sábado, 29 de abril de 2017

Zaida.

VII.

El comandante Bragones, era un hombre serio y con un valor como soldado que nadie se atrevería a poner en duda, pero con muchos años de acostumbramiento a una autoridad incuestionable que lo habían dotado de cierta arrogancia en su modo de actuar. Él no podía titubear al momento de dar una orden, así como sus subalternos no podían dudar para cumplirlas, así era siempre y en todas partes donde iba, por ello, es que al llegar a Missa Pandur, lo hizo con la misma soberbia con la que un hombre con mucho dinero en los bolsillos, entra en un burdel. Budara salió a recibirlo en compañía de Nemir, Driba, Badú y otros monjes, lo saludaron con una profunda y respetuosa inclinación que el capitán recibió casi con impaciencia, “Tengo informes de que usted alberga y protege enemigos de la nación en su monasterio, ese es un delito grave. Entréguemelos de inmediato o entraré por ellos” Missa Budara lo miraba desde su imponente altura con exasperante pasividad, “Me pregunto si usted no confunde informes con suposiciones, comandante”; “Yo jamás confundo absolutamente nada, Budara…” respondió el militar clavándole una mirada profundamente agresiva, “…pero usted sí confunde su deber humanitario, con la alta traición y me temo que también las consecuencias, eh” “Me pregunto quién está realmente capacitado para hablar de consecuencias” La voz del monje era suave y tranquila pero su rostro permanecía severo e inflexible, con una autoridad que rivalizaba fuertemente con la del comandante. Muy atrás, ocultos en la oscuridad del monasterio, Ribo y Gunta observaban nerviosos la escena. Apenas podían oír lo que se hablaba,  “Esto va a terminar mal, te lo aseguro. Es el fin de Missa Pandur” dijo Gunta, profundamente nervioso y fatalista, Ribo, que estaba mucho más interesado en lo que sucedía, que en lo que podía suceder, lo mandó a callar enojado “¡Shhh! No me dejas escuchar…” El comandante Bragones perdía la paciencia “Estamos en guerra. Puedo ejecutarlo ahora mismo por traición y también puedo tomar su monasterio y todos sus recursos si lo considero pertinente…” Entonces una voz infantil pero de firme consistencia lo interrumpió tajantemente “Ignorar la verdadera esencia de la vida es una ilusión de poder para el hombre necio” Bragones no lo podía creer, tuvo que inclinarse hacia un lado para poder ver la pequeña figura de Pimbo, erguida algunos metros detrás de Budara, con su actitud resuelta y su expresión de hombre grande. Salvo quizá por Gunta, a ninguno de los monjes presentes pareció sorprenderle su intervención. El capitán volvió la vista a los ojos de Missa Budara como buscando una explicación, este permanecía impasible “Es un alma antigua, muchas generaciones hablan a través de él” El comandante Bragones desenvainó su espada “Es la nación quien habla a través de mí. Hágase a un lado Budara, su vida y la de sus monjes dependen de ello” Nadie se movió.

En las afueras del monasterio, y por detrás de este, entre las montañas, Bardo y sus hombres se alistaban para cabalgar, uno de los soldados se veía muy mal, tenía una herida que le había hecho perder demasiada sangre, estaba consciente, pero débil. En ese momento apareció Missa Yendé, traía un manojo de ropa y encima de esta una diminuta botella de arcilla, “Aquí tiene lo que necesita” Bardo la recibió y se la entregó a otro soldado a su lado quien tomó el bulto con duda y una tensa mirada de preocupación, que su superior evitó enseguida para dirigirse al monje nuevamente “¿Qué tan efectivo es?” Yendé miró al herido con infinita congoja, “Bastante, aunque no es tan rápido. Le recomiendo que se lo dé ahora” Bardo asintió con gravedad, el monje respondió con una decorosa reverencia “Desearía haber podido hacer más. Suerte y que al final de su camino encuentren la paz” Luego se retiró rápidamente sin esperar respuesta.

