martes, 19 de septiembre de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LIX.



Menudo soldado que había resultado ser, en su primera batalla y ya estaba desertando sin haber siquiera desenvainado su espada. Su padre la cubriría, de eso no tenía por qué preocuparse, pero de verdad tenía ganas de probarse en un combate real contra enemigos de verdad… y matar. Su tío Demirel le habló de eso, matar era una cosa seria, le dijo, porque no estaba bien que uno asesinara personas porque se siente con ganas de hacerlo, o con el derecho o porque te despiertas una mañana con deseos de cortarle la garganta a algún pobre desgraciado que a tu juicio está de sobra en este mundo, eso no era correcto, pero se debía estar dispuesto a hacerlo en todo momento y sin dudarlo, porque ese era el trabajo de un soldado, y también la gran diferencia entre un soldado y un asesino. Falena tenía muchas dudas al respecto, pero su tío también le dijo que la primera muerte le diría todo lo que necesitaba saber, que le enseñaría cosas de sí misma que no conocía, que la haría madurar y que la cambiaría para siempre y eso era lo que ella quería, dejar de ser la niña y la princesa para convertirse en un soldado de verdad, y no lo haría hasta que le quitara la vida a su primer enemigo. Su papá le había dicho, con su tono grave y su estilo escueto, que el trabajo de un soldado era mucho más que solo matar, pero a ella no le pareció muy convincente, en cuestiones de soldado confiaba más en su tío Demirel. Ahora salía de la ciudad aledaña caminando delante de los caballos con un farol en la mano para iluminar un camino que le era completamente desconocido y que apenas se podía diferenciar del resto del suelo, un tanto desilusionada, pero convencida de que su madre y su hermana estaban primero que todo lo demás y que era su deber mantenerlas a salvo.



