viernes, 13 de septiembre de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

80.



Falena pasó la noche en un campamento a la orilla del camino, de estos que los viajeros acondicionan con refugios improvisados para resguardarse de la intemperie, un sitio para la fogata y hasta algunos ganchos colgados de los árboles para proteger sus pertenencias de las alimañas oportunistas, eran sitios amplios que crecían cada año un poco más con el uso y que solían albergar a más de un viajero cada vez. Esa noche, pernoctaba allí una pareja de viejos, eran viejos, pero no tanto como el señor Sagistán, además de que se veían bastante fuertes todavía. Le devolvieron el saludo con sequedad y siguieron con sus asuntos, aunque la mujer tuvo la amabilidad de acercarle un poco de su fuego ya encendido para evitarle el trabajo de tener que encender el suyo, lo cual, siempre era de agradecer, en especial, en una noche en la que la presencia de la luna era más bien esquiva. Falena comenzó a calentar un poco de queso en su fuego, mientras veía con algo de curiosidad cuál era la cena de los viejos, al parecer, lo que pretendían comer eran tripas, o tal vez alguna especie rara de serpiente despellejada, pero no, a simple vista parecían tripas de res, y tenían muy buen olor, entonces se oyó el crepitar de algunas hojas secas al ser pisadas en la oscuridad del bosquecillo que los rodeaba, seguramente solo se trataba de alguna alimaña atraída por el aroma, pero entonces uno de los caballos de los viejos comenzó a impacientarse, y el nerviosismo era algo contagioso. El tenue crujir de una rama hizo que el caballo de Falena también se pusiera intranquilo, pero no había nada que sus ojos pudieran ver allí. El hombre se puso de pie y le exigió a viva voz una respuesta a la negrura del bosque y esta le respondió con un torpe y raudo sacudir de hojas en el suelo. Eso no era una alimaña, pensó Falena, y los animales salvajes más grandes no acostumbraban acercarse a los asentamientos humanos, ella nunca había visto uno. Seguramente se trataba de un perro. La chica pensó en coger un palo y acercarse a mirar, pero casi se le cae la mandíbula cuando vio al hombre de pie, empuñando con propiedad una parca pero elegante espada recta de casi un metro de largo en la mano. Rimoriana, sin duda. Su tío Demirel se lo había dicho una vez: “Una espada, mientras más grande sea, demandará un mayor compromiso.” Ella no le entendió en principio, su tío Demireel hablaba cosas muy raras a veces, pero con el tiempo comprendería que de lo que hablaba su tío era del tiempo y esfuerzo que lleva dominar el arte de la esgrima. Falena no quería sacar sus espadas si no era necesario, pero vio que la mujer también ya empuñaba su arma, una bonita hoz, gruesa y brillante, que parecía hecha especialmente para hacer algo más que sólo segar los campos de Velsi. Con una lámpara de aciete por delante, el hombre se internó en el bosque, lo que fuera que se ocultaba allí corrió sin alejarse. La chica cogió una antorcha de su fuego, y cuando la criatura volvió a correr, ambos pudieron verlo: “Es un idiota.” Afirmó Vanter, volviendo a su campamento con gesto de hastío para buscar algo comestible que les sobrara para lanzarle al pobre bastardo ese. Los locos y los idiotas por lo general se ganaban su lugar dentro de la sociedad si llegaban a comprender las normas básicas de comportamiento, pero siempre había algunos que rebasaban los límites actuando de forma agresiva, violenta o incluso pervertidos que les parecía divertidísimo enseñar sus partes privadas a los transeúntes o manosear señoritas descuidadas como si de una pequeña gran proeza se tratara. Esos acababan expulsados de las ciudades, ocultándose en los bosques y mendigando comida en los caminos, sin embargo, este no era un idiota cualquiera, ni siquiera era un idiota, este solo era el pobre de Costia que no estaba dispuesto a que ese par de mujeres locas de Bosgos hicieran lo que quisieran con él, el problema, era que aún no podía hablar con normalidad, su lengua todavía se sentía rígida, y su garganta solo emitía algo parecido a un ronquido cada vez que intentaba hablar, por lo que no era más que un mudo, medio ciego durante el día, lo que no era muy diferente a ser un idiota para la mayoría, obligado a vagar de noche por los bosques buscando algo de comer o a quién robar, al menos, esa era su condición por el momento.



Yurba yacía en su lecho sudando y tiritando inconteniblemente sin que nadie entendiera bien el porqué de su malestar, ya que no parecía tener fiebre y tampoco había perdido el apetito. “Está fingiendo.” Aseguraba Rubi, pero Teté le rogaba que no hablara así de ese pobre hombre que se había sacrificado por ellas. “Solo quiere nuestra atención.” Insistía su hija con gesto de poco convencimiento, cuando llamaron a su puerta. Teté abrió temerosa, esperando algo malo del destino como siempre, y la sorpresa que recibió casi le hace dar un respingo. “¡Todas las rimorianas son así de ingratas, o sólo tú?” Era su amiga Dana. Mucho había pasado desde la última vez que se vieron y es que Teté no era buena con eso de visitar amistades, en su mente, eso no podía salir nada bien, la gente estaba ocupada, tenía cosas que hacer, y que alguien llegara de improviso y con ánimos sólo de chismorrear, debía de ser un fastidio, pero Dana no venía solo a eso. “Hicimos inventario en la bodega del palacio y como siempre sobraban cosas…” Dana soltó una risita y repitió. “Y como siempre, tu amiga se acordó de ti y de tus hijas.” He hizo pasar a sus hijos cargando sacos con restos de grano, pocos de harina, algunas conservas, montones de recortes de tela de distintos tamaños y colores, además de otras cosas. “¡Es que no me invitarás ni un vaso de agua!” Le recriminó Dana a su amiga con falsa indignación, la que siempre se quedaba pasmada cada vez que la vida le daba algo bueno, sin embargo, la que verdaderamente estaba congelada en ese momento, era Rubi. Sí, los hijos de Dana, Cal Reni y Dival, eran un par de muchachos apenas mayor que ella, altos, delgados, fornidos, con cabello ondulado… todo lo contrario del bobo de Yurba. Rubi jamás lo admitiría y luchaba por no evidenciarse, pero es que la sola presencia de uno de ellos, aunque fuera ajena y lejana, le robaba la autonomía, la ponía estúpida, las palabras se le confundían y atascaban en la boca, se volvía torpe para hacer cualquier cosa y hasta sentía que caminaba de forma rara. Su cuerpo la traicionaba con elocuencia y ahora tenía a los dos metidos en su casa, con sus bellas sonrisas y sus simpáticos comentarios. ¡Si hasta se estaba sintiendo acalorada ahora! “Mamá, voy a ver a nuestro enfermo.” Logró decir sin atascarse, rígida como un poste y procurando sonar convincente, para luego, dar media vuelta e irse lo más digna posible, pareciendo segura pero temiendo en cualquier momento olvidarse de cómo caminar. Yurba era la solución: en su presencia, todas esas sensaciones simplemente se disipaban.


León Faras.

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