miércoles, 5 de junio de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXXIV.



Mientras Gan subía la pendiente hacia Rimos con dos de sus asnos cargados de carbón, la noticia de que los bosgoneses habían destrozado al ejército cizariano en una sola noche, se esparcía como la niebla en un pueblo costero, por supuesto, nadie tenía las noticias de primera fuente, por lo que las historias eran variadas y exageradas en muchas formas, pero aun así eran la comidilla de todos y lo seguiría siendo por varios días, y es que no había mucho más de qué conversar fuera de la ruda rutina con la que cargaban todos. Gan oía los cotilleos con una sonrisa amable y asintiendo una y otra vez, pero sin real interés pues él sabía lo que era una batalla de verdad y veía claramente con su único ojo cuando la gente se inventaba con descaro sus historias sin tener ni idea de lo que hablaba, pero ya no le importaba discutir, se había acostumbrado a la paz de la rutina, a ganarse la vida sin pelearse con nadie y a emborracharse de vez en cuando sin tener que golpear a alguien o terminar siendo golpeado. Se dirigía a ver a Yelena con su primera entrega desde que esta le dijo que le compraría todo lo que tuviera, y esperaba que así fuera, porque ya había rechazado a su paso a tres clientes necesitados de su mercancía diciéndoles que su carga ya estaba vendida y pagada. Y los clientes ansiosos por comprar no era algo que abundara en su negocio. Una vez que llegó, a quien encontró en la forja fue a Yara, la hija de Yelena. La chica no se veía muy fuerte pero le daba buenos golpes a una barra de hierro incandescente y parecía saber lo que hacía, después de todo, él también era un rimoriano, y hasta el más inepto de los rimorianos entendía lo más esencial sobre la forma de trabajar el metal. Cuando ella lo vio, se asustó un poco de su aspecto salido de alguna historia de miedo, de esas que le cuentan a los niños pequeños para persuadirlos de que no hagan cosas malas, pero pronto se dio cuenta de que solo era el carbonero con el que mamá trató y su expresión cambió. Lo invitó a pasar, le ofreció agua para refrescarse y le pidió que descargara su carbón mientras ella iba por su madre. Gan sonrió con un gesto forzado y obedeció, pero algo le olía mal, la verdad era que tanta amabilidad con el carbonero no era normal. Para su grata sorpresa, Yelena llegó pronto con el dinero en la mano, inspeccionó el carbón, se aseguró que fuera el mismo que la vez anterior y lo pagó sin apenas decir palabra. Luego, solo le preguntó cuando volvería con más y lo despachó con un apretón de manos, entonces, Yara quiso saber de dónde salía la leña para ese carbón, ella ya se lo imaginaba, su madre también, pues ese carbón no se parecía a ningún otro que hubiesen visto antes y habían visto mucho carbón en sus vidas, pero la mujer detuvo la curiosidad de su hija con un gesto, si era madera del Bosque Muerto, como sospechaban, era mejor no saberlo, la gente era supersticiosa, incluso ellas lo eran y como bien decía el dicho: “la ignorancia y la inocencia son amantes que nunca deben separarse.” Era mejor no saberlo. “Solo asegúrate de que el carbón que me traigas, sea hecho de la misma leña.” Pidió Yelena y Gan asintió. “No te preocupes, hay mucho más de donde salió este.” Y se retiró tirando de sus asnos y dando infinitas gracias. Él creía que su carbón era bueno, que él y Petro estaban haciendo un grandioso trabajo, pero lo cierto era que su carbón no era bueno sino excepcional y no tenía nada que ver con ellos sino con la leña que usaban, esos árboles del Bosque Muerto, diferentes a cualquier otro, sin fruto ni semilla conocida, nacidos y muertos todos juntos como uno solo, eran la materia prima para el mejor carbón que podía hacer el hombre.



Costia se pasó buena parte del tiempo narcotizado y otra buena parte del tiempo dormido, con lo que pudo descansar, recuperar la calma y también parte de su cordura, aunque desde el fondo de su ser sabía que nunca volvería a ser el mismo. Todo ese tiempo había estado a oscuras y atado de manos en un cuartucho a medio destruir del que se podía salir sin ningún esfuerzo, pero la imagen que proyectaba el pobre tipo era tan patética, que nadie se había preocupado mucho por su seguridad y algunos hasta se olvidaron de su existencia. La que no se olvidó de él, fue Lorina. Ella tenía mucha curiosidad por saber más sobre aquel monstruo y aparte de ese chico, Fibo, que había perdido todo entusiasmo y creatividad para contar su historia, el único que podía darle detalles sobre aquel endriago, era él. Lorina ya pasaba de los treinta años, lejos quedó el día en que una cabra abusiva y malhumorada la corneó en el trasero a los tres años y la dejó coja para siempre. Había sido amiga de Cípora desde muy joven, y aunque aquella siempre pensó que ser puta era la forma más fácil de vivir una vida que de por sí, no era nada fácil de vivir, a ella le costó más tiempo convencerse de la idea, pero las palabras de su querida madre, repetidas tantas veces y con la amargura que las decía, al final terminaron doblegándola: “Ay hija mía, tan poco agraciada y encima coja. ¿Qué va a ser de ti cuando me haya ido?” “Puta.” Le respondió Lorina a su madre, que yacía en su lecho de muerte, con total honestidad y sin remilgos, pues para ella como para todos, aquel era quizás el único trabajo que podría hacer bien y su madre no hizo más que devolverle una sonrisa amarga de resignación, esa que se les da a quienes han aceptado su destino. La mujer encontró a Costia sentado en una esquina, era poca la claridad del día que entraba en ese cuartucho, pero aun así el hombre había buscado el rincón más oscuro para acomodarse. Le llevaba una cebolla y un trozo de carne seca y machacada para que desayunara, lo más básico, después de todo aquel era un prisionero, pero Costia solo aceptó la cebolla, de pronto comer carne se le hacía tan indigno. Durante la noche llegaron noticias desde la ciudad aledaña que decían que habían encontrado a un hombre joven vagando por el campo, pero que tuvieron que matarlo a machetazos al ver que era un enajenado violento, muy alterado y fuera de sí, cubierto de sangre porque le habían arrancado una oreja e incapaz de entender o de darse a entender. “Era otro rimoriano, como tú. ¿Lo conocías?” Costia asintió temeroso, tenía visiones horribles en ese momento. “La oreja… el monstruo se la sacó de una mordida.” Le dijo a Lorina en un susurro lleno de angustia, pues sus recuerdos del incidente eran muy gráficos, incluso el del desagradable sonido que se produjo al triturarse los cartílagos, y junto con ese, otros recuerdos más, aunque confusos y distantes como sueños. Costia miró a Lorina a los ojos, su vista era perfecta mientras se mantuviera en la penumbra. “¿Crees que el monstruo soy yo?” Propuso, con más duda que convicción, y Lorina vio algo en él que la compadeció. Iba a decirle que a ella no le parecía un monstruo, pero en eso llegaron dos hombres con órdenes de Nina: el prisionero no podía quedarse, por lo que había que decidir si matarlo o liberarlo, y debía hacerse ahora.


León Faras.

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