sábado, 15 de junio de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXXV.



En un pequeño bosquecillo, cerca de donde, precisamente, había acampado el ejército cizariano antes del ataque, tenía su campamento Vanter y Gúnur, Cherman los acompañaba esa mañana, ya que ninguno de los tres compartía esa moderna costumbre de desayunar y sus estómagos no estaban acostumbrados a pensar en comida antes del mediodía. “¿Y qué fue de ti después del ataque?” Preguntó Vanter, revolviendo un agua de hierbas que, además de abrigar las tripas, era estimulante para el ánimo. Cherman le contó cómo, en la locura de un ataque sin tino ni guía, terminó metido en un circo de peleas a muerte, y también sobre Nut, su gigante nuevo amigo Jazzabariano. “¿Jazzaba… qué?” Preguntó el otro con disgusto, como si le estuvieran tratando de tomar el pelo. Cherman se abrigaba las manos acercándolas al fuego. Le habló sobre la existencia del curioso reino de Jazzabar y su peculiar rey Cegarra, del lugar donde estos organizaban su espectáculo, de cómo terminó cayendo al río por un agujero, de la fea muerte de Damir y del destino incierto de los otros que estaban con él. Entonces, y mientras aún hablaba, tomó una delgada varita de la fogata con una llama diminuta en la punta y comenzó a observarla a una peligrosa corta distancia. Vanter lo miró preocupado. “No sé si lo sabes, pero, no deberías…” El otro, lo miró confiado. “Sí, lo sé. Féctor me lo dijo.” Luego se lanzó un pequeño escupitajo entre los dedos e hizo desaparecer la llamita de un apretón. “Pero le tengo más miedo al miedo mismo, que a lo que sea que pueda matarme.” Vanter nuevamente tenía su cara de disgusto, no sabía si felicitarlo o darle un golpe en la cabeza por tamaña osadía, pero no hizo ninguna de las dos, solo sacudió la cabeza, como quien se espanta una mosca de la nariz, y preguntó: “¿Entonces, viste a Féctor?” Gúnur servía el té en silencio. Otra vez ese tal Féctor, Vanter no paraba de hablar de él. Cherman asintió. “Es un hombre nuevo, Vanter, no creerías lo que ha cambiado, ahora es sencillo y amable; volvió a sonreír y a recuperar su confianza, pero sin esa petulancia insolente que molestaba a todos…” “Entonces, el que le cortó la mano le hizo un favor.” Comentó Vanter en voz baja, mirando de reojo a la mujer que le acompañaba. Cherman guardó silencio, él no había mencionado nada sobre la mano cercenada y sin embargo, Vanter ya lo sabía. Más de alguna vez se le preguntó a Féctor qué le había pasado, pero él solo respondía que “había tenido mala suerte,” “que solo fue una mala jugada del destino” o cosas así, vagas, como si no quisiera hablar al respecto. Ahora, mirando a Vanter, podía ver que aquel sabía lo que había sucedido y que solo estaba esperando a que le preguntara para decírselo, pero, si Féctor no quiso mencionarlo, él no tenía derecho a indagar en el tema solo por satisfacer su curiosidad, simplemente, no era asunto suyo, por lo que solo sonrió, bebió un sorbo de su té, y asintió. “Sí, puede que tengas razón.”



Todos en casa de Teté estaban consternados con la noticia y ella más que todos, porque incluso le pidió a su hija Falena que se quitara el amuleto porque ya no era necesario, Yurba había sacrificado su vida por ellas, y aunque todos en casa, y especialmente sus hijas, creían en ella y en su don a ojos cerrados, esta vez era muy difícil de aceptar lo que decía. Yurba era el más sorprendido pero el menos preocupado, ya más repuesto, sonreía con su risa torcida alegando, con todo respeto eso sí, que Teté había perdido un poco la cabeza esta vez porque lo que estaba diciendo no tenía ningún sentido. Y dándose golpecitos con la punta de los dedos en el pecho repetía: “Pero si estoy aquí, ¡aquí! No me he ido a ninguna parte. ¡Esto es absurdo!” Discutía con gesto de superioridad. Fue entonces cuando Rubi vio una marca que no había visto antes, justo allí donde Yurba se golpeaba. Era pequeña, como el ancho de un cuchillo talabartero, y notoriamente más pálida que el resto de su piel. El hombre alegó que solo se trataba de una pequeña cicatriz, pero por más que lo intentó, no pudo precisar cómo o cuándo se la había hecho, y un soldado siempre recordaba eso, ya que, si bien, las heridas no debían mencionarse siquiera, las cicatrices, por otro lado, eran tema de conversación en cualquier cantina y cada una de ellas debía tener una buena historia detrás… pero esta no. “Parece cauterizada.” Opinó Falena, y Yurba se acarició la herida con un vago recuerdo de ardor. Ya no reía, ahora dudaba. “Es pequeña para una espada… tal vez una lanza.” Señaló Tibrón, mirando de cerca. “O un cuchillo.” Agregó Rubi. “…O un puñal.” Completó Yurba, sin estar muy seguro de por qué. “Entonces, ¿fue un puñal?” Preguntó Rubi, con esa determinación que era difícil de eludir, pero Yurba solo tenía esa palabra flotando en su mente pero sin ningún contexto. “¡Un inocente!” Exclamó de pronto, como si estuviera recolectando piezas esparcidas por el viento. “¿Un inocente te hizo esto con un puñal!” Preguntó Falena. “Sí.” Respondió Yurba. “¡No!” Se corrigió luego. Era como seguir un rastro y luego darse cuenta de que se va en la dirección equivocada. “No estoy entendiendo nada.” Se quejó Rubi con sus brazos en jarra, una postura preocupante para muchos. Yurba buscaba en sus recuerdos como quien escarba en la tierra con sus propias uñas, hasta que de pronto apareció en su mente la imagen de un joven ratero muriendo ante sus ojos. “La sangre de un inocente.” Pronunció con el tono con que se pronuncia una revelación. “¿Quién es el inocente? ¿Tú?” Preguntó Rubi, inclinándose hacia delante como si le hablara a un niño. Yurba negó con la cabeza, en verdad no lo sabía, solo se acariciaba la cicatriz con la yema de los dedos y se repetía en la mente lo del puñal y la sangre como si pretendiera atraer las ideas a su cabeza con un señuelo, pero estas se le escondían como las visiones de un sueño al despertarse el soñante. “¡Esto es ridículo! Tal vez la cicatriz sí la tenía desde antes y simplemente no la habíamos notado.” Exclamó Tibrón, golpeándose los muslos con las palmas de las manos, pero no, Yurba estaba muy cerca de encontrar algo, podía sentirlo como si tuviera un hilo del que solo se necesita tirar para llegar al objetivo. “La sangre del inocente… era para salvarte a ti.” Dijo, sin recordarlo todo con claridad, pero sí estando muy seguro de eso. Rubi lo miró incrédula, ¿acaso la estaba culpando a ella de su herida? E iba a protestar, pero su mamá, que no había pronunciado palabra durante todo el interrogatorio, se le adelantó. “Entonces, ¿encontraste a la bruja que buscabas?” “La bruja.” Repitió Yurba.


León Faras.

miércoles, 5 de junio de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXXIV.



