VII.
El
comandante Bragones, era un hombre serio y con un valor como soldado que nadie se
atrevería a poner en duda, pero con muchos años de acostumbramiento a una
autoridad incuestionable que lo habían dotado de cierta arrogancia en su modo
de actuar. Él no podía titubear al momento de dar una orden, así como sus
subalternos no podían dudar para cumplirlas, así era siempre y en todas partes
donde iba, por ello, es que al llegar a Missa Pandur, lo hizo con la misma
soberbia con la que un hombre con mucho dinero en los bolsillos, entra en un
burdel. Budara salió a recibirlo en compañía de Nemir, Driba, Badú y otros
monjes, lo saludaron con una profunda y respetuosa inclinación que el capitán
recibió casi con impaciencia, “Tengo informes de que usted alberga y protege
enemigos de la nación en su monasterio, ese es un delito grave. Entréguemelos
de inmediato o entraré por ellos” Missa Budara lo miraba desde su imponente
altura con exasperante pasividad, “Me pregunto si usted no confunde informes
con suposiciones, comandante”; “Yo jamás confundo absolutamente nada, Budara…”
respondió el militar clavándole una mirada profundamente agresiva, “…pero usted
sí confunde su deber humanitario, con la alta traición y me temo que también
las consecuencias, eh” “Me pregunto quién está realmente capacitado para hablar
de consecuencias” La voz del monje era suave y tranquila pero su rostro
permanecía severo e inflexible, con una autoridad que rivalizaba fuertemente
con la del comandante. Muy atrás, ocultos en la oscuridad del monasterio, Ribo
y Gunta observaban nerviosos la escena. Apenas podían oír lo que se hablaba, “Esto va a terminar mal, te lo aseguro. Es el
fin de Missa Pandur” dijo Gunta, profundamente nervioso y fatalista, Ribo, que
estaba mucho más interesado en lo que sucedía, que en lo que podía suceder, lo
mandó a callar enojado “¡Shhh! No me dejas escuchar…” El comandante Bragones
perdía la paciencia “Estamos en guerra. Puedo ejecutarlo ahora mismo por
traición y también puedo tomar su monasterio y todos sus recursos si lo
considero pertinente…” Entonces una voz infantil pero de firme consistencia lo
interrumpió tajantemente “Ignorar la verdadera esencia de la vida es una
ilusión de poder para el hombre necio” Bragones no lo podía creer, tuvo que
inclinarse hacia un lado para poder ver la pequeña figura de Pimbo, erguida
algunos metros detrás de Budara, con su actitud resuelta y su expresión de
hombre grande. Salvo quizá por Gunta, a ninguno de los monjes presentes pareció
sorprenderle su intervención. El capitán volvió la vista a los ojos de Missa
Budara como buscando una explicación, este permanecía impasible “Es un alma
antigua, muchas generaciones hablan a través de él” El comandante Bragones
desenvainó su espada “Es la nación quien habla a través de mí. Hágase a un lado
Budara, su vida y la de sus monjes dependen de ello” Nadie se movió.
En
las afueras del monasterio, y por detrás de este, entre las montañas, Bardo y
sus hombres se alistaban para cabalgar, uno de los soldados se veía muy mal,
tenía una herida que le había hecho perder demasiada sangre, estaba consciente,
pero débil. En ese momento apareció Missa Yendé, traía un manojo de ropa y
encima de esta una diminuta botella de arcilla, “Aquí tiene lo que necesita” Bardo
la recibió y se la entregó a otro soldado a su lado quien tomó el bulto con
duda y una tensa mirada de preocupación, que su superior evitó enseguida para
dirigirse al monje nuevamente “¿Qué tan efectivo es?” Yendé miró al herido con
infinita congoja, “Bastante, aunque no es tan rápido. Le recomiendo que se lo
dé ahora” Bardo asintió con gravedad, el monje respondió con una decorosa
reverencia “Desearía haber podido hacer más. Suerte y que al final de su camino
encuentren la paz” Luego se retiró rápidamente sin esperar respuesta.