Por su parte, Tibrón y sus hombres estaban en graves problemas, luchando pegados espalda con espalda contra oleadas de enemigos que no parecían acabar nunca, ni estar dispuestos a ceder. No resistirían mucho así, pero los demás no estaban mejor, habían perdido mucho más que solo el respeto de esa gente, los Tronadores se quedaban sin munición y algunos ya habían sido destruidos, además, todos estaban tan dispersos que cada uno tenía su propia batalla particular y sus propios problemas personales. Váspoli, con tan solo una docena de hombres montados a caballo y con los rostros cubiertos como bandidos, había logrado agrupar a poco más de cincuenta, rescatándolos, literalmente, de las garras del enemigo y de la muerte, y trayéndolos de regreso a la seguridad del grupo. Ellos llegaron a apoyar al menguado grupo de Tibrón, abriendo paso con el pecho de sus caballos y las puntas de sus espadas hasta ellos y dándoles un respiro a sus agotados músculos. “¡Creí que era el fin!” Alegó Cal Desci, dejando caer los brazos por un segundo y tomando el aire a bocanadas, “¡Todavía lo es!” le replicó Aregel, indicándole que debían salir del atolladero en el que estaban metidos antes de creerse estar a salvo. Esa era la idea de Váspoli, rescatar y reagrupar a los que aún estaban luchando, pero entonces se oyó un cuerno, agudo como una trompetilla, que se replicó por todas partes de la ciudad como aullido de lobos, y luego todos los habitantes de la ciudad que aún peleaban comenzaron a retirarse, a desaparecer como recibiendo una orden superior a la cual todos obedecían. Demirel, Váspoli, Tibrón y todos los demás quedaron perplejos, salvo por algunos perros disputándose el cadáver de algún pobre desgraciado caído en esa batalla infame, estaban completamente solos dentro de una ciudad a medio destruir y casi en completo silencio. Aquello no podía ser nada bueno, esa gente no se había ido para darles un respiro, ahora eran ellos los que estaban dentro del círculo y los bosgoneses afuera y seguro que tenían un plan. Demirel llamó a Váspoli y a otro de sus soldados, uno que estaba herido en una pierna, y los envió de regreso a Cízarin, algo le decía que si no los enviaba ahora, no saldría nadie de allí para contar la historia. Apenas el sonido de sus cascos desapareció, un ruido lejano de silbidos y ladridos de perros empezó a hacerse latente, seguido del insistente balido de cabras y murmullo de algo muy grande acercándose. “¡Oh, mierda, no puede ser!” Dijo alguien al que todos voltearon a mirar nada más oír su voz, ese era Éscar y estaba vivo, parecía como si hubiese rodado montaña abajo sobre rocas escarpadas y multitud de espinas, pero estaba vivo y sobándose el cuello donde la soga le había dejado un verdugón rugoso y negro. Todos lo miraban como si se hubiese levantado de su tumba, pero él solo se limitó a terminar lo que iba a decir, “¡¿Nos van atacar con un ejército de putas cabras?!” Sonaba estúpido, pero pronto se vieron invadidos por un mar de cabras que entraban por todos lados, pero que no hacían más que estorbar sin causar ningún daño, eso, hasta que les lanzaron el Urticario encima. Aquella era una jugarreta muy popular entre los muchachos en Bosgos, y todos habían sido muchachos alguna vez; consistía en deleitarse insanamente viendo a los pobres animales enloquecer y desesperarse durante algunos minutos por la comezón. El Urticario en líquido era más fuerte, pero una vez que caía no se esparcía, en cambio, el en polvo, no era tan poderoso pero sí mucho más duradero, porque era capaz de mantenerse suspendido como una nube gracias al mismo ajetreo de las cabras, y de esa manera también trasladarse por el aire. Usaron ambos, y obviamente, no era que solo afectara a las cabras, sino que a todo lo que tuviera piel también. Las bombas tóxicas de Urticario estallaron sobre todos y en un segundo todo cambió, los animales literalmente enloquecieron, y al estar apretujados unos contra otros, la locura se volvió en masa. Las cabras comenzaron a golpear lo que estuviera cerca con tal de alejarse de la comezón que les rodeaba, pero sin lograr ir a ningún lado, los hombres que aún estaban montados fueron derribados de sus caballos al no poder controlarlos y los otros, que resistían lo mejor que podían el embate de una multitud de bestias coléricas y fuera de sí, pronto descubrirían el infierno de sentir el Urticario bajo el metal de sus armaduras, adherido a su piel gracias al sudor que los cubría, moviéndose bajo esta como lombrices endemoniadas; la desesperación de estar luchando contra un enemigo despiadado al que no se le puede enfrentar. Resistieron hasta donde pudieron y más, hasta que la comezón se volvió insostenible y comenzó a ocupar todos los espacios de su mente, hasta que ya no pudieron controlar los espasmos musculares que surgían por todas partes de su cuerpo, hasta que su propio sudor se volvió su enemigo y hasta que los hombres empezaron a caer uno a uno, presas de la desesperación y de una locura temporal incontenible; a desaparecer en un mar agitado y violento de cabras furiosas del que, la mayoría, no volvería a salir. Entonces Demirel, viendo que la voluntad de sus hombres flaqueaba tanto como la suya ante ese enemigo implacable adherido a su piel, ordenó la retirada, que más bien fue un ¡Huyan! O un, ¡sálvese quién pueda! Pero que ninguno de los que quedaban en pie se atrevió a cuestionar. Era la retirada más vergonzosa de sus vidas, además de complicada porque las cabras no se lo ponían nada fácil, pero entonces hubo un estallido justo enfrente de ellos, y los animales les abrieron el paso como si se tratara de un milagro. Furio estaba del otro lado con uno de sus hombres y armado con un Tronador que aún se mantenía en pie, cojeaba y había perdido un ojo, pero por alguna razón, su compañero se veía peor que él, como si estuviera a la mitad de un terrible calvario. “Te ves feo, amigo, ¿qué mierda te pasó?” Preguntó Éscar, el primero en llegar. Furio lo miró incapaz de responder tal cosa, hasta que el otro lo zamarreó cogiéndolo amistosamente por los hombros y riendo, “¡Solo bromeo!” Por algún motivo que nadie concebía, ese maldito instructor, además de ser el hombre más inestable e impredecible sobre la tierra, y de regresar tan campante de la muerte, parecía ser inmune al Urticario, o resistía sus efectos sorprendentemente bien. Mientras los demás estaban al borde de la locura, él solo bromeaba.