Mientras Gan subía la pendiente hacia Rimos con dos de sus asnos cargados de carbón, la noticia de que los bosgoneses habían destrozado al ejército cizariano en una sola noche, se esparcía como la niebla en un pueblo costero, por supuesto, nadie tenía las noticias de primera fuente, por lo que las historias eran variadas y exageradas en muchas formas, pero aun así eran la comidilla de todos y lo seguiría siendo por varios días, y es que no había mucho más de qué conversar fuera de la ruda rutina con la que cargaban todos. Gan oía los cotilleos con una sonrisa amable y asintiendo una y otra vez, pero sin real interés pues él sabía lo que era una batalla de verdad y veía claramente con su único ojo cuando la gente se inventaba con descaro sus historias sin tener ni idea de lo que hablaba, pero ya no le importaba discutir, se había acostumbrado a la paz de la rutina, a ganarse la vida sin pelearse con nadie y a emborracharse de vez en cuando sin tener que golpear a alguien o terminar siendo golpeado. Se dirigía a ver a Yelena con su primera entrega desde que esta le dijo que le compraría todo lo que tuviera, y esperaba que así fuera, porque ya había rechazado a su paso a tres clientes necesitados de su mercancía diciéndoles que su carga ya estaba vendida y pagada. Y los clientes ansiosos por comprar no era algo que abundara en su negocio. Una vez que llegó, a quien encontró en la forja fue a Yara, la hija de Yelena. La chica no se veía muy fuerte pero le daba buenos golpes a una barra de hierro incandescente y parecía saber lo que hacía, después de todo, él también era un rimoriano, y hasta el más inepto de los rimorianos entendía lo más esencial sobre la forma de trabajar el metal. Cuando ella lo vio, se asustó un poco de su aspecto salido de alguna historia de miedo, de esas que le cuentan a los niños pequeños para persuadirlos de que no hagan cosas malas, pero pronto se dio cuenta de que solo era el carbonero con el que mamá trató y su expresión cambió. Lo invitó a pasar, le ofreció agua para refrescarse y le pidió que descargara su carbón mientras ella iba por su madre. Gan sonrió con un gesto forzado y obedeció, pero algo le olía mal, la verdad era que tanta amabilidad con el carbonero no era normal. Para su grata sorpresa, Yelena llegó pronto con el dinero en la mano, inspeccionó el carbón, se aseguró que fuera el mismo que la vez anterior y lo pagó sin apenas decir palabra. Luego, solo le preguntó cuando volvería con más y lo despachó con un apretón de manos, entonces, Yara quiso saber de dónde salía la leña para ese carbón, ella ya se lo imaginaba, su madre también, pues ese carbón no se parecía a ningún otro que hubiesen visto antes y habían visto mucho carbón en sus vidas, pero la mujer detuvo la curiosidad de su hija con un gesto, si era madera del Bosque Muerto, como sospechaban, era mejor no saberlo, la gente era supersticiosa, incluso ellas lo eran y como bien decía el dicho: “la ignorancia y la inocencia son amantes que nunca deben separarse.” Era mejor no saberlo. “Solo asegúrate de que el carbón que me traigas, sea hecho de la misma leña.” Pidió Yelena y Gan asintió. “No te preocupes, hay mucho más de donde salió este.” Y se retiró tirando de sus asnos y dando infinitas gracias. Él creía que su carbón era bueno, que él y Petro estaban haciendo un grandioso trabajo, pero lo cierto era que su carbón no era bueno sino excepcional y no tenía nada que ver con ellos sino con la leña que usaban, esos árboles del Bosque Muerto, diferentes a cualquier otro, sin fruto ni semilla conocida, nacidos y muertos todos juntos como uno solo, eran la materia prima para el mejor carbón que podía hacer el hombre.



Costia se pasó buena parte del tiempo narcotizado y otra buena parte del tiempo dormido, con lo que pudo descansar, recuperar la calma y también parte de su cordura, aunque desde el fondo de su ser sabía que nunca volvería a ser el mismo. Todo ese tiempo había estado a oscuras y atado de manos en un cuartucho a medio destruir del que se podía salir sin ningún esfuerzo, pero la imagen que proyectaba el pobre tipo era tan patética, que nadie se había preocupado mucho por su seguridad y algunos hasta se olvidaron de su existencia. La que no se olvidó de él, fue Lorina. Ella tenía mucha curiosidad por saber más sobre aquel monstruo y aparte de ese chico, Fibo, que había perdido todo entusiasmo y creatividad para contar su historia, el único que podía darle detalles sobre aquel endriago, era él. Lorina ya pasaba de los treinta años, lejos quedó el día en que una cabra abusiva y malhumorada la corneó en el trasero a los tres años y la dejó coja para siempre. Había sido amiga de Cípora desde muy joven, y aunque aquella siempre pensó que ser puta era la forma más fácil de vivir una vida que de por sí, no era nada fácil de vivir, a ella le costó más tiempo convencerse de la idea, pero las palabras de su querida madre, repetidas tantas veces y con la amargura que las decía, al final terminaron doblegándola: “Ay hija mía, tan poco agraciada y encima coja. ¿Qué va a ser de ti cuando me haya ido?” “Puta.” Le respondió Lorina a su madre, que yacía en su lecho de muerte, con total honestidad y sin remilgos, pues para ella como para todos, aquel era quizás el único trabajo que podría hacer bien y su madre no hizo más que devolverle una sonrisa amarga de resignación, esa que se les da a quienes han aceptado su destino. La mujer encontró a Costia sentado en una esquina, era poca la claridad del día que entraba en ese cuartucho, pero aun así el hombre había buscado el rincón más oscuro para acomodarse. Le llevaba una cebolla y un trozo de carne seca y machacada para que desayunara, lo más básico, después de todo aquel era un prisionero, pero Costia solo aceptó la cebolla, de pronto comer carne se le hacía tan indigno. Durante la noche llegaron noticias desde la ciudad aledaña que decían que habían encontrado a un hombre joven vagando por el campo, pero que tuvieron que matarlo a machetazos al ver que era un enajenado violento, muy alterado y fuera de sí, cubierto de sangre porque le habían arrancado una oreja e incapaz de entender o de darse a entender. “Era otro rimoriano, como tú. ¿Lo conocías?” Costia asintió temeroso, tenía visiones horribles en ese momento. “La oreja… el monstruo se la sacó de una mordida.” Le dijo a Lorina en un susurro lleno de angustia, pues sus recuerdos del incidente eran muy gráficos, incluso el del desagradable sonido que se produjo al triturarse los cartílagos, y junto con ese, otros recuerdos más, aunque confusos y distantes como sueños. Costia miró a Lorina a los ojos, su vista era perfecta mientras se mantuviera en la penumbra. “¿Crees que el monstruo soy yo?” Propuso, con más duda que convicción, y Lorina vio algo en él que la compadeció. Iba a decirle que a ella no le parecía un monstruo, pero en eso llegaron dos hombres con órdenes de Nina: el prisionero no podía quedarse, por lo que había que decidir si matarlo o liberarlo, y debía hacerse ahora.


León Faras.

domingo, 19 de mayo de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXXIII.



Demirel, Tibrón, Váspoli y su pequeño grupo de sobrevivientes y dos cadáveres, cabalgaron durante todo el día sin detenerse para llegar a Cízarin empezada ya la noche, en cuanto fueron divisados, la noticia corrió y un guardia partió a informar al general Fagnar, quien estaba particularmente impaciente por saber qué demonios había pasado en Bosgos, pero, para cuando sus dos comandantes se pararon frente a él, sus ansias de exigir explicaciones concretas y claras disminuyeron considerablemente. Ante la luz de las antorchas, tanto Demirel como Tibrón, lucían cansados al punto de apenas poder mantenerse en pie; hambrientos, cubiertos de sangre seca, de sudor, tierra y una multitud de heridas leves sin tratar por todas partes, eso sin mencionar una peste que golpeaba los sentidos a más de un metro de distancia. “Es el olor de las nubes de veneno que nos lanzaron encima, señor.” Explicó Demirel, sin ánimo en la voz ni en el gesto. Fagnar lo miró como si se tratara de la excusa más estúpida que jamás hubiese oído. “¿Nubes de veneno? ¿Solo porque apestan a mierda!” Escupió el general, enojado. “No solo eso…” Intervino Tibrón. “Todos nuestros hombres empezaron a caer a puñados sin siquiera ensuciar sus espadas… sin poder pelear contra nada. Ahorcados por Invisibles montados en nubes de colores, señor.” Concluyó, bajo la mirada de incredulidad, no solo la del general, sino también la de su propio camarada ante tal exhibición de lenguaje poético. Fagnar miró a Demirel buscando una excusa para no comenzar a pensar que ambos se habían vuelto completamente locos. Demirel sacó fuerzas de donde no tenía para responder. “Los hombres, en su mayoría, se asfixiaron y cayeron muertos sin poder hacer nada, atrapados en una neblina de color violeta, verde o a veces naranja, en la que no se podía respirar sin vomitar los pulmones y contra la que no se podía luchar… señor.” Y como Fagnar no parecía convencido, añadió. “La mitad de nosotros fuimos arrasados antes de que la batalla comenzara, y la otra mitad tuvo que lidiar con el resto.” “Y los Tronadores ¿Es que no sirvieron para nada?” Insistió Fagnar. “En un principio, sí.” Respondió Tibrón, bajo la atenta mirada de su compañero. Luego añadió. “Pero es que los Tronadores, al igual que las espadas, necesitan soldados que los operen o no son más que hierro inútil, señor, y ellos, al igual que los demás, también fueron cayendo uno a uno.” Después de una pausa, como recordando algo poco agradable, continuó. “La gente se ensañó especialmente con ellos luego de que destruyéramos la mitad de sus casas.” “Fue un enemigo al que nadie esperaba y contra el que nadie estaba preparado para enfrentarse.” Concluyó Demirel. Fagnar no podía creer lo que estaba oyendo, pero dada la magnitud del desastre, no le quedaba más remedio que aceptar la explicación. “Nubes de colores,” “neblina venenosa,” “soldados vomitando sus pulmones.” ¿Cómo le iba a explicar al rey Siandro todo eso?”



