martes, 21 de noviembre de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXIII.



Yurba se justificó atropelladamente, diciendo que la nube tóxica que arrojaron le había descompuesto el cuerpo haciéndolo sentir terriblemente enfermo; que fue atacado en la oscuridad y que de milagro no lo habían matado y que encima de todo eso, unos pequeños rateros habían intentado robarle mientras estaba aturdido en el suelo, “…luego de eso, me fue imposible regresar, estaba mareado, desorientado y a ciegas, lo único que pude hacer fue meterme en un agujero y esperar el amanecer.” Concluyó Yurba con seriedad forzada, contando siempre la verdad parcial, como acostumbraba, aun así, Demirel podía creer en él, porque aquel era muchas cosas menos un cobarde que huyera de una batalla, al contrario, solía precipitarlas con su desparpajo altanero y su lengua desinhibida. “No te vi en la salida, y tú no eres alguien que pase desapercibido. ¿Por qué?” Le reprochó Demirel, mientras se alejaban de Bosgos arrastrando el cuerpo de Éscar tras ellos. Yurba no tardó ni medio segundo en replicar: “Llegué tarde… un asunto con mi novia… su madre.” Demirel, que casi le doblaba la altura a su pequeño camarada, lo miró hacia abajo apretando el entrecejo, luego echó un vistazo hacia el cadáver que, atado por los pies, iba dejando un rastro tras ellos que podía ser seguido por un niño de cuatro años, y luego hacia delante otra vez, negando con la cabeza suavemente pero esforzándose en esbozar una sonrisa. Yurba era famoso por sus cortejos muy largos y sus relaciones muy cortas, fugaces incluso, por lo que, cada vez que hablaba de una novia, casi siempre se trataba de una chica que aún estaba siendo cortejada o de una que ya lo había despachado por algún comportamiento indebido. “¿Quién es esta vez?” Preguntó Demirel, solo por el placer de tirarle la lengua a su compañero, pero no obtendría una respuesta directa, solo una mirada de idiota y algunos balbuceos ininteligibles.



Migas estaba furioso con Nimir y seguiría estándolo por mucho tiempo, no solo por el desastre que causó en su casa, sino también, porque gracias a él había perdido toda su camada de lechones, ahora solo tenía a su cerda con sus tetas llenas de leche y sin sus crías para que la mamaran. “¿Te los comiste, verdad? ¡Te los comiste sin empachos!” Le recriminó Migas, y seguido a ello ladró su perro, como apoyando el argumento de su amo. Nimir, culpable o inocente, seguía hermético como una ostra, ajeno, demasiado ocupado en su mundo interno, en el que de pronto estaban despiertos todos sus demonios para atormentarlo, robarle la paz y el privilegio del justo descanso, sin el cual, la locura estaba garantizada. Pero las cosas no habían sucedido como Migas creía. Costia era uno de los numerosos soldados rimorianos alistado a la fuerza. Había vivido sus casi cincuenta años pasándose de listo, rodeándose de rateros y malvivientes y tratando de estar siempre por encima de los demás, lo que le daba una reputación de delincuente, y lo era, hasta cierto punto. Se lo había dicho a todos los que le escucharan, que él no iba a pelear por Cízarin, que él no estaba ahí para morir por los caprichos de ningún rey sino para sobrevivir y sacar provecho; y en cuanto vio a los hombres caer envenenados, con espanto en los ojos y escupiendo sus entrañas ensangrentadas entre tosidos incontenibles, muriendo sin siquiera desenvainar la espada, decidió considerarse un genio a sí mismo por pensar así y largarse lo antes posible, anunciando su plan en voz alta, como hacen los genios, y cuestionando la inteligencia de quienes se quedaran. Cuatro lo siguieron, un muchachote imberbe con cara de niño grande, poseedor de la risa más tonta y contagiosa de todos los tiempos, un viejo flaco y silencioso, el que por una razón imposible de explicar había decidido abandonarse el pelo a su suerte dejándolo crecer salvaje y agrumado como el de las cabras lanudas de la montaña, un gordo pequeño falto de agilidad en las articulaciones que desertaba porque sabía que no duraría vivo ni media hora en una batalla y Barís, un asesino serial que estaba allí porque le encantaba matar, le daba placer hacerlo, pero no le gustaba poner su vida en riesgo en el proceso, por lo que enfrentarse a un gran grupo de personas con intenciones serias de hacerle mucho daño, no era algo que lo excitara. Él fue quien recordó de inmediato la ubicación de la cabaña de Migas y pensó en buscarla. Así como una buena persona puede reconocer a otra si la ve, de la misma manera, uno que tiene el interior oscuro y siniestro puede identificar a otros de su misma condición con solo observarlos un rato, y ambos lo hicieron en cuanto se conocieron. Él y el viejo Duma tenían historia, negocios juntos de años atrás, además de un extraño parecido físico, como si fueran hermanos de una vida pasada. Su plan era simple, llevar a esos cuatro donde Migas, este siempre tenía alguna botella de algún licor “mágico” para sus invitados que los pondría fuera de combate, luego podrían atarlos y amordazarlos y entonces comenzaría la verdadera celebración con el verdadero licor, como en los viejos tiempos, cuando ambos asesinaban prostitutas en las callejuelas de Bosgos, Cízarin, Rimos o donde fuera que hubieran callejuelas y prostitutas, y las hacían desaparecer hasta los huesos, regocijándose de la total impunidad con la que algunas personas podían ser matadas, pese a la sociedad civilizada en la que vivían. Pero cuando entró, pues la puerta estaba sin tranca, a quien encontró dentro fue a Nimir, intentando meter algo de pulpa de fruta en la boca del viejo Buba, que no parecía interesado en comer desde hace tiempo, y la reacción de ambos fue tan ridícula como inverosímil, porque ambos pudieron ver algo del viejo Migas en el otro, como un parentesco indefinido pero innegable, y se reconocieron como familiares al momento sin siquiera saber el nombre del otro. Barís, que había dejado a sus compinches esperando afuera, le ordenó a Nimir que se escondiera de inmediato, pues aquel tenía que ser pariente de Migas de alguna manera y la familia era algo que él siempre había respetado; y Nimir obedeció sin chistar, pues también tenía la misma impresión, si Migas tenía un hermano o algún otro pariente cercano en alguna parte, debía ser ese, y de seguro que tenía más autoridad que él, y sapiencia, por lo que de inmediato abrió las puertas del hipogeo para ocultarse ahí junto con el viejo al que debía cuidar, pero Barís lo tiró dentro solo, casi a los empujones, pues los otros no tardarían en entrar, además, el viejo Buba no corría más peligro que el de algún despistado con tiempo libre y buena disposición que quisiera sepultarlo definitivamente creyendo que estaba completamente muerto. De los años que lo conocía jamás lo había visto ni siquiera pestañear, una vez lo oyó soltar un pedo, pero eso hasta los muertos lo podían hacer, y él lo sabía mejor que nadie, por lo que, y según su experiencia como asesino por gusto, si no era el blanco y no interfería, lo más probable era que se mantuviera a salvo. Barís alimentaba el fuego cuando Costia entró seguido de los otros, sonreía, había encontrado a los cerdos, algo de licor, y un pequeño barril de vino de nísperos para acompañar la cena.


León Faras.