“Veremos quién es el necio” dijo Bragones levantando su espada por el lado contrario para atacar a Budara con ella de revés, sin embargo, el brazo del monje se movió rápido, certero y de improviso como el ataque de una serpiente, atenazando la muñeca del comandante con una fuerza muy poco habitual en un hombre de su edad, tanto así, que el militar no pudo liberarse al primer intento, ni al segundo “No se equivoque comandante. Aquello que busca, no lo encontrará aquí” Budara le soltó el brazo. Bragones quedó realmente impresionado, él era mucho más joven y mejor preparado físicamente que un monje que dedica su vida a la oración y al silencio, la rapidez y la fuerza de ese hombre eran incongruentes, y provenían de algo que él no llegaba a comprender. Realmente sintió deseos en ese momento de ordenar a sus hombres atacar y pasar por encima de quien se opusiera a su avance, pero algo lo reprimía, quizá algo en la inquietante mirada serena y en la actitud pasiva de todos esos monjes que simplemente se le oponían con una paz férrea, o quizás una pequeña luz de sensatez en su mente o tal vez miedo, el antiguo miedo a lo desconocido o incomprensible. Fueron largos segundos hasta que uno de sus hombres avistó un grupo de jinetes que huían por un camino cercano, llevaban antorchas y por sus estandartes y uniformes, se podía ver que eran la guardia personal de la princesa Viserina. “Espero por su bien, que todo esto no haya sido más que un truco para darles tiempo a esos hombres para huir…” Dijo Bragones antes de subirse a su caballo y ordenar a sus hombres que persiguieran a los fugitivos.

A pesar de que Bardo y su grupo le sacaron buena ventaja a sus perseguidores, finalmente fue fácil encontrarlos, pues habían encendido una inmensa hoguera que era visible desde muy lejos en la oscuridad. Estaban en un pequeño claro dentro de un bosquecillo de árboles secos junto a un frío y rocoso riachuelo, cuando Bragones llegó, los encontró en actitud de profundo respeto frente a un cuerpo que ardía en llamas, se habían despojado de sus armaduras y las habían amontonado contra un árbol, en la pira, aun se podía ver parte de los coloridos atuendos de la princesa Viserina quemándose. El comandante quiso acercarse para ver el cadáver de cerca pero los hombres que lo custodiaban se lo impidieron de inmediato con las puntas de sus espadas apuntándole a la garganta, Bragones sonrió sarcástico, “Hoy parece que el mundo se levantó con deseos de llevarme la contraria, eh” Su ventaja era arrolladora, eso le daba confianza y lo ponía de buen humor. Se quitó el yelmo para rascarse la cabeza y se lo volvió a poner. “¿De quién es el cuerpo que está en la pira, soldado?” Bardo respondió, “No pierda el tiempo, comandante, usted tiene un deber que cumplir y nosotros también” Bragones lo identificó como el soldado de mayor rango y se paró frente a él, “Y su deber es mantener con vida a su princesa, eh” “Nuestro deber está aquí, comandante” El tono de Bardo era levemente insolente, Bragones dio un paso más cerca, amenazante “Dígame, ¿De quién es el cuerpo que está en la hoguera?” Bardo lo miró a los ojos sin dejarse intimidar “¿Quiere estar seguro de que ese cuerpo es de la princesa Viserina?” “Exactamente eso quiero, soldado” Bardo dio un paso atrás y empuñó su espada listo para luchar, “Podrá cerciorarlo usted mismo cuando llegue al otro mundo” “Entiendo…” dijo Bragones sacando su espada, al tiempo que, de todos los presentes en aquel lugar, aquellos que no tenían ya su espada en la mano, le imitaron. Luego agregó, “…Que así sea entonces”


Bardo y sus hombres, doce en total, encontraron la muerte que esperaban, luchando por su princesa hasta el final. El soldado número trece, aquel que estaba demasiado débil para empuñar una espada, aceptó una muerte distinta, se bebió el veneno que Missa Yendé les trajo y se vistió con los atuendos de la princesa Viserina antes de tomar su lugar en la pira. Fue una batalla corta cuyo final ya estaba zanjado desde antes que comenzara. Bragones solo perdió a tres de sus hombres, imprudentes que subestimaron a sus enemigos. Al terminar la lucha, el comandante se quedó largo rato mirando el cuerpo carbonizado entre los restos del fuego, aquello que veía era imposible de identificar. Antes de retirarse, un hombre se le acercó, era un tipo astuto y malicioso al que llamaban Tasco, a Bragones no le terminaba de agradar, “Señor, me he dado cuenta de una curiosidad…” dijo con sobreactuada humildad, “…he contado las armaduras, son trece en total, mientras que solo se pueden ver doce cadáveres, bueno, trece si contamos el que está calcinado también… ¿No le parece curioso que la princesa también llevara armadura?” Luego se retiró haciendo una innecesaria reverencia, le encantaba eso de sembrar una duda y luego retirarse, le provocaba un placer similar al de quien gana una discusión gracias a la solidez de sus argumentos, pero reemplazando la inteligencia por la suspicacia, sin embargo, Bragones ya tenía esa duda desde mucho antes y tarde o temprano tendría que resolverla, por el momento su trabajo allí ya había terminado.