Yurba se sentía agotado como nunca antes se había sentido, le dolían casi todos los huesos del cuerpo y la cabeza, sus tripas tampoco estaban en su mejor día, y olía tan mal que hasta los puercos preferían alejarse de él. Se sentía terrible, pero no solo físicamente, que lo estaba, sino también porque había abandonado a su suerte a las chicas en Bosgos, pero eso no fue su culpa, él solo estaba buscando a esa condenada bruja que Rubi necesitaba para salvar su vida porque según su madre ella se moría ese mismo día, la bruja que le había dado ese puñal… Yurba no pensaba con claridad, era imposible centrarse en otra cosa que no fuese ese desagradable olor que le impregnaba el cuerpo. Él lo intentó, pero no pudo, era imposible. La noche estaba cerrada, había veneno y enemigos por todas partes, él estaba enfermo y desorientado y encima había perdido su caballo. ¿Cómo iba a regresar así? De haberlo intentado, de seguro estaría muerto ahora, pero aun así pensaba que si le había pasado algo a alguna de esas chicas jamás se lo perdonarían, Tibrón le arrancaría la cabeza, eso si Rubi no lo hacía antes… o Falena… estaba frito. Mierda, tenía la boca seca, el corazón le latía en las sienes y sentía sus tripas puestas de cabeza, y ahora también estaba mareado. Había tragado demasiada de esa mierda en el aire de Bosgos, no lo suficiente para matarlo como a los otros, pero sí como para enfermarlo de por vida. ¿Dónde rayos estaba? Ni siquiera sabía hacia donde caminaba. Ya eran las primeras horas de la noche y estaba oscuro, pero todavía había gente moviéndose en las calles, terminando sus últimos quehaceres del día, gente que lo evitaba como a una enfermedad contagiosa, que se alejaba de él conteniendo las arcadas y mirándolo como si se tratara de un ser sobrenatural salido de algún reino putrefacto, y al que nadie se atrevía siquiera a hablar, hasta que alguien lo hizo. “¿Yurba? ¿Qué haces aquí? Me alegra que estés…” Esa era Falena, acicalando a su caballo fuera de su casa, pero dentro estaba Rubi, y la escuchó. “¿Dijiste Yurba? Ese canalla infeliz ¿Cómo se atreve a…?” Ambas chicas debieron callarse al verlo parado afuera, pues el pobre lucía como un esperpento al que le costaba trabajo simplemente quedarse inmóvil y formular una idea. “¿Acaso está borracho?” Preguntó Falena, con el ceño apretado y la cabeza inclinada, como si eso ayudara en algo. Rubi arrugó la cara. “¿Hueles eso? No solo está borracho, también se cayó dentro del agujero de las letrinas.” Yurba estaba mareado, reconoció a Rubi y quería pedirle que lo perdonara, pero al dejar de caminar su malestar se intensificó de repente, por lo que sucedió lo inevitable: con toda alharaca, vomitó un poco de líquido oscuro y apestoso y se desmayó ahí mismo. Rubi se quedó con los brazos en jarra, indignada. Mira que visitar su casa en ese estado y encima, quedarse tirado ahí como un muerto hediendo toda la calle.



Cuando despertó, estaba tirado en un rincón del establo, no podía quejarse, el olor de la caca de caballo era más presentable que el suyo en ese momento. Ya era media mañana y Rubi estaba ahí, Tibrón había llegado en similares condiciones, aunque no tan enfermo, y le había explicado someramente lo del veneno antes de caer en su lecho para dormirse de inmediato y apestando a horrores toda la casa, aunque ella y su mamá tampoco podían quejarse, al menos él había regresado. La chica tenía un pocillo de leche fresca en la mano para aliviar su estómago y noticias terribles que no sabía como explicar. Telina había reaccionado con espanto al verlo y no por su aspecto deplorable, sino por su falta de luz: Yurba había muerto en la batalla y aun así había regresado. Esa fue la sentencia de Teté.


León Faras.

domingo, 5 de mayo de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXXII.



Allí estaba, la bodega junto al corral donde todo comenzó. Era fascinante, para un alma curiosa e investigadora como la de Migas, poder palpar y oler los remanentes creativos de un invento extraordinario como el Tronador. No era mucho lo que había, si se era alguien simple como esas mujeres que le acompañaban, agarradas unas a otras de los brazos como si temieran perderse en su propia casa, pero era todo un universo para él; las herramientas marcadas por su trabajo, los restos de material esparcidos por el mesón y el piso, el olor impregnado en guantes y delantales y lo más impresionante de todo, los manuscritos, que para esas gallinas viejas no eran más que garabatos vomitados por una mente perturbada, para él eran el lenguaje de un intelecto brillante, porque ese viejo Larzo, al que nunca le enseñaron a leer ni a escribir, se las había arreglado para inventar su propio sistema de escritura basado en líneas y puntos, y así dejar impresas sus ideas en papel, Migas podía verlo a simple vista, aunque descifrarlo le tomaría más tiempo. Luego llamó su atención la pared de un rincón, donde un mismo nombre estaba escrito muchas veces, con distintos materiales y una caligrafía casi infantil, como si aquello fuese lo único que supiese escribir el que allí yacía, también podía verse, mezclado con el entorno, una vieja cadena y un grillete. “¿Quién rayos es Mirna?” Preguntó Migas, intrigado por saber si habría alguien de quien debía preocuparse, pero las mujeres reaccionaron con congoja y lamento, llevándose las manos a la boca y a las mejillas con dolor, como si hubiesen sido abofeteadas por seres celestiales. Mirna era una muchacha rimoriana. “Dicen que Larzo la compró a su padre por unas cuantas monedas para hacerla su mujer siendo ella apenas una chiquilla, pero la niña no le salió tan dócil como esperaba y decidió domarla atándola con esa cadena y manteniéndola así durante años… comiendo, cagando y durmiendo en el mismo sitio.” Contó una. “Hay quienes se niegan a aceptar su destino.” Se lamentó otra con resignación. “Finalmente pasó lo que tenía que pasar y Mirna, ya toda una mujer, se quedó preñada.” Señalaron las viejas, hablando todas a la vez e interrumpiéndose mutuamente para completar el discurso, Migas captó lo que pudo. “¿Y dónde está ella ahora?” Preguntó. Las viejas miraron al cielo y se encogieron de hombros, como si les estuvieran pidieran una tarea imposible. “Cuando el nacimiento se acercó, Larzo se vio obligado a liberarla, pues la chica no podía parir ahí mismo, así que la llevamos hasta la casa y la ayudamos a dar a luz… La criatura nació y todo estuvo bien hasta la noche del ataque de Rimos.” “Esa noche Mirna se fue con Romeo. Escapó.” Señaló una de las viejas, la que parecía más tocada por el alcohol, con los ojos bien abiertos y una sonrisa de lo más inapropiada. “¿Quién?” Quiso saber Migas, y las mujeres le aclararon que Romeo era el caballo de Larzo, un animal hermoso al que éste nunca pudo montar porque la bestia nunca se lo permitió. “Solo podía montar su borrico.” Señaló la misma vieja de antes, con la misma sonrisa inapropiada. “Pero sí se lo permitió a Mirna y ella escapó con su hija. Los animales sienten cosas que uno no…” Explicó la más alta, presumiendo sabiduría. Todas asintieron. “Nunca más supimos de ellas, y el pobre de Larzo murió de pena, añorando ver a su hija una vez más.” Dijo la que de seguro era la más vieja de todas, pero las demás no parecieron estar de acuerdo con ella. El viejo Larzo tenía sus cosas buenas y sus cosas malas, como todo el mundo, pero el amor, el cariño y el afecto por sus más cercanos, no era una de sus fuertes, más bien una de sus débiles, a él le gustaba quejarse por todo; siempre gruñendo y buscando excusas para andar enojado todo el tiempo, había que conocerlo bien para tolerarlo y todas sabían que, a sus años, eso de ser un padre amoroso y preocupado no era algo que fuese con su estilo, tal vez si hubiese nacido un varón, hubiese hecho un esfuerzo, pero no con una niña, no después de ver cómo trató a la madre, y eso Mirna lo sabía muy bien. “Si sobrevivieron y lograron huir, deben de estar muy lejos de aquí en este momento… y la niña ya debe ser toda una señorita.” Sentenció la señora de las mejillas abultadas, la que lo recibió cuando apenas llegó.



