viernes, 1 de febrero de 2019

La Prisionera y la Reina. Capítulo cinco.


V.

Fue una noche tranquila, las arenas del desierto se comportaron benévolas con los viajeros y llegado el ocaso, pudieron comer tranquilamente y dormir a gusto, hasta tuvieron ánimos de parlotear hasta bien entrada la medianoche, contándose la buena cantidad de cosas interesantes que habían visto y vivido a lo largo de sus ajetreadas vidas, algunas parecían mentira, otras lo eran casi por completo. Baros, por ejemplo, contó como la noche que lo liberaron, presenció la cosa más fabulosa jamás vista por nadie en ninguna parte del mundo: la increíble lucha entre una bestia y un enano de rocas. Por supuesto que, al igual que con el oro y los Grelos, nadie le creyó, incluso Bomas aprovechó para ponerse de pie, soltar un escupitajo al suelo e irse a dormir, alegando que después de semejante embuste, nadie podría contar otra historia que la superara, Gago, entusiasmado, aunque no convencido, quería conocer el desenlace de semejante combate. Nilson, en cambio, con sus gigantescos brazos cruzados sobre su no menos abultado pecho, escuchaba la historia con la vista fija en el fuego, asintiendo suavemente. Él sí le creía, o al menos le daba el beneficio de la duda, él había visto, hace varios años ya, caer del cielo una roca envuelta en llamas que se estrelló en un bosque, y de la que salió una criatura viva, que se alejó caminando y dejando un rastro de fuego azulado a su paso que no tardó en desaparecer, cubierto por el colosal incendio que se armó. Eso sí que fue algo increíble de ver, pero claro, cuando lo contó, a él tampoco nadie le creyó. Hay cosas que simplemente son imposibles de creer, y eso es así. Al alba reanudaron la marcha, si no había contratiempos, llegarían al valle de Las Mellizas aquella misma tarde.

Múltiples entradas, pero sólo una conectada con la única salida disponible. El Místico, una vez completado el laberinto, atravesó la raíz del Gigante Dormido que lo conducía a la salida, un conducto que se volvía cada vez más y más oscuro hasta anular completamente el sentido de la vista, aunque éste, no era en absoluto necesario para salir de allí, bastaba con seguir el camino recto como un túnel hasta atravesar la pared de agua y eso era todo, sin embargo, por precaución, el Místico cogió de la bolsa que colgaba en su cintura, una especie de escarabajo del tamaño de una nuez, parecía hecho de una roca gris-azulosa, pero con un enorme grado de detalle. Lo encerró formando una cavidad con ambas manos, le rezó una breve oración y le lanzó su propio hálito, un largo y regulado soplido como quien se calienta las manos con su aliento. Entonces del interior de sus manos comenzó a brotar luz, al abrirlas, el escarabajo voló, iluminando todo el lugar con su barriga como una luciérnaga. El escarabajo iluminó el camino del Místico hasta llegar a la pared de agua: una suave y fina cortina de agua que cubría todo el espacio para pasar. Tanto el insecto mágico como el hombre de la túnica marrón y la piel morada, cruzaron a través de la suave cascada sin ningún problema, pero apenas estuvo al otro lado, el Místico oyó la voz de un hombre y vio como el túnel transversal, justo frente a él, era iluminado paulatinamente por la luz amarilla e inquieta de un fuego, entonces, sin perder un segundo, cogió su escarabajo de un zarpazo, se lo metió en la boca y se dejó caer al suelo. En el otro extremo del túnel apareció Lázar de Agazar con una antorcha en la mano y la espada en la otra, inspeccionaba todos los conductos adyacentes en busca de alternativas o de posibles peligros potenciales. Se encontró con el cuerpo del Místico, con toda precaución y usando la punta de su espada, le levantó la capucha, el caballero retrocedió asqueado: Aquel hombre en el suelo lucía el desagradable aspecto de la muerte vieja. Tenía la piel roída hasta los huesos en algunos lugares, sus cavidades oculares estaban vacías, los labios recogidos y la parte blanda de la nariz a punto de desprenderse producto de una colonia de afanados gusanos. Lázar le guardó respeto y lo dejó en paz, sólo era un cadáver hace rato abandonado a su suerte como alimento para las alimañas, luego comprobó con decepción que en el fondo de aquel túnel sólo había un muro de roca por el que escurría sin parar una suave cascada de agua pegada a la pared. Cuando el caballero se retiró para continuar su camino, el Místico se puso de pie, le pareció ver, antes de que la oscuridad se volviera absoluta, un pollo gigante. Ya no tenía ningún aspecto de muerte, su piel violeta relucía, sus labios se juntaban, su nariz estaba intacta y sus ojos amarillos estaban tan vivos como siempre. La ilusión era el más simple de sus trucos. Una vez que todo regresó a la calma y la oscuridad volvió en su total dominio, escupió con suavidad el escarabajo sobre su mano, éste inmediatamente se encendió y reanudó su vuelo. Sin embargo, le quedaba una gran duda, por un lado, aquel caballero no era a quien él buscaba, pero por otro lado, se preguntaba qué diablos podría estar haciendo allí un caballero de Egadari y su plumífera montura. Entonces, un buen número de detonaciones, aullidos y golpes de metal llegaron hasta sus oídos. Dentro de las cloacas, era difícil saber de dónde venían exactamente esos sonidos, pero el Místico lo sabía sin ninguna duda: aquella era la entrada del Ladrón y los hombres que buscaba estaban allí, pero eso no era todo, había otro persistente sonido, una melodía lenta y grave que venía de la ciudad, a la que tendría que prestarle atención después.