León Faras.

jueves, 20 de abril de 2017

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

XXV.

Sinaro había reunido un grupo de hombres que seguían su recia figura y su respetable leyenda. Se habían abierto paso más que nada a punta de carreras y escaramuzas contra los escasos grupos de Cizarianos que encontraron en su camino. Finalmente lograron dar con el camino principal, que era la línea recta hacia el palacio, donde seguramente se reunirían con el resto de sus camaradas, y con su rey, pero al llegar allí lo que encontraron fue que estaban en el medio y a varios metros, por un lado, del puente que debían cruzar para avanzar y que estaba fuertemente custodiado, y por el otro, de un nutrido grupo de caballería que a buen paso avanzaban hacia ellos, aquel era el grupo que comandaba Rianzo, quienes al verles, de inmediato azuzaron sus caballos para embestirlos. Sinaro y sus hombres no tenían ninguna oportunidad, eran inmortales, pero eso no les valía de nada para enfrentar tamaño ataque, con seguridad serían golpeados y aplastados sin tener ninguna chance de causar daño alguno, solo podían desperdigarse nuevamente, pero la suerte equipararía las circunstancias. Vanter y un pequeño grupo de Rimorianos aparecieron de uno de los caminos laterales, corriendo y gritando como si hubiesen perdido la cordura, arremetiendo contra el grupo de caballería, en un intento de atacar tan patético como estéril, pero con un valor que rayaba en la locura, la razón  para actuar así venía justo tras ellos, persiguiéndolos a gran velocidad. Enfurecidas y enceguecidas de dolor y miedo, la estampida de reses que se quemaban vivas, embistieron contra el grupo de Rianzo, partiéndolo en dos, causándoles un daño terrible, además de confusión y desorden, las reses arrasaban con cualquier cosa que se les pusiera en frente, los caballos se espantaron, varios jinetes cayeron al suelo, más de uno fue aplastado y la oscuridad no hacía más que empeorarlo todo. Tras el grupo de animales enloquecidos, apareció un jinete Rimoriano solitario, que aprovechó inteligentemente el escudo infranqueable que ofrecía el hato de reses asustadas para cabalgar tras ellas, absurdamente, llevaba en uno de sus brazos lo que parecía un bebé envuelto. Sinaro y sus hombres no lo pensaron dos veces y se lanzaron al ataque con espadas en alto y gritos de furia, en un segundo, las cosas se habían invertido y ahora los Cizarianos estaban en apuros, atascados en un embrollo de hombres y bestias donde mantenerse sobre el caballo podía marcar la diferencia entre vivir o morir.