¡Es mía, yo la encontré!” Protestó Emma, protegiendo su hallazgo tras ella como si se tratase de un ser indefenso, Lina, correspondiendo a su lealtad fraterna, se ponía de su lado. “Es cierto, ella la encontró.” Emmer no tenía problemas con que la chica conservara una espada, mientras no anduviera repartiendo espadazos por ahí a la gente que le rodea y mientras su madre no se enterase que tenía una, él había tenido una siendo aun más joven, solo que aquella no era cualquier espada, y… ¿por qué Vanter la había llamado “la espada de un traidor”? Vanter estaba a punto de soltar una de sus sentencias sobre el precio de llevar culpas ajenas, cuando apareció Cherman con otra pequeña sorpresa para ellos. “Tuve que regatear un poco, pero al final conseguí un buen precio…” Dijo, cargando una enorme espada en las manos. “Una de las chicas la encontró tirada en medio del campo ¿Pueden creerlo?” Vanter, ciertamente, no podía creelo. Esa era Gloria, la espada de Motas, inconfundible, no solo por sus dimensiones exageradas, sino también porque uno de sus gavilanes era más corto que el otro, una asimetría inexplicable, y allí estaba, en el mismo momento y lugar que Malagonía. “¿Qué clase de truco es este?” Murmuró. Emmer la admiró maravillado, acababan de encontrarse de narices con la espada de Féctor, y ahora también aparecía la de Motas. “Solo falta el martillo de Abaragar para completar la Trinidad de Hierro de Rimos.” Comentó. Emma se mostró interesada por aquel título tan atractivo. “Estas son las armas que pertenecieron a los mejores guerreros rimorianos: al más fuerte, al más hábil y al más bravo…” Iba a comentar algo más, pero entonces se oyó a Nila protestando porque estaba hasta las pestañas de trabajo, que los necesitados no paraban de llegar, que aún había heridos que atender y que ningún miembro de su familia le estaba ayudando, ni siquiera a mantener el fuego encendido. Ambas espadas quedaron juntas, guardadas en el mismo sitio, como si no existiesen rencillas pasadas entre ellas y la gente debió escabullirse como ratas sorprendidas por el dueño de casa, para regresar y pretender estar haciendo algo útil. Para ese momento, Vanter ya se había ido.


León Faras.

jueves, 18 de abril de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXXI.



Cegarra. no era un rey de verdad, él era un solo pescador hijo de otro pescador, que siendo muy joven y buen nadador, junto con su padre y dos hombres más, construyeron el primer muelle sobre el río Jazza que hasta ese momento no era más que ribera desnuda. Era el único hijo vivo de todos los que había parido su madre en su vida y eso la había dejado a ella un poco dañada, física y mentalmente. Ella a veces llamaba a sus hijos muertos, lloraba por ellos en las noches y conversaba con ellos durante el día mientras cocinaba o limpiaba su huerto, lo que era motivo de burlas para algunos que la llamaban “la descabezada,” lo que era motivo, a su vez, de constantes riñas para el joven Cego, como le llamaban en ese entonces, y esas riñas a la larga se convertirían en su forma de vida cuando descubrieran, él y quienes le conocían, lo bueno que podía ser peleando con sus puños y aguantando los puñetazos de los demás con su cuerpo. Se hizo de cierta fama y tanto Jazzabar como la Rueda nacieron de ella. La gente se reunía para ver las peleas y pronto esa gente se empezó a arraigar ahí, para qué irse si, de una manera u otra, todos se ganaban la vida gracias al río. Para cuando Jazzabar comenzó a tomar forma como tal, Cego ya tenía una musculatura prominente, el rostro ya medio machacado por tanto golpe, y una reputación prometedora en la Rueda, pero había alguien más en ese entonces, un luchador extranjero de gran tamaño y pocas palabras coherentes que se hacía llamar el Tigar, lo que significaba el primero o el único, con la habilidad de noquear a sus rivales con una enorme eficiencia y la resistencia para aguantar palizas formidables, sus adversarios podían huir de él manteniéndose en constante movimiento para evitar sus golpes demoledores, porque la agilidad no era uno de sus puntos fuertes, pero si esa estrategia se alargaba demasiado, la audiencia pronto perdía la paciencia y con ella, el respeto por el que estaba evitando la lucha. Cego fue listo en ese sentido, se negó a enfrentarlo hasta no hacerse una idea de qué hacer ante tamaño rival, pues había visto a tipos más grandes y tan duros como él desplomarse sin control de su cuerpo tras uno de sus golpes buenos a la mandíbula. La respuesta vino de un viejo pescador de aspecto triste y andar doloroso, que le aconsejó, sin reales intenciones de hacerlo, que debía cuidarse las rodillas porque sin ellas un hombre no valía nada, y esa fue su estrategia, destrozarle las rodillas al Tigar, una rodilla, restarle movilidad, sumarle dolor a sus movimientos, convertirlo en un viejo de aspecto triste y andar doloroso. Hasta ese momento, en las peleas en la Rueda, no se permitía ningún tipo de arma, ni cortante ni contundente, pero los golpes podían darse con cualquier parte del cuerpo y dirigirlos a cualquier parte del cuerpo y la audiencia siempre apreciaba la creatividad, pero debía ser rápido y certero con sus piernas para atacar y retroceder, y al mismo tiempo firme y resistente con sus brazos para protegerse la cabeza, o el Tigar desmoronaría su brillante estrategia de un solo golpe, pues solo uno le bastaba encajar para tomar la ventaja definitiva.



La pelea fue todo un acontecimiento, todo el trabajo en Jazzabar se detuvo ese día, la gente apareció a montones, al igual que los puestos con comida y de bebida que nacieron solo para ese día. Gorman estuvo allí, vendiendo sus fritangas de camarón, pescado o cualquier cosa que saliera del río, embadurnada en su salsa especial de aspecto a lo menos dudoso, pero que podía dejar casi cualquier cosa sabrosa y crujiente. Grisélida, como fiel y orgullosa ciudadana de Jazzabar desde sus inicios, también estaba allí, aún no tenía su negocio pero ya tenía su clientela, a los que les servía sus bebidas favoritas que cargaba en una carreta tirada por un burdégano casi ciego luego de dos años trabajando en la oscuridad de las minas de Rimos. Las apuestas, tímidas de común, ese día se desataron pues lo de ese día sería un acontecimiento nunca antes visto, una pelea única, Prato, el organizador de éstas, y quién había nacido para seguir y servir a un líder con toda la lealtad que tenía para dar, ya había decidido desde hace tiempo quién debía ser éste y esperaba con ilusión que el resultado de esa pelea se lo confirmara. La Rueda se llenó como nunca, la gente de más atrás tuvo que buscar en qué encaramarse para poder ver el espectáculo y hubo quienes se beneficiaron de eso cobrando por el uso de un simple taburete o de una carreta desvencijada, pero todo valió la pena. El Tigar comprendió bien desde un principio que ante ese marco de público y ante un rival tan esperado por todos, se debía dar un buen espectáculo y no salir a acabarlo lo antes posible como lo hacía con los demás, la gente debía gozarlo, solo así vaciarían sus bolsillos con gusto y él ganaba más. Al principio el campeón se mostró tímido, lanzando golpes sin mayor intención y dejándose recibir algunos buenos bofetones que celebraba con el público alardeando de que no le hacían ningún daño, pero cuando quiso abusar de su fanfarronería animando a la gente a que le alabara e ignorando a su oponente, Cego le metió una patada directa a la rodilla izquierda que hizo tambalear al Tigar y que cambió el curso de la pelea, porque ese golpe sí lo sintió de verdad y comprendió que el espectáculo había terminado y que debía imponer su superioridad o podía llevarse, él y los que apostaron por él, una muy desagradable sorpresa. El campeón no se esperaba un golpe así y le pareció hasta una jugada sucia, porque lo honesto eran los golpes de frente y de la cintura para arriba, él, al menos, así lo hacía, pero nadie allí estaba dispuesto a escuchar quejas ni a discutir sobre honorabilidad en el combate, por lo que solo se centró de ahí en adelante en arrojar al suelo al arrogante insolente que pretendía quitarle su puesto y no le faltó demasiado cuando conectó un zurdazo ascendente que sacudió toda la cabeza de Cego y lo dejó a un solo golpe de caer, golpe que logró evitar a duras penas y trastabillando pero lo suficiente para mantenerse en pie y recuperarse para continuar. Más adelante Cego lograría esquivar un nuevo golpe de su rival y aprovecharlo para meter otra patada en el mismo sitio de antes. Esa era la mejor forma de entrarle, sino la única, pero también la más arriesgada. Luego de algunos minutos, había logrado que el Tigar cojeara a cada paso y que estuviera más furioso también, pero fuera de eso, al campeón se le veía perfectamente, él, en cambio, había recibido varios golpes y los afilados nudillos del Tigar le habían partido la cara en distintas partes, estaba bañado en sangre y sudor, sentía hinchado su ojo izquierdo, y los brazos le pesaban como nunca antes le habían pesado, solo le faltaba recibir el golpe definitivo y no podía evitarlo para siempre, entonces llegó, dejó que llegara y aunque lo contuvo como pudo cubriéndose con sus brazos, el puñetazo en el pómulo izquierdo lo hizo caer al suelo, exhausto, sin fuerzas para seguir peleando, pero aún no estaba fuera de combate, y no podía darse como ganador al Tigar si su rival estaba consciente y despierto, por lo que éste se le acercó victorioso, lo cogió por el pelo y lo hizo ponerse de rodillas para darle el golpe de gracia mientras el público celebraba completamente satisfecho con el espectáculo recibido y esperando el mejor final. Estando sobre sus rodillas y viendo el puño en alto de su rival, y como éste se hacía vitorear por sus seguidores, Cego empuñó su mano como un hombre libre y un peleador orgulloso que era y descargó su golpe de gracia también, con todas las fuerzas que le quedaban y directo a la rodilla del Tigar, la derecha esta vez, la que estaba más próxima y la que hizo que el Tigar diera un grito y le soltara el pelo en el acto; que los vítores se acabaran y que su rival lo mirara como si le hubiese traicionado, como si hubiese develado el más profundo de sus secretos, su debilidad, como si hubiese despertado en él el dolor de una antigua lesión ya olvidada pero no desaparecida y ahora lo usaba en su contra. Cego se puso de pie penosamente, mientras el Tigar apenas podía mantenerse así sin sentir dolor, a su alrededor, la mitad de la gente estaba atónita al ver cómo la situación se había invertido en un segundo y la otra mitad gritaba de felicidad por la misma razón. Cego levantó los puños otra vez, dispuesto a continuar, el otro quería destrozarlo, pero el dolor era tan intenso como cuando el tronco de un árbol le aplastó las piernas y lo tuvo sin poder caminar por meses, solo se recuperó gracias a su volumen y extraordinaria fuerza física, pero su rodilla aún le recordaba ese día de vez en cuando, y ahora más que nunca. El Tigar lo intentó pero no pudo y apoyando su rodilla lesionada en el suelo, le cedió la victoria a su rival por esa vez, prometiendo que tendría su revancha dentro de un año, pero nunca la tendría, porque luego de tres meses, un enorme Crestadorada de casi un metro de largo, probablemente el único de ese tamaño en todo el río Jazza, en uno de esos días en lo que todo sale mal y en una desafortunada maniobra de pesca, le rajara la cara a Cego con la uña de su aleta pectoral, llevándose su ojo derecho por delante, y luego huyera para nunca más ser visto. Ese día su carrera deportiva profesional terminó, un tuerto en la arena de la Rueda no era rival para cualquier luchador medianamente experimentado, el título volvió a su antiguo dueño cuando éste se recuperó y Cego comenzó, sin casi darse cuenta, una carrera política que lo llevaría a convertirse en rey, un rey sin trono ni corona, ni ninguna de esas tonterías pretenciosas, solo un hombre al mando de un pueblo que lo seguiría a donde fuera.


