V.
Fue
una noche tranquila, las arenas del desierto se comportaron benévolas con los
viajeros y llegado el ocaso, pudieron comer tranquilamente y dormir a gusto,
hasta tuvieron ánimos de parlotear hasta bien entrada la medianoche, contándose
la buena cantidad de cosas interesantes que habían visto y vivido a lo largo de
sus ajetreadas vidas, algunas parecían mentira, otras lo eran casi por
completo. Baros, por ejemplo, contó como la noche que lo liberaron, presenció
la cosa más fabulosa jamás vista por nadie en ninguna parte del mundo: la increíble
lucha entre una bestia y un enano de rocas. Por supuesto que, al igual que con
el oro y los Grelos, nadie le creyó, incluso Bomas aprovechó para ponerse de
pie, soltar un escupitajo al suelo e irse a dormir, alegando que después de
semejante embuste, nadie podría contar otra historia que la superara, Gago,
entusiasmado, aunque no convencido, quería conocer el desenlace de semejante
combate. Nilson, en cambio, con sus gigantescos brazos cruzados sobre su no
menos abultado pecho, escuchaba la historia con la vista fija en el fuego,
asintiendo suavemente. Él sí le creía, o al menos le daba el beneficio de la
duda, él había visto, hace varios años ya, caer del cielo una roca envuelta en
llamas que se estrelló en un bosque, y de la que salió una criatura viva, que se
alejó caminando y dejando un rastro de fuego azulado a su paso que no tardó en
desaparecer, cubierto por el colosal incendio que se armó. Eso sí que fue algo
increíble de ver, pero claro, cuando lo contó, a él tampoco nadie le creyó. Hay
cosas que simplemente son imposibles de creer, y eso es así. Al alba reanudaron
la marcha, si no había contratiempos, llegarían al valle de Las Mellizas
aquella misma tarde.
Múltiples
entradas, pero sólo una conectada con la única salida disponible. El Místico,
una vez completado el laberinto, atravesó la raíz del Gigante Dormido que lo
conducía a la salida, un conducto que se volvía cada vez más y más oscuro hasta
anular completamente el sentido de la vista, aunque éste, no era en absoluto
necesario para salir de allí, bastaba con seguir el camino recto como un túnel
hasta atravesar la pared de agua y eso era todo, sin embargo, por precaución,
el Místico cogió de la bolsa que colgaba en su cintura, una especie de
escarabajo del tamaño de una nuez, parecía hecho de una roca gris-azulosa, pero
con un enorme grado de detalle. Lo encerró formando una cavidad con ambas
manos, le rezó una breve oración y le lanzó su propio hálito, un largo y
regulado soplido como quien se calienta las manos con su aliento. Entonces del
interior de sus manos comenzó a brotar luz, al abrirlas, el escarabajo voló,
iluminando todo el lugar con su barriga como una luciérnaga. El escarabajo
iluminó el camino del Místico hasta llegar a la pared de agua: una suave y fina
cortina de agua que cubría todo el espacio para pasar. Tanto el insecto mágico
como el hombre de la túnica marrón y la piel morada, cruzaron a través de la
suave cascada sin ningún problema, pero apenas estuvo al otro lado, el Místico
oyó la voz de un hombre y vio como el túnel transversal, justo frente a él, era
iluminado paulatinamente por la luz amarilla e inquieta de un fuego, entonces,
sin perder un segundo, cogió su escarabajo de un zarpazo, se lo metió en la
boca y se dejó caer al suelo. En el otro extremo del túnel apareció Lázar de
Agazar con una antorcha en la mano y la espada en la otra, inspeccionaba todos
los conductos adyacentes en busca de alternativas o de posibles peligros
potenciales. Se encontró con el cuerpo del Místico, con toda precaución y