Cuando por fin Emmer pudo encontrar la casa donde vivía la familia de Nila, la encontró prácticamente reducida a escombros, eso ya se lo temía, pero de verdad esperaba que no fuera así, porque ahora no tenía ninguna idea de dónde buscar. La ciudad entera era un caos de fuego, gritos, gente muerta y otros que morirían pronto, debía confiar en que Nila y su familia se habían puesto a salvo, por ahora no podía hacer otra cosa. Necesitaba un caballo, pero lo único que encontró fue un bonito escudo Cizariano de madera con el borde de metal apoyado contra una pared, nada despreciable para protegerse de las flechas que se veían clavadas por todas partes, como si hubiesen caído del cielo en una tormenta abominable, sin embargo, al tomar el escudo, debajo de este había un niño pequeño que apenas se vio descubierto comenzó a correr y gritar de forma histérica, Emmer se vio absolutamente sorprendido, tal vez pensó que lo correcto era ayudar a ese pequeño, pero pronto averiguó que el niño no estaba precisamente desamparado. Un enorme muchachote imberbe apareció tras él con el cuerpo cubierto de tablas atadas con cuerdas y blandiendo un espadón de madera con el que parecía capaz de aturdir a un cerdo, evidentemente no era un soldado, Emmer logró esquivar dos de esos mandobles, que eran acompañados de estridentes gritos de furia, y con una hábil maniobra, hacerle una zancadilla al muchacho para que este trastabillara y lo dejara en paz, mientras trataba de explicar que solo quería seguir su camino, pero las sorpresas no se acababan. En medio del camino apareció la extravagante figura de un anciano a lomos de un asno, llevaba puesta parte de una armadura tan vieja como él mismo, y en las manos cargaba un largo tubo de hierro con el que le apuntaba. Emmer no tenía ni idea de qué clase de locura afectaba a ese abuelo, ni de qué era lo que pretendía con ese aspecto más ridículo que intimidante, sin embargo, las chispas que comenzaron a brotar insistentes y juguetonas de su raro artilugio y luego la violenta explosión que salió de la boca de este, sumado al particular olor de su aliento que nunca antes había conocido y jamás olvidaría en su vida, lo hicieron cambiar de opinión. Fue apenas un golpecito el que sintió en el estómago, el golpe de algo pequeño y duro, algo invisible tal vez mágico, porque a pesar de no haber visto nada, su armadura tenía un agujero perfectamente circular y en su carne y en sus tripas podía sentir la monstruosa cicatrización ejecutándose. Estaba aturdido, pero más que por la herida era de asombro, tanto que no hizo nada por esquivar el golpe brutal que el muchachote le soltó en el pecho con su espadón de juguete y que lo arrojó al suelo. Emmer cayó sentado contra un poste de madera que era parte de un cerco, mientras el muchacho reía satisfecho consigo mismo, con una risa de burla, de una maldad marcadamente infantil. El viejo preparaba su prototipo de arcabuz para dispararlo nuevamente, pensando que la armadura había salvado a aquel soldado enemigo, espoleó su burro frenéticamente para que este se moviera, con su flema habitual, dos pasos más cerca y volvió a apuntar, el Rimoriano no pensaba quedarse para ver otra prueba de esa extraña arma de trueno, se arrastró bajo el cerco y se ocultó entre las vacas, el muchacho, menos hábil, debido a su peso y a su improvisada armadura de madera, abrió las puertas del cerco con su respetable espadón al hombro para perseguirlo, pero no llegó a entrar, la casa que habitaban estalló violentamente debido a la pólvora y otros extraños compuestos que habían logrado acumular en todos esos años, luego el granero que estaba justo al lado, provocando una lluvia de fuego sobre las reses que ya espantadas por la explosión, huyeron aterrorizadas por la puertas abiertas donde estaba parado el muchacho, quien por muy poco logró hacerse a un lado y salvar el pellejo, pero nada de eso había sido coincidencia, todo había sido provocado por una misteriosa figura encapuchada y cubierta por una gruesa capa que salió del establo ubicado al otro lado del cerco, montando un caballo, un animal inteligente que nunca se había dejado montar por los dueños de esa casa, a quienes su sentido animal los hacía despreciar más que temer. El jinete se detuvo junto a Emmer y lo ayudó a subir a su grupa, luego echó a correr tras la estampida de reses, “¡Bestia traidora!” grito el viejo enfurecido y disparó su arcabuz contra los que huían.

            Solo varios segundos después, y muchos metros, Emmer notó que el jinete que lo había salvado comenzaba a desfallecer, llevaba el proyectil lanzado por el viejo alojado muy cerca de su corazón, también notó que este no era hombre sino mujer y que en su regazo bajo su capa, llevaba un bebé envuelto en cobijas atadas y cruzadas al hombro como un hatillo, el hombre tomó las riendas y detuvo el caballo, la mujer moría en sus brazos, “Cuídalo, es Rimoriano como tú, y como yo…” dijo, mientras Emmer tomaba la criatura sin saber que más hacer y la madre caía lenta e irremediablemente al suelo, ya sin vida. Nunca supo su nombre ni por qué hizo lo que hizo, solo que al parecer tenía razones poderosas para huir con su bebé de ese lugar y de esa gente a la primera oportunidad, y así lo había hecho. Las reses corrieron despejando el camino frente a ellas de cualquier obstáculo, lo que fue aprovechado por Emmer para salir de ese laberinto, sin embargo, la ruta no era completamente segura, pues no estaba libre del fuego ni de los arqueros que no dejaban de atosigar desde los tejados, solo la velocidad del caballo mantuvo ilesos al jinete y al bebé que este protegía con su cuerpo. Al llegar al camino principal se detuvo, el proyectil encapsulado en sus tripas le dolía tanto como un hueso roto, pero no le prestaría demasiada atención. Entonces la vio, Nila estaba allí, pegada a una pared con la espada de un enemigo muerto en las manos, se veía cansada, asustada y cubierta de sangre, el bueno de Vanter no se había despegado de ella. Lo que debía ser un emotivo reencuentro, se diluyó con el llanto del bebé. Nila y Vanter vieron al recién llegado como quien se presenta en una fiesta con un atuendo de lo más inadecuado, “No hay tiempo para explicaciones….” Emmer le estiraba la mano a su novia para que subiera a su caballo “…Tengo que sacarte de aquí”

            Vanter regresó junto a sus compañeros para luchar, mientras Emmer corría en dirección contraria por el camino principal hacia las afueras de Cízarin y más allá, le había prometido a su camarada que regresaría en cuento dejara a Nila y al bebé a salvo, pero esa era una promesa que no cumpliría.