León Faras.

martes, 5 de septiembre de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LVIII.



Emmer cayó al suelo agarrándose el pecho ante la mirada de incredulidad de Demirel, quien no podía creer que estuviera viviendo la misma escena otra vez, y de Qrima, quien tampoco podía creer que de nuevo estuvieran en la misma situación. El viejo arrastró al herido por en medio de la trifulca y zalagarda de gente cargando a montones contra otras gentes, hasta encontrar una pared donde reposarlo y reposar él también, porque se sentía como si hubiese arrastrado un buey atrapado en un lodazal, en vez de solo tirar de un hombre. “¿Vas a estar bien?” Preguntó Qrima, con cara de afligido debido a que le faltaba el aire en ese momento y su corazón corría como no lo había hecho en mucho tiempo. Emmer respiraba con dificultad, demostrando dolor en cada suspiro, entonces, se abrió la camisa y con la yema de los dedos palpó la bola de hierro incrustada en su esternón, estaba ahí, podía sentirla, cogió la mano de Qrima y se la llevó a la bala, “¡Sácala!” le ordenó. Aquello sorprendió un poco al viejo, pero pronto comprendió que su amigo no era precisamente un hombre ordinario, por lo que se puso en posición, cogió su puñal y apretando los labios con fuerza, como si aquello sirviese para algo, lo enterró en el pecho de su compañero, justo al lado de la bola de hierro, para removerla luego con un movimiento de palanca hacia afuera. Emmer no se contuvo, soltó el grito que le brotó del cuerpo sin remilgos ni delicadezas, aunque en medio de ese bullicio tuvo el mismo impacto que una meada bajo la lluvia, su cicatrización de inmortal hizo el resto y pronto estaba listo para volver a la batalla, no así su viejo amigo, Qrima, cuyo cansancio era más profundo que solo el ajetreo de aquel día. Vanter y Gúnur aparecieron pronto, traían sus armas teñidas de rojo casi por completo. La brecha había sido abierta y la gente huía en masa por ahí. El guerrero de la espada desmesurada, era bueno, pero no podía contenerlos a todos él solo, además, habían llegado refuerzos de la ciudad aledaña y las cosas se estaban poniendo al fin de su lado. En ese momento, la pared contra la que Qrima estaba apoyado, voló en pedazos tras el disparo de un Tronador, a los que cada vez se les estaba haciendo más difícil ganarse el respeto de esa gente. Luego del estruendo y la polvareda, encontraron al viejo tirado en el suelo, estaba cubierto de tierra, medio sordo y profundamente consternado, pero vivo, claramente, todo eso había sido demasiado para él en un solo día. Debían llevarlo con Nina, ella y su gente tenían organizado un grupo para sacar a los heridos hacia un lugar seguro.