León Faras.

miércoles, 27 de marzo de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXX.



Recogiendo los cadáveres y limpiando los escombros, habían acumulado una importante cantidad de espadas amontonadas en un cúmulo en medio de la ciudad, casi todas eran de las llamadas Pétalo de Laira de Cízarin, pero había algunas muy particulares, y una en especial era totalmente fuera de serie. Su mango era muy largo para una espada que de normal podría manejarse con una sola mano, su pomo, era un sencillo pero elegante huevo de gallina blanco, sin embargo, lo curioso era que su hoja estaba cubierta de pinchos, como si una enredadera espinosa de hierro lo cubriera. Rara y hermosa como una Laira amarilla, la flor, ya que todas son blancas, pero a veces podía aparecer alguna que transgrede esa norma con su pigmentación, y encontrarse con una, sin duda era sinónimo de tener muy buena suerte. Eso mismo fue lo que Emma sintió al recoger del suelo esa espada, la que se mantenía impoluta, sin una sola gota de sangre encima, como si hubiese viajado hasta allí, no para pelear una batalla, sino para buscarla a ella. Era sencillamente la cosa más hermosa que había visto en toda su vida y la chica estaba embobada, sin embargo, lo que estaba cerca no era algo bello a la vista. La espada estaba junto al cuerpo de el que fuera su último dueño, un muchacho apenas mayor, aunque era difícil precisarlo, pues el chico estaba desfigurado por el veneno, tenía los ojos amarillos, las venas muy marcadas, sobre todo en el cuello y la frente, la boca abierta, la mandíbula ligeramente desencajada y manchada de baba negra y una expresión muy inquietante en el rostro con la que parecía estar mirando a su espada, como reprochándole su culpa por su terrible final. Morir de esa manera en una batalla infame sin siquiera haber podido pelear.



Emma no había soñado nunca con ser una guerrera y menos después de ver todos esos cadáveres de soldados muertos sin gloria, no, sus fantasías iban más por el lado de ser una vengadora, una justiciera, alguien valiente y de temer, que se planta entre los abusadores y los que no pueden defenderse y enfrenta a los primeros, protegiendo a los segundos con su arma sin igual, una espada, pensaba Emma, que de seguro debía de tener un nombre espectacular, como “Rayo de Justicia” o “Castigadora del Mal…” o “Implacable Venganza.” Todos muy apropiados en el mundo de sus fantasías, porque solo eran eso para ella, fantasías, y esa espada era muy real. Aun así, cogió el arma, la envolvió en la tela de un saco y se la llevó para esconderla como un tesoro, aunque todavía no estaba segura de dónde. Mientras la llevaba, una pareja de viejos con pinta de soldados veteranos con los que era mejor no meterse, se le quedaron mirando con cara de mucha curiosidad y poca paciencia, con lo que la chica solo sonrió estirando los labios, como cuando le preguntaban de algo sobre lo que prefería no hablar y aceleró el paso dando saltitos entre los escombros como un gazapo. Aquella pareja eran Gúnur y Vanter, y lo que les había llamado la atención no era esa muchacha de sonrisa sospechosa, sino lo que se asomaba del bulto que llevaba en brazos, una empuñadura acabada en un sencillo pero elegante huevo de gallina. A Vanter eso se le hizo muy familiar pero fue incapaz de recordar el porqué en ese momento. Después de todo, cómo podría llegar a imaginar, con todos los años que habían pasado, que Malagonía estaba allí, y que acababa de pasar justo frente a sus narices.



Emma recordó cuando, de niña, escondía los juguetes de Brelio atándolos con un cordel y lanzándolos dentro de un pozo, podían pasar semanas sin que nadie los encontrara, era el escondite perfecto, pero demasiado húmedo para una espada… o algo así le había enseñado su padre una vez sobre la humedad en los metales, que podía hacerlos sangrar o algo parecido… no estaba muy segura, no siempre le ponía toda la atención necesaria a su padre, o a su madre… o a la gente que le rodeaba en general y no porque no quisiera, sino porque se distraía fácilmente por culpa de su tonta concentración espontánea, sonaba a una contradicción pero no lo era, el asunto era que se perdía en su mente con cualquier cosa que llamara su atención, una nube peculiar, un insecto raro o una carreta que cojea, y se olvidaba del resto del mundo y de sus aburridos habitantes, hasta que uno de ellos la traía de vuelta y ella solo ensanchaba los labios con su sonrisa exculpadora, la que usaba para salir del paso en casi cualquier situación, y luego solo asentía convincente. Pensó en llevarla a su casa, pero de seguro que ésta estaría llena de sobrevivientes sin refugio, sobre todo niños, y su hallazgo llamaría la atención de más de alguno de ellos y luego todos querrían verla y tocarla y jugar con ella, y mamá acabaría quitándosela escandalizada, porque las espadas eran peligrosas y que no eran juguetes para niños, porque uno podía hacerse daño o sacarle un ojo a alguien más y blablablá, hasta que pensó en el cobertizo donde papá apilaba la leña cortada, era un lugar oscuro y seco, la leña jamás se agotaba y su hermana Lina, nunca iba a husmear ahí, porque, según ella, se había encontrado con la araña más grande del mundo viviendo entre los leños y a ella no le gustaban nada esos bichos, sin embargo, cuando Emma llegó, precisamente su hermana estaba allí, separando leños con sumo cuidado, como si se tratara de objetos extremadamente peligrosos y delicados. Y es que todo el mundo estaba demasiado ocupado ese día y a ella le había tocado la tarea de mantener el fuego encendido. “Deja eso, yo me encargo.” Le ordenó Emma con su autoridad de hermana mayor. Lina la miró seria, y luego al bulto que dejaba en el suelo. “¿Dónde estabas?” Le preguntó, sin soltar el leño que acababa de seleccionar, entonces, Emma puso cara de espanto, como si una bestia aterradora surgiera de las profundidades del trozo de leña que sostenía en sus manos, tanto que su dedo señalador temblaba, también su mandíbula, al tiempo que su voz se quebraba por intentar salir, pero pronto la máscara se le caía y Emma se echaba a reír de lo fácil que era asustar a su hermanita. “¿Es una espada?” Preguntó Lina, retomando su postura luego de lanzar el leño al suelo. Emma podía ser independiente y audaz, pero siempre compartía todo con su hermana, no solo su ingenio burlesco y su irritante sentido del humor, también sus secretos, aunque aquella no se lo pidiera. “No solo es una espada…” Le dijo, descubriéndola. “Mírala, es el arma de un héroe, de un paladín defensor de los afligidos, de un…” Una voz rasposa le respondió desde el exterior. “De un traidor.” Vanter la había seguido tras recordar de pronto lo que el huevo de gallina significaba. Emma lo miró disgustada de ser espiada, pero su padre también estaba allí, incrédulo. “No puede ser… es Malagonía.” Dijo, sin entender bien qué era eso de llamarlo traidor.