Si un Nobora, por naturaleza, era una criatura pendenciera, que le parecía especialmente estimulante la idea de dar y recibir golpes, y con no mucha inteligencia como para medir consecuencias o considerar otras alternativas más seguras o menos violentas, entonces, un Nobora narcotizado con una sustancia que le hacía perder el mínimo de cordura y de instinto de conservación que el miedo puede generar en un organismo vivo, era un auténtico demonio desatado. Tanto Licandro como Gíbrida, una vez que su amigo Bolo desapareció en la oscuridad, se quedaron pasmados e incrédulos, incapaces de moverse hasta que una ensordecedora detonación los despertó de su letargo cerebral, a su lado, Gálbatar tiraba con fuerza de la palanca de su rifle hacia atrás y luego hacia delante para cambiar la munición usada por una nueva, el alquimista los increpó por estar parados como imbéciles, y llevándose la mira telescópica de su arma de nuevo al ojo derecho, echó a andar tras su esclavo Nobora.  Licandro, con ambas pistolas en las manos, se rascó la cabeza con la empuñadura de una de éstas mientras maldecía con frustración, se armó de valor, como quien está a punto de meterse al agua fría y luego caminó decidido, reprochándole, un poco al aire y otro poco a sí mismo, que él sabía que el Foso, aunque tuvieran que pasarse toda una vida buscándolo, era mucho más seguro que esta endemoniada entrada. Gíbrida, levantando con fuerza el cañón basculante de su escopeta recién cargada, le recordó que no era momento para arrepentimientos ni reproches, y también avanzó con paso firme tras él.