Yurba tenía un problema, él quería ayudar a Rubi porque Rubi en verdad le gustaba, pero toda esa experiencia con la mujer con cara de cabra fue demasiado rara, él no había sido del todo él en ese lugar, se sentía manipulado como un pelele, y además, ¿cómo carajos había llegado hasta esa casa en primer lugar? si ahora no sabría decir dónde está ni aunque se lo preguntaran a azotes. Caminaba de regreso a la ciudad con un puñal manchado de sangre y la misión de asesinar a un inocente con él para salvar la vida de su chica, que ni siquiera era su chica, porque Rubi lo trataba la mayoría del tiempo como a una molestia, como si fuera caca en sus zapatos, y no la culpaba, si era él el que no dejaba de hostigarla y ella de rechazarlo, pero si no insistía estaba jodido. La peste que emanaba de la ciudad lo hizo sentir un poco enfermo, al principio lo resistió pero no se le pasaba el malestar, sino por el contrario, el efecto era acumulativo. El aire no se movía esa noche y los gases no se dispersaban, olía como a huevos podridos y orines acumulados; como a orines acumulados dentro de un huevo podrido. Como a estar encerrado dentro de ese huevo. Se sintió mareado y con deseos de vomitar, y lo hizo, aunque no fue mucho lo que salió de su estómago, pues hace rato que no había mucho ahí. Estaba solo y no era difícil de adivinar el porqué. Halló una escalera y trepó al techo de una casa, una vez arriba, notó que varias sombras oscuras se movilizaban por sobre los tejados de la ciudad, eran bosgoneses que sabían que arriba el aire era más respirable que abajo. Divisó un grupo de ellos destruyendo un Tronador atrapado entre los escombros y a sus operadores que luchaban por liberarlo, lanzándose sobre ellos como una manada de ratas hambrientas sobre una alimaña indefensa y luego desapareciendo como asaltantes en la noche, cada uno con un trozo de la víctima. Comenzó a moverse sobre cuatro patas, no porque le temiera a las alturas, que tampoco eran casas demasiado altas, sino porque aún se sentía mareado y porque creía que así pasaría más desapercibido, pero no fue así, se encontró casi de frente con un pequeño grupo de bosgoneses agazapados sobre un techo que lo vieron mucho antes de que él pudiera verlos: eran tres adolescentes, dos chicos y una chica. “¿Quién eres?” Preguntó uno de ellos y Yurba, aún un poco atontado por los gases tóxicos, respondió torpemente dándole su nombre, como si lo conocieran. “¡Quién?” Replicó el otro con el ceño apretado, porque jamás había oído nombre parecido a ese. Yurba soltó una risa de borracho por su torpeza. “Escuchen, yo solo quiero un poco de aire fresco, eso es todo.” Se excusó mostrando las palmas de sus manos desnudas en señal amistosa. No tenía espada, nada excepto el puñal que la bruja le dio, pero ni siquiera alcanzó a sacarlo, porque los muchachos convinieron de inmediato en que aquel hombre pequeño y calvo no era de los suyos y por lo tanto, no merecía gastar su aire fresco. Yurba recibió un bastonazo en la cabeza que nunca vio venir, y que lo arrojó de vuelta al suelo apestoso de donde venía, esta vez para quedarse allí por un rato, inconsciente.



Respirar a ras de suelo era mejor que hacerlo de pie, eso fue algo que Yurba descubrió cuando despertó. Lo hizo de pronto cuando sintió que manos ajenas lo estaban registrando con vivacidad, su mente reaccionó rápido, recordó la guerra, el golpe en la cabeza, el puñal y a Rubi, todo en el tiempo que le tomó abrir los ojos. Cogió al que le estaba robando sus cosas por las solapas y sin pensar en nada, clavó su puñal en el cuello del malhechor. Lo hizo sin decir una palabra, sin un gesto en la cara, sin emociones, ni buenas ni malas, lo hizo como quien usa su cuchillo para despellejar una liebre. Solo vio sus ojos, abiertos como platos, cejas gruesas y abundante cabello alborotado, el resto de su cara estaba tapada por un pañuelo empapado en orina, también pudo oír la carrera de sus compinches que huían como ratas ante la desgracia de un camarada. Yurba tardó unos segundos en asimilar lo que estaba sucediendo y lo que acababa de hacer, en darse cuenta de que, al que acababa de matar, no era más que un niño de diez años, doce a lo mucho, chiquillos que aprovechaban la noche y la guerra para saquear cadáveres y obtener algo de ganancias en medio de tantas pérdidas; en notar que el maldito puñal estaba seco, como si hubiese absorbido la sangre en vez de derramarla y que, fuera como fuera, ya tenía la vida del inocente que la bruja le pidió.


León Faras.