León Faras.

martes, 5 de marzo de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXIX.



Una numerosa cantidad de aldeas y caseríos aledaños, sobrevivían gracias a la voracidad con la que Rimos consumía el carbón que producían, devorando a su vez toda la vegetación a su alrededor que sirviera, pero a nadie en su sano juicio se le hubiese pasado por la mente jamás utilizar ni una sola vara de leña del Bosque Muerto, hogar de los Invisibles, porque eso era jugar con fuego, y no cualquier fuego, pero para Gan era distinto, porque él desde pequeño había sentido una conexión con el mundo espiritual, y podía decir cuándo era mejor retroceder, porque han ofendido a alguien, y cuándo todo está bien; y para sus amigos pieleros, aquello no era más que un graaan bosque, seco desde hace muuucho tiempo, al que, sacarle un poco de su leña, no dañaría a nadie, incluido los llamados Invisibles.



Si los pieleros, debido a su aspecto incivilizado y a su constante mal olor, casi como Cromañones, eran las personas más despreciadas e ignoradas del mundo, más aun que los que vivían hurgando en los desperdicios, los carboneros, en Rimos, estaban apenas medio peldaño más arriba, Gan lo supo en su primera entrega de carbón, donde los forjadores lo trataban como a un niño idiota de su pertenencia, cuyo trabajo no tenía arte ni ciencia, ni ningún punto de comparación con el suyo y al que podían vilipendiar a su antojo y pagarle lo que quisieran, pues su negocio entero y hasta sus vidas y las vidas de sus familias dependían del sudor de los herreros, sin embargo, ya poco quedaba del astuto e inescrupuloso Gánula, guerrero del ejército de inmortales de Rimos, ahora, a Gan se le había contagiado la humildad y sensatez del viejo Barros y su hijo, con los que había compartido los últimos años y se comportaba como uno de ellos, regateando con reverencias como si pidiera limosnas, pero ese día un niño lo estaba esperando, el hijo menor de una mujer llamada Yelena, una de las no muchas, aunque en franco aumento, mujeres herreras de Rimos, trabajaba en la forja junto con su hija Yara desde que su esposo muriera horriblemente asfixiado bajo el peso de una carreta cargada de hierro cuyo eje no resistió y desde que su hijo mayor fuera enviado al ejército de Cízarin para nunca volver. Ella le compró un par de bolsas a Gan de su carbón, y con ello hizo un interesante descubrimiento que al parecer, nadie más había notado. Lo primero que quiso saber en cuanto Gan llegó ante ella, fue de dónde sacaba ese carbón, pero de inmediato se arrepintió de la pregunta. “No, ¿sabes qué? Prefiero no saberlo...” y solo le dijo que lo quería todo y al precio justo, sin regateos ni rebajas. Gan aceptó encantado pero ella quería asegurarse de que le entendiera correctamente: “No solo el que traes ahora, te voy a comprar todo el que produzcas…” Gan asintió con la mandíbula suelta y su único ojo bien abierto, y Yelena añadió estirándole la mano como para cerrar un trato: “Me lo venderás solo a mí. ¿Hecho?” Gan estaba de acuerdo, pero esa mujer no tenía ni idea de cuánto carbón podían producir ellos y prometía comprarlo todo. Ellos tenían más carbón listo y Petro estaba trabajando en ese mismo momento en hacer más, por lo que pronto verían qué tan en serio hablaba esa mujer.



Con el aspecto que tenía el viejo Migas, era normal que la gente le cerrara la puerta en las narices nomás verlo aparecer, pero con el aspecto que traía en ese momento, era prácticamente imposible fiarse de él ni un poco, pero para eso era que le precedía una botella de vino de ciruela negra hecho por él mismo. “Soy un viejo amigo de Larzo. Pasaba por aquí y me preguntaba si podría verlo y conversar un rato…” Preguntó el viejo, con esa sonrisa fruncida que usaba para hacer negocios, a una señora mayor cuyo mayor atributo era el tamaño de sus cachetes que parecían haber sido exagerados a propósito para molestarla. “Por verlo, puede verlo, señor, pero lo de conversar va a estar medio difícil.” Respondió la mujer con una parsimonia digna de elogios. A pesar de lo lindo que estaba el día, el interior de la casa era una cueva oscura y sin ventilación, con olor a encierro, a sebo y a algún orinal olvidado. Un grupito de señoras de distintas edades apiñadas en un rincón, cada una con su respectiva taza en la mano con quién sabe qué bebida, lo miraron con desconfianza y lo saludaron de mala gana, a pesar de ello, Migas mantuvo estoico su sonrisa estreñida hasta pararse frente al dueño de casa. Había planeado iniciar la conversación diciendo que el tiempo pasaba muy rápido y que los roces del pasado debían olvidarse, pero… “Ah, a eso se refería con eso de que la conversación sería difícil.” Murmuró rascándose la mollera. El viejo Larzo yacía tirado en su lecho bien peinado, aseado y pálido como una lombriz, pero lo que más llamaba la atención era lo enjuto que se veía, como si le hubiesen chupado las mejillas desde adentro, todo lo contrario de la buena señora que le abrió la puerta, que parecía que le acababan de inflar la cara. El difunto, sostenía con firmeza un tronador con la mano derecha y apoyado sobre su hombro, como si pensara llevárselo a algún lado con él. “En sus últimas horas no quiso deshacerse de él, y aun ni muerto se atreve a soltarlo.” Comentó la mujer, mientras le arrebataba la botella de las manos a Migas, este, con el viejo muerto y tieso frente a él, ya no estaba tan convencido de querer cederla, pero debió resignarse gracias a la habilidad y delicadeza de la vieja para quitársela, en el acto las señoras que la acompañaban, entre susurros y risitas, vaciaron al suelo el contenido de sus tazas para recibir un poco de ese vino, y Migas pensó que tal vez su visita, no fuese una pérdida total de tiempo y buen licor.



Afuera, donde Migas estacionó su carreta, el único que se veía normal era el perro, y eso llamaba demasiado la atención de la gente que pasaba por ahí. Nimir se veía ausente y asustadizo, abrazado a sí mismo repitiendo en voz baja la misma perorata una y otra vez como un idiota, en el sentido literal de la palabra idiota. Luego estaba la cerda, que echada descaradamente patas arriba, liberaba pedos cada uno más intenso que el anterior, y ni hablar del viejo Buba, cuyo aspecto era cada vez menos el de un ser humano y más el de un espantapájaros hecho de cuero. Cuando Migas salió, los debió espantar a los curiosos como a moscas de su comida, y de paso regañar a Nimir por no hacerse cargo de la situación, él aún debía hacer una cosa, había convencido a las señoras, entre halagos y sorbos de vino, de llevarlo al granero donde el viejo Larzo había fabricado su invento, necesitaba saber cómo funcionaba y sobre todo, qué más se podía hacer con él.


León Faras.

martes, 20 de febrero de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXVIII.



Todo el mundo se mostró muy preocupado y confundido con la aparición de Costia en la ciudad, no solo porque vestía como un maldito soldado rimoriano y porque estaba cubierto de sangre como si lo hubiesen baldeado con ella, sino que también porque era un hombre adulto y fornido remolcado por dos mujeres, que entre las dos no hacían ni la mitad de su peso, asustado y gimoteando como un niño, como si estuviera en medio de una pesadilla de la que no se puede despertar. “No sabemos si es víctima o culpable, así que…” Hablaba Nina, cuando fue ligeramente interrumpida por la voz tenue de un muchacho insignificante. “Ese hombre no es la bestia que yo vi. Este no llega ni a la mitad de su tamaño.” Aquel era Fibo, el chico que había vuelto de la carnicería como único sobreviviente, sentado en un rincón, con la sangre ya seca en su cara y en su ropa, y con los síntomas de euforia de los polvos de ninfas ya disipados en su mente. Ahora ya podía sentir todo el peso de la realidad sobre sus debiluchos hombros. “¡Fue horrible…!” Maulló Costia, quejumbroso, queriendo decir más pero sin poder hacerlo, atormentado por la sed agobiante que sentía desde que despertó y por la luz del sol que aún le arañaba los ojos. “¡Pónganlo en algún lugar oscuro, sus ojos están dañados…” Ordenó Nina, siendo compasiva, aunque de mala gana, y agregó: “¡Y denle un poco de polvos para que deje de lamentarse o nos volverá locos a todos!” Luego se acercó a Fibo que ahora estaba más calmado y se acuclilló frente a él. “Dime, ¿es cierto lo que él dice? Que toda esa gente fue atacada por un monstruo…” Fibo, no solo estaba calmado, el chico había madurado veinte años de golpe, se estudiaba las uñas concienzudo, como si se tratara de una labor muy importante, entonces levantó la vista. “No sé qué clase de criatura era, porque creo que cambiaba de forma, que saltaba de un lado a otro como si nada… tal vez volaba; que rugía como un animal y reía como un demente y que al final se mostró ante mí como un hombre, un gigante… un monstruo terrible.” El chico no mentía, eso era lo que sus sentidos interpretaron estando tan drogado como estaba, eran muchas piezas de información distorsionada e inconexa que el cerebro debía explicar de alguna forma, y lo hacía de la mejor forma que sabía: con superstición.