León Faras. 

martes, 4 de abril de 2017

Alma electrónica.

El coleccionista.


Apenas amanecía, una manada de Recolectores, o mejor conocidos por los humanos como Chatarreros, rastrillaban una extensa zona de barro endurecido, en la que habían quedado atrapados hasta el límite de su resistencia varias máquinas, incluso se podía ver parte de una barcaza entera sepultada, con los androides que transportaba en su interior. Los Recolectores eran robot de tecnología y aspecto burdo, parecían jorobados botes de basura con patas cortas y largos brazos terminados en pinzas, que se movían lentos y agazapados hurgueteando el suelo en busca de desechos útiles, estaban hechos de un metal grueso pero muy deteriorado, sucio y lleno de mellas que contrastaba fuertemente con la elegancia de los cuerpos pulidos y brillantes de los Guardianes, Castigadores o Aplacadores. Su trabajo era recuperar material, piezas valiosas, metal, circuitos en buen estado que almacenaban en su interior hasta que el peso límite que podían cargar fuera alcanzado o el espacio disponible se acabara, para luego llevarlos a las fábricas donde eran reutilizados. Eran obreros que a veces hacían la preciada labor de recicladores y otras veces la de despreciables rapiñas, que no tenían escrúpulos en arrebatarles sus órganos vitales a aquellos androides caídos, incapaces ya de valerse por sí mismos, aunque estos no estuvieran totalmente muertos y aun tuvieran intensiones de seguir luchando por su existencia. No eran agresivos ni portaban arma alguna, pero eso no los hacía un botín fácil de coger, las manadas de Chatarreros siempre eran acompañadas de un par de Oteadores, unos gusanillos desagradables que caminaban sobre dos patas y se apoyaban de su cola para erguirse y girar la bola que tenían por cabeza, escaneando los alrededores en busca de cualquier amenaza, y alertando a medio mundo cuando la detectaban. Por su parte los Recolectores ante cualquier alarma, se cerraban herméticamente y se quedaban quietos hasta que se les ordenara lo contrario. Si uno de ellos se alejaba de la manada más de la cuenta y no se reintegraba pronto, se daba por hecho que una anormalidad había sucedido con él, tal vez podía haber sido raptado por humanos para extraerle las piezas, tal vez podía haberse encontrado con un obstáculo imposible de sortear o tal vez el robot había sufrido un daño que le impedía seguir con su trabajo, entonces la unidad caída en desgracia, de forma automática destruía su preciada carga con una potente explosión interna que de paso también acababa con sus entrañas. No eran más valiosos que la labor que realizaban y si algo de valor les quedaba, más temprano que tarde otro Chatarrero pasaría por ahí y lo cogería. En el lugar no solo se podían ver máquinas, también habían restos de animales arrastrados, árboles enteros descuajados, restos inservibles de los incontables vehículos que cubrían la tierra y sobre todo casas, un pueblo entero de hecho, arrasado y sepultado por el lodo y todo lo que este arrastró.  

Uno de los Recolectores se diferenciaba claramente del resto, tenía una media luna blanca pintada sobre su cabeza, él, por supuesto, ni se había enterado de aquello, pero una pequeña cantidad de pintura le había caído encima por accidente y le había dejado esa caprichosa marca en la que nadie ponía su atención. Cerca de él, cuatro Chatarreros desmantelaban a un robot soldado partido en dos que aun funcionaba y que se resistía con desesperación al notar que quienes le habían encontrado no eran precisamente unidades de rescate, dos Chatarreros más se acercaban con cierta ansia. Pronto las protestas del soldado se silenciaron. El robot de la media luna siguió su camino sin detenerse, aquello le parecía aburrido, cierto era que estaba fabricado y programado para recuperar materiales útiles para la construcción de nuevas máquinas, pero al parecer, una de sus pieza internas reciclada, no había sido correctamente limpiada antes de instalarse y contenía un programa que no le correspondía y que de a poco se había abierto paso en su intrincado sistema, despertando en él una curiosidad anormal, un interés que lo absorbía gradualmente dejando su monótona labor principal en una categoría secundaria, su nueva afición le despertaba una adicción totalmente nueva, un apetito desconocido y que crecía con cada nuevo descubrimiento, con cada nueva pregunta, había tomado consciencia de la existencia de un rompecabezas gigantesco de piezas infinitas cuyo interés por encajar cada una se hacía cada vez más imperioso. Era un caso que solo se podía dar una vez en un millón, donde los innumerables factores necesarios coincidieran, pero la probabilidad muchas veces demuestra no saber de imposibles. El robot de la media luna, al igual que todos los demás Recolectores, reconocía los materiales valiosos rápidamente, diferenciaba sin problemas un censor térmico de una batería iónica y sabía muy bien cuando un motor o circuito estaba funcionando, podía repararse o definitivamente se había estropeado, pero lo que lo fascinaba por completo era descifrar qué servicio prestaba un cepillo de dientes encontrado con las cerdas chamuscadas o en qué parte del universo humano encajaba aquella palanca de los estanques de los retretes, lo mismo con encendedores, cortaúñas, anteojos, monedas o relojes y por qué razón existía tanta variedad de un mismo objeto, todo aquello se le hacía adictivo como una droga, pero por lejos, lo que más le encantaban eran los juguetes, tan interesantes y abundantes como aparentemente inútiles.