usando la punta de su espada, le levantó la capucha, el caballero retrocedió
asqueado: Aquel hombre en el suelo lucía el desagradable aspecto de la muerte
vieja. Tenía la piel roída hasta los huesos en algunos lugares, sus cavidades
oculares estaban vacías, los labios recogidos y la parte blanda de la nariz a
punto de desprenderse producto de una colonia de afanados gusanos. Lázar le
guardó respeto y lo dejó en paz, sólo era un cadáver hace rato abandonado a su
suerte como alimento para las alimañas, luego comprobó con decepción que en el
fondo de aquel túnel sólo había un muro de roca por el que escurría sin parar
una suave cascada de agua pegada a la pared. Cuando el caballero se retiró para
continuar su camino, el Místico se puso de pie, le pareció ver, antes de que la
oscuridad se volviera absoluta, un pollo gigante. Ya no tenía ningún aspecto de
muerte, su piel violeta relucía, sus labios se juntaban, su nariz estaba
intacta y sus ojos amarillos estaban tan vivos como siempre. La ilusión era el
más simple de sus trucos. Una vez que todo regresó a la calma y la oscuridad
volvió en su total dominio, escupió con suavidad el escarabajo sobre su mano,
éste inmediatamente se encendió y reanudó su vuelo. Sin embargo, le quedaba una
gran duda, por un lado, aquel caballero no era a quien él buscaba, pero por
otro lado, se preguntaba qué diablos podría estar haciendo allí un caballero de
Egadari y su plumífera montura. Entonces, un buen número de detonaciones,
aullidos y golpes de metal llegaron hasta sus oídos. Dentro de las cloacas, era
difícil saber de dónde venían exactamente esos sonidos, pero el Místico lo
sabía sin ninguna duda: aquella era la entrada del Ladrón y los hombres que
buscaba estaban allí, pero eso no era todo, había otro persistente sonido, una
melodía lenta y grave que venía de la ciudad, a la que tendría que prestarle
atención después.
Si
un Nobora, por naturaleza, era una criatura pendenciera, que le parecía
especialmente estimulante la idea de dar y recibir golpes, y con no mucha
inteligencia como para medir consecuencias o considerar otras alternativas más
seguras o menos violentas, entonces, un Nobora narcotizado con una sustancia
que le hacía perder el mínimo de cordura y de instinto de conservación que el
miedo puede generar en un organismo vivo, era un auténtico demonio desatado. Tanto
Licandro como Gíbrida, una vez que su amigo Bolo desapareció en la oscuridad,
se quedaron pasmados e incrédulos, incapaces de moverse hasta que una
ensordecedora detonación los despertó de su letargo cerebral, a su lado,
Gálbatar tiraba con fuerza de la palanca de su rifle hacia atrás y luego hacia
delante para cambiar la munición usada por una nueva, el alquimista los increpó
por estar parados como imbéciles, y llevándose la mira telescópica de su arma
de nuevo al ojo derecho, echó a andar tras su esclavo Nobora. Licandro, con ambas pistolas en las manos, se
rascó la cabeza con la empuñadura de una de éstas mientras maldecía con
frustración, se armó de valor, como quien está a punto de meterse al agua fría
y luego caminó decidido, reprochándole, un poco al aire y otro poco a sí mismo,
que él sabía que el Foso, aunque tuvieran que pasarse toda una vida buscándolo,
era mucho más seguro que esta endemoniada entrada. Gíbrida, levantando con
fuerza el cañón basculante de su escopeta recién cargada, le recordó que no era
momento para arrepentimientos ni reproches, y también avanzó con paso firme
tras él.
Como
una lucha de gatos salvajes encerrados en un pozo, así se podía describir el
combate desenfrenado de Bolo contra, por lo menos, tres Mancos simultáneamente.