Cherman escuchaba las historias de las personas sobre la ciudad en ruinas incrédulo. “¿Cómo se puede alcanzar tal nivel de destrucción en una sola noche?” Qrima, que reposaba cerca mordisqueando de mala gana unas porquerías amargas que su hermana le dio, según ella, para recuperarse más rápido, lo miró como al pobre tipo que siempre le toca hacer la pregunta tonta por llegar tarde al embrollo, y luego de llamar su atención con un chiflido suave, le mostró la bola de hierro que sacó del cuerpo de Emmer y que aún guardaba entre sus cosas, la primera, porque la segunda no se había preocupado de guardarla en medio de la batahola a su alrededor. “Estas son pequeñas, como para matar personas, pero hay otras más grandes, como para atravesar casas enteras de lado a lado… ya vieras el estruendo que hacen, ¡como si la tierra se fuera a partir en dos!” Cherman miró al viejo y sencillamente no le creyó, y es que su aspecto, entre medio borracho y medio senil, no le daban confianza del todo, pero entonces llegaría Emmer, no solo para saludarlo como camarada, sino también para confirmarle la historia del viejo. “Es cierto, amigo. La primera vez que las vi, tampoco yo podía entender qué carajo estaba sucediendo.” Afirmó, enseñándole su más reciente cicatriz en el pecho, curiosa, como un sol negro con sus rayos expandiéndose y enterrándose como raíces en su carne, pero aun con eso era imposible para Cherman imaginar el cómo hasta no verlo con sus propios ojos. Y como la prueba viviente de que la casualidad no existe, pero las coincidencias sí, en ese mismo momento retumbó un disparo que atravesó el valle con su terrible sonido, feroz y fugaz al mismo tiempo; atractivo pero espantoso por igual. Cuando llegaron allá, Cherman pudo ver lo que antes no pudo imaginar, el estado de una ciudad devastada por una fuerza desconocida para él. Todos oyeron la detonación en la ciudad, incluso, muchos corrieron a esconderse, pero nadie sabía aún de dónde había salido, y pasaría un buen rato hasta que encontraran a los chicos que, saqueando cadáveres de amigos y enemigos, encontraron un Tronador de los pequeños que, para su sorpresa, no solo aún funcionaba, sino que además estaba cargado. Nadie resultó herido con el disparo, pero la felicidad de esos muchachos era completa en ese momento. Quien también oyó la detonación fue Váspoli, el último de los derrotados soldados cizarianos en partir de vuelta a casa, con el cuerpo del pobre Furio atravesado sobre su yegua Saeta, al menos él y el instructor serían sepultados en su tierra. Se preguntó si ese disparo no sería el último recurso de algún soldado cizariano que aún intentaba seguir luchando, pero prefirió apresurar su montura antes que responderse.



Allí, en medio de la destrucción, Cherman se encontraría con una mujer con pinta de prostituta, un muchacho agotado y cubierto de sangre seca y un espadón bastante llamativo, que la mujer apenas podía levantar. El guerrero de la pata de hierro reconoció el arma de inmediato. “Esa es Gloria… me pregunto cómo habrá llegado hasta aquí.” Nina se lo quedó mirando como si hubiese dicho algo inapropiado sobre sus partes privadas. No solo era un tipo cero atractivo para ella, que no había visto en toda su vida, además, ¿la estaba confundiendo acaso con alguien más? Cípora y Lorina se pararon a su lado con los brazos cruzados y el mentón en alto, como matones malhumoradas. Cherman notó su hostilidad, había que ser ciego para no hacerlo, y se explicó en el acto. “Hablo de la espada que sostienes, la conozco, pertenecía a un bravo guerrero llamado Motas.” Cípora puso cara de disgusto, como si hubiese oído nada más que un embuste. “¿¿Motas?? ¿Qué clase de nombre es ese para un guerrero?” Y Lorina asintió con toda firmeza. “¡Ese es nombre de perro!” Afirmó. Cherman rio, y su risa era amable. “Lo sé, se lo decíamos todo el tiempo, pero él estaba orgulloso de ese ridículo nombre. Él decía que el nombre no debe darte grandeza, tú debes darle grandeza al nombre…” Cípora seguía con cara de disgusto. “¡Bah! ¡Esa es una tontería!” Escupió.


León Faras.



martes, 30 de enero de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXVII.



Migas entró a la ciudad usando un sombrero de paja y una manta que le tapaba hasta las orejas, además de haberse tiznado media cara durante la noche para no ser reconocido, no quería problemas con la ley por algunos vagos extranjeros desaparecidos y aprovechados para el consumo humano hace años. Siempre había algunos que no olvidaban nunca. Nimir, a su lado, no había evolucionado nada en toda la noche, continuaba disminuido como un perro apaleado por su amo sin entender el porqué, murmurando cosas ininteligibles que desesperaban y hacían enojar a Migas al no poder entender ni media palabra de lo que decía, y eso le hacía gritarle y ofrecerle golpes, pero sin lograr nada más que hacer que Nimir se encogiera y se cerrara otra vez en su frágil caparazón de ensimismamiento, más adelante, en una esquina, estuvo a punto de chocar con otra carreta por ir ocupando su atención en exigir un cambio de actitud a su compañero de viaje, por suerte el otro se detuvo a tiempo y él logró esquivar el choque. La otra carreta iba conducida por una niña. Qué clase de gente irresponsable mandaba a una niña a manejar un vehículo, se preguntó Migas con evidente desprecio en el gesto, sin embargo, lo que le llamó la atención, era que junto a la niña viajaban dos mujeres más, una joven y una mayor que podía ser la madre de ambas, esta última le echó una mirada larga e incómoda que no se le despegó hasta que comenzó a alejarse; una mirada de angustia o de espanto. “¿Acaso viste un fantasma, mujer?” Preguntó el viejo, retóricamente. En la otra carreta, Rubi también había notado que su madre se había quedado con la boca abierta, los ojos grandes y las cejas arqueadas, mirando a ese extraño sujeto que pasó frente a ellas, extraño, pero no mucho más que cualquier otro. “¿Lo conoces?” Preguntó Falena. Teté negó con la cabeza tratando de pensar, como si hubiese olvidado las palabras más elementales para expresarse. “¿Qué te ocurre, mamá?” Preguntó Rubi, con su tono más persuasivo. Teté estaba en blanco, como si tuviera muchas cosas sucediendo en su cabeza al mismo tiempo sin poder organizarlas, hasta que una idea se volvió más clara y evidente que las demás: “La gente tiene una luz, una luz que crece cuando la muerte se acerca… ese hombre… no tiene luz.” Dijo.



Garma se había vuelto una celebridad en Jazzabar, para su pueblo y para su rey, no solo por su habilidad en la lucha o por su sobrenatural capacidad para recuperarse de las heridas, sino también por su amabilidad inherente, su dulzura en el trato y su inalterable respeto por todos los demás, fueran quienes fueran, y si su pueblo lo amaba, Cegarra también lo amaba. Visitaba la Descorazonada con regularidad, donde recibía más de un trago gratis por parte de sus numerosos admiradores, que él recibía con la moderación y la gratitud de un monje. Conversaba con Nazli durante horas, saludaba a Grisélida en su rincón con el cariño de un sacerdote que visita a uno de sus fieles ancianos, y desde hace un tiempo, les llevaba pequeños obsequios y golosinas a los hijos de Gina, los que vivían junto a su madre en la Descorazonada, y es que Nazli no había tenido opción, si hasta Grisélida le rogó que la dejara quedarse y cantar en el negocio; su timbre celestial, su voz de soprano y su oído absoluto la hacían formidable, solo le exigió una condición: no más hijos, porque cuatro eran más que suficientes, si solo su habilidad para el canto era superior a su habilidad para parir, pero Gina le respondió con un poco de angustia y total inocencia: “Pero si yo nada he tenido que ver en eso…” Porque para ella, los hijos eran un regalo o a veces también una imposición de los dioses, así se lo habían enseñado, eran ellos quienes decidían a quien preñar y a quien no, y a las mujeres no les quedaba de otra que aceptarlo o aceptar el castigo, “…porque, ¿de qué otra manera podía aparecer un bebé dentro de la barriga de alguien?” Argumentó. Todos podían tener sus teorías, todos habían oído alguna historia al respecto, pero nadie tenía una respuesta clara y concreta, por lo que Gina quedó libre de continuar con sus creencias.