El autobús sepultado llamó su atención y lo cambió todo, en el primer asiento se veía un niño sentado, era algo completamente diferente a lo que el robot de la media luna había visto nunca, no tenía señales de vida, pero aquello era lo más próximo a un humano que había conocido jamás. Se trataba de un muñeco de los usados por los ventrílocuos, en perfecto estado o cuidadosamente restaurado. El robot se acercó intrigado, el autobús tenía una gran abertura por la que se podía entrar sin problemas y el Recolector no lo dudó, pero el muñeco solo era una carnada, colgado del techo, había un hermoso avión biplano modelo de la segunda guerra mundial, más allá encontró un gato de tela humanizado, sentado en actitud concentrada frente a un tablero de ajedrez con sus piezas en plena partida, tenía puestas unas gafas que le daban al robot por primera vez una pista de cómo se usaban, también encontró un globo terráqueo y un gran anuncio de tamaño natural de una chica en bikini que anunciaba algo llamado “Bloqueador solar” lo que para el robot de la media luna no tenía significado alguno. Una alarma en su interior se encendió, anunciando que su manada se alejaba y que debía reintegrarse, y aunque no podía desactivarla hizo algo aun más osado, la ignoró. Junto a la ventana del autobús, crecían tomates contenidos en recipientes de plástico, bajo estos, había una formación de hombres diminutos enfrentados a otra formación de animales, sus formas y colores variaban, pero el material del que estaban hechos era el mismo. En la pared de enfrente, podían verse una multitud de relojes colgados, algunos de ellos aun funcionaban, y más allá, libros apilados, el robot los conocía, pero al igual que todos sus compañeros mecánicos, los creía extintos. La alarma se hizo más acuciante, mensajes de peligro y advertencia se multiplicaron en su interior, pero todo aquello era demasiado fascinante, estaba embobado y no podía retornar a su rutina luego de ver todo eso, pues pasaría mucho tiempo, antes de que la manada volviera a pasar por allí y muchísimo más antes de que él encontrara otro sitio similar. No pensó en irse, pero si esa idea hubiese surgido, hubiese sido literalmente aplastada por lo que vio a continuación, un acuario, con plantas y peces vivos nadando en su interior, eso era demasiado para una simple máquina como él. Su sistema colapsaba, la manada se alejaba cada vez más, el comando de autodestrucción amenazaba con ejecutarse en cualquier momento, pero el robot de la media luna solo pensaba en acercar su mano al cristal donde nadaba un bonito pez dorado. No sintió nada cuando explotó, solo un sonido fuerte que lo remeció y luego sus sistemas que se apagaban como una vela que se ha consumido.


Despertó seis días después, notó que sus recuerdos seguían intactos, también su consciencia, eso era de todo, menos normal. Sus sistemas se reiniciaban con normalidad, estaba en un lugar oscuro, la escasa luz que había, estaba enfocada en él, un hombre lo miraba muy de cerca con gran curiosidad “¿Puedes oírme?” Un humano, tan cerca que si tuviera sentido del tacto, podría haberlo tocarlo, sin embargo, lo más sorprendente era que podía comprender el sistema de lenguaje orgánico, algo que desde hace mucho estaba obsoleto entre las máquinas de bajo rango, como él. El robot de la media luna respondió que sí había recibido el mensaje, y el traductor que el hombre le había instalado reprodujo su respuesta con una voz electrónica, con un tono que se podía clasificar como femenino. El hombre rió complacido. Se trataba de un explorador solitario, aquel lugar era su hogar, el sótano de una de esas casas sepultadas por el barro al que se podía acceder a través del autobús donde precisamente el humano lo había encontrado. El robot miró a su alrededor, las paredes, el techo, todo estaba lleno de objetos absolutamente asombrosos para él, se preguntó si aquel humano estaría dispuesto a explicarle la utilidad del cepillo de dientes y de los otros fabulosos objetos que tenía allí, por su parte, el hombre estaba seguro de que aquel curioso robot, le sería útil para buscar y encontrar las piezas que constantemente los sobrevivientes necesitaban.