El Nobora era duro como un árbol, pero aquellas cosas eran de metal forrado en
goma y los golpes de puño no eran, precisamente, lo más adecuado para
derrotarles, sin embargo, Bolo ya había encontrado una forma bastante
eficiente: lograba atenazarlos por detrás, donde las garras de los Mancos se
volvían inútiles, con sus fuertes piernas por la cintura y sus poderosos brazos
por el cuello, del cual tiraba con todos los músculos de su torso, repartiendo
al mismo tiempo, violentos codazos sobre los hombros del Manco hasta conseguir
descuajarle la cabeza, para luego usarla, junto con el cuerpo del decapitado,
como arma contundente y arrojadiza contra los otros, mientras Gálbatar y los
demás se abrían paso a tiros, descubriendo que los disparos a corta distancia
eran mucho más eficientes y que las articulaciones de los Mancos eran
particularmente débiles a las balas. Sin embargo, los enemigos, lejos de
acabarse, parecían multiplicarse, todo lo contrario de las municiones y aún no
se vislumbraba una salida. Licandro cogió a Bolo por la parte de atrás de su
camiseta de cuero, bastante rasgada ya, y con una fuerza considerable lo elevó
por los aires y lo lanzó un par de metros hacia atrás, para que el incansable
Nobora ganara algunos metros, pues no paraba de enfrascarse en sucesivas peleas
que evitaban que el grupo avanzara hacia una salida y debían hacerlo si querían
salir de allí algún día. Gíbrida se adelantó varios metros animando a los demás
a que hicieran lo mismo, cargó su escopeta y soltó un tiro hacia el bulto de
enemigos, el estridente aullido de respuesta vino desde sus espaldas, un grupo
de Mancos venía corriendo hacia ella, la chica apuntó y le soltó su disparo en
plena cara al que estaba más próximo, pero inmediatamente supo que debía cargar
otra vez, y estaba sola. Con agilidad, esquivó las garras del Manco que pasó
volando sobre su espalda por los pelos y echó a correr como alma que lleva el
diablo, tras ella, se escuchó como las garras de metal hendían la piedra al
frenar la carrera y la retomaban nuevamente para perseguirle. Gíbrida ni
siquiera intentó cargar su escopeta, su carrera era demasiado desesperada para
eso, entonces vio una silueta que corría hacia ella en sentido contrario, no
parecía un Manco, pero dadas las circunstancias, podía ser incluso algo peor.
Estaba perdida, los Mancos casi le pisaban los talones y ese ser de túnica
oscura corría por el cielo cabeza abajo directo hacia ella, entonces, en
cuestión de segundos, Aquel le saltó encima lanzándola inexorablemente al
suelo, le presionó fuerte en alguna parte de la nuca con dos dedos y la chica
sintió como su cuerpo dejaba de obedecerle, se quedó inerte, tirada en el suelo
sin poder moverse, completamente desvalida, mientras el hombre de la túnica
continuaba su carrera hacia sus compañeros. Los Mancos frenaron su carrera
junto a ella, eran cuatro, no había forma de que se defendiera, ni siquiera
podía gritar, sin embargo, aquellos luego de estudiarla algunos segundos con
sus rostros inexpresivos e inocentes, se alejaron sin siquiera tocarle un pelo.
Parecía muerta, y para los Mancos, un muerto no era una amenaza ni les generaba
el menor interés. Bolo estaba listo para lanzarse al ataque nuevamente, pero casi
en el aire, unas manos fuertes y de color morado lo tomaron por la camiseta
nuevamente y lo lanzaron varios metros atrás. Gálbatar disparaba a todo lo que
su fusil le daba, mientras a su lado Licandro, hace rato sin un segundo de
tiempo para cargar sus pistolas, había cogido el martillo que cargaba a su espalda
y con él hacía lo posible por ganar algo de espacio repartiendo golpes de derecha
e izquierda, entonces, un místico pasó corriendo junto a él, luego otro y luego
una docena, por todos lados, cruzándose por las paredes, otros por el cielo raso,
confundiendo a los Mancos que no sabían a quién perseguir o atacar. El alquimista
y su compañero se miraron perplejos, hasta que el Místico, el de verdad, se paró
en medio de ellos y casi les ordenó que salieran de ahí. A la carrera cogieron a
Bolo, uno de cada hombro, mientras el Místico cogía a Gíbrida del suelo y con otra
suave presión de sus dedos en el cuello, le devolvía toda la movilidad a su cuerpo.
La chica se alejó de él a manotazos, asustada: aquello de quedar "atrapada" en un cuerpo sin poder moverse, había sido la experiencia
más espantosa que había vivido.
León Faras.