domingo, 19 de mayo de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXXIII.



Demirel, Tibrón, Váspoli y su pequeño grupo de sobrevivientes y dos cadáveres, cabalgaron durante todo el día sin detenerse para llegar a Cízarin empezada ya la noche, en cuanto fueron divisados, la noticia corrió y un guardia partió a informar al general Fagnar, quien estaba particularmente impaciente por saber qué demonios había pasado en Bosgos, pero, para cuando sus dos comandantes se pararon frente a él, sus ansias de exigir explicaciones concretas y claras disminuyeron considerablemente. Ante la luz de las antorchas, tanto Demirel como Tibrón, lucían cansados al punto de apenas poder mantenerse en pie; hambrientos, cubiertos de sangre seca, de sudor, tierra y una multitud de heridas leves sin tratar por todas partes, eso sin mencionar una peste que golpeaba los sentidos a más de un metro de distancia. “Es el olor de las nubes de veneno que nos lanzaron encima, señor.” Explicó Demirel, sin ánimo en la voz ni en el gesto. Fagnar lo miró como si se tratara de la excusa más estúpida que jamás hubiese oído. “¿Nubes de veneno? ¿Solo porque apestan a mierda!” Escupió el general, enojado. “No solo eso…” Intervino Tibrón. “Todos nuestros hombres empezaron a caer a puñados sin siquiera ensuciar sus espadas… sin poder pelear contra nada. Ahorcados por Invisibles montados en nubes de colores, señor.” Concluyó, bajo la mirada de incredulidad, no solo la del general, sino también la de su propio camarada ante tal exhibición de lenguaje poético. Fagnar miró a Demirel buscando una excusa para no comenzar a pensar que ambos se habían vuelto completamente locos. Demirel sacó fuerzas de donde no tenía para responder. “Los hombres, en su mayoría, se asfixiaron y cayeron muertos sin poder hacer nada, atrapados en una neblina de color violeta, verde o a veces naranja, en la que no se podía respirar sin vomitar los pulmones y contra la que no se podía luchar… señor.” Y como Fagnar no parecía convencido, añadió. “La mitad de nosotros fuimos arrasados antes de que la batalla comenzara, y la otra mitad tuvo que lidiar con el resto.” “Y los Tronadores ¿Es que no sirvieron para nada?” Insistió Fagnar. “En un principio, sí.” Respondió Tibrón, bajo la atenta mirada de su compañero. Luego añadió. “Pero es que los Tronadores, al igual que las espadas, necesitan soldados que los operen o no son más que hierro inútil, señor, y ellos, al igual que los demás, también fueron cayendo uno a uno.” Después de una pausa, como recordando algo poco agradable, continuó. “La gente se ensañó especialmente con ellos luego de que destruyéramos la mitad de sus casas.” “Fue un enemigo al que nadie esperaba y contra el que nadie estaba preparado para enfrentarse.” Concluyó Demirel. Fagnar no podía creer lo que estaba oyendo, pero dada la magnitud del desastre, no le quedaba más remedio que aceptar la explicación. “Nubes de colores,” “neblina venenosa,” “soldados vomitando sus pulmones.” ¿Cómo le iba a explicar al rey Siandro todo eso?”



Yurba se sentía agotado como nunca antes se había sentido, le dolían casi todos los huesos del cuerpo y la cabeza, sus tripas tampoco estaban en su mejor día, y olía tan mal que hasta los puercos preferían alejarse de él. Se sentía terrible, pero no solo físicamente, que lo estaba, sino también porque había abandonado a su suerte a las chicas en Bosgos, pero eso no fue su culpa, él solo estaba buscando a esa condenada bruja que Rubi necesitaba para salvar su vida porque según su madre ella se moría ese mismo día, la bruja que le había dado ese puñal… Yurba no pensaba con claridad, era imposible centrarse en otra cosa que no fuese ese desagradable olor que le impregnaba el cuerpo. Él lo intentó, pero no pudo, era imposible. La noche estaba cerrada, había veneno y enemigos por todas partes, él estaba enfermo y desorientado y encima había perdido su caballo. ¿Cómo iba a regresar así? De haberlo intentado, de seguro estaría muerto ahora, pero aun así pensaba que si le había pasado algo a alguna de esas chicas jamás se lo perdonarían, Tibrón le arrancaría la cabeza, eso si Rubi no lo hacía antes… o Falena… estaba frito. Mierda, tenía la boca seca, el corazón le latía en las sienes y sentía sus tripas puestas de cabeza, y ahora también estaba mareado. Había tragado demasiada de esa mierda en el aire de Bosgos, no lo suficiente para matarlo como a los otros, pero sí como para enfermarlo de por vida. ¿Dónde rayos estaba? Ni siquiera sabía hacia donde caminaba. Ya eran las primeras horas de la noche y estaba oscuro, pero todavía había gente moviéndose en las calles, terminando sus últimos quehaceres del día, gente que lo evitaba como a una enfermedad contagiosa, que se alejaba de él conteniendo las arcadas y mirándolo como si se tratara de un ser sobrenatural salido de algún reino putrefacto, y al que nadie se atrevía siquiera a hablar, hasta que alguien lo hizo. “¿Yurba? ¿Qué haces aquí? Me alegra que estés…” Esa era Falena, acicalando a su caballo fuera de su casa, pero dentro estaba Rubi, y la escuchó. “¿Dijiste Yurba? Ese canalla infeliz ¿Cómo se atreve a…?” Ambas chicas debieron callarse al verlo parado afuera, pues el pobre lucía como un esperpento al que le costaba trabajo simplemente quedarse inmóvil y formular una idea. “¿Acaso está borracho?” Preguntó Falena, con el ceño apretado y la cabeza inclinada, como si eso ayudara en algo. Rubi arrugó la cara. “¿Hueles eso? No solo está borracho, también se cayó dentro del agujero de las letrinas.” Yurba estaba mareado, reconoció a Rubi y quería pedirle que lo perdonara, pero al dejar de caminar su malestar se intensificó de repente, por lo que sucedió lo inevitable: con toda alharaca, vomitó un poco de líquido oscuro y apestoso y se desmayó ahí mismo. Rubi se quedó con los brazos en jarra, indignada. Mira que visitar su casa en ese estado y encima, quedarse tirado ahí como un muerto hediendo toda la calle.



Cuando despertó, estaba tirado en un rincón del establo, no podía quejarse, el olor de la caca de caballo era más presentable que el suyo en ese momento. Ya era media mañana y Rubi estaba ahí, Tibrón había llegado en similares condiciones, aunque no tan enfermo, y le había explicado someramente lo del veneno antes de caer en su lecho para dormirse de inmediato y apestando a horrores toda la casa, aunque ella y su mamá tampoco podían quejarse, al menos él había regresado. La chica tenía un pocillo de leche fresca en la mano para aliviar su estómago y noticias terribles que no sabía como explicar. Telina había reaccionado con espanto al verlo y no por su aspecto deplorable, sino por su falta de luz: Yurba había muerto en la batalla y aun así había regresado. Esa fue la sentencia de Teté.


León Faras.

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