Como una lucha de gatos salvajes encerrados en un pozo, así se podía describir el combate desenfrenado de Bolo contra, por lo menos, tres Mancos simultáneamente. El Nobora era duro como un árbol, pero aquellas cosas eran de metal forrado en goma y los golpes de puño no eran, precisamente, lo más adecuado para derrotarles, sin embargo, Bolo ya había encontrado una forma bastante eficiente: lograba atenazarlos por detrás, donde las garras de los Mancos se volvían inútiles, con sus fuertes piernas por la cintura y sus poderosos brazos por el cuello, del cual tiraba con todos los músculos de su torso, repartiendo al mismo tiempo, violentos codazos sobre los hombros del Manco hasta conseguir descuajarle la cabeza, para luego usarla, junto con el cuerpo del decapitado, como arma contundente y arrojadiza contra los otros, mientras Gálbatar y los demás se abrían paso a tiros, descubriendo que los disparos a corta distancia eran mucho más eficientes y que las articulaciones de los Mancos eran particularmente débiles a las balas. Sin embargo, los enemigos, lejos de acabarse, parecían multiplicarse, todo lo contrario de las municiones y aún no se vislumbraba una salida. Licandro cogió a Bolo por la parte de atrás de su camiseta de cuero, bastante rasgada ya, y con una fuerza considerable lo elevó por los aires y lo lanzó un par de metros hacia atrás, para que el incansable Nobora ganara algunos metros, pues no paraba de enfrascarse en sucesivas peleas que evitaban que el grupo avanzara hacia una salida y debían hacerlo si querían salir de allí algún día. Gíbrida se adelantó varios metros animando a los demás a que hicieran lo mismo, cargó su escopeta y soltó un tiro hacia el bulto de enemigos, el estridente aullido de respuesta vino desde sus espaldas, un grupo de Mancos venía corriendo hacia ella, la chica apuntó y le soltó su disparo en plena cara al que estaba más próximo, pero inmediatamente supo que debía cargar otra vez, y estaba sola. Con agilidad, esquivó las garras del Manco que pasó volando sobre su espalda por los pelos y echó a correr como alma que lleva el diablo, tras ella, se escuchó como las garras de metal hendían la piedra al frenar la carrera y la retomaban nuevamente para perseguirle. Gíbrida ni siquiera intentó cargar su escopeta, su carrera era demasiado desesperada para eso, entonces vio una silueta que corría hacia ella en sentido contrario, no parecía un Manco, pero dadas las circunstancias, podía ser incluso algo peor. Estaba perdida, los Mancos casi le pisaban los talones y ese ser de túnica oscura corría por el cielo cabeza abajo directo hacia ella, entonces, en cuestión de segundos, Aquel le saltó encima lanzándola inexorablemente al suelo, le presionó fuerte en alguna parte de la nuca con dos dedos y la chica sintió como su cuerpo dejaba de obedecerle, se quedó inerte, tirada en el suelo sin poder moverse, completamente desvalida, mientras el hombre de la túnica continuaba su carrera hacia sus compañeros. Los Mancos frenaron su carrera junto a ella, eran cuatro, no había forma de que se defendiera, ni siquiera podía gritar, sin embargo, aquellos luego de estudiarla algunos segundos con sus rostros inexpresivos e inocentes, se alejaron sin siquiera tocarle un pelo. Parecía muerta, y para los Mancos, un muerto no era una amenaza ni les generaba el menor interés. Bolo estaba listo para lanzarse al ataque nuevamente, pero casi en el aire, unas manos fuertes y de color morado lo tomaron por la camiseta nuevamente y lo lanzaron varios metros atrás. Gálbatar disparaba a todo lo que su fusil le daba, mientras a su lado Licandro, hace rato sin un segundo de tiempo para cargar sus pistolas, había cogido el martillo que cargaba a su espalda y con él hacía lo posible por ganar algo de espacio repartiendo golpes de derecha e izquierda, entonces, un místico pasó corriendo junto a él, luego otro y luego una docena, por todos lados, cruzándose por las paredes, otros por el cielo raso, confundiendo a los Mancos que no sabían a quién perseguir o atacar. El alquimista y su compañero se miraron perplejos, hasta que el Místico, el de verdad, se paró en medio de ellos y casi les ordenó que salieran de ahí. A la carrera cogieron a Bolo, uno de cada hombro, mientras el Místico cogía a Gíbrida del suelo y con otra suave presión de sus dedos en el cuello, le devolvía toda la movilidad a su cuerpo. La chica se alejó de él a manotazos, asustada: aquello de quedar "atrapada" en un cuerpo sin poder moverse, había sido la experiencia más espantosa que había vivido.



León Faras.