“Veremos
quién es el necio” dijo Bragones levantando su espada por el lado contrario
para atacar a Budara con ella de revés, sin embargo, el brazo del monje se
movió rápido, certero y de improviso como el ataque de una serpiente, atenazando
la muñeca del comandante con una fuerza muy poco habitual en un hombre de su
edad, tanto así, que el militar no pudo liberarse al primer intento, ni al
segundo “No se equivoque comandante. Aquello que busca, no lo encontrará aquí”
Budara le soltó el brazo. Bragones quedó realmente impresionado, él era mucho
más joven y mejor preparado físicamente que un monje que dedica su vida a la
oración y al silencio, la rapidez y la fuerza de ese hombre eran incongruentes,
y provenían de algo que él no llegaba a comprender. Realmente sintió deseos en
ese momento de ordenar a sus hombres atacar y pasar por encima de quien se
opusiera a su avance, pero algo lo reprimía, quizá algo en la inquietante mirada
serena y en la actitud pasiva de todos esos monjes que simplemente se le
oponían con una paz férrea, o quizás una pequeña luz de sensatez en su mente o
tal vez miedo, el antiguo miedo a lo desconocido o incomprensible. Fueron
largos segundos hasta que uno de sus hombres avistó un grupo de jinetes que
huían por un camino cercano, llevaban antorchas y por sus estandartes y
uniformes, se podía ver que eran la guardia personal de la princesa Viserina.
“Espero por su bien, que todo esto no haya sido más que un truco para darles
tiempo a esos hombres para huir…” Dijo Bragones antes de subirse a su caballo y
ordenar a sus hombres que persiguieran a los fugitivos.
A
pesar de que Bardo y su grupo le sacaron buena ventaja a sus perseguidores,
finalmente fue fácil encontrarlos, pues habían encendido una inmensa hoguera
que era visible desde muy lejos en la oscuridad. Estaban en un pequeño claro
dentro de un bosquecillo de árboles secos junto a un frío y rocoso riachuelo,
cuando Bragones llegó, los encontró en actitud de profundo respeto frente a un
cuerpo que ardía en llamas, se habían despojado de sus armaduras y las habían
amontonado contra un árbol, en la pira, aun se podía ver parte de los
coloridos atuendos de la princesa Viserina quemándose. El comandante quiso
acercarse para ver el cadáver de cerca pero los hombres que lo custodiaban se
lo impidieron de inmediato con las puntas de sus espadas apuntándole a la
garganta, Bragones sonrió sarcástico, “Hoy parece que el mundo se levantó con
deseos de llevarme la contraria, eh” Su ventaja era arrolladora, eso le daba
confianza y lo ponía de buen humor. Se quitó el yelmo para rascarse la cabeza y
se lo volvió a poner. “¿De quién es el cuerpo que está en la pira, soldado?”
Bardo respondió, “No pierda el tiempo, comandante, usted tiene un deber que
cumplir y nosotros también” Bragones lo identificó como el soldado de mayor
rango y se paró frente a él, “Y su deber es mantener con vida a su princesa, eh”
“Nuestro deber está aquí, comandante” El tono de Bardo era levemente insolente,
Bragones dio un paso más cerca, amenazante “Dígame, ¿De quién es el cuerpo que
está en la hoguera?” Bardo lo miró a los ojos sin dejarse intimidar “¿Quiere estar
seguro de que ese cuerpo es de la princesa Viserina?” “Exactamente eso quiero,
soldado” Bardo dio un paso atrás y empuñó su espada listo para luchar, “Podrá cerciorarlo
usted mismo cuando llegue al otro mundo” “Entiendo…” dijo Bragones sacando su
espada, al tiempo que, de todos los presentes en aquel lugar, aquellos que no
tenían ya su espada en la mano, le imitaron. Luego agregó, “…Que así sea
entonces”
Bardo
y sus hombres, doce en total, encontraron la muerte que esperaban, luchando por
su princesa hasta el final. El soldado número trece, aquel que estaba demasiado
débil para empuñar una espada, aceptó una muerte distinta, se bebió el veneno
que Missa Yendé les trajo y se vistió con los atuendos de la princesa Viserina antes
de tomar su lugar en la pira. Fue una batalla corta cuyo final ya estaba
zanjado desde antes que comenzara. Bragones solo perdió a tres de sus hombres,
imprudentes que subestimaron a sus enemigos. Al terminar la lucha, el
comandante se quedó largo rato mirando el cuerpo carbonizado entre los restos
del fuego, aquello que veía era imposible de identificar. Antes de retirarse,
un hombre se le acercó, era un tipo astuto y malicioso al que llamaban Tasco, a
Bragones no le terminaba de agradar, “Señor, me he dado cuenta de una
curiosidad…” dijo con sobreactuada humildad, “…he contado las armaduras, son
trece en total, mientras que solo se pueden ver doce cadáveres, bueno, trece si
contamos el que está calcinado también… ¿No le parece curioso que la princesa
también llevara armadura?” Luego se retiró haciendo una innecesaria reverencia,
le encantaba eso de sembrar una duda y luego retirarse, le provocaba un placer
similar al de quien gana una discusión gracias a la solidez de sus argumentos,
pero reemplazando la inteligencia por la suspicacia, sin embargo, Bragones ya
tenía esa duda desde mucho antes y tarde o temprano tendría que resolverla, por
el momento su trabajo allí ya había terminado.
León Faras.