Aquel día en la Descorazonada hubo rumores, alguien que conocía a alguien que era amigo de un pariente de Elsa, la mujer de Váspoli, decía que supo de muy buena fuente que el ataque a Bosgos había sido un completo desastre, mucho peor que el de Velsi y que el rey Siandro iba a rearmar su ejército reclutando a todos los hombres de Jazzabar, los que eran el ochenta por ciento de la población total del puerto. “¡Cegarra jamás permitiría eso!” Exclamó Pidras, desde la cocina, sacando medio cuerpo por la ventanilla, pero el otro no tenía la misma fe en un autoproclamado rey de un puerto fluvial. “¿Y qué crees que hará? ¿enfrentarse al rey de Cízarin? ¡Él no es un rey de verdad, ceporro!” “¡Cierra esa puta boca o te haré comer mierda la próxima vez que vengas!” Replicó el cocinero, furioso. “¡Tu comida ya es una mierda, guadarro!” Terció otro. La cosa subía de tono rápidamente hasta que intervino Garma y su respetada presencia, llamando a la paz enseñando sus palmas, como un santo en medio de un tumulto. “Rumores son rumores, amigos, y discutir por ellos es tan tonto como discutir por el clima que habrá mañana o la semana que viene… ¿Acaso alguien puede apostar la comida de su familia a que habrá sol dentro de tres días? Y sí, Cegarra no es un rey de verdad, pero él fundó este lugar, él paró el primer poste en el lecho del río, él comenzó a construir todo esto y animó a los demás a que lo siguieran, por lo que, para muchos de nosotros aquí, Cegarra sí es nuestro rey, y llegado el momento, actuaremos en consecuencia.” Era difícil de creer para Nazli, pero Garma era todo un patriota jazzabariano ahora.



Si el discurso de Garma era apaciguador, el canto de Gina que le siguió fue arrullador, la discusión se apagó sin dejar ascuas siquiera, los rostros se suavizaron y los contendientes olvidaron sus rencillas con una sonrisa de dulce satisfacción en el rostro, ya no había guerras ni reyes, solo el canto de Gina, y su canto hablaba sobre una mujer cuyo amor ha muerto y ahora solo desea dormir para estar con él en sus sueños.


León Faras.

domingo, 14 de enero de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXVI.



Vanter cosía algunas heridas, cauterizaba otras y reparaba huesos con maestría, rapidez y frialdad, como el ejército lo exigía. No le gustaba quejarse y no le gustaba oír quejas tampoco, así que hacía lo que debía hacer con las manos de un hábil curandero, pero la cara de un guardia carcelario mosqueado contigo al que le importa un nabo lo que sientas. “No hables o te dolerá más.” Parecían decir sus ojos. “Por poco, y creí que no lo lograrías.” Dijo una voz familiar detrás de él, Vanter lo miró con la expresión entre aturdida e incrédula, de un boxeador que acaba de ser derribado de un golpe. “¡Por los huesos del primer hombre! Tampoco creí volver a verte de nuevo.” Aquel era Cherman, el bueno y siempre confiable Cherman. Se abrazaron como camaradas. Vanter se cubría la cicatriz del cuello con un pañuelo, por lo que le pareció curioso el comentario de su amigo: “¿Cómo sabes que casi no lo logro?” Preguntó enojado, aunque no era que lo estuviera en realidad, su rostro era duro y sus gestos toscos, luego se suavizaron cuando supo que aquel lo había encontrado en el campo de batalla con la mitad del cuello rebanado y la cabeza desprendida casi por completo de su cuerpo y lo había dejado en un lugar seguro. “Nos quedamos atascados en el puerto flotante de Jazzabar, Damir acabó muerto allí y yo terminé en el río. Para cuando volví, ya todo había terminado…” Luego de una pausa, agregó como rememorando. “Había un perro hurgando en los cadáveres aquella noche, uno feo como una blasfemia, pero ese perro me guio hasta ti y se quedó a tu lado cuando yo me fui.” Vanter pareció esbozar una sonrisa. “¡Oh, ese condenado animal! No sé qué diantres comió esa noche, pero te aseguro que no es para nada un perro normal, es como si llevara el alma de un hombre dentro. ¡Al maldito solo le falta hablar!” Esos comentarios supersticiosos no eran nada comunes en Vanter, pero si los hacía, era por algo. “Siempre me sigue a todos lados aunque yo no quiera, pero cuando lo llamé para que nos acompañara a venir aquí, se me quedó mirando como si le hubiese sugerido una absoluta estupidez, luego solo me ignoró, se volteó y se fue a echar a su rincón. ¡Y además, ¿cuántos años se supone que debe vivir un perro?!” “Dicen que el hombre vive la vida de tres perros, supongo que depende de cuánto viva un hombre.” Respondió Cherman, rascándose la barba rala que le crecía en el mentón para dar veracidad a algo que no lo convencía demasiado a él mismo, pero para Vanter sonó razonable.



¿Qué piensas hacer con él?” Preguntó Yurba, mientras se hurgaba la nariz con desparpajo mirando el cuerpo del viejo Éscar siendo arrastrado tras ellos, pero Demirel estaba ensimismado por el desastre y la matanza ocurrida bajo su mando y no le respondió. O tal vez solo lo estaba ignorando como siempre lo hacía. “¿Dónde están los demás?” Insistió Yurba. Siempre hacía lo mismo, pensaba Demirel, pregunta algo solo por preguntar, y como no obtiene respuesta, se olvida de ello y pregunta otra cosa, como si lo anterior no le importara en absoluto y lo siguiente seguramente que tampoco. A él no le interesaban las respuestas, solo hacer notar su presencia, como un niño molesto. Era mejor seguir ignorándolo. “¿Y ahora cuál es el plan, jefe?” Continuó Yurba, buscando la pregunta adecuada que abriera el canal de comunicación que le urgía abrir porque Yurba era un tipo con baja tolerancia a los silencios prolongados, incluso cuando dormía, lo hacía más a gusto en medio de la zalagarda de una cantina que en el silencio de un campo abierto. Demirel miró hacia el cielo, Yurba lo imitó. Sería mediodía o algo así y no había ni luces de Váspoli y los refuerzos, aunque tampoco era que fueran a servir de mucho a esas alturas. Demirel respiró hondo, se secó el sudor de los ojos y siguió caminando. Yurba estaba discurriendo su siguiente pregunta, cuando sonó un silbido desde un árbol en el bosquecillo cercano, Váspoli salió a recibirlos, su cara de decepción lo decía todo: ni refuerzos, ni nada, solo él y un par de caballos extras que pensó que servirían. “Traté de explicarle al general Fagnar lo de los venenos, pero dijo que había que ser idiotas para dejarse envenenar así.” Tibrón estaba allí, sentado sobre una roca, tan desilusionado que apenas podía levantar la vista del suelo. No había más que un puñado de cizarianos sobrevivientes, los rimorianos se habían ido todos por su cuenta y al pobre Furio se le había escapado tanta sangre de las venas que yacía tirado contra un árbol, lívido y frío como una piedra de cuarzo. El ruido de cascos y jadeos de caballos que se acercaban entre los árboles los alertó, solo podían ser más enemigos, eso era seguro. Todos cogieron sus armas y se prepararon para continuar con una lucha que hace rato los tenía agotados más que solo físicamente, pero entonces Aregel y Cal Desci aparecieron allí, tirando de las bridas a un par de animales cada uno. Ellos no se habían ido, solo habían ido en busca de algunos caballos para que el grupo pudiera moverse con mayor facilidad. “¡Miren! Encontré a Caca de Pájaro.” Dijo Cal, con una risa tonta que nadie compartió. Este era un joven potro que le pertenecía al instructor. Castaño de los pies a la cabeza excepto por una pequeña mancha blanca en medio de la frente, de ahí su curioso nombre, el otro era su propio caballo, Pantano, un bonito ejemplar de color arena con las patas negras hasta las rodillas como si se hubiese metido en un lodazal. Aregel no había tenido la misma suerte, sus caballos eran tan genéricos que podían llamarse de cualquier forma imaginada y estaría bien. Nueve caballos. Todo el ejército cizariano cabalgaría de vuelta a casa sobre nueve caballos.



Para Costia, la luz entraba en sus ojos como pequeñas agujas de hierro incandescente disparadas desde el cielo, pero ya estaba viendo un poco mejor, era llevado con técnica y paciencia por Lorina y Cípora, cogido de un brazo por cada una como cuando sacaban del local a algún cliente con una borrachera poco atractiva para los demás. Caminaban de vuelta a la ciudad dejando tras ellos una hoguera de cadáveres que ardían con determinación gracias al aceite y las ramas secas que le habían puesto entremedio y encima. Nina arrastraba tras ella una enorme espada que había encontrado cubierta de sangre y tierra entre los cuerpos. No sabía nada sobre espadas o cómo se usaban, apenas sí podía levantarla, pero sí sabía una cosa, que esa espada no era una espada cualquiera como las otras tiradas en la ciudad, esta podía ser valiosa.


León Faras.