre de pie, empuñando con propiedad una parca pero elegante espada recta de casi un metro de largo en la mano. Rimoriana, sin duda. Su tío Demirel se lo había dicho una vez: “Una espada, mientras más grande sea, demandará un mayor compromiso.” Ella no le entendió en principio, su tío Demireel hablaba cosas muy raras a veces, pero con el tiempo comprendería que de lo que hablaba su tío era del tiempo y esfuerzo que lleva dominar el arte de la esgrima. Falena no quería sacar sus espadas si no era necesario, pero vio que la mujer también ya empuñaba su arma, una bonita hoz, gruesa y brillante, que parecía hecha especialmente para hacer algo más que sólo segar los campos de Velsi. Con una lámpara de aciete por delante, el hombre se internó en el bosque, lo que fuera que se ocultaba allí corrió sin alejarse. La chica cogió una antorcha de su fuego, y cuando la criatura volvió a correr, ambos pudieron verlo: “Es un idiota.” Afirmó Vanter, volviendo a su campamento con gesto de hastío para buscar algo comestible que les sobrara para lanzarle al pobre bastardo ese. Los locos y los idiotas por lo general se ganaban su lugar dentro de la sociedad si llegaban a comprender las normas básicas de comportamiento, pero siempre había algunos que rebasaban los límites actuando de forma agresiva, violenta o incluso pervertidos que les parecía divertidísimo enseñar sus partes privadas a los transeúntes o manosear señoritas descuidadas como si de una pequeña gran proeza se tratara. Esos acababan expulsados de las ciudades, ocultándose en los bosques y mendigando comida en los caminos, sin embargo, este no era un idiota cualquiera, ni siquiera era un idiota, este solo era el pobre de Costia que no estaba dispuesto a que ese par de mujeres locas de Bosgos hicieran lo que quisieran con él, el problema, era que aún no podía hablar con normalidad, su lengua todavía se sentía rígida, y su garganta solo emitía algo parecido a un ronquido cada vez que intentaba hablar, por lo que no era más que un mudo, medio ciego durante el día, lo que no era muy diferente a ser un idiota para la mayoría, obligado a vagar de noche por los bosques buscando algo de comer o a quién robar, al menos, esa era su condición por el momento.



Yurba yacía en su lecho sudando y tiritando inconteniblemente sin que nadie entendiera bien el porqué de su malestar, ya que no parecía tener fiebre y tampoco había perdido el apetito. “Está fingiendo.” Aseguraba Rubi, pero Teté le rogaba que no hablara así de ese pobre hombre que se había sacrificado por ellas. “Solo quiere nuestra atención.” Insistía su hija con gesto de poco convencimiento, cuando llamaron a su puerta. Teté abrió temerosa, esperando algo malo del destino como siempre, y la sorpresa que recibió casi le hace dar un respingo. “¡Todas las rimorianas son así de ingratas, o sólo tú?” Era su amiga Dana. Mucho había pasado desde la última vez que se vieron y es que Teté no era buena con eso de visitar amistades, en su mente, eso no podía salir nada bien, la gente estaba ocupada, tenía cosas que hacer, y que alguien llegara de improviso y con ánimos sólo de chismorrear, debía de ser un fastidio, pero Dana no venía solo a eso. “Hicimos inventario en la bodega del palacio y como siempre sobraban cosas…” Dana soltó una risita y repitió. “Y como siempre, tu amiga se acordó de ti y de tus hijas.” He hizo pasar a sus hijos cargando sacos con restos de grano, pocos de harina, algunas conservas, montones de recortes de tela de distintos tamaños y colores, además de otras cosas. “¡Es que no me invitarás ni un vaso de agua!” Le recriminó Dana a su amiga con falsa indignación, la que siempre se quedaba pasmada cada vez que la vida le daba algo bueno, sin embargo, la que verdaderamente estaba congelada en ese momento, era Rubi. Sí, los hijos de Dana, Cal Reni y Dival, eran un par de muchachos apenas mayor que ella, altos, delgados, fornidos, con cabello ondulado… todo lo contrario del bobo de Yurba. Rubi jamás lo admitiría y luchaba por no evidenciarse, pero es que la sola presencia de uno de ellos, aunque fuera ajena y lejana, le robaba la autonomía, la ponía estúpida, las palabras se le confundían y atascaban en la boca, se volvía torpe para hacer cualquier cosa y hasta sentía que caminaba de forma rara. Su cuerpo la traicionaba con elocuencia y ahora tenía a los dos metidos en su casa, con sus bellas sonrisas y sus simpáticos comentarios. ¡Si hasta se estaba sintiendo acalorada ahora! “Mamá, voy a ver a nuestro enfermo.” Logró decir sin atascarse, rígida como un poste y procurando sonar convincente, para luego, dar media vuelta e irse lo más digna posible, pareciendo segura pero temiendo en cualquier momento olvidarse de cómo caminar. Yurba era la solución: en su presencia, todas esas sensaciones simplemente se disipaban.


León Faras.