León Faras. 

sábado, 1 de abril de 2017

Simbiosis. Una visita al Psiquiátrico.

VIII.

La tetera mediana, y también la más añosa, liberaba un leve y continuo hilo de vapor puesta sobre los rescoldos, donde la vieja Luca la tenía a mano para cebar su mate aromatizado con cedrón, era temprano en la mañana y el fuego ya había ardido un buen rato hasta consumirse. Jonás llegó en ese momento a llenar con agua caliente una taza en la que traía algunas rígidas hojas de té. El hombre mostraba un evidente dejo de preocupación en el rostro, la mujer no necesitó preguntar qué pasaba, “Luna nuevamente dice que ha hablado con su madre…” La vieja Lucrecia sorbía sonoramente, con el fin de extraer hasta la última gota de agua de su mate, para volver a llenarlo con parsimonia y sabiduría. “¿Y qué hay de raro con eso? Es solo una niña…” “Sí, lo mismo pienso yo, que no tiene nada de malo… Pero hoy me preguntó por su hermana…” Jonás azucaró su té y lo revolvió pensativo, luego miró a la vieja para preguntarle si había tenido algo que ver en eso. Era muy poco probable, pero era mejor eliminar completamente esa posibilidad, la vieja asintió, “También me habló de una hermana, como quien confiesa un pequeño secreto. No le pregunté nada, jamás había oído nada de eso y solo pensé que era uno de sus juegos. Tiene una imaginación bendita y es inteligente como la que más… pero, ¿Acaso es cierto?” Jonás se empujó hacia arriba sus diminutos anteojos y se quedó hurgueteando la barba un rato, luego respondió “Ese es el asunto… ella tuvo una hermana melliza que nació muy débil y murió a los pocos días de nacer, pensaba hablarle de ella, debí hablarle de ella, pero esperando el mejor momento, nunca lo hice. Y ahora no sé cómo se ha enterado.” Lucrecia interrumpió la saboreada de su mate para responder con naturalidad, “Pues se lo ha dicho su madre… lo creas o no, los muertos también hablan, cuando hay alguien dispuesto a oírlos” Jonás quiso sorber una pizca de su té, pero retiró los labios rápidamente al sentir el líquido demasiado caliente, “Ay, vieja Luca, puede que tengas razón” Lucrecia continuó, “…la gente hoy en día no cree en nada, piensan que todo son puros cuentos de viejos… pero antes se veían cosas. Mi tía Ernestina, la mayor, sanaba chiquillos con dos rezos y un par de hierbas y a ella nunca nadie le enseñó nada, ella hablaba con angelitos desde niña, incluso curaba gente maldita, gente que de un día para otro caía en cama y ahí se secaban como una plantita, ella iba y los sacaba de ahí… Y mi padre, que en paz descanse, conoció al Diablo en persona, habló con él como estamos hablando nosotros, dijo que nunca había estado tan asustado en toda su vida, y él no era hombre asustadizo. No le quedó de otra que decirle con mucho respeto que no quería tratos con él, pero el Diablo, astuto, le dio una moneda de oro y le pidió que se la guardara, porque un día iba a volver por ella, para tentarlo, pero mi padre nunca la usó, se la mostró a mi madre y yo también la vi, era grande que no cabía en una taza, valía mucho, pero mi padre dijo que antes que tener que usarla, nos moríamos todos de hambre, y la escondió donde nunca más supimos de ella…” La vieja Luca cogió un palo domesticado hace muchos años por su mano dura y el fuego intenso, y abrió con él las cenizas para que emergieran de ellas, dos gordas y apetitosas tortillas de pan cocinadas en los rescoldos, que la vieja cogió entre un paño y su delantal y limpió enérgicamente antes de tirarlas en un canasto, “…así que yo creo que una pequeña que hable con su difunta madre, no tiene nada de malo, y no es ni de cerca lo más extraño que se haya visto…” “Lo sé vieja, lo sé. Si yo no más quiero que ella esté bien… y si su madre nos quiere ayudar con eso, pues qué le voy a hacer yo, bienvenido sea…” dijo Jonás mientras se iba a preparar sus cosas antes de irse a trabajar.

Estela se levantó muy temprano, pero aun así encontró a la señora Alicia ya sentada en la cocina tomando desayuno, aunque todavía envuelta en una bata. Bernarda no tardó en aparecer, totalmente vestida, arreglada y lista para irse a su trabajo, se preparó una tostada con mermelada canturreando suavemente y se fue, despidiéndose de todos con una sonrisa radiante, que dejó a la señora Alicia aun desconcertada, al no poder concebir que una mujer de la edad de Bernarda, con dos hijos y una nieta, fuera capaz de andar por la vida con esa felicidad y plenitud propios del amor idealizado de la juventud, lo que le parecía de lo más extravagante o a lo menos, inadecuado, a Estela en cambio, la nueva actitud de Bernarda le gustaba, le parecía todo divertidamente raro. Ulises apareció entonces, venía sonriendo, pues había saludado a su hija antes de que esta se fuera, y la mujer le había contagiado irremediablemente su espléndido humor. Estela se puso de pie en el acto para servirle desayuno, pero el viejo se negó, tenía que ir a la iglesia y estaba atrasado, un “¿Tú?” largo y cargado de duda salió de la boca de Estela y de la señora Alicia al unísono, ambas muy sorprendidas debido a que el hombre era más bien renuente a todo tipo de celebraciones religiosas, pero Ulises se explicó rápidamente, “El Padre habló conmigo ayer, dice que tiene una figura de madera del Señor que está rota en su capilla y me pidió que le echara un ojo a ver si podía repararla… seguro no obtendré más que un par de bendiciones y los favores siempre misteriosos de la Divina Providencia, pero en fin, de todas maneras veré lo que puedo hacer.” Ya luego se pasaría por la cafetería de Octavio a comer algo.

Estela salió de su casa a media mañana, luego de lavar la vajilla y ayudar en las labores de aseo como siempre lo había hecho. Tenía pensado encontrarse con su hermano y tal vez hacer algo más de dinero, ahora que ya sabían que el viaje se acercaba, pero afuera se encontró con Diana, que precisamente la buscaba a ella y aguardaba a corta distancia a que saliera “Necesito tu ayuda…” Diana lucía entusiasmada, “…anoche apenas pude dormir, tengo una idea pero tienes que ayudarme… es por lo de Alberto” Ambas llegaron a la casa de Alberto, pero este no estaba, “No te preocupes…” dijo Diana sonriendo misteriosa, “…le he conseguido un pequeño trabajo que lo mantendrá ocupado” luego abrió un pequeño bolso y sacó de él una cotona, como las que usan los niños en el colegio para no ensuciar la ropa “Toma, ponte esto, es un poco grande para ti, pero servirá. Vamos a pintar.”


Cuando Alberto se desocupó, encontró a ambas muchachas sentadas en la entrada de su casa comiendo emparedados y bebiendo zumo, tenían pañuelos cubriéndose el pelo y sus delantales manchados de pintura negra, pero ambas sonreían satisfechas, la escena, para cualquiera, pero especialmente para el muchacho, era de lo más incongruente, hasta entrar a la casa. Las muchachas habían limpiado y ordenado todo ligeramente, y habían pintado de negro ciertos trozos de los muros, de modo que se podían ver esparcidas por el lugar, varias pizarras de diferentes dimensiones, grandes y pequeñas, altas y alargadas, en las cuales estaban distribuidas todas las letras del abecedario, pintadas con pintura blanca y la bonita caligrafía de Diana y sus respectivos espacios, para que fueran rellenados con palabras a medida que el muchacho fuera aprendiendo a escribir. El resultado no era para nada desagradable, y a Alberto, realmente le gustó, al menos estéticamente, porque en un principio se sintió agobiado por la cantidad de letras distintas, que jamás imaginó que fueran tantas, y por la cantidad de espacio disponible, que sintió que tardaría años en rellenar, pero las muchachas lo tranquilizaron, pues comenzarían de a poco y las cosas se irían haciendo cada vez más fáciles. Las palabras quedarían escritas en las paredes y de esa manera, las podría repasar todo el tiempo que permaneciera en casa, incluso de manera inconsciente. Estela le preguntó por cual palabra quería comenzar y el muchacho no lo dudó, hace mucho tiempo que tenía la curiosidad de ver cómo lucía su nombre, dibujado en palabras: “Alberto” dijo.